CUATRO

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LOS HEREDEROS DE LAS TORTUGAS

La fantasía y yo somos viejos conocidos.

Vamos a empezar por el principio, que al parecer corren por ahí ciertos malentendidos. Por un lado, tengo lectores que nunca habían oído hablar de mí hasta que cogieron Juego de tronos y están convencidos de que nunca he escrito nada que no sea fantasía épica. Y por otro lado está la gente que ha leído todos mis trabajos más antiguos y sigue pensando erróneamente que soy un escritor de ciencia ficción que «se pasó a la fantasía» por motivos infames.

La verdad es que llevo leyendo y escribiendo fantasía (y terror, de hecho) desde mi infancia, en Bayonne. Mi primera venta fue un relato de ciencia ficción, pero la segunda era una historia de fantasmas, por mucho que incluyera hovercamiones que pasaban zumbando por sus páginas.

En cualquier caso, «La salida a San Breta» no fue ni mucho menos la primera historia fantástica que escribí. Incluso antes de que llegaran de Marte Jarn y su banda de piratas espaciales alienígenas, ya estaba acostumbrado a pasar los ratos libres inventando historias sobre un gran castillo y los valientes caballeros y reyes que moraban en él. La única peculiaridad es que eran tortugas.

En las viviendas de protección oficial no nos dejaban tener perros ni gatos, pero sí animales más pequeños. Tuve peces, periquitos y tortugas, un montón de tortugas. Eran de esas que se compraban en los baratillos metidas en un recipiente de plástico dividido en dos; una parte era para el agua, y la otra, para la arena, y en medio había una palmera de plástico.

También tenía un castillo con caballeros de juguete (un castillo de hojalata de Marx, pero no recuerdo el modelo). Estaba encima de la mesa que usaba para estudiar, y en el patio de armas cabían justos dos recipientes de tortugas. Así que mis tortugas vivían allí, y puesto que vivían en un castillo, por fuerza tenían que ser reyes, caballeros y príncipes. (También tenía el fuerte apache de Marx, pero unas tortugas vaqueras… como que no).

El primer rey tortuga fue Grandote, que debía de ser de una especie distinta, porque era marrón en lugar de verde y el doble de grande que las de orejas rojas. Un día encontré muerto a Grandote; sin duda había sido víctima de una siniestra conspiración de los lagartos cornudos y los camaleones que vivían en los reinos vecinos. La tortuga que sucedió a Grandote en el trono era bienintencionada, pero tuvo mala suerte, y también murió pronto. Sin embargo, justo cuando las cosas pintaban peor, Frisky y Peppy se juraron amistad eterna e inauguraron una mesa redonda tortuguil. Peppy I resultó ser el más grande de los reyes tortuga, pero cuando envejeció…

La crónica del castillo de las tortugas no tenía exposición ni desenlace, pero sí mucho nudo. Solo puse por escrito algunas partes, pero en mi cabeza representé los mejores episodios, los combates con espada, las batallas y las traiciones. En el castillo reinó al menos una docena de reyes. Mis poderosos monarcas tenían la molesta costumbre de huir del castillo de Marx y aparecer muertos debajo de la nevera, el equivalente tortuguil de Mordor.

Ya lo ven: siempre he sido un escritor de fantasía.

Sin embargo, no puedo decir que siempre haya sido un lector de fantasía, por el simple motivo de que no había demasiada fantasía a mano en los años cincuenta y sesenta. En los expositores de mi infancia podían encontrarse libros de ciencia ficción, de misterio, del oeste, góticos e históricos. Pero por mucho que uno los revisara de arriba abajo, era imposible encontrar nada de fantasía. Ni siquiera suscribiéndose al Club del Libro de Ciencia Ficción (tres libros de tapa dura por diez centavos; la oferta era insuperable). Y no había otro: la fantasía no existía.

Cinco años después de Consigue un traje espacial: viajarás, me tropecé con el libro que me permitió paladear por primera vez la fantasía: una pequeña antología de la editorial Pyramid, titulada Swords & Sorcery, editada por L. Sprague de Camp y publicada en diciembre de 1963. Fue una degustación muy sabrosa. Había relatos de Poul Anderson, Henry Kuttner, Clark Ashton Smith, Lord Dunsany y H. P. Lovecraft. Había una historia de Jirel de Joiry, escrita por C. L. Moore, y un cuento de Fafhrd y el Ratonero Gris, de Fritz Leiber. Y también, un relato titulado «Sombras en la oscuridad», de Robert E. Howard.

«Sabed, oh, príncipe —empezaba—, que entre los años del hundimiento de Atlantis y las ciudades resplandecientes en el océano, y los de la aparición de los hijos de Aryas, hubo una edad olvidada en la que el mundo estaba cubierto de reinos rutilantes, como un manto azul tachonado de estrellas: Nemedia, Ofir, Brithunia, Hiperbórea; Zamora, con sus muchachas de cabellos oscuros y sus torres plagadas de arácnidos misterios; Zingaray sus caballeros; Koth, limítrofe con las tierras pastoriles de Shem; Estigia, con sus tumbas custodiadas por sombras, e Hirkania, cuyos jinetes vestían de oro, seda y acero. Pero el reino más orgulloso era Aquilonia, que se erigía soberana sobre el soñoliento oeste. Y allí llegó Conan el cimmerio, el pelo negro, los ojos sombríos, espada en mano, ladrón, saqueador, asesino, de gigantescas melancolías y gigantesca risa, para pisotear con sus sandalias los tronos enjoyados de la Tierra».

Howard me conquistó con Zamora. Las «torres de arácnidos misterios» eran suficientes por sí solas, aunque, en 1963, yo tenía quince años, y aquellas «muchachas de cabellos oscuros» también me suscitaron interés. Los quince son una buena edad para conocer a Conan de Cimmeria. Si Swords Sorcery no me empujó a comprar fantasía heroica a diestro y siniestro de la misma forma en que Consigue un traje espacial: viajarás me había empujado a comprar ciencia ficción, fue solo porque era casi imposible encontrar fantasía, ni heroica ni de ninguna otra clase.

En los años sesenta y setenta, la fantasía y la ciencia ficción solían meterse en el mismo saco, pese a que el saco llevara las más de las veces el nombre de ciencia ficción. Lo más normal era que un mismo autor escribiera textos de ambos géneros. Robert A. Heinlein, Andre Norton y Eric Frank Russell, tres de mis escritores favoritos de la infancia, se consideraban principalmente de ciencia ficción, pero todos escribían también fantasía. Poul Anderson escribió La espada rota[20] y Tres corazones y tres leones[21] entre relato y relato de Nicholas van Rijn y Dominic Flandry. Jack Vanee creó tanto el Planeta Gigante[22] como la Tierra Moribunda[23]. Las Serpientes y las Arañas de Fritz Leiber libraban la guerra del Gran Tiempo[24] mientras Fafhrd y el Ratonero Gris se peleaban con los señores de Quarmall[25].

Y además, aunque los escritores más destacados escribieran fantasía, no escribían mucha; no si aspiraban a pagarse el alquiler y ganarse el sustento. La ciencia ficción era infinitamente más popular, infinitamente más comercial. Las revistas de ciencia ficción querían solo ciencia ficción y no publicaban fantasía por muy buena que fuera. De vez en cuando salía alguna revista de fantasía, pero solo aguantaron muy pocas. Astounding tardó años, décadas, en convertirse en Analog, pero Unknown no sobrevivió la restricción de papel de la Segunda Guerra Mundial. Los editores de Galaxy y de probaron suerte con Worlds of Fantasy, pero la sentenciaron sin tardanza. Fantastic sobrevivió décadas, pero Amazing fue el caballo ganador de aquel establo. Y después de sacar un solo número de The Magazine of Fantasy, a Boucher y McComas les faltó tiempo para rebautizarla como The Magazine ofFantasy and Science-Fiction.

Estas cosas suelen ser cíclicas, desde luego. Y en efecto, a la vuelta de la esquina acechaban grandes cambios. En 1965, Ace Books aprovechó una laguna de las leyes de copyright para sacar una reimpresión en rústica no autorizada de El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien. Vendieron centenares de miles de copias antes de que Tolkien y Ballantine Books respondieran a todo correr con una edición autorizada. En 1966, Lancer Books, probablemente al ver el éxito que tuvieron Ace y Ballantine con Tolkien, empezó a reeditar los relatos de Conan en rústica con cubiertas de Frank Frazetta. En 1969, Lin Cárter (pésimo escritor, pero excelente editor) sacó la Ballantine Adult Fantasy Series y recuperó docenas de clásicos de fantasía. Pero todo aquello aún estaba por llegar en 1963, cuando terminé Swords Sorcery de De Camp y tenía sed de fantasía.

Tras buscar por todas partes, encontré unas migajas de fantasía en el sitio más insospechado: un fanzine de cómics.

El fándom del cómic nació a partir del fándom de la ciencia ficción, pero al cabo de poco tiempo se convirtió en un mundo tan rico y autónomo que muchos recién llegados ni siquiera conocían la existencia del fándom primitivo y originario. Mientras tanto, los chicos de instituto iban haciéndose mayores, y sus intereses se ampliaban más allá de los superhéroes. Les gustaban la música, los coches, las chicas… y los libros sin dibujos. En consecuencia, las miras de los fanzines también se ampliaron. Se inventó la sopa de ajo, y al poco tiempo empezaron a surgir revistas especializadas dedicadas no a superhéroes, sino a agentes secretos, a detectives, a historietas antiguas, a los relatos sucedidos en el Barsoom de Edgar Rice Burroughs… y a la fantasía épica.

Cortaría, así se llamaba el fanzine de espada y brujería. Nació en el área de la Bahía de San Francisco en 1964 y tenía «periodicidad trimestral» (¡ja!). Lo editaba Clint Bigglestone, quien más tarde sería uno de los fundadores de la Sociedad del Anacronismo Creativo. Cortaría se imprimió en los habituales ditto violeta y no tenía nada que llamase la atención, pero era muy entretenido, lleno de artículos sobre Conan y sus rivales, y relatos inéditos de fantasía heroica de autores de primera línea del fándom de los cómics de la década de 1960: Paul Moslander y Victor Barón (que eran la misma persona), mi amigo por correspondencia Howard Waldrop (que era otra), Steve Perrin y el propio Bigglestone. Las historias de Waldrop tenían como protagonista a un aventurero conocido solo por el Vagabundo, cuyas hazañas se registraban en los Cánticos de Chimwazle. Waldrop también dibujó la portada y algunas ilustraciones interiores de la revista.

En Star-Studded Comics y otros fanzines de cómics, la ficción en prosa era la hermana fea de la familia; el puesto de honor era para las historietas. Pero en Cortana, no. En Cortana mandaban los relatos, y no tardé en escribirles una carta la mar de efusiva. Pero lo que yo quería era formar parte activa de aquel nuevo y maravilloso fanzine, de modo que aparqué a Manta Ray y al Doctor Destino, y me senté a escribir mi primera historia de fantasía desde la época del castillo de las tortugas.

La titulé «Dark Gods of Kor-Yuban», y sí, de acuerdo, mi versión de Mordor suena a marca de café. Mis héroes eran la típica pareja de aventureros dispares: el melancólico príncipe exiliado, R’hollor de Raugg, y su compañero pendenciero y fanfarrón, Argilac el Arrogante. «Dark Gods of Kor-Yuban» era la historia más larga que había escrito hasta el momento (tal vez unas quinientas palabras) y tenía un final trágico: los dioses oscuros del título se comían a Argilac. Había leído a Shakespeare en los maristas y aprendiendo bastante sobre la tragedia, por eso lo diseñé con el rasgo trágico de la arrogancia, que sería el causante de su caída. R’hllor escapó para contarlo… y para seguir luchando; al menos, eso esperaba. Cuando despaché el relato, lo mandé a San Francisco. Clint Bigglestone lo aceptó inmediatamente para publicarlo en Cortaría.

Y no salió ningún número más de Cortaría.

En mi último año de instituto ya sabía cómo utilizar el papel carbón, lo juro; el problema es que era demasiado perezoso. «Dark Gods of Kor-Yuban» se convirtió en otra de mis historias perdidas. (Fue la última. En mi época universitaria hice copias en papel carbón de todas las historias que escribí). Antes de cerrar aquellas páginas de color violeta, Cortaría me hizo un último favor. En el tercer número, Bigglestone firmaba un artículo titulado «Don’t Make a Hobbit of It». (No hagas un hobbit de esto), gracias al cual me enteré de la existencia de J. R. R. Tolkien y su trilogía fantástica El Señor de los Anillos. La historia me pareció bastante interesante, y meses después, cuando vi en un quiosco el ejemplar pirata en rústica de Ace de La Comunidad del Anillo[26], no dudé en hacerme con él.

Mientras echaba un vistazo a aquel gran volumen rojo durante el trayecto de vuelta a casa en autobús, empecé a preguntarme si no me habría equivocado. La Comunidad no parecía en absoluto fantasía épica como era debido. ¿Qué diantres era todo aquel rollo de la hierba para pipa? Las historias de Robert E. Howard normalmente arrancaban con una serpiente gigante que reptaba por ahí o con un hacha que partía una cabeza en dos. Pero Tolkien empezaba con una fiesta de cumpleaños. Y aquellos hobbits de pies velludos y locos por las patatas parecían haberse escapado de un libro de Peter Rabbit. «Conan se liaría a tajos y anegaría en sangre la Comarca de punta a punta —recuerdo que pensé—. ¿Dónde están las gigantescas melancolías y las gigantescas risas?».

Pero seguí leyendo. Casi dejé el libro cuando apareció Tom Bombadil y la gente se puso a cantar: «¡Hola, ven alegre dol, Tom Bombadilló!». Las cosas se pusieron más interesantes en las Quebradas de los Túmulos, y aún más en Bree, donde Trancos entra en escena. Cuando llegué a la Cima de los Vientos, Tolkien ya me tenía atrapado. «Gil-Galad era un rey de los elfos —recitó Sam Gamyi—; los trovadores lamentaban la suerte del último reino libre y hermoso entre las montañas y el océano». Ni Conan ni Kull[27] me habían provocado jamás un escalofrío como el que me recorrió el cuerpo entonces.

Casi cuarenta años después me veo inmerso en mi propia fantasía épica, Canción de hielo y fuego. Los libros son largos y muy complejos, y tardo años en escribirlos. A los pocos días de que se publique un volumen, ya recibo correos electrónicos en que me preguntan cuándo saldrá el siguiente. «No sabe lo duro que es esperar», se me lamentan algunos lectores.

«Claro que lo sé —me gustaría contestarles—. Lo sé perfectamente. Yo también tuve que esperar». La Comunidad del Anillo era el único volumen editado en rústica, y cuando lo terminé tuve que esperar a que Ace sacara Las dos torres[28], y otro tanto para El retorno del rey[29]. No fue una espera larguísima, es cierto, pero me parecieron décadas. En el momento en que conseguía el siguiente volumen, dejaba todo lo que tuviera entre manos para leerlo. Pero hacia la mitad de El retorno del rey me lo tomé con más calma. Solo me faltaban unos centenares de páginas, y cuando las leyese, ya nunca más podría leer El Señor de los Anillos por primera vez. Tanto como anhelaba saber cómo terminaría todo, deseaba que no se terminara nunca.

Con toda esa pasión amaba aquellos libros, como lector.

Como escritor, sin embargo, Tolkien me acobardó de forma muy seria. Cuando leía a Robert E. Howard, pensaba: «Algún día seré capaz de escribir tan bien como él». Cuando leía a Lin Cárter o a John Jakes, pensaba: «Ahora mismo soy capaz de escribir mejor que ellos». Pero al leer a Tolkien me desesperé. «Nunca seré capaz de hacer lo que ha hecho él. Nunca seré capaz ni siquiera de acercarme». Escribí fantasía en los años que siguieron, pero casi siempre mantuve el tono más cerca de Howard que de Tolkien. Nadie se atreve a pisar el terreno por el que ha caminado un maestro.

En mi primer año de universidad, en la Northwestern, empecé una segunda historia de R’hllor; todavía quería creer que Cortana no había muerto, sino que se retrasaba, y que «Dark Gods of Kor-Yuban» saldría muy pronto. En aquella segunda parte, mi príncipe exiliado va a parar al Imperio dothrak, donde se une a Barron el de la Hoja Sangrienta para luchar contra los demonios alados, que asesinaron a su abuelo, el rey Barristan el Bravo. Llevaba veintitrés páginas cuando unos amigos encontraron la historia en mi mesa y se lo pasaron en grande leyendo en voz alta aquella prosa hinchada. Sentí tanta vergüenza que no continué. (Aún conservo el texto, y la verdad es que está un poco hinchado, tanto que casi se escapa volando).

No volví a escribir fantasía en mis años universitarios. Aparte de «La salida a San Breta», que no era ni fantasía épica ni heroica, como profesional en ciernes, apenas le hice caso. No porque me gustara menos que la ciencia ficción. Tenía motivos más pragmáticos: debía pagar el alquiler.

El principio de los setenta era un momento ideal para un escritor novel de ciencia ficción que quisiera hacer carrera. Salían revistas nuevas de ciencia ficción continuamente: Vertex, Cosmos, Odyssey, Galileo, Asimovs… (Nada de revistas nuevas de fantasía). De todas las existentes, solo Fantasticy FSF compraban fantasía, y esta última prefería relatos modernos y extravagantes que tenían más de Thorne Smith y Gerald Kersh que de Tolkien o Howard. Fueran nuevas o viejas, las revistas de ciencia ficción tenían un fuerte rival en la series de antologías de relatos inéditos: Orbit, New Dimensions, Universe, Infinity, Quark, Alternities, Andrómeda, Nova, Stellar, Chrysallis… (Pero nada de series de antologías de relatos inéditos dedicadas a la fantasía). También empezaban a tener éxito las revistas masculinas, que acababan de descubrir que las mujeres tenían vello púbico. Muchas querían relatos de ciencia ficción para llenar las páginas que sobraban entre foto y foto. (También compraban terror, pero lo que era fantasía épica o heroica, ni por asomo).

En aquella época había más editoriales que las que hay actualmente (Bantam Doubleday Dell Random House Ballantine Fawcett eran seis editoriales, no una, y casi todas tenían colecciones de ciencia ficción. El periodo en el que se publicó más fantasía fue el de la Ballantine Adult Fantasy Series, dedicada casi exclusivamente a reediciones. Lancer tenía los títulos de Robert E. Howard, pero Lancer era una editorial cutre, de baja categoría, que pagaba mal; casi todos los escritores la dejaban en cuanto tenían la oportunidad de vender sus relatos a otra). La Convención Mundial de Fantasía aún no existía, y la Convención Mundial de Ciencia Ficción proponía muy raras veces relatos fantásticos para los premios Hugo; más o menos las mismas veces que la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de Estados Unidos (aún no habían añadido «y Fantasía» a su nombre) los proponían para los Nébula.

En definitiva: no había manera de hacer carrera como escritor de fantasía. En aquella época, no. Todavía no. Así que hice lo que habían hecho los escritores que me precedieron, lo que habían hecho Jack Williamson, Poul Anderson, Andre Norton, Jack Vanee, Heinlein, Kuttner, Russell, de Camp, C. L. Moore y tantos otros. Me dediqué a la ciencia ficción… y de vez en cuando, por amor y a hurtadillas, escribía uno o dos relatos fantásticos.

«Las canciones solitarias de Laren Dorr» fue mi primer relato profesional de fantasía. Fantastic lo publicó en 1976. Los lectores atentos advertirán que algunos nombres y temas se remontan hasta «Solo los niños temen a la oscuridad», y otros los retomaría y usaría más tarde, en obras posteriores. En la ficción, como en la vida real, nunca tiro nada. Nunca se sabe qué uso podrá darse a las cosas. Sharra y su corona oscura se concibieron originariamente para la mitología del Doctor Destino que Howard Keltner me pidió que creara tiempo atrás. Hacia 1976, no obstante, hacía casi una década que había dejado atrás mi época de fanzines y que el Doctor Destino había echado el cierre, así que no tuve reparos en recuperar ideas antiguas y reelaborarlas para otro tipo de cuentos.

Hubo un momento en que tuve la intención de seguir con Laren Dorr y escribir más cuentos sobre Sharra, «la joven que viaja entre los mundos». Nunca llegué a escribirlos, pero la frase no se perdió en la nada, como veréis cuando lleguemos a la parte dedicada a los años que pasé en el cine y la televisión.

«El dragón de hielo» fue la segunda de las tres historias que escribí en las vacaciones de Navidad del invierno de 1978-79, tal como expliqué en la introducción de la sección anterior. Los inviernos de Dubuque tenían una capacidad particular de inspirar cuentos sobre hielo, nieve y frío extremo. No me oiréis decir muchas veces «la historia se escribió sola», pero en este caso, fue así. Las palabras brotaban de mi interior, y al terminar estaba convencido de que era uno de los mejores relatos breves que había escrito, tal vez el mejor.

Nada más concluir, vi por casualidad un anuncio en el que Orson Scott Card buscaba propuestas para elaborar una antología de relatos inéditos llamada Dragons of Ligio t and Darkness. No podría haber llegado en un momento más oportuno: los dioses trataban de decirme algo. Así que mandé «El dragón de hielo» a Card, y se publicó en Dragons of Light, donde de inmediato se esfumó sin dejar rastro, como suele ocurrirles a las historias de las antologías. Quizá el publicarla rodeada de otras historias de dragones no fue buena idea.

Los dragones de hielo se han convertido en personajes habituales de muchos libros de fantasía y juegos en estos veintitantos años que han pasado desde que escribí «El dragón de hielo», pero creo que el mío fue el primero. Además, muchos de esos otros «dragones de hielo» no son más que dragones blancos que viven en climas fríos. El amigo de Adara, un dragón hecho de hielo, que respira frío en vez de fuego, sigue siendo único, al menos por lo que yo sé. Ha sido mi única contribución original al bestiario fantástico.

«En las tierras perdidas», el tercer cuento que aparece en esta sección, se publicó por primera vez en la antología de DAW Books, Amazons, editada por Jessica Amanda Salmonson. («¿Cómo pudo precisamente ella arrancarte una historia?», me preguntó otro editor de antologías, molesto, después de que saliera el libro. «Bueno —le respondí—, me la pidió»). Al igual que «Las canciones solitarias de Laren Dorr», en un principio tenía la intención de que fuera el primer capítulo de una serie. Tiempo después escribiría un puñado de páginas de una continuación que se llamaba «The Withered Hand», pero, para variar, no la terminé. Hasta el día en que la retome (si es que llega), «En las tierras perdidas» seguirá siendo otra muestra de mi especialidad: las series de una sola entrega.

También me gustaría mencionar que, en parte, la inspiración para escribir «En las tierras perdidas» surgió de una canción. ¿De cuál? Sería destripar el cuento. Me parece obvio. A aquellos a quienes les gusta descifrar este tipo de enigmas les diré que la clave está en el primer verso.

Sharra y Laren Dorr, Adara y su dragón de hielo, Alys la Gris, Boyce, Jerais el Azul… Todos y cada uno de ellos son herederos del castillo de las tortugas, los antecesores del hielo y el fuego. La presente recopilación estaría incompleta sin ellos.

¿Por qué adoro la fantasía? Responderé a esta pregunta con un fragmento de un texto que escribí en 1996 para acompañar mi retrato en el libro de fotografías de Pati Perret, The Faces of Fantasy:

La mejor fantasía está escrita en el lenguaje de los sueños. Está tan viva como ellos, es más real que la realidad… por lo menos un instante, ese largo y mágico instante que precede al despertar.

La fantasía es plateada y carmesí, de añil y azur, de obsidiana con vetas doradas y de lapislázuli. La realidad es de plástico y contrachapado, de color marrón fangoso y verde parduzco. La fantasía sabe a guindilla y miel, a canela y clavo, a carne roja y sangrante y vino dulce como el verano. La realidad son judías y tofu, con paladar de ceniza. La realidad son los centros comerciales de Burbank, las chimeneas de Cleveland, un aparcamiento de Newark. La fantasía son las torres de Minas Tirith, las piedras antiguas de Gormenghast, los pasillos de Camelot… La fantasía vuela con las alas de Icaro; la realidad, en Southwest Airlines. ¿Por qué languidecen tanto los sueños al hacerse realidad?

Creo que leemos fantasía para reencontrar los colores. Para saborear especias picantes y escuchar el canto de las sirenas. En la fantasía hay algo atávico y verdadero que se dirige a lo más profundo de nuestro ser, al niño que soñaba que un día cruzaría los bosques de la noche, degustaría banquetes en valles profundos y encontraría el amor eterno en algún lugar al sur de Oz y al norte de Shangri-La.

Por mí, pueden quedarse con su cielo. Cuando muera, prefiero ir a la Tierra Media.