Della Street, la secretaria de confianza de Perry Mason, depositó una lujosa tarjeta de visita en relieve sobre la mesa del abogado.
Mason miró la tarjeta y dijo:
—Señora Summerfield Malden. ¿Qué es lo que desea, Della?
—¿No le dice a usted nada el nombre? —preguntó Della Street.
—No. ¿Es que tenía que decirme algo?
Ella hizo con la cabeza una señal afirmativa.
—Ha salido en los periódicos. Se trata de Steffanie Malden, la esposa o, mejor dicho, la viuda del doctor Summerfield Malden. El doctor Malden iba volando en su propia avioneta a un congreso médico que va a celebrarse en Salt Lake City. El aparato se estrelló.
La secretaria notó que su jefe no recordaba bien el asunto. Continuó explicando:
—Los periódicos de ayer publicaron la crónica. El accidente se descubrió desde el aire antes de que hubiese transcurrido una hora. El aparato estaba en uno de los lagos secos del desierto. Dentro de la avioneta se encontró el cuerpo carbonizado del doctor Malden. Por lo visto, había tenido una avería, había tratado de hacer un aterrizaje de emergencia y se estrelló.
Mason asintió con una inclinación de cabeza:
—Ahora lo recuerdo. El doctor Malden tenía fama como cirujano, ¿no es así?
—Tenía mucho éxito no sólo como cirujano, sino como doctor de medicina general —repuso Della Street.
—Me imagino —comentó Mason reflexivamente— que la señora Malden quiere poner en claro sus derechos a la herencia, pero, ¿no opina usted, Della, que ésta es una prisa inusitada? Generalmente estas cosas se ventilan después del funeral. Se supone siempre que la viuda está postrada por el dolor.
—Esto de se supone está muy bien dicho —afirmó Della Street.
—¿Quiere decir que ésta no se muestra lo debidamente apenada?
—Bueno —respondió Della Street—, parece que está nerviosa e impaciente. Está vestida con elegancia y es joven y atractiva. No hace más que dar pataditas con el pie calzado con unos zapatos de cuarenta dólares, dejando al descubierto una bonita pierna envuelta en medias de nylon y teniendo en general el aire de que es una cosa muy distinta a la pena lo que tiene en su mente.
—¿Dice usted que es joven? —preguntó Mason—. ¿No era el doctor Malden un hombre de edad madura?
—Lo era. Ésta es su segunda esposa, creo, o quizá la tercera, por el aspecto que tiene. Parece un bombón.
—¿Qué edad le calcula usted?
—De veinticinco a veintiséis años. Tiene una hermosa figura y ella lo sabe. Se viste de la manera más adecuada para realzarla y con un gesto perfecto. Se ve que tiene dinero, se le nota en todos los detalles. Fue un juguete muy caro que hubo de mantener el doctor Malden. Eso puede usted apostarlo y ganaría la apuesta.
Perry Mason se echó a reír.
—Me deja convencido, Della. No sé qué haría sin esas femeninas observaciones que usted recoge. Probablemente, por mi parte, se me habrían escapado todos estos detalles.
—Con esta muchacha no se le habrían escapado —replicó Della Street—. Nada se le pasaría a usted por alto; ella misma se cuidaría de eso.
—Es una actitud bastante insólita para una mujer que acaba de quedarse viuda.
—No han pasado todavía veinticuatro horas desde la muerte del marido —corroboró Della Street.
—Bueno, dígale que entre, Della. Supongo que ella cuenta con que se le conceda una compasión llena de deferencia.
—Con lo que cuenta es con una atención llena de deferencia —dijo Della Street—. Está acostumbrada a exigirla.
—¿Exigirla? —preguntó Mason.
Della Street asintió con la cabeza y salió para introducir en el despacho a la visitante de Mason.
Steffanie Malden iba vestida con un conjunto gris perla de un caro tejido de lana de liviano peso y que moldeaba perfectamente las líneas de su figura. Una estola de visón plateado se arrollaba, como quien no quiere la cosa, en torno de sus hombros. Un gran anillo de diamantes centelleó cuando se quitó sus grises guantes de piel de gamo.
—Señor Mason —dijo, como si estuviera saludando a un amigo al que conociese desde hacía muchos años—, no puedo menos que empezar diciéndole lo mucho que agradezco su cortesía al recibirme sin que hubiéramos concertado previamente una entrevista Tengo cierta idea de lo muy ocupado que está usted.
Lanzó una mirada a Della Street.
—Siéntese —dijo Mason—. No se preocupe por la señorita Street, mi secretaria. Está enterada de todo lo que yo sé respecto a mis clientes y, con toda probabilidad, de algunas cosas que no sé.
Hubo un ceño débilmente perceptible en el rostro de Steffanie Malden.
—Es un asunto muy embarazoso, muy personal y muy confidencial —repuso.
—Muy bien —contestó Mason—. Por tanto, la señorita Street tomará notas personales y confidenciales y se cuidará de que nadie pueda tener acceso a ellas.
—Es que… mire… apenas sé cómo empezar —dijo, cruzando las piernas y alisándose la falda color gris perla mientras fijaba la mirada de sus ojos de avellana en la puntera de su zapato izquierdo.
—Empiece usted por la mitad —dijo Mason.
Ella alzó rápidamente la mirada hasta él.
—Creí que iba usted a decir que empezara por el principio. Por lo menos, es lo que suele decir la gente cuando alguien ha hecho una afirmación como la mía.
—Bueno, vamos a no hacer lo que hace la gente —replicó Mason—. Algunas veces conviene más empezar por el medio y así no se está tan lejos ni del principio ni del final.
Ella soltó una risita excitada y nerviosa y empezó a explicar:
—Mi esposo era el doctor Summerfield Malden. Era un médico muy importante. Se mató en… en un accidente de aviación.
—Lo sé —dijo Mason—. Lo leí en los periódicos.
Hubo algunos segundos de silencio, luego ella se recobró como si su mente hubiese viajado a muchos miles de kilómetros de distancia y volviese al momento actual.
—Mire usted, mi marido estaba en apuros, señor Mason.
—¿Qué clase de apuros?
—A causa del impuesto sobre la renta.
—¿Qué le pasaba?
—El departamento del impuesto sobre la renta había estado revisando últimamente las liquidaciones de todos los doctores, en particular de los doctores de más fama y cuyos consultorios se ven más visitados.
Mason asintió con la cabeza. Ella continuó:
—Naturalmente, como usted sabe, un médico cobra con frecuencia sus consultas en metálico. No es raro que la gente lo haga así y… bueno, usted ya me entiende.
—¿Tenía su esposo una gran clientela? —preguntó Mason.
—Trataba a muchos pacientes con diatermia. Había un cuerpo de enfermeras que aplicaban los tratamientos y…
—También eran las enfermeras las que cobraban los honorarios, ¿no es así? —preguntó Mason.
Ella asintió.
—Gladys Foss era su mano derecha, su jefa de enfermeras, la jefa de la oficina y todo lo demás.
—¿Se han entrevistado los investigadores con la señorita Foss?
—Sí, la han interrogado.
—¿Se la puede ver ahora?
—Por el momento, no. Yo no tenía la menor idea —continuó la señora Malden con cierto tono de despecho— de que Gladys iba a reunirse con mi marido en Salt Lake City.
—¿Se ha enterado usted ahora de que ése era el plan?
—Sí. El doctor Malden se puso de acuerdo con Gladys para que ésta fuese a Phoenix, Arizona, para recoger algunos datos de un hospital de allí. Pero el caso es que no está en Phoenix. Fue allí y luego desapareció.
—¿Cree usted que Gladys Foss iba a reunirse con su esposo en Salt Lake City?
—Vamos, vamos, señor Mason —replicó ella—, no seamos ingenuos.
—¿Qué otra cosa puede usted decirme sobre la señorita Foss? —preguntó Mason.
—Gladys Foss tiene veintisiete años. Mi marido tenía cincuenta y dos. Una edad más bien peligrosa. Él, bueno, era un hombre. Pasaba con Gladys muchas horas del día. Tenían relaciones muy íntimas y confidenciales.
—¿Y cree usted que esas relaciones llegaron a algo?
Ella se echó a reír y contestó:
—Cielo santo, señor Mason, no soy tonta. No nací ayer.
—¿No han comentado eso los periódicos? —preguntó Mason.
—Todavía no. Ése es un asunto que han pasado por alto. Ésa es otra cosa contra la cual he de ponerme en guardia. Que los periodistas vengan a mi puerta y me den suavemente la noticia, preguntándome si puedo explicar el porqué.
—¿Y qué va usted a hacer? —inquirió Mason.
—Mirarles directamente a los ojos —repuso ella— y decirles: «Es verdad. La señorita Foss iba a ir a Phoenix y luego a Salt Lake City». Les diré que tenía el proyecto de unirme con ellos, pero que me retrasé un día; que mi marido quería que yo llevase el coche y los tres estaríamos juntos. ¿Qué esperaba usted que yo fuese a decir? ¿Esperaba que cruzase las manos nerviosamente y les dijera a los periodistas que mi esposo debía de haber estado llevando una doble vida y que yo no sabía nada?
—¿No fue usted su primera esposa? —preguntó Mason.
—Fui su tercera esposa y no se lo robé a la segunda. La segunda sí se lo robó a la primera. Pero luego murió y él se quedó muy solo, y yo tenía gran interés en atraparlo. No tenía necesidad de arrojarme en brazos de cualquiera.
Se mordió los labios. Luego continuó, con cierta irritación:
—Y no crea usted que fue un matrimonio por dinero, señor Mason. Si me hubiese casado con alguien que tuviera setenta años de edad y fuese muy rico, la cosa habría sido diferente. Me casé con un hombre que me llevaba exactamente veinticinco años. Supongo que dentro de diez años las relaciones se harían… bueno, difíciles, pero me creo capaz de afrontar las cosas cuando se presentan. Me casé con el doctor Malden porque era un hombre que me fascinaba.
Pareció recordar algo que la hizo sonreír. Prosiguió con lentitud:
—Era una máquina de pensar. Sabía conceder una reflexión fría, objetiva, intelectual a cualquier problema y llegar a una solución diabólicamente ingeniosa.
—¿Y en qué consiste el conflicto con los inspectores del impuesto sobre la renta? —preguntó Mason.
—Ellos afirman que ha dejado de declarar unos ingresos de cien mil dólares. No pueden probarlo. Lo único que tienen contra él es que sus cobros en metálico no eran ni muchísimo menos de la misma importancia que los cobros en metálico de otros doctores que tienen una clientela similar. Encontraron también a un par de pacientes que declararon haber pagado en metálico sus operaciones, uno doscientos dólares, otro, trescientos cincuenta. Afirman que en los libros de contabilidad de mi esposo no aparece que se hayan hecho tales pagos en el período en cuestión.
—¿Qué hicieron entonces?
—Interrogaron a mi esposo y éste se echó a reír. Les dijo que él no sabía nada de sus cuestiones financieras, que era Gladys quien le llevaba los libros de contabilidad y…
—¿Y qué dijo Gladys Foss?
—Nada. Prometió estudiar el asunto y luego se marchó de vacaciones.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando con él?
—Cuatro años.
—Y usted, ¿cuánto tiempo ha estado casada con él?
—Cinco años.
—¿No tenía usted motivos para sospechar que tal vez estaba compartiendo el afecto de su esposo?
Ella se echó a reír.
—No nos andemos por las ramas, señor Mason. No, no tenía manera de saberlo. Y si usted hubiese conocido al doctor Malden, comprendería el porqué.
—¿Qué quiere usted decir?
—Se obstinaba en hacer siempre lo que quería. No creo que se haya confiado nunca a nadie. Todo lo que decía, tenía un propósito determinado; decía sólo lo que quería y ni una palabra más.
—Muy bien —dijo Mason—, ya me ha ofrecido usted un cuadro preliminar. Pero ha estado usted eludiendo el problema que realmente quería consultarme. Supongamos que ahora sigue hablando y me explica de qué se trata.
—¿Qué hay que hacer para reclamar una herencia en tales condiciones, señor Mason? —preguntó ella
—¿Dejó su esposo un testamento?
—Sí.
—¿Cuáles son los términos de este testamento?
—Todo venía a parar a mí. Hasta el último céntimo.
—¿Hay también seguro de vida?
—Sí, un seguro que se hizo hace algún tiempo a mi favor.
—¿De cuánto era ese seguro?
—De cien mil dólares. No es válido, en caso de suicidio.
—Muy bien —dijo Mason—. Después del funeral, usted presenta una solicitud pidiendo que la designen ejecutora de su última voluntad y de su testamento.
—Pero, ¿y lo relativo a tomar posesión de sus bienes? Suponiendo…, suponiendo que mi marido tuviese algún dinero oculto en alguna parte…
—Eso, naturalmente —interrumpió Mason—, es un asunto que el Estado toma en consideración. Al Estado no le gusta perder impuestos sobre la renta. Me refiero tanto al departamento de impuestos sobre herencias como al departamento de impuestos sobre la renta.
Al notar en ella una aparente perplejidad, Mason amplió sus explicaciones. Dijo:
—En el caso de una muerte, se sellan todas las cajas de caudales. No pueden abrirse si no es en presencia de un representante autorizado del departamento de impuestos sobre herencias.
—Ya comprendo —dijo ella, mirando una vez más la puntera de su zapato izquierdo. Lanzó una rápida mirada a Della Street y luego volvió a clavar los ojos en el zapato.
—Continúe —rogó Mason.
—No sé cómo referirme al tema por el que he venido, señor Mason —respondió ella dubitativamente.
—No se refiera —replicó Mason—. Sencillamente, expóngalo con toda claridad. Después de todo, hemos llevado mucho tiempo sin conocernos. Usted sabe las cosas de la vida y yo soy abogado. Vayamos al grano. ¿Qué es lo que usted quiere?
—Me empeño en ser observadora —Mason asintió, comprensivo—. Siempre me ha gustado enorgullecerme de que me doy cuenta de todo… de que estoy alerta.
—¿Con los ojos bien abiertos? —preguntó Mason, lanzando una mirada a Della Street.
—Completamente abiertos —corroboró Steffanie—, pero sin ser una fisgona.
—Muy bien. Continúe.
—Mi marido —empezó a explicar ella— recibía un cierto número de llamadas telefónicas, por la noche, naturalmente. Es algo con lo que hay que contar en la vida médica. A mí…, bueno, la verdad es que me gusta estar enterada de todo.
—Ya dijo usted eso antes —comentó Mason.
—Me fijo en todo —Mason volvió a asentir—. Bueno, el caso es que… encontré… la verdad es que esto va a hacerme aparecer terriblemente fisgona.
—No se preocupe tanto de sí misma —aconsejó Mason—. Preocúpese por explicar las cosas lo mejor posible. Así es que no vacile más y dígame de qué se trata
—Está bien —obedeció ella—. Mi marido llevaba en uno de sus bolsillos una carterita de cuero en la que había varias llaves. Yo las miraba de cuando en cuando. Podía identificar cada una de las llaves. Una era de su caja fuerte en el banco, que, desde luego, el departamento de impuestos sobre la renta estará vigilando como un halcón. Tenía llaves de su despacho. Tenía una llave para el compartimiento de su caja de caudales donde guardaba todos sus narcóticos. Tenía una llave de la casa y una llave del garaje.
—Continúe —instó Mason.
—Y otras dos llaves que yo no sabía a qué podrían corresponder —Mason inclinó la cabeza en señal de que seguía el relato—. Así, pues —continuó ella—, valiéndome de una vela, que fundí previamente, hice impresiones de cera de aquellas llaves. ¿Le parece a usted mal, señor Mason?
—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Mason.
—Un año, poco más o menos.
—Continúe —la instó el abogado.
—Conseguí que me hicieran duplicados de aquellas llaves y me propuse descubrir a qué puertas correspondían. Siempre que tenía la oportunidad de estar sola en el despacho de mi marido, probaba cada una de aquellas llaves en cualquier cerradura de cajón de mesa o en otro mueble que estuviese a mi alcance.
—¿Dónde encajaron?
—Puedo asegurarle a usted que no encajaron en nada que hubiese en el despacho de mi marido.
—¿Dónde encajaron? —repitió Mason.
—Contraté a un detective particular para que siguiese a mi marido. Así descubrí que pasaba algunos ratos en los Apartamentos Dixiewood. Tengo motivos para creer que estas llaves son del apartamento 928-B de los Apartamentos Dixiewood. Sé que mi marido pagaba el alquiler de ese apartamento. Espero que no me deteste usted profundamente, señor Mason, pero es que no puedo soportar saber que hay gente que está haciendo cosas que me afectan y no saber lo que ocurre.
Abrió el bolso, sacó dos llaves, las comparó un momento y luego las puso sobre la mesa de Mason.
—Continúe —dijo el abogado cautamente, lanzando una mirada a Della Street.
—Había también esto —le alargó a Mason un fajito de fotocopias sujetas con grapas.
—¿Qué es esto? —preguntó el abogado.
—No lo sé, es decir, no sé lo que significan. Realmente son fotocopias de las páginas de un librito de notas que estaba en el bolsillo de su chaqueta. Están en el mismo orden que las páginas.
Mason hojeó las fotocopias.
—¿Cómo las consiguió usted?
Ella bajó los ojos.
—El libro de notas estaba en un bolsillo de la chaqueta. Era un librito delgado y me di cuenta de que le concedía un gran valor. Un día, cuando estaba cambiándose de traje, me apoderé del librito y lo escondí.
—¿Qué ocurrió luego?
—Lo echó de menos cuando llegó al hospital. Me telefoneó y me pidió que mirase en el traje que había dejado para enviar a la tintorería y que viese si estaba en él el libro de notas. Le pedí que no se apartase del teléfono mientras yo iba a mirar y al cabo de unos pocos minutos le dije que lo había encontrado. Pareció experimentar un enorme alivio y me rogó que fuese inmediatamente en coche a su despacho y le diese el libro de notas a Gladys Foss y absolutamente a nadie más y que me marchase en seguida.
—¿Qué hizo usted?
—Exactamente lo que él me pidió, con la única diferencia de que me detuve lo bastante para que me hiciesen las fotocopias. No esperé a que estuviesen reveladas. Sólo estuve el tiempo necesario para que se hiciesen en el papel fotostático y fui a recogerlas al día siguiente.
Mason tomó las fotocopias.
—¿Qué más? —preguntó.
—Me están siguiendo.
—¿Quién y por qué?
—Creo —repuso ella— que deben ser agentes del servicio de inspección de la renta. No lo sé. Lo único que sé es que me vigilan.
—¿Desde cuándo?
—Desde que mi marido se marchó.
—Continúe —instó Mason.
—Muy bien, lo diré claramente, señor Mason. Supongamos que mi marido estaba llevando una doble vida. Supongamos que con un nombre falso estaba viviendo en los Apartamentos Dixiewood, que Gladys Foss se reunía con él allí, que…, bueno, supongamos que hay una caja fuerte en ese apartamento y que en esa caja está quizás una considerable suma de dinero, tal vez cien mil dólares. Ahora bien, ¿qué va a ocurrir?
—¿A nombre de quién estaba alquilado ese apartamento? —inquirió Mason.
—A nombre de Charles Amboy —replicó ella.
—Ahora voy a hacerle una pregunta de tipo más bien personal. ¿Se suponía que Charles Amboy tenía una esposa?
—Naturalmente. ¿Para qué, si no, iba a tener ese apartamento?
—¿Sabe usted con toda seguridad si tenía a alguien viviendo allí con él?
—No, si lo pregunta usted de ese modo, he de decir que no lo sé. Lo que sí sé es que en los Apartamentos Dixiewood se hacía pasar por el señor Charles Amboy y… bueno, eso era ya bastante para mí.
—Pero, ¿sabe usted terminantemente que era su marido el que tenía alquilado el apartamento?
—¡Oh, eso sí!
—¿Por qué lo sabe usted?
—En una ocasión le encontré en un bolsillo un recibo de alquiler por un año. El recibo estaba extendido a nombre de Charles Amboy, y era del apartamento 928-B.
—¿Cuánto era la renta?
—Cinco mil dólares.
Las cejas de Mason se enarcaron ligeramente en una expresión de sorpresa.
—Difícilmente habría podido pagar esa renta en metálico.
—Mi marido —explicó ella— tenía otra cuenta corriente a nombre de una sociedad ficticia Malden y Amboy. Extendía sus cheques contra esta cuenta firmando unas veces con su propio nombre y otras con el de Amboy.
—¿Y quizás utilizaba esa sociedad ficticia como medio de detraer algunas de sus ganancias?
—No lo sé.
—¿Y dice usted que la renta era de cinco mil dólares al año?
—Eso es.
—Por lo visto, su marido mantenía un nido amoroso de una categoría bastante alta.
—Sí, ¿por qué no habría de hacerlo? Sabía ganar muy bien el dinero. Creo que nada es más funesto para una historia de amor que unas relaciones subrepticias de un pisito barato con alfombras raídas, una pobre mesa de tocador, un espejo empañado y una cama destartalada. Ello hace que todo el asunto tenga que parecer una vulgaridad.
Mason se quedó estudiándola un momento.
—Me perdonará lo que voy a decirle, pero da la impresión de que está usted hablando por experiencia —ella lo miró en silencio con los labios fruncidos—. ¿No ha estado usted nunca en ese apartamento? —preguntó Mason por fin.
—No.
—¿Por qué no?
—Cielo santo, señor Mason, ¿para qué había de ir yo ahí?
—Para ver lo que estaba ocurriendo o quizá para obtener pruebas.
—¿Pruebas de qué?
—¿Es que nunca se le ha ocurrido a usted la idea del divorcio?
—No. Soy muy feliz con mi vida actual. No me molestaba que mi marido tuviese una amante; lo que me molestaba era ver cómo trataba de burlarse de mí y mantenerme a oscuras. Yo podía compartir su amor físico con quienquiera que fuese, pero simplemente no podía soportar el pensamiento de que se burlase de mí. Desde luego fue otro golpe para mí cuando descubrí que mi marido tenía otro apartamento, pero… bueno, francamente, señor Mason, creo que usted puede haberse formado una idea equivocada.
—¿En qué sentido?
—El despilfarro de mi esposo puede haber sido algo de solución marginal.
—Es lo que suele ser —comentó Mason.
Ella se echó a reír.
—No me refería precisamente a eso.
—¿A qué se refería usted?
—Veamos el asunto desde otro punto de vista, señor Mason. Un doctor es distinto de la mayoría de la gente. Es necesario que alguien sepa dónde está en casi todos los minutos de su tiempo, de forma que pueda ser localizado en un caso de urgencia. Un hombre ordinario puede decirle a su esposa que va a Chicago en un viaje de negocios, hacer sus maletas e irse a vivir con una amante durante cuatro o cinco días, pero un médico tiene un centenar de casos de los que ha de estar pendiente. Puede ser necesario encontrarlo a cualquier hora del día o de la noche —con una inclinación de cabeza, Mason indicó a ella que comprendía, y ella continuó—: Mi marido solía recibir muchas llamadas nocturnas de una tal «señora Amboy» y siempre que recibía una de esas llamadas se marchaba y me decía que podía ponerme en contacto con él llamando a un determinado número.
—¿Qué número era ése?
—Crestline 6-9342. Hice gestiones para localizar en la compañía telefónica el teléfono de Crestline 6-9342. Descubrí que correspondía al apartamento 928-B de los Apartamentos Dixiewood. Mi esposo probablemente se reunía con Gladys Foss en aquel apartamento. Tal vez ella vivía allí. No lo sé.
—¿Como señora Amboy?
—Probablemente.
—¿Nunca hizo usted gestiones para averiguarlo?
—No.
—Continúe —pidió Mason—. ¿Qué era lo que iba usted a decirme sobre que el despilfarro de su marido podía ser un asunto marginal?
—Desde luego, creo que había una relación romántica entre mi esposo y Gladys Foss.
—¿Es guapa ella? —preguntó Mason.
—Una mujer nunca se entusiasma por el aspecto del tercer punto del triángulo —repuso ella—, pero puedo decirle a usted eso: Gladys Foss es una real moza.
—¿Puede usted describirla?
—Tiene todo lo que una mujer necesita y un hombre desea: ojos, cabellos, figura y técnica. Concretamente, tiene unos veintisiete años, es morenita, de grandes ojos oscuros, un metro sesenta de estatura, unos cincuenta kilos de peso, bonitas piernas que a ella le gusta hacer resaltar y caderas aerodinámicas. Yo le tendría odio por el aspecto que tiene aunque no hubiese echado sus garras sobre mi marido.
—Sin embargo, usted no piensa que su marido se relacionase con ella interesado únicamente por sus encantos físicos, ¿no es así?
—Ésa es exactamente la cuestión, señor Mason. Creo que si bien había unas relaciones románticas, debían de existir también unos vínculos de negocios. Creo que mi marido se reunía con ella para elaborar una contabilidad falsa y pensar cómo debían presentar las cosas para…, bueno, no —se interrumpió, reprimiéndose de pronto—. No debo ir tan lejos. Estoy simplemente sugiriéndoselo a usted como una posibilidad.
—Será mejor que me diga algo más acerca de la misteriosa señora Amboy —pidió Mason.
—Las llamadas llegaban de la señora Amboy rogando si el doctor Malden podía ponerse al teléfono. Era él quien hablaba siempre con ella sosteniendo una larga charla sobre la cuestión de síntomas. Por supuesto, yo no podía oír lo que decían al otro extremo del hilo, pero mi marido solía decir «¿Cuándo tuvo usted ese dolor por vez primera, señora Amboy?», o «¿Puede usted darme más detalles respecto a esa dificultad en la respiración?», o algo por el estilo. Luego él decía cansadamente: «Bueno, creo que lo mejor será que vaya ahí un rato».
—¿Qué pasaba después?
—Después, él me decía que iba a hacer una visita, que podía llamarlo a Crestline 6-9342 y que después se marcharía a casa de otros pacientes, indicándome el orden con que pensaba hacer sus visitas nocturnas.
»Tres o cuatro veces en que tuve que llamarlo, transcurrió un lapso considerable de tiempo. Trataba de imaginarme dónde podría localizarlo sin molestar a más personas que las que fuera absolutamente necesario. Así, lo llamaba por ejemplo al tercer o cuarto número de los que me había dado y me enteraba de que no había aparecido por allí. Entonces iba retrocediendo en la lista y solía descubrir que todavía estaba en Crestline 6-9342. Siempre que ocurría esto me decía que había habido complicaciones en el caso de la señora Amboy y que en aquel momento se marchaba.
—¿Le hizo esto sospechar?
—Al principio, no.
—¿Dónde está ahora la señorita Foss? —preguntó Mason.
—Me gustaría saberlo —repuso ella—. Probablemente estará en Salt Lake City.
—Si un hombre puede ahorrar —comentó Mason— cien mil dólares en metálico en diez años de no declarar sus ingresos, éstos deben de haber sido enormemente elevados.
—Y lo eran.
—Muy bien —continuó Mason—. Miremos la cosa desde un punto de vista frío y lógico. Digamos que su marido podía detraer al año diez mil dólares en metálico sin que los inspectores del impuesto sobre la renta lo sospecharan hasta hace muy poco. Por tanto, sus ingresos tienen que haber sido por lo menos de ciento cincuenta mil o doscientos mil dólares al año por todos los conceptos.
—Exacto —dijo ella.
—¿Cree usted que ésa es una cifra aproximada?
—Sí. Creo que era así, poco más o menos. Hay que tener en cuenta que sus gastos eran terribles. Necesitaba por lo menos seis mil dólares al mes para seguir adelante.
—Muy bien —dijo Mason—. Entonces, ¿por qué un hombre iba a tirar por la borda su posición profesional, su manera de vida, incluso su libertad, con objeto de defraudar al impuesto sobre la renta en cien mil dólares? Usted sabe, señora Malden, que las autoridades envían a la gente a la cárcel por fraudes en el pago del impuesto sobre la renta.
»Aunque su marido no hubiese ido a la cárcel, habría estallado un feo escándalo que indudablemente habría afectado a su posición profesional y dañado su renombre mucho más de lo que habría ganado sin entregar los impuestos que le correspondían.
—Bueno, señor Mason —casi lo interrumpió ella—, no importa cuáles fuesen los motivos que tuviera mi marido para obrar así, pero, ¿no cree usted que debemos poner en claro los hechos antes de que lo haga así cualquier otra persona?
—¿A qué se refiere usted?
—Me refiero a que me gustaría muchísimo saber si aquel apartamento del que disponía mi marido utilizando el nombre de Charles Amboy era un nido de amor o una segunda oficina.
—O ambas cosas —sugirió Mason.
—Muy bien, supongamos que era ambas cosas. En ese caso tendría que haber una caja de caudales donde estuviese escondida una gran cantidad de dinero. Hemos de suponer que Gladys Foss o quienquiera que compartiese con él ese nido de amor, tenía la combinación de la caja. Supongamos que Gladys se entera de que mi marido se ha matado en un accidente aéreo, y eso es cosa que ya ella debe saber ahora, ¿no sería una gran tentación para ir a ese apartamento, abrir la caja, retirar el dinero y desaparecer?
—Me imagino que eso sería posible —contestó Mason—. ¿Dónde vive Gladys Foss?
—Tiene un pequeño bungalow en el número 6931 de la carretera Cuneo.
—¿A qué distancia está eso de los Apartamentos Dixiewood?
—A dos o tres kilómetros, calculo.
—¿Y Gladys Foss vive sola en ese bungalow?
—Sí.
Mason frunció el ceño.
—Eso resulta un poco raro —la señora Malden se encogió de hombros—. ¿Ha tratado usted de averiguar dónde está ahora Gladys Foss?
—Naturalmente. He ido hasta su casa He dejado clavada una nota en la puerta. He dejado también un recado en la oficina. Llamé por teléfono al hospital de Phoenix.
—¿Había estado allí?
—Sí. Había estado allí y se había marchado.
—¿Ha investigado usted en Salt Lake City?
—No, señor Mason. No tengo medios para hacer eso. Quiero que se encargue usted de esa misión.
—¿Quiere usted decir que desea que contrate detectives para…?
—Exactamente —se adelantó la señora Malden.
—Por supuesto —le informó Mason—, el departamento de impuesto sobre la renta probablemente se nos ha anticipado en este asunto. Me imagino que han estado ya tratando de ponerse en contacto con…
—No lo creo —interrumpió ella—. Creo que podemos suponer que, si bien los agentes del impuesto sobre la renta imaginan que mi marido ha estado detrayendo una cantidad de dinero de la que no ha dicho nada no están enterados de la existencia de ese apartamento y no estoy muy segura de que lleguen a enterarse alguna vez.
—Volvamos a ese asunto del impuesto sobre la renta —propuso Mason—. Los inspectores fueron de la opinión de que los ingresos de su esposo por cobros en metálico no eran tan importantes como en realidad deberían haberlo sido.
—Así es.
—Por tanto, llevaron a cabo una comprobación y encontraron a dos pacientes que habían pagado en metálico y que es de suponer que tuviesen recibos, y al examinar los libros de su esposo encontraron que no se había anotado el ingreso de esas cantidades.
Ella sonrió y dijo:
—Bueno, la cosa no es tan simple como usted la presenta.
—¿Por qué no?
—Mire usted, mi marido era un hombre muy ocupado. Tenía un consultorio que estaba siempre lleno de gente. Hacía uso de la diatermia y tenía varias máquinas para esto, además de cuatro enfermeras dedicadas a lo mismo.
—¿Era Gladys Foss la enfermera jefe?
—Sí, eso es; era la directora de su clínica, la secretaria confidencial, la enfermera jefe y todo lo demás. Era su mano derecha. Mi marido explicó a los inspectores del impuesto sobre la renta que tanto él como Gladys consideraban que la contabilidad era una pérdida de tiempo en la clínica, que anotaban las cuentas pagadas, pero sin especificar si habían sido pagadas en metálico o con un cheque. Él declaró además que esas cosas las dejaba por entero en manos de Gladys Foss.
—¿Y dice usted que interrogaron a Gladys Foss antes de que ella se fuese de vacaciones?
—Sí. Ella les contestó que estaba muy ocupada recorriendo la clínica, vigilando la aplicación de tratamientos y comprobando cómo iba todo, para poder perder tiempo en cosas de contabilidad. Llevaba tan sólo los libros que eran absolutamente necesarios. Les dijo que el doctor Malden no era aficionado a molestar a los pacientes por cuestiones de honorarios, que su actitud hacia el dinero era más bien descuidada. Dijo que tenía una caja fuerte en el despacho donde ella guardaba el dinero en metálico que se recibía de los pacientes y… y éste es el punto principal, señor Mason, el que ha complicado toda la situación: los depósitos en el banco de dinero en metálico los hacían solamente una semana sí y otra no. Ella dijo que estaba demasiado ocupada para ir corriendo al banco cada diez o doce horas, dejando el consultorio lleno de pacientes.
—Supongo que esos depósitos en metálico serían bastante elevados, ¿no?
—Pues no, no eran demasiado elevados. Eso es lo que hizo que se pusiera en marcha la investigación del impuesto sobre la renta. Durante el período en que el paciente que ya le he mencionado pagó trescientos cincuenta dólares en metálico, los libros muestran que apenas se depositaron mil dólares en un período de dos semanas. Los inspectores de impuestos sobre la renta creen que en este período debió de haber al menos unos ingresos de dos mil dólares. Pero nadie puede llegar a una conclusión terminante, tal como eran llevados los libros, de si ese ingreso en metálico de trescientos cincuenta dólares fue incluido o no.
Sin hablar, Mason indicó con la cabeza que comprendía el relato.
La señora Malden prosiguió:
—Como es lógico, los inspectores del impuesto sobre la renta creen que ésta es una manera muy poco eficiente de llevar los libros de contabilidad. Interrogaron a Gladys Foss, y ella les dijo que su profesión era la de enfermera y no la de tenedor de libros. Opinaron que el doctor Malden tenía la obligación de disponer de un contable y él dijo que los detestaba; que su misión era practicar la medicina, que el dinero significaba lo suficiente para vivir y que, después de todo, él era solamente médico, no banquero.
—Y luego Gladys Foss se fue de vacaciones, ¿no es así?
—Así es.
—Y los inspectores del impuesto sobre la renta fueron a interrogarla de nuevo cuando volvió, ¿no?
—Bueno, ella les dijo que trataría de encontrar la anotación de alguno de aquellos pagos, pero que estaba completamente segura de que ningún dinero se había detraído del negocio, ocultándolo a la fiscalización del impuesto sobre la renta.
—¿Qué ocurrió después?
—Hubo un período de calma. Creo que probablemente los inspectores del impuesto sobre la renta estuvieron haciendo un cálculo de los gastos que realizaba mi marido y que procuraron descubrir si tenía una caja fuerte en algún banco o algo por el estilo.
—Pero, ¿no se les ocurrió investigar para tratar de descubrir si tenía un apartamento en cualquier otra parte con un nombre supuesto?
—Yo diría que no. No puedo estar segura.
—¿Cree usted que es importante que yo encuentre a Gladys Foss antes de que lo hagan los inspectores del impuesto sobre la renta?
—Sí.
—¿Y que hable con ella?
—Si.
—¿Y que ella me diga lo que quiera que sea?
—Usted tiene que obligarla a hablar. Es usted abogado. Convénzala.
—Y si le hago reconocer que ha estado detrayendo el dinero en metálico para no tener que pagar impuestos —objetó Mason—, entonces habrá puesto al descubierto la prueba misma que hará que la herencia tenga que pagar una multa muy importante —ella se mordió los labios—. ¿No había pensado usted en eso?
—No.
—Pues piénselo ahora.
—Mire…, creo que lo mejor será, señor Mason, exponerle con toda claridad el problema. Usted se ocupa de mis asuntos, administra la herencia, me representa, consigue el acuerdo con el departamento del impuesto sobre la renta que sea más favorable para mí y hace lo que más convenga a mis intereses.
—¿Quiere usted que tenga mano libre para hacer todo lo que crea que más convenga a sus intereses?
—Sí. Tengo en usted una confianza absoluta.
—Gracias.
—Señor Mason, sé que un abogado tiene que comportarse conforme a un código ético lo mismo que un doctor, pero la primera obligación de un abogado es proteger a su cliente. Ahora bien, cualquiera que sea el que me esté siguiendo, sabrá que he venido aquí. Eso es lo lógico. Se supone que una mujer vaya a visitar a su abogado para pedirle consejo legal en determinadas circunstancias. Pero usted puede hacer y encargarse de cosas que yo no podría.
—¿Hace el favor de decirme exactamente qué es lo que quiere usted decir? —preguntó Mason.
—¿Es absolutamente necesario que tenga que poner los puntos sobre las íes? —preguntó ella a su vez, con cierta impaciencia—. Necesito protección. Si esa gente averigua que mi marido no ha declarado determinados ingresos, me veré metida en un gran apuro, y la herencia disminuirá considerablemente. Ahora bien, supongamos que por fin averiguan lo relativo a ese apartamento. Supongamos que van allí y que no encuentran nada. Sabrán que yo no he estado allí, puesto que ellos me han vigilado constantemente.
—Continúe —instó Mason—. Lleguemos hasta el final.
—Ellos nunca sospecharán de usted. Después que yo me marche de aquí, me seguirán, pero no lo seguirán a usted.
—¡Espere un momento, espere un momento! —exclamó Mason, al ver que ella se levantaba y se dirigía hacia la puerta—. Vuelva usted aquí. No puede descargar sus preocupaciones sobre mis hombros de una manera tan simple.
Ella vaciló y luego dijo con tono irritado:
—La gente que me está siguiendo espera que yo salga. Quiero que dé la impresión de que la visita que le he hecho a usted está relacionada solamente con las formalidades rutinarias que se necesitan para reclamar la herencia de mi esposo. Cuanto más tiempo esté aquí, tanto mayores serán las sospechas de los que me siguen. Ya le he contado a usted mi asunto. Espero que haga todo lo que pueda para protegerme. Naturalmente, tengo el propósito de pagarle.
—Espere todavía un momento —ordenó Mason al mismo tiempo que estudiaba las fotocopias del libro de notas—. Estos apuntes parecen ser algo secreto, una especie de clave.
—Sí.
—¿Dispone usted de algún indicio para descifrarla?
—No.
—¿Ha tratado usted de hacerlo?
—Naturalmente.
—¿Intentó conseguir que su marido le diese la clave?
—Nunca. Era un hombre muy listo. A la primera señal de curiosidad por mi parte, a la primera pregunta, por inofensiva que yo tratara de hacerla aparecer, me habría puesto en evidencia. No, señor Mason, él jugaba con sus cartas bien apretadas contra el pecho y yo hacía mi juego de la misma manera.
Mason frunció los labios mientras dedicaba al problema una profunda reflexión.
Bruscamente, ella se acercó a la mesa de Mason, le dio la mano, le sonrió a Della Street, giró sobre sus talones y empezó a caminar hacia la puerta.
—No me atrevo a permanecer aquí ni un minuto más.
—Tendré que reflexionar sobre todo esto —le advirtió Mason.
—Tómese el tiempo que necesite —le replicó ella, y salió.