A Adara, el invierno era lo que más le gustaba, porque cuando el mundo se congelaba aparecía el dragón de hielo.
Nunca supo decir si era el frío el que les llevaba al dragón de hielo o era el dragón quien les llevaba el frío. Era la clase de enigma que llevaba de cabeza a su hermano Geoff, quien tenía dos años más que ella y una curiosidad insaciable. Pero a Adara no le preocupaban aquellas cosas. Mientras el frío, la nieve y el dragón de hielo llegaran a su debido tiempo, ella sería feliz.
Siempre sabía cuando iba a llegar porque coincidía con su cumpleaños. Adara era hija del invierno. Nació en la helada más intensa de la que nadie tenía memoria, ni siquiera la vieja Laura, que vivía en la granja vecina y se acordaba de cosas que habían pasado antes de que nacieran los demás. La gente aún hablaba de aquella helada. Adara los oía a menudo.
También decían que aquel frío tan terrible había matado a su madre; que la larga noche del parto, el frío había burlado la gran hoguera que había encendido el padre de Adara y se había colado por debajo del montón de mantas que tapaba a la parturienta. Decían que el frío había entrado en Adara cuando aún estaba en el vientre, que cuando nació tenía la piel azulada y fría como el hielo y que nunca desde entonces, en todos años que pasaron, se le había entibiado. El invierno le había dejado su marca y se había apropiado de su ser.
Y, en efecto, Adara siempre había sido una niña peculiar. Era muy seria y raramente jugaba con los demás niños. Era guapa, decía la gente, pero su belleza era extraña y distante, con aquella piel tan blanca, el pelo rubio y los ojos grandes y azules, muy claros. Casi nunca sonreía. Nadie la había visto llorar. Una vez, cuando tenía cinco años, pisó un clavo que sobresalía de una tabla oculta bajo un montón de nieve. El clavo le atravesó el pie, pero Adara no lloró ni gritó. Se liberó y fue caminando hasta casa, dejando un rastro de sangre en la nieve, y cuando llegó se limitó a decir: «Padre, me he hecho daño». Las habituales mohínas, rabietas y berrinches de los niños le eran ajenos.
Su familia también sabía que era diferente. A su padre, que era tan grande que parecía más un oso que un hombre, le gustaba poco relacionarse con la gente, pero siempre sonreía cuando Geoff lo agobiaba a preguntas, y llenaba de abrazos y risas a Teri, la hermana mayor de Adara, una muchacha pecosa con el pelo del color del oro que tonteaba con el mayor descaro con todos los chicos del pueblo. De vez en cuando también abrazaba a Adara, sobre todo cuando estaba borracho, cosa frecuente en el largo invierno. Pero sin sonreír. Simplemente la envolvía en sus brazos y estrechaba su cuerpecito contra él con todas sus fuerzas; entonces, de lo más profundo del pecho le brotaban unos sollozos desgarradores, y grandes lágrimas le corrían por las rubicundas mejillas. Nunca la abrazaba en verano. En verano estaba demasiado ocupado.
Todo el mundo estaba ocupado en verano, salvo Adara. Geoff trabajaba con su padre en el campo sin dejar de hacerle un sinfín de preguntas sobre esto y aquello, y de aquel modo aprendía todo lo que un campesino debía saber. En sus ratos libres se iba con los amigos al río para correr aventuras. Teri se encargaba de la casa y cocinaba, y en la época en que la posada del cruce estaba más concurrida iba a trabajar allí. La hija del dueño era amiga suya, y el hijo menor, más que un amigo, y siempre volvía a casa cargada de risitas y cotilleos y noticias de viajeros, soldados y mensajeros del rey. Para Teri y Geoff, los veranos eran la mejor época del año, y ninguno de los dos tenía tiempo para Adara.
Su padre era quien más atareado estaba. Todos los días había mil cosas que hacer, y las hacía, y aún encontraba mil más en qué afanarse. Trabajaba desde el alba hasta el anochecer. En verano adelgazaba y se le endurecían los músculos, y por las noches volvía del campo hediendo a sudor, pero siempre con una sonrisa. Después de cenar se sentaba con Geoff, le contaba historias y respondía a sus preguntas, o enseñaba a Teri cosas nuevas sobre la cocina, o bajaba a la posada. El verano estaba hecho para él, sin duda.
Nunca bebía en verano; solo una copita de vino de cuando en cuando para celebrar la visita de su hermano.
Aquel era otro de los motivos por el que Teri y Geoff adoraban el verano, cuando el mundo era verde, caluroso y rebosaba de vida. El tío Hal, el hermano menor de su padre, solo iba a visitarlos en verano. Era un dragonero al servicio del rey, alto y esbelto, con rasgos de aristócrata. Los dragones no soportan el frío, así que cuando llegaba el invierno, Hal y su escuadrón volaban hacia el sur. Pero regresaba todos los veranos, magnífico con su uniforme real verde y dorado, de camino a los campos de batalla situados más al norte o al oeste de donde vivían. Había habido guerra durante toda la vida de Adara.
Cuando Hal iba de visita al norte siempre les llevaba regalos: muñecos de la ciudad real, joyas de cristal de roca y oro, y caramelos; además, nunca se presentaba sin una botella de vino caro para compartirla con su hermano. Hacía morisquetas a Teri y le sacaba los colores con halagos, y tenía entretenido a Geoff con historias de batallas, castillos y dragones. Con frecuencia intentaba arrancar una sonrisa a Adara con chucherías, bromas y mimos, pero era raro que lo consiguiera.
Pese al carácter afable de Hal, a Adara no le gustaba. Si Hal estaba allí, quería decir que el invierno estaba lejos.
Además, una noche, cuando tenía cuatro años, oyó una conversación entre su padre y su tío. Estaban bebiendo vino y creían que ella dormía hacía rato.
—Me gustaría decirte una cosa, John, y va en serio —dijo Hal—. Deberías ser más cariñoso con ella. No puedes culparla por lo que pasó.
—¿No puedo? —Su padre tenía la voz pastosa por el vino—. No, supongo que no. Pero es muy duro. Es igual que Beth, pero no tiene ni pizca del calor de Beth. Lleva el invierno dentro, ya lo ves. Cuando la toco siento el frío, y entonces recuerdo que Beth murió por ella.
—Eres tú quien es frío con ella. No la quieres como a los otros dos.
—¿Que no la quiero? —Adara recordaba perfectamente la extraña risa de su padre—. Ay, Hal. La he querido más que a ninguno. Mi niñita del invierno. Pero nunca me ha correspondido. No tiene nada que dar, ni a mí, ni a ti, ni a nadie. Es una niña tan fría…
Y se echó a llorar, aunque fuera verano y Hal estuviera con él. Adara escuchaba desde la cama, deseando que Hal se marchara. No entendía bien qué había oído; entonces no lo comprendió, pero lo recordó y lo entendió más tarde.
No lloró. Ni entonces, a los cuatro años, ni a los seis, cuando por fin lo entendió. Hal se marchó unos días después, y Geoff y Teri lo despidieron efusivamente cuando en el cielo de verano pasó sobre ellos el escuadrón de treinta dragones en orgullosa formación. Adara lo observó con las pequeñas rígidas y pegadas al cuerpo.
Hal siguió visitándolos en verano, pero por muchos regalos que le llevase, no volvió a hacerla sonreír.
Adara guardaba sus sonrisas en un lugar secreto y solo las sacaba en invierno. Esperaba con ansia la llegada de su cumpleaños y, con él, del frío, porque en invierno se convertía en una niña especial.
Lo sabía desde muy pequeña, desde que jugaba con otros niños en la nieve. El frío no la molestaba como a Geoff, Teri y el resto. Adara solía quedarse horas fuera, sola, después de que los demás se marcharan en busca de calor o corrieran a casa de la vieja Laura a comer la sopa de verduras caliente que le gustaba prepararles. Adara se buscaba un escondrijo secreto en los campos más alejados, un lugar distinto cada invierno, donde construía un castillo alto y blanco amontonando la nieve con las manitas desnudas, modelando torres y almenas como las que había en el castillo del rey, allá en la capital, según contaba Hal. Arrancaba carámbanos de las ramas bajas de los árboles y los usaba para los remates de las torres, el erizo de la muralla y los puestos de guardia de alrededor del castillo. A veces, en pleno invierno había un breve deshielo y luego una helada repentina, y entonces, por la noche, el castillo se convertía en hielo y se volvía tan duro y sólido como imaginaba Adara que serían los castillos de verdad. Se pasaba todo el invierno construyendo el castillo, pero nadie lo sabía. Sin embargo, siempre llegaba la primavera; siempre había un deshielo al que no seguía otra helada. La muralla y las paredes se fundían, y Adara empezaba a contar los días que faltaban para el siguiente cumpleaños.
Sus castillos casi nunca estaban vacíos. Con las primeras heladas salían culebreando de sus madrigueras los lagartos de hielo, unas criaturas azules que invadían los campos, zigzagueando tan livianos que ni siquiera parecían rozar la nieve. Los niños jugaban con ellos, pero eran torpes y crueles, y partían a los frágiles animalillos en dos; los rompían entre los dedos como si fueran carámbanos que colgasen de un alero Incluso a Geoff, que nunca sería capaz de hacer daño a nada, a veces le podía la curiosidad y examinaba a los lagartos, pero los sostenía demasiado tiempo, y por culpa del calor de sus manos se deshacían, ardían y acababan muriendo.
Las manos de Adara eran frías y suaves. Podía coger a los lagartos todo el tiempo que quisiera y no los dañaba, por lo que su hermano sr enfurruñaba y le hacía preguntas airadas. A veces, Adara se tumbaba en la nieve húmeda y dejaba que los lagartos corrieran por encima de ella, notando el delicado roce de sus patitas cuando le pasaban por la cara. A veces llevaba lagartos ocultos en el pelo mientras hacía las tareas, pero nunca entraba con ellos en casa, pues el calor del hogar los habría matado Después de cada comida recogía las sobras, las llevaba al lugar secreto donde se erigía su castillo y las esparcía. Por eso, los castillos siempiv estaban llenos de reyes y cortesanos en invierno: pequeñas criaturas peludas que salían furtivamente del bosque, pájaros invernales de plumas blancas, y centenares y centenares de lagartos de hielo que se retorcían y se peleaban, fríos, rápidos y gordos. A Adara le gustaban más los lagartos que cualquier mascota que hubieran tenido en la familia.
Pero a quien más quería era al dragón de hielo.
No sabía cuándo había sido la primera vez que lo había visto. Le parecía que aquella visión atisbada en lo más profundo del invierno, la visión de aquel ser de alas serenas y azules que surcaba el cielo gélido, siempre había formado parte de su vida. Ver un dragón de hielo era cosa infrecuente incluso en los días más crudos, y cuando aparecía uno, los niños lo señalaban maravillados; los viejos, en cambio, murmuraban y sacudían la cabeza, pues la visita de un dragón era signo de que el invierno sería largo y riguroso. La gente decía que la silueta de un dragón había atravesado la luna la noche en que había nacido Adara, y desde entonces lo habían visto todos los inviernos, inviernos que habían sido cada uno más duro que el anterior; la primavera había llegado cada año más tarde. Así que la gente encendía hogueras y rezaba para ahuyentar al dragón de hielo, y Adara temblaba de miedo.
Pero no servía de nada. El dragón regresaba año tras año, y Adara sabía que volvía por ella.
El dragón de hielo era enorme, el doble de grande que los dragones de escamas verdes que cabalgaban Hal y sus compañeros. Se contaban leyendas de dragones salvajes más grandes que montañas, pero Adara nunca había visto ninguno. El dragón de Hal era muy grande, desde luego: cinco veces mayor que un caballo. Pero comparado con el dragón de hielo no era gran cosa, y además era feo.
El dragón de hielo era blanco cristalino, de aquel tono casi azul de tan duro y frío. Estaba cubierto por una capa de escarcha, de modo que, al moverse, la piel crujía como la costra de nieve bajo unas botas pesadas, y desprendía escamas de hielo.
Tenía los ojos de hielo, claros y profundos.
Las alas eran como las de los murciélagos, pero mucho más grandes y de un azul traslúcido. Adara podía ver las nubes a través de ellas, y muchas veces, cuando el animal describía círculos glaciales en el cielo, también la luna y las estrellas.
Los dientes eran carámbanos. Tenía tres hileras de lanzas irregulares, unas más largas que otras, y su blancura contrastaba con el azul oscuro de las fauces.
Cuando agitaba las alas soplaban vientos fríos; la nieve se arremolinaba y se alborotaba, y parecía que el mundo se encogía y se echaba a temblar. Cuando una ráfaga abría de golpe una puerta, el dueño de la casa corría a cerrarla y decía: «Un dragón de hielo anda cerca».
Y cuando el dragón abría la bocaza y exhalaba el aliento, lo que salía no era fuego, no era el hedor de azufre ardiente de los demás dragones.
El dragón de hielo exhalaba frío.
Allí donde respiraba, se formaba hielo. El calor huía. Las hogueras se debilitaban y morían, castigadas por el helor. El frío penetraba en los árboles y se les congelaba hasta el alma escondida que discurría con lentitud por su interior; las ramas se volvían frágiles y se rompían por su propio peso. Los animales se ponían azules, gemían y perecían con los ojos desorbitados y la piel cubierta de escarcha.
El dragón de hielo exhalaba muerte por el mundo; muerte, silencio y frío. Pero a Adara no le daba miedo. Era hija del invierno, y el dragón de hielo era su secreto.
Lo había visto volando mil veces. Cuando tenía cuatro años lo vio en el suelo.
Estaba construyendo el castillo de nieve cuando el dragón aterrizó cerca de ella, en la blancura infinita del campo nevado. Los lagartos de hielo huyeron, pero Adara no se movió. El dragón la miró durante dos largos latidos de corazón y después, cuando batió las alas para volver a alzar el vuelo, el aullido del viento la rodeó y la atravesó, pero, por extraño que pareciera, Adara se sentía exultante.
El dragón regresó más adelante aquel mismo invierno. Adara lo tocó. Tenía la piel muy fría, pero ella se quitó el guante; de lo contrario, no habría estado bien. Temía que ardiera y se fundiera con el contacto, pero no pasó nada. Algo le decía que el dragón era mucho más sensible al calor que los lagartos de hielo. Pero ella era especial, era hija del invierno, era fría. Lo acarició y después le dio un beso en el ala que le entumeció los labios. Aquel invierno fue el de su cuarto cumpleaños.
El invierno en que cumplió cinco años lo cabalgó por primera vez.
El dragón la encontró construyendo un nuevo castillo en otro lugar, a solas en el campo, como siempre. Adara contempló cómo se acercaba, corrió hacia él cuando aterrizó y lo abrazó. El verano anterior había oído aquella conversación entre Hal y su padre.
Tras unos minutos, acordándose de Hal, alargó la manita y lo tironeó de un ala. El dragón batió una vez las grandes alas y las extendió sobre la nieve. Adara trepó con pies y manos, y se agarró al gran cuello blanco y helado.
Y volaron juntos por primera vez.
No llevaba ni arreos ni fusta, a diferencia de los dragoneros del rey A veces, el dragón batía las alas con tanta fuerza que amenazaba con hacerle perder el agarre y enviarla al suelo, y el frío de la carne del dragón se le metía en la suya hasta adormecérsela. Pero Adara no tenía miedo.
Sobrevolaron la granja de su padre. Vio a Geoff, allí abajo, tan pequeñito, sorprendido y asustado. Al darse cuenta de que no podía verla, salió una carcajada que sonó como el tintineo de un cristal de hielo, tan viva y cortante como el aire del invierno.
Sobrevolaron la posada del cruce, de salió donde un montón de gente a verlos pasar.
Sobrevolaron el bosque blanco, verde y mudo.
Subieron tan alto que Adara perdió el suelo de vista, y le pareció ver otro dragón de hielo a lo lejos, en el cielo, pero no era ni la mitad de grande que el suyo.
Pasaron prácticamente todo el día volando, y por fin, el dragón describió un gran círculo y bajó en espiral, planeando con las alas rígidas y centelleantes. Justo después del anochecer la dejó en el campo donde la había encontrado.
Allí la halló su padre, que lloró al verla y la abrazó con fuerza. Adara no entendió por qué, ni tampoco por qué le pegó cuando ya estaban en casa. Pero después de que a Geoff y a ella los mandasen a dormir, este se escurrió de la cama y se le acercó de puntillas.
—Te lo has perdido —dijo a Adara—. Ha venido un dragón de hielo, y todo el mundo estaba muy asustado. Padre tenía miedo de que te hubiera comido.
Adara sonrió en la oscuridad, pero no dijo nada.
Cabalgó el dragón de hielo cuatro veces más aquel invierno, y después, todos los inviernos que siguieron. Cada año volaba más lejos y más veces que el anterior, y podía verse al dragón sobrevolando su casa con mucha frecuencia.
Cada invierno era más frío y más largo que el anterior.
Cada año, el deshielo tardaba más en llegar.
Empezaron a aparecer trozos de tierra donde el dragón se había tumbado a descansar que nunca parecían deshelarse del todo.
Cuando Adara tenía seis años, la gente del pueblo estaba ya muy alterada. Mandaron un mensaje al rey, pero nunca recibieron respuesta.
—¿Dragones de hielo? Mal asunto —dijo Hal aquel verano cuando los visitó—. No son como los dragones de verdad, ¿sabes? No se los puede domar ni adiestrar. Se cuentan historias de gente que lo intentó, pero a todos los encontraron congelados con el látigo y los arreos en la mano. He oído hablar de gente que ha perdido dedos y hasta la mano solo por haberlos tocado. Por congelación. Sí, mal asunto.
—Entonces, ¿por qué no hace nada el rey? —le preguntó su padre—. Hemos enviado un mensaje. Si no matamos a la bestia o la ahuyentamos, dentro de un par de años no habrá estación de siembra.
—El rey tiene otros quebraderos de cabeza —dijo Hal con una sonrisa lúgubre—. La guerra no va bien. El enemigo gana terreno verano tras verano y tiene el doble de dragones que nosotros. Te lo juro, John: aquello de allí arriba es un infierno. Cualquier año de estos ya no vuelvo. El rey no puede destinar ni a un solo hombre para cazar un dragón de hielo. —Soltó una carcajada—. Además, yo diría que nadie ha matado nunca a una cosa de esas. Lo mejor que podríamos hacer es dejar que el enemigo invadiera esta provincia, y de esa forma el dragón sería suyo.
Pero nunca lo sería, pensaba Adara, que los escuchaba con atención. Quienquiera que fuera el rey de aquellas tierras, el dragón siempre le pertenecería a ella.
Hal partió, y el calor del verano se intensificó y después se suavizó. Adara contaba los días que faltaban para su cumpleaños. Hal los visitó de nuevo en otoño, antes de los primeros fríos, de camino hacia el sur, adonde llevaba a su feo dragón para pasar el invierno. Mientras se acercaba por el aire, sobre el bosque, vieron que el escuadrón había menguado. La visita fue más corta de lo habitual y terminó con una discusión a gritos entre los dos hermanos.
—No van a moverse mientras dure el invierno —decía Hal—. El terreno es muy traicionero en esa época, y no van a arriesgarse a avanzar sin que los cubran los dragones desde el cielo. Pero cuando llegue la primavera… no seremos capaces de contenerlos. Es posible que el rey ni siquiera lo intente. Vende la granja ahora que aún puedes sacar algo de dinero y compra un terreno en el sur.
—Esta es mi tierra —respondió su padre—. Nací aquí. Y por si no te acuerdas, tú también. Nuestros padres están enterrados aquí. Y Beth. Quiero que me entierren a su lado cuando muera.
—Pues morirás mucho antes de lo que crees si no me haces caso —le dijo Hal, enfadado—. No seas tonto, John. Sé cuánto significa la tierra para ti, pero no vale tanto como la vida.
Hal siguió arguyendo, pero el padre de Adara no dio su brazo a torcer. Acabaron la velada insultándose, y Hal se marchó en plena noche dando un portazo.
Mientras escuchaba, Adara tomó una decisión. No importaba qué hiciera su padre o qué dejara de hacer. Ella se quedaría. Si se marchaba, el dragón de hielo no sabría dónde encontrarla cuando llegara el invierno, y si se iba demasiado al sur, no sería capaz de reunirse con ella.
Pero aquel invierno, el de su séptimo cumpleaños, sí acudió. Aquel invierno fue el más frío de todos. Adara voló tan a menudo y tan lejos que casi no tuvo tiempo de construir el castillo de nieve.
Hal regresó en primavera; aquella vez no llevó regalos. El escuadrón solo contaba con doce dragones. El padre de Adara y él discutieron de nuevo. Hal se enfadó, suplicó y amenazó antes de marcharse al campo de batalla, pero, su padre, como si nada.
Aquel año, las líneas del rey se desmoronaron muy al norte, cerca de una ciudad de nombre larguísimo que Adara no era capaz de pronunciar.
La primera en enterarse fue Teri. Una noche regresó de la posada nerviosa y con el rostro congestionado.
—Ha pasado un mensajero que va a pedir refuerzos al rey. Dice que el enemigo ha ganado una batalla muy importante y que nuestro ejército se bate en retirada.
—¿Ha dicho algo de los dragones del rey? —le preguntó su padre con el ceño fruncido. Arrugas de preocupación le surcaban la frente; por mucho que discutiesen, Hal no dejaba de ser su hermano.
—Le he preguntado y dice que los dragones van en la retaguardia. Se supone que lanzan ataques sorpresa y escupen fuego para retrasar al enemigo mientras el resto del ejército se retira. ¡Ay, espero que el tío Hal esté bien!
—Hal les enseñará lo que es bueno —dijo Geoff—. Alcrebite y él van a achicharrarlos a todos.
—Hal siempre ha sabido cuidar de sí mismo. —Su padre sonrió—. En cualquier caso, no podemos hacer nada. Teri, si pasan más mensajeros, pregúntales cómo va.
Teri asintió. La preocupación no lograba soslayar su ansiedad. Era todo muy extraño.
Pero a lo largo de las semanas siguientes, la ansiedad fue remitiendo a medida que la gente comprendía la magnitud del desastre. Por el camino real cada vez pasaba más gente, todos de norte a sur y todos con uniformes verdes y dorados. Al principio, los soldados marchaban en columnas ordenadas, conducidas por oficiales con cascos dorados, pero despertaban cualquier cosa menos entusiasmo. Las columnas avanzaban con paso cansino; llevaban los uniformes mugrientos y rotos, y las espadas, las picas y las hachas que arrastraban los soldados estaban maltrechas y sucias. Algunos hombres habían perdido las armas y marchaban, con las manos vacías. Las filas de heridos que seguían a las columnas solían ser más largas que las propias columnas. Adara los miraba desde la hierba del borde del camino. Vio a dos hombres que caminaban juntos: uno sin ojos sostenía a otro que solo tenía una pierna. Vio a hombres sin piernas, a hombres sin brazos y a hombres sin piernas ni brazos. Vio a un hombre con la cabeza abierta por un hacha, y a muchos cubiertos de
sangre seca y roña, que gemían quedamente a cada paso que daban. Adara olió el hedor asqueroso de los cuerpos hinchados y purulentos. Uno se murió, y lo abandonaron a la vera del camino. Adara se lo dijo a su padre, y él fue con gente del pueblo a recogerlo y enterrarlo.
Pero Adara vio sobre todo hombres quemados. En cada columna había docenas de hombres con la piel negra y chamuscada que se les caía a trozos; hombres que habían perdido un brazo, una pierna o media cara por culpa del aliento ardiente de un dragón. Teri les contaba lo que decían los oficiales cuando se detenían en la posada para beber o descansar: el enemigo tenía muchísimos dragones.
Durante un mes, el río de combatientes no dejó de fluir, más caudaloso día tras día. Incluso la vieja Laura dijo que nunca había visto el camino tan transitado. De tanto en tanto, un mensajero cabalgaba contra corriente, galopando hacia el norte, pero siempre iba solo. Al cabo de un tiempo, todo el mundo sabía que no llegarían refuerzos.
Un oficial de una de las últimas columnas aconsejó a la gente que liara los bártulos y se fuera al sur. «Vienen hacia aquí», avisó. Unos pocos le hicieron caso. Durante una semana, el camino se llenó de refugiados de ciudades situadas más al norte, y algunos contaron historias espeluznantes. Cuando reanudaron la marcha, algunos lugareños los acompañaron.
Pero la mayoría se quedó. Era gente como su padre, que llevaban la tierra en la sangre.
La última unidad organizada que pasó por el camino fue un andrajoso escuadrón de caballería formado por esqueletos andantes montados en caballos a los que se les marcaban todas las costillas. Las monturas cruzaron la noche como una exhalación, al galope y arrojando espuma por la boca. El único que se detuvo fue un oficial joven, muy pálido, que tiró un segundo de las riendas para gritar: «¡Marchaos de aquí! ¡Están arrasan dolo todo!». Y se fue tras su escuadrón.
Los pocos soldados que llegaron después iban solos o en pequeños grupos. No siempre pasaban por el camino ni pagaban por lo que cogían Uno mató a un labrador, violó a su mujer, les robó el dinero y huyó. Sus harapos eran verdes y dorados.
Después ya no pasó nadie más. El camino quedó desierto.
El dueño de la posada aseguraba que le llegaba olor de ceniza cuando soplaba viento del norte. Cogió a su familia y se fue al sur. Teri si quedó deshecha. Geoff iba todo el día de acá para allá, inquieto, con los ojos como platos, aunque no estaba demasiado asustado. Preguntaba mil cosas acerca del enemigo y se ejercitaba en la guerra. Su padre salía a
trabajar, tan ocupado como siempre. Tanto si había guerra como si no, los cultivos seguían allí. Sin embargo, sonreía bastante menos que antes y empezó a beber. Adara vio que muchas veces oteaba el cielo mientras trabajaba.
Adara salía a vagar por el campo, sola, y jugaba bajo el sofocante calor veraniego. Pensaba en dónde se escondería si su padre quisiera llevársela al sur.
Por fin, llegaron los dragones del rey, y con ellos, Hal. Solo quedaban cuatro.
Adara vio al primero y fue a avisar a su padre. Este le puso la mano en el hombro y los dos contemplaron pasar aquel dragón solitario de aspecto vapuleado. No se detuvo.
Dos días después, aparecieron otros tres dragones volando juntos. Uno se separó de los demás y bajó en círculos hasta la casa, mientras los otros continuaban hacia el sur.
El tío Hal estaba muy flaco y sombrío, y tenía la piel macilenta. El dragón parecía enfermo; tenía los ojos llorosos y un ala parcialmente quemada, lo que le hacía volar de forma torpe y con mucha dificultad.
—¿Qué? ¿No os vais a ir aún? —dijo Hal a su hermano, delante de los niños.
—No. No ha cambiado nada.
Hal soltó una maldición.
—Llegarán en tres días. Los dragoneros, puede que antes.
—Padre, estoy asustada —dijo Teri.
Él la miró y vio su miedo. Vaciló, pero al final se volvió a su hermano.
—Yo me quedo. Pero si puedes, te pido que te lleves a los niños.
Pero entonces fue Hal quien se quedó callado. Se tomó un momento para pensar y por fin sacudió la cabeza.
—No puedo, John. Me los llevaría, sería el hombre más feliz del mundo si pudiera. Pero no puedo. Alcrebite está herido. Casi ni puede conmigo. Si lo cargara con más peso, es seguro que no llegaríamos a ninguna parte.
Teri se echó a llorar.
—Lo siento, mi amor —le dijo Hal—. No sabes cuánto. —Cerró los puños, impotente.
—Teri es casi adulta —dijo su padre—. Si pesa demasiado, llévate a uno de los otros dos.
Los hermanos se miraron entre sí con ojos llenos de desesperación. Hal se echó a temblar.
—Adara —dijo finalmente—. Es pequeña y ligera. —Soltó una risa forzada—. No pesa casi nada. Me llevaré a Adara. Los demás coged caballos o un carro, o id a pie. Pero marchaos, maldita sea, marchaos de una vez.
—Ya veremos —dijo el padre—. Llévate a Adara y mantenía a salvo por nosotros.
—Bien. —Hal se giró y le sonrió—. Vámonos, niña. El tío Hal va a llevarte a dar una vuelta en Alcrebite.
—No —dijo Adara mirándolo muy seria. Y se volvió, se escabulló por la puerta y empezó a correr.
La persiguieron, desde luego. Hal, su padre y hasta Geoff. Pero su padre perdió tiempo en la entrada gritándole que volviera antes de echar a correr tras ella, y cuando arrancó, sus movimientos eran torpes y pesados, mientras que Adara era menuda y ligera, y parecía tener alas en los pies. Hal y Geoff corrieron un poco más, pero Hal estaba débil, y Geoff se quedó sin aliento enseguida, aunque le pisó los talones unos metros. Cuando Adara llegó al trigal más cercano ya había dejado atrás a los tres. Se perdió rápidamente entre las espigas. Estuvieron horas buscándola, en balde, mientras ella se dirigía con cautela hacia el bosque.
Cuando cayó la noche, sacaron faroles y antorchas, y continuaron la búsqueda. De vez en cuando le llegaban las maldiciones que soltaba su padre o las llamadas de Hal. Se ocultó entre las ramas más altas de un roble y sonrió al ver como las luces peinaban los campos. Al final se quedó dormida y soñó con la llegada del invierno y con cómo se las arreglaría hasta el día de su cumpleaños. Aún faltaba mucho.
El amanecer la despertó, el amanecer y un ruido procedente del cielo.
Adara bostezó y se desperezó, y volvió a oírlo. Trepó hasta la rama más alta capaz de sostenerla y apartó las hojas.
En el cielo había dragones.
Nunca había visto unas bestias como aquellas. Las escamas eran oscuras y estaban cubiertas de hollín, no como las verdes del dragón de Hal. Uno era del color de la herrumbre; otro, del de la sangre seca, y el tercero, negro como el carbón. Todos tenían los ojos brillantes como ascuas y echaban humo por el hocico, y movía la cola adelante y atrás al ritmo del batir de las alas oscuras y correosas. El de color de herrumbre abrió la boca y bramó, y el bosque tembló ante aquel rugido desafiante. Incluso la rama donde estaba Adara se sacudió ligeramente. El dragón negro también bramó, y cuando abrió las fauces, una lanza de fuego naranja y azul hendió el aire y alcanzó las copas de los árboles. Las hojas se marchitaron y se ennegrecieron, y empezó a salir humo del lugar donde había caído el aliento del dragón. El de color sangre pasó cerca de Adara, que oyó el crujido de las poderosas alas. Por la boca entreabierta vio los dientes amarillos manchados de hollín y ceniza, y el aire que agitaba a su paso se convertía en fuego que la escocía y le arañaba la piel como papel de lija. Se encogió.
Cabalgaban los dragones hombres con fusta y lanza, uniformes de color negro y naranja, y la cara oculta tras el casco oscuro. El del dragón de herrumbre hizo un gesto con la lanza y señaló a las casas que salpicaban los campos. Adara miró en aquella dirección.
Hal iba a su encuentro.
Adara lo vio ascender desde la casa. El dragón verde debía de ser igual que los otros, pero a Adara le pareció más pequeño. Con las alas totalmente desplegadas, la gravedad de sus heridas saltaba a la vista. El dragón tenía la punta del ala derecha carbonizada, y volaba muy escorado. Montado a lomos, Hal parecía uno de aquellos soldados de juguete que les solía llevar como regalo años atrás.
Los dragoneros enemigos se separaron y lo atacaron desde tres direcciones. Hal se dio cuenta de la táctica e intentó girar para lanzarse de frente contra el negro y huir de los otros dos. Azotó al dragón con furia, con desesperación. El dragón verde abrió la boca y soltó un rugido, pero la llama le salió descolorida y débil, y no alcanzó al enemigo.
Los otros no respondieron de inmediato. Entonces, a una señal, los tres dragones exhalaron fuego como uno solo, y Hal quedó envuelto en llamas.
El dragón emitió un gemido agudo, y Adara vio que estaba ardiendo, que Hal ardía también, que se abrasaban los dos, amo y bestia a la vez. Cayeron al suelo como una piedra, humeando, en medio de un trigal de su padre.
El aire estaba lleno de cenizas.
Adara estiró el cuello y vio una columna de humo que ascendía al otro lado del bosque y del río. Procedía de la granja donde vivía la vieja Laura con sus nietos y los hijos de aquellos.
Cuando volvió la cabeza, los tres dragones tenebrosos descendían en círculos hacia su casa. Aterrizaron uno detrás de otro. Vio como desmontaba el primer jinete y se acercaba lentamente a la puerta.
Estaba asustada y confusa; al fin y al cabo, solo tenía siete años. El aire denso del verano le pesaba y la aplastaba y la sumía en la impotencia y acrecentaba todos sus miedos. Así que Adara hizo lo único que se le ocurrió. Sin pensar, bajó del árbol y echó a correr. Corrió por los campos, por el bosque, lejos de la granja, de su familia y de los dragones;
lejos de todo. Corrió hasta que le flaquearon las piernas del dolor, hacia el río. Corrió hasta el lugar más frío que conocía: hasta las cuevas profundas de debajo de los barrancos del río, hasta el frío protector, la oscuridad y la seguridad.
Allí, en el frío, se escondió. Adara era hija del invierno, así que el frío no la molestaba. Sin embargo, no dejó de temblar.
El día dio paso a la noche, pero Adara no abandonó la cueva.
Intentó dormir, pero sus sueños estaban llenos de dragones en llamas.
Se hizo un ovillo, tumbada en la oscuridad, y trató de contar cuántos días faltaban para su cumpleaños. En la cueva hacía un fresco agradable, y no le costó imaginarse que no era verano, sino invierno, o casi invierno. Su dragón de hielo no tardaría en ir a verla, y volaría en él hasta la tierra del invierno eterno, donde imponentes castillos de hielo y catedrales de nieve se erguían perpetuamente en campos blancos e infinitos, y no había nada más que silencio y quietud.
En la cueva hacía cada vez más frío. Casi parecía invierno, y eso la reconfortó. Echó una cabezada, y cuando se despertó, hacía todavía más frío. Una fina capa de escarcha cubría las paredes de la cueva, y se descubrió acostada en un lecho de hielo. Adara se puso en pie de un salto y miró hacia la entrada, donde resplandecía la luz mortecina del alba. Un viento frío la acarició. Pero no venía de las profundidades de la cueva, sino de afuera, del mundo del verano.
Dejó escapar un breve grito de alegría y trepó trabajosamente por las rocas cubiertas de hielo.
En el exterior la esperaba el dragón de hielo.
Había echado el aliento en el agua, y el río se había congelado, al menos en parte, aunque se derretía con rapidez a medida que ascendía el sol. Había echado el aliento sobre la hierba verde que crecía en las riberas, una hierba tan alta como Adara, y las esbeltas hojas se habían vuelto blancas y quebradizas. Y cuando el dragón movía las alas, la hierba se partía y caía como si la cortaran con una guadaña.
Los ojos de hielo del dragón se encontraron con los de Adara, y ella corrió hacia él, se le subió por el ala y se le aferró al cuello. Sabía que el tiempo apuraba. El dragón parecía más pequeño que nunca, y Adara comprendió cuánto daño estaba haciéndole el calor del verano.
—Deprisa, dragón —susurró—. Sácame de aquí, llévame a la tierra del invierno eterno. Nunca volveremos aquí, nunca. Te construiré el mejor castillo del mundo, te cuidaré, te cabalgaré todos los días. Llévame lejos de aquí, llévame a casa contigo.
El dragón escuchó y comprendió. Desplegó las amplias alas traslúcidas y las batió, y punzantes vientos glaciales ulularon en los campos veraniegos. Despegaron. Se alejaron de la cueva, se alejaron del río. Sobrevolaron el bosque, volando cada vez más alto. El dragón giró hacia el norte. Adara vio de reojo la granja de su padre, muy pequeña, cada vez más. Le dieron la espalda y remontaron.
Pero entonces, un sonido llegó hasta los oídos de Adara. Era un sonido imposible, demasiado débil y lejano para que lo hubiera oído realmente, menos aún por encima del batir de las alas del dragón. Sin embargo, lo oyó. Oyó gritar a su padre.
Lágrimas ardientes le rodaron por las mejillas, y al caer en la espalda del dragón formaban pequeños hoyuelos en la escarcha. De repente se dio cuenta de que las palmas de las manos le dolían de frío, y cuando levantó una, vio la marca que había hecho en el cuello del dragón. Tenía miedo, pero siguió agarrada a él.
—Vuelve —susurró—. Por favor, dragón, llévame de vuelta.
No podía ver los ojos de hielo del dragón, pero se los imaginó. Este abrió la boca y expelió un chorro de vaho blanquiazul, una faja larga y fría que quedó suspendida en el aire. No produjo ningún sonido; los dragones de hielo son silenciosos. Pero Adara oyó su brutal y punzante dolor con la mente.
—Por favor —musitó con un hilo de voz—, ayúdame.
El dragón de hielo dio la vuelta.
Los tres dragones oscuros estaban junto al establo dándose un festín con el ganado carbonizado de su padre. Un dragonero estaba con ellos, apoyado en la lanza y espoleando al suyo de vez en cuando.
Levantó la cabeza al oír el aullido de la ráfaga helada de viento que atravesó los campos. Gritó y corrió hasta el dragón negro, que arrancó un último trozo de carne del caballo del padre de Adara, se lo tragó y alzó el vuelo de mala gana. El dragonero hizo restallar el látigo.
Adara vio que habían forzado la puerta de la casa. Los otros dos jinetes salieron a toda prisa y corrieron hacia los dragones. Uno estaba poniéndose los pantalones a trompicones y no llevaba camisa.
El dragón negro rugió y una llamarada ascendió hasta ellos. Adara sintió el calor lacerante, y un escalofrío recorrió el cuerpo del dragón de hielo cuando las llamas le acariciaron la barriga. Pero el dragón tensó el cuello, clavó los ojos torvos y vacíos en el enemigo y abrió las fauces de bordes gélidos. A través de los dientes de hielo fluyó un torrente de aliento blanco y frío que alcanzó el ala izquierda del dragón de carbón. La bestia emitió un chillido de dolor, y cuando volvió a batir las alas, la que estaba cubierta de escarcha se partió en dos. Dragón y dragonero empezaron a caer.
El dragón de hielo volvió a exhalar. Antes de golpear el suelo ya estaban congelados y muertos.
El dragón de herrumbre se dirigía hacia ellos, así como el dragón de sangre con su jinete de pecho desnudo. Los oídos de Adara se llenaron con sus bramidos coléricos, y sintió que la rodeaba el aliento ardiente. Vio como reverberaba el aire a causa del intenso calor, y le llegó el hedor del azufre.
Dos largas espadas de fuego se cruzaron en el aire, pero ninguna tocó al dragón de hielo, aunque menguó con el calor, y el agua caía como lluvia con el batir de las alas.
El dragón de sangre voló demasiado cerca y el aliento del dragón de hielo alcanzó al jinete. Su pecho desnudo se volvió azul ante los ojos de Adara; el vaho se condensó a su alrededor en un instante, y quedó cubierto de escarcha. Gritó y murió. Cayó de la montura, pero los arreos se quedaron pegados al cuello del dragón, congelados también. El dragón de hielo se le acercó. Sus alas aullaban la canción secreta del invierno. Una ráfaga de llama se topó con una ráfaga de frío. El dragón de hielo se estremeció de nuevo y se alejó retorciéndose y chorreando. El otro dragón murió.
Pero el tercer dragonero estaba detrás de ellos, armado de pies a cabeza, cabalgando el dragón de escamas del color de la herrumbre. Adara chilló, y justo en aquel momento, el fuego envolvió el ala del dragón de hielo. No duró más que un instante, pero el ala desapareció, derretida, aniquilada.
El dragón de hielo batió desesperadamente la otra ala para atenuar la caída, pero no pudo evitar estrellarse contra el suelo con un golpe terrible. Las patas estallaron bajo su propio peso, y el ala que le quedaba se quebró por dos sitios. El impacto lanzó despedida a Adara, que cayó en la tierra blanda del campo, rodó y se puso en pie a duras penas, magullada pero ilesa.
El dragón de hielo había empequeñecido mucho, y estaba gravemente herido. Apoyaba el largo cuello en el suelo, agotado, y su cabeza descansaba en el trigal.
El dragonero enemigo descendió en picado, rugiendo triunfante. Los ojos del dragón ardían. El jinete blandió la lanza y gritó.
El dragón de hielo levantó la cabeza por última vez con gran esfuerzo y lanzó el único sonido que Adara le oyó emitir jamás: un gemido débil pero terrible, lleno de melancolía, como el sonido que hace el viento del norte cuando sopla entre las torres y las almenas del castillo blanco y vacío que se yergue en la tierra del invierno eterno.
Cuando el gemido se extinguió, el dragón de hielo envió frío al mundo por última vez: un flujo de frío blanquiazul, largo y vaporoso, hecho de nieve y de quietud y del final de todas las cosas vivas. El dragonero se metió de lleno en él agitando el látigo y la lanza. Adara vio como se estrellaba.
Entonces echó a correr, dejando atrás el campo, hacia su casa y su familia. Corrió tan deprisa como pudo, jadeando y llorando todo el tiempo como la niña de siete años que era.
Habían clavado a su padre a la pared del dormitorio para que viera como gozaban uno tras otro de Teri. Adara no sabía qué hacer, pero desató a Teri, cuyas lágrimas habían dejado de manar, y liberaron a Geoff. Después bajaron a su padre, y Teri le curó y le limpió las heridas. Cuando abrió los ojos y vio a Adara, sonrió. Ella lo abrazó muy fuerte y lloró por él.
Por la noche dijo que ya estaba lo bastante bien para viajar, y se escabulleron protegidos por el manto de la oscuridad por el camino real que llevaba al sur.
La familia no interrogó a Adara durante aquellas horas de miedo y oscuridad. Pero más tarde, cuando estuvieron a salvo en el sur, la acribillaron a preguntas. Aunque Adara les respondió lo mejor que supo, ninguno la creyó, excepto Geoff, pero solo mientras fue niño; desechó la historia cuando se hizo mayor. Al fin y al cabo, Adara solo tenía siete años y no podía entender que los dragones de hielo no aparecían en verano, y aún era más imposible domesticarlos y cabalgarlos.
Además, cuando abandonaron la casa aquella noche, no había ningún dragón de hielo en el exterior. Solo estaban los cuerpos enormes y tenebrosos de los otros tres dragones y los cadáveres más pequeños de los dragoneros vestidos de negro y naranja. Y también un gran charco que no había estado antes allí, una balsa pequeña de agua muy vieja. La rodearon lentamente antes de tomar el camino real.
En el sur, su padre trabajó para otro campesino durante tres años. Sus manos no volvieron a ser igual de fuertes que antes de que se las atravesaran con clavos, pero lo compensaba con la fuerza de la espalda y los brazos, y su determinación. Ahorraba cuanto podía y parecía feliz.
—Ya no tengo a Hal ni mi tierra —dijo una vez a Adara—, y eso me pone muy triste. Pero no pasa nada, porque mi hija ha vuelto.
Porque el invierno la había abandonado, y sonreía, reía e incluso lloraba como las demás niñas.
Tres años después de que se hubieran marchado, el ejército del rey aplastó al enemigo en una batalla memorable, y los dragones del rey incendiaron la capital extranjera. Durante el período de paz que siguió, las tierras del norte volvieron a cambiar de manos. Teri volvió a ser la de siempre, se casó con un joven comerciante y se quedó en el sur. Geoff y Adara regresaron con su padre a la granja.
Cuando llegaron los primeros hielos, los lagartos de hielo salieron de su escondrijo, como siempre. Adara los contemplaba con una sonrisa, recordando los viejos tiempos. Pero no hizo ademán de tocarlos, porque eran criaturitas frías y frágiles, y el calor de sus manos los habría dañado.