image

Hieles de tierra

image

Cuando por fin murió, Shawn descubrió para vergüenza suya que ni siquiera podía enterrarlo.

No tenía las herramientas adecuadas para cavar; solo las manos, un cuchillo largo que llevaba sujeto al muslo con una correa y una hoja más pequeña dentro de la bota. Pero habría dado lo mismo. Bajo la fina capa de nieve, el suelo estaba helado, duro como una roca. Shawn tenía dieciséis años, según la manera en que contaba el tiempo su familia, y el suelo llevaba helado la mitad de su vida. Estaban en la estación de invierno profundo, y el mundo era gélido.

Aun sabiendo lo estéril del esfuerzo, Shawn intentó cavar. Escogió un lugar a unos metros del tosco cobertizo que había construido a modo de refugio, rompió la fina costra de nieve, la retiró con las manos y empezó a apuñalar la tierra congelada con el arma más pequeña. Pero la tierra era más dura que su acero, y el cuchillo se rompió. Lo miró desesperada, sabiendo lo valioso que había sido, sabiendo qué diría Creg. Entonces se puso a arañar el suelo insensible, llorando, hasta que le dolieron las manos y las lágrimas se le congelaron dentro de la máscara. No podía dejarlo sin enterrar. Había sido padre, hermano, amante… Siempre había sido bueno con ella, y ella siempre le había fallado. Ni siquiera podía enterrarlo.

Al final, sin saber qué más hacer, le dio un beso de despedida. Tenía la barba y el pelo helados, y la cara retorcida en una mueca grotesca de dolor y frío, pero seguía siendo familia, al fin y al cabo. Derribó el cobertizo encima de él, ocultándolo bajo un rudimentario sepulcro de ramas y nieve. Sabía que no serviría de nada; los vampiros y los lobos del viento lo desmontarían sin problemas para llegar a la carne. Con todo, no era capaz de abandonarlo dejándolo a la intemperie.

Le dejó los esquíes y el gran arco de maderaplata, cuya cuerda se había rasgado a causa del frío. En cambio, cogió la espada y el pesado manto de piel; podría cargar sin esfuerzo con el peso adicional. Lo había estado cuidando en el cobertizo casi una semana después de que el vampiro lo hiriera, y durante ese tiempo sus provisiones habían mermado considerablemente. Esperaba poder viajar con rapidez a partir de entonces. Se ajustó los esquíes junto a aquella especie de tumba desmadejada y se inclinó, apoyada en los bastones, para darle el último adiós. Partió, deslizándose por la nieve, en el silencio terrible del bosque helado del invierno profundo, hacia su hogar, su fuego y su familia. Era la primera hora de la tarde.

Al anochecer, Shawn comprendió que no lo conseguiría.

Estaba más serena, más racional. Había dejado el dolor y la vergüenza junto al cadáver, tal como le habían enseñado. El frío y la quietud lo envolvían todo, pero después de tantas horas esquiando, Shawn estaba sofocada y casi sentía calor bajo las capas de pieles y cuero. Sus pensamientos poseían la lucidez quebradiza de las lanzas de hielo que colgaban de los árboles desnudos y retorcidos que la rodeaban.

Mientras la oscuridad extendía su manto sobre el mundo, Shawn buscó cobijo al pie del árbol más grande, un cortezanegra gigantesco cuyo tronco medía tres metros de diámetro. Extendió el manto de pieles en el suelo y se tapó con la capa de lana para protegerse del viento que arreciaba. Con la espalda pegada al tronco y el cuchillo en la mano, oculto bajo la capa, por si acaso, concilio un sueño breve e inquieto. Se despertó en plena noche y se puso a evaluar sus errores.

Habían salido las estrellas; las atisbo por entre las negras ramas desnudas. El Carro de Hielo dominaba el firmamento, descargando frío en el mundo; así había sido desde que recordaba Shawn. Los ojos azules del Conductor la observaban con mirada burlona.

El vampiro no había matado a Lañe, pensó con amargura, sino el Carro de Hielo. Aquella noche, el vampiro lo había dejado maltrecho, después de que la cuerda del arco se rompiera al tensarla. En otra estación y con los cuidados de Shawn habría sobrevivido. Pero era invierno profundo y no tuvo ninguna oportunidad. El frío había traspasado todas las protecciones que le había construido Shawn; le había arrebatado la fortaleza y la vitalidad. El frío lo había convertido en una cosa blanca y consumida, pálida e insensible, con los labios teñidos de azul. El Conductor del Carro de Hielo ya debía de estar reclamando su alma.

Y la de ella. Lo sabía. Debería haber abandonado a Lañe a su suerte. Eso habrían hecho Creg, o Leila, o cualquiera de ellos. Nunca existió esperanza de que sobreviviera. No en invierno profundo. Nada vivía en invierno profundo. Los árboles se quedaban desnudos; la hierba y las flores morían; los animales perecían congelados o hibernaban bajo tierra. Hasta los lobos del viento y los vampiros se quedaban en los huesos y se volvían más feroces, y muchos morían de hambre.

Igual que moriría Shawn.

Ya llevaban tres días de retraso cuando los atacó el vampiro; por eso Lañe había racionado la comida. Después se había debilitado tanto… Su comida se había terminado al cuarto día, y Shawn había empezado a alimentarlo de la suya, sin decírselo. De modo que le quedaba muy poca, y casal Carin y la seguridad estaban todavía a dos semanas de duro viaje. En invierno profundo, bien podrían ser dos años.

Arrebujada bajo la capa, se planteó fugazmente encender una hoguera. Un fuego atraería a los vampiros; podían percibir el calor a tres kilómetros de distancia. Aquellas sombras escuálidas más altas que Lañe se acercarían en silencio, acechando entre los árboles, con la piel flácida colgando sobre las extremidades esqueléticas como un manto negro que les ocultaba las garras. Tal vez, si esperaba alerta, podría coger a uno por sorpresa. Un vampiro adulto podría proporcionarle alimento suficiente para llegar a casal Carin. Barajó la idea en la oscuridad y acabó por desecharla, aunque de mala gana. Los vampiros corrían tan deprisa por la nieve como una flecha por el aire; apenas rozaban el suelo, y era prácticamente imposible verlos en la oscuridad. Sin embargo, ellos sí que podían verla muy bien por el calor que desprendía. Lo único que conseguiría si encendía una hoguera sería una muerte rápida y relativamente indolora.

Temblando, Shawn sujetó con más fuerza el mango del cuchillo para tranquilizarse. De repente, cada sombra parecía esconder a un vampiro agazapado, y en el viento cortante le pareció oír el aleteo de sus pieles al correr.

Entonces le llegó a los oídos otro sonido más intenso y totalmente real, un silbido furioso y agudo que no se parecía a nada que hubiera oído jamás. De súbito, el horizonte negro se bañó de luz. Un resplandor parpadeante de un azul fantasmal perfiló los troncos desnudos como huesos del bosque y latió visiblemente ante el cielo. Shawn se sobresaltó, pegó una bocanada del aire helado que se le clavó en la garganta seca, y se puso en pie con dificultad, temiendo un ataque. Pero no ocurrió nada. El mundo seguía negro, gélido y muerto; solo la luz estaba viva y parpadeaba débilmente a lo lejos, invitándola, atrayéndola. La contempló un buen rato, recordando las historias terribles que contaba el viejo Jon a los niños cuando se reunían en torno al gran fuego del hogar de casal Carin. «Hay cosas peores que los vampiros», les decía. De repente Shawn volvió a ser una niña pequeña sentada en las gruesas pieles, de espaldas al fuego, escuchando como Jon hablaba de fantasmas, sombras vivientes y familias caníbales que vivían en enormes castillos hechos de huesos.

Tan bruscamente como había aparecido, la extraña luz se apagó, y con ella, el sonido agudo. Pero Shawn se había fijado bien en el lugar donde había brillado. Cogió el fardo, se cubrió con el manto de Lañe para protegerse del frío y se puso los esquíes. Ya no era una niña, se dijo, y aquella luz no había sido ninguna danza de espíritus. No sabía qué era, pero tal vez fuera su salvación. Agarró los bastones y partió hacia ella.

Era consciente de que desplazarse por la noche era extremamente peligroso. Creg se lo había dicho mil veces, y Lañe también. En la oscuridad, a la luz insuficiente de las estrellas, era muy fácil perderse o romperse un esquí, una pierna o algo peor. Además, el movimiento generaba calor, un calor que animaba a los vampiros a salir de las entrañas del bosque. Era mejor quedarse escondida hasta el alba, cuando los depredadores nocturnos se hubieran retirado a sus guaridas. Tanto sus instintos como todo lo que le habían enseñado le decían que aquello sería lo correcto. Pero era invierno profundo, y cuando estaba tumbada, el frío la mordía incluso a través de las pieles más gruesas, y Lañe estaba muerto y ella tenía hambre, y la luz había aparecido tan cerca, tan ansiadamente cerca…

Finalmente se puso en marcha, despacio, con cuidado. Por lo visto, un encantamiento la protegía aquella noche. El terreno era llano y suave, agradable incluso, y la capa de nieve tenía el grosor justo para que las raíces y las piedras no la pillaran por sorpresa y la hicieran tropezar. Ningún oscuro depredador merodeó en la noche, y el único sonido que se oía era el de su marcha, el de los crujidos suaves de los esquíes que surcaban la costra de nieve.

El bosque fue raleando, y al cabo de una hora, Shawn salió de él y se encontró en un páramo salpicado de bloques de piedra y metal retorcido y oxidado. Sabía qué era. Ya había visto ruinas antes, lugares donde antaño habían vivido y habían muerto familias, y de sus hogares y casales no había quedado piedra sobre piedra. Pero nunca había visto unas tan extensas como aquellas. Era evidente, por mucho tiempo que hubiera pasado, que la familia que había vivido allí había sido importante. Los restos desperdigados de sus moradas ocupaban más terreno que cien casales Carin. Sorteó con cautela los escombros cubiertos de nieve; encontró un par de construcciones casi intactas, y ambas veces se planteó cobijarse bajo aquellas antiguas paredes de piedra, pero no había nada en ellas que pudiera haber provocado la luz, así que Shawn pasó de largo después de dedicarles una breve inspección. El río con el que se topó poco después la retrasó algo más. Desde la orilla elevada donde se detuvo se veían los restos de dos puentes que en otro tiempo habían cruzado el estrecho canal, pero hacía mucho que se habían derrumbado. En cualquier caso, la superficie del río estaba congelada, así que no tuvo ninguna dificultad en atravesarlo. En invierno profundo, el hielo era grueso y sólido, y no había riesgo de que se quebrara.

Mientras subía a trancas y barrancas por la otra ribera, descubrió la flor.

Era muy pequeña. El tallo negro y grueso surgía entre dos rocas, justo en la orilla del río. No la habría visto en plena noche de no ser porque, al apoyarse para subir la cuesta, desencajó una roca cubierta de hielo con el bastón de esquí, y el ruido le hizo bajar la vista precisamente al lugar donde crecía.

La sorprendió tanto que cogió los dos bastones con una mano y con la otra hurgó en los recovecos más profundos de su ropa en busca de un fósforo, sin importarle el riesgo. La llama breve pero intensa fue suficiente para que Shawn la viera.

Era una florecita diminuta, extremadamente diminuta, con cuatro pétalos azules; el mismo azul claro que tenían los labios de Lañe justo antes de morir. Una flor que crecía en el octavo año del invierno profundo, y estaba allí, viva, mientras el resto del mundo estaba muerto.

No la creerían, pensó Shawn. A no ser que se llevara la verdad consigo, que se la llevara consigo a casal Carin. Se quitó los esquíes y trató de cogerla. Pero fue inútil, tan inútil como sus esfuerzos por enterrar a Lañe. El tallo era duro como un alambre. Se peleó con la flor unos minutos, y reprimió con todas sus fuerzas las ganas de llorar al ver que era incapaz de arrancarla. Creg la llamaría mentirosa, soñadora…, todo lo que siempre la llamaba.

Al final no lloró. No. Dejó la flor allí donde crecía y escaló la ribera del río. Y se detuvo.

A lo largo y ancho se extendían metros y metros de planicie vacía. En algunos lugares se acumulaba la nieve, y en otros, la roca lisa estaba desnuda, expuesta al viento y al frío. En el centro de la planicie se alzaba el edificio más extraño que Shawn había visto jamás: la luz de las estrellas iluminaba una lágrima gigantesca y rechoncha semejante a un animal encogido sobre tres patas negras, una bestia con los miembros flexiona-dos y cubiertos de hielo que parecía a punto de saltar hacia el cielo. Y tanto las patas como el edificio estaban recubiertos de flores.

Había flores por todas partes; Shawn se dio cuenta cuando apartó la vista del edificio agazapado. Brotaban de cualquier pequeña fisura del terreno, solas o en grupos, rodeadas de nieve y hielo, formando islas oscuras de vida en la quietud blanca y pura del invierno profundo.

Shawn caminó entre ellas, acercándose al edificio, hasta que llegó junto a una pata. Maravillada, alargó una mano enguantada y tocó la articulación. Era toda de metal, metal, hielo y flores, como el edificio. El suelo de piedra donde reposaba había mil grietas, como si hubiera sufrido un impacto monstruoso, y las enredaderas, negras y retorcidas, crecían entre ellas y trepaban por la construcción como las redes de las efímeras de verano. Las flores eclosionaban de las enredaderas, y al acercarse, vio que no eran como la de la orilla del río. Las había de muchos colores, y algunas eran tan grandes como su cabeza. Crecían con exuberancia por todas partes, como si no se hubieran dado cuenta de que era invierno profundo y que deberían estar negras y muertas.

Estaba rodeando el edificio en busca de una entrada cuando un ruido le hizo girar la cabeza hacia el ribazo.

Una sombra escuálida se proyectó un instante en la nieve y desapareció. Shawn se echó a temblar y retrocedió, pegando la espalda a la pata que tenía más cercana. Lo arrojó todo al suelo y al cabo de un instante tenía la espada de Lañe en la mano izquierda y el cuchillo en la derecha. Se maldijo por aquel fósforo, aquel estúpido, estúpido fósforo, y aguzó el oído para escuchar el flap, flap, flap de las zarpas de la muerte.

Estaba demasiado oscuro, advirtió, y le temblaba el pulso. La figura la atacó por un lado. Atacó con el cuchillo; una puñalada, un tajo, pero solo cortó el manto de piel, y el vampiro lanzó un chillido de triunfo. Shawn recibió un golpe que la tiró, y supo que sangraba. Notó un peso en el pecho, y algo negro y correoso le tapó la vista. Intentó clavar el arma, y entonces se dio cuenta de que ya no la empuñaba. Gritó.

El vampiro también gritó, y un dolor terrible estalló en un lado de la cabeza de Shawn. Tenía sangre en los ojos, se ahogaba en sangre, sangre y más sangre, y nada más…

Azul, todo era azul, un azul neblinoso y cambiante. Un azul pálido que bailaba y bailaba, como la luz fantasmal y parpadeante del cielo. Un azul claro como el de la florecilla, el brote imposible de la orilla del río. Un azul frío como el de los ojos del oscuro Conductor del Carro de Hielo, como el de los labios de Lañe cuando los besó por última vez. Azul, azul, que se movía y no se quedaba quieto. Todo era confuso e irreal. Solo azul. Durante mucho tiempo, solo hubo azul.

Después, música. Era una música extraña, una especie de música azul, aguda y fugaz, muy triste, aquejada de soledad, con una pizca de erotismo. Era una nana como las que cantaba la vieja Tesenya cuando Shawn era pequeña, antes de que Tesenya perdiera fuerzas y enfermara y Creg la llevara al exterior a morir. Hacía tantísimo que Shawn no oía una canción como aquella… La única música que conocía era la del arpa de Creg y la de la guitarra de Rys. Descubrió que estaba relajada, como si flotara. Se había convertido en agua, en agua mansa, aunque fuera invierno profundo y supiera que solo podía ser de hielo.

Unas manos suaves empezaron a tocarla, le levantaron la cabeza, le quitaron la máscara para que la calidez azul le acariciara las mejillas, luego se deslizaron hacia abajo, más abajo, y le desabrocharon la ropa, la liberaron de pieles, telas y cuero, le quitaron el cinturón, le quitaron el jubón y le quitaron los pantalones. Un cosquilleo le recorrió la piel; flotaba, estaba flotando. La envolvía la calidez, y las manos revoloteaban aquí y allá, y eran tan suaves como las de la vieja madre Tesenya, como las de su hermana Leila algunas veces, como las de Devin. Como las de Lañe, pensó, y fue un pensamiento tan agradable, tan tranquilizador y al mismo tiempo tan excitante que se aferró a él. Estaba con Lañe, estaba a salvo, abrigada y… Y recordó su cara, el azul de sus labios y el hielo de su barba, donde el aliento se le había congelado; el dolor lo quemaba por dentro, retorciendo su expresión hasta convertirla en una máscara. De repente, el recuerdo la asfixió en el azul, la ahogó en el azul, y luchaba y gritaba…

Las manos la levantaron, y una voz desconocida murmuró algo tranquilizador en un idioma que no entendió. Notó una taza en los labios.

Abrió la boca para gritar otra vez, pero en realidad estaba bebiendo. El líquido estaba caliente y era dulce y aromático. Estaba hecho de especias; algunas le resultaban familiares, pero otras era incapaz de identificarlas.

«Es té», pensó, y sus manos se lo arrebataron a las otras manos mientras bebía con avidez.

Estaba en una habitación pequeña y oscura, recostada en un lecho mullido. Su ropa estaba amontonada a un lado, y el aire estaba saturado de una niebla azul procedente de una varilla que ardía. Una mujer estaba arrodillada junto a ella. Iba vestida con harapos de colores vivos, y sus ojos grises la miraban serenos, enmarcados por la melena más salvaje y abundante que Shawn había visto jamás.

—¿Quién…? —balbuceó Shawn.

—Carin —dijo la mujer claramente mientras le acariciaba la frente con una mano blanca y suave.

Shawn asintió despacio, preguntándose quién sería aquella mujer y cómo conocía a su familia.

—Casal Carin —dijo la mujer, y en los ojos le bailó una chispa de diversión, pero también parecían un poco tristes—. Lin, Eris, Caith. Me acuerdo de ellos, mi niña. Beth, la Voz de Carin, qué dura era. Y Kaya, Dale y Shawn.

—Shawn. Yo soy Shawn. Esa soy yo. Pero Creg es la Voz de Carin…

La mujer sonrió débilmente y siguió acariciando la frente de Shawn.

Tenía la piel muy suave. Shawn nunca había sentido nada tan suave.

—Shawn es mi amante. Cada diez años, en el Encuentro.

Shawn parpadeó, confusa. Empezaba a recordar. La luz del bosque, las flores, el vampiro…

—¿Dónde estoy?

—Estás en sitios donde nunca has soñado que estarías, pequeña Carin —respondió la mujer, y se rio de sí misma.

—El edificio —dijo Shawn de sopetón advirtiendo que las paredes de la habitación relucían como si fueran de metal oscuro—. El edificio de las patas, con las flores…

—Sí.

—¿Fuiste tú…? ¿Quién eres? ¿Fuiste tú quien hizo la luz? Estaba en el bosque, Lañe estaba muerto, yo casi no tenía comida, y vi una luz, una luz azul…

—Era mi luz, niña Carin, cuando bajé del cielo. He venido de muy lejos, sí, muy lejos, de lugares de los que nunca has oído hablar, pero he vuelto. —La mujer se levantó repentinamente y se puso a bailar en círculos por la habitación, con los harapos chillones revoleando y centelleando, envuelta en espirales de humo azul pálido—. Soy la bruja de la que te han advertido en casal Carin, mi niña —chilló exultante, y giró y giró hasta que por fin, mareada, se derrumbó junto a la cama de Shawn.

Nadie había advertido a Shawn de una bruja. Estaba más perpleja que asustada.

—Mataste al vampiro. ¿Cómo…?

—Tengo magia —respondió—. Tengo magia y puedo hacer cosas mágicas y viviré eternamente. Y tú también, niña Carin, Shawn, cuando te enseñe. Podrás viajar conmigo, y yo te enseñaré magia y te contaré historias, y podemos ser amantes. Aunque en realidad ya eres mi amante, ya lo sabes, siempre lo has sido, en el Encuentro. Shawn. —Sonrió, paladeando el nombre—. Shawn.

—No. Era otra persona.

—Estás cansada, mi niña. El vampiro te hirió, y ahora no te acuerdas. Pero te recuperarás, tranquila.

Se levantó y se movió por la habitación; apagó el palito aromático con los dedos y silenció la música. Cuando le dio la espalda, Shawn vio que la melena le llegaba casi hasta la cintura. Era una masa de rizos y enmarañados, indómita y alborotada, que se agitaba como las olas del mar lejano cuando se movía la mujer. Shawn había visto el mar una vez, hacía muchos años, antes de que llegara el invierno profundo. Se acordaba.

La mujer atenuó las luces de manera misteriosa y se volvió hacia Shawn en la oscuridad.

—Descansa. Te he quitado el dolor con mi magia, pero puede volver. Llámame si vuelve. Tengo más hechizos.

—Sí —murmuró Shawn, amodorrada y dócil; pero cuando la mujer estaba a punto de salir, Shawn la retuvo—. Espera. De qué familia eres, madre. Dime quién eres.

La silueta sin rasgos de la mujer se recortaba en el dintel contra una luz amarilla.

—Mi familia es muy numerosa, mi niña. Mis hermanas son Lilith, Marcyan, Erika Stormjones, Lamiya-Bailis y Deirdre d’Allerane. Kleronomas, Stephen Estrella Cobalto del Norte, Tomo y Walberg fueron mis hermanos y mis padres. Nuestro hogar está más allá del Carro del Hielo, y mi nombre, mi nombre es Morgana.

Y desapareció, cerró la puerta tras de sí, y Shawn se quedó dormida.

Morgana, pensaba dormida. Morganamorganamorgana. El nombre serpenteaba por sus sueños como volutas de humo.

Era muy pequeña. Estaba en casal Carin contemplando el fuego del hogar, mirando como las llamas lamían y acosaban los enormes troncos negros, oliendo la dulce fragancia del cardo, y alguien estaba contando una historia. No, no era Jon; aquello era antes de que Jon se hubiera convertido en narrador. Era mucho antes. Era Tesenya, tan vieja, con la cara llena de arrugas, y hablaba con su voz ajada, musical, como una nana. Todos los niños escuchaban. Sus historias eran distintas de las de Jon. Las de él siempre eran de luchas, guerras, venganzas y monstruos, rebosantes de sangre y cuchillos y votos fervientes jurados ante el cadáver del padre. Las de Tesenya eran más apacibles. Contaba la historia de un grupo de viajeros, seis miembros de la familia Alynne, que se perdieron en un páramo durante la estación de las heladas. Encontraron un casal enorme todo de metal, y la familia que vivía allí los agasajó con una gran fiesta. Los viajeros comieron y bebieron, y cuando ya habían terminado y estaban limpiándose los labios, se sirvió otro banquete, y detrás de aquel, otro, y así sucesivamente. Los Alynne no se marchaban nunca, porque jamás habían probado comida más abundante y rica, y porque cuanto más comían, más hambre tenían. Además, el invierno profundo ya reinaba fuera del casal metálico. Cuando muchos años después llegó el deshielo, otros miembros de la familia Alynne partieron a buscar a los seis viajeros. Los encontraron muertos en el bosque; se habían quitado las pieles que los mantenían abrigados y no llevaban más que cuatro harapos encima. El acero de sus armas estaba oxidado, y todos habían muerto de hambre. Porque el casal metálico se llamaba casal Morgana, les dijo Tesenya a los niños, y la familia que allí vivía se llamaba Mentiroso, y su comida estaba hecha de sueños y aire.

Shawn se despertó desnuda y temblando.

Su ropa seguía apilada junto a la cama. Se vistió sin perder tiempo. Primero se puso la ropa interior; encima, una gruesa enagua de lana negra; después, las prendas de cuero, los pantalones, el cinturón y el jubón; luego, el abrigo de piel con capucha, y por fin, las capas: el manto de Lañe y la suya, una prenda infantil. Lo último que se puso fue la máscara. Se enfundó el cuero rígido por la cabeza, lo estiró hacia abajo y lo anudó bajo la barbilla. Ya estaba protegida tanto de los vientos del invierno profundo como de los toqueteos de desconocidos. Shawn encontró sus armas tiradas descuidadamente en un rincón, junto con las botas. Cuando el cuchillo volvió a descansar en su funda habitual y la espada de Lañe estuvo de nuevo en su mano, se sintió completa otra vez. Salió de la habitación dispuesta a buscar sus esquíes y la salida.

En una sala de cristal y metal plateado y reluciente, Shawn encontró a Morgana, que la recibió con una risa cantarína y nerviosa. La enmarcaba la ventana más grande que Shawn hubiera visto nunca. El cristal estaba limpísimo, y era más alto que un hombre y más ancho que el hogar de casal Carin. Era más perfecto que los espejos de la familia Terhis, que eran famosos por sus sopladores de vidrio y sus fabricantes de lentes. Al otro lado del cristal era mediodía, el mediodía azul gélido del invierno profundo. Shawn vio la explanada de piedras, nieve y flores; más allá, el ribazo por el que había subido, y más allá, el río helado que serpenteaba entre las ruinas.

—¡Qué aspecto tan fiero! Pareces enfadada —dijo Morgana cuando por fin logró contener la risa. Había estado recogiéndose el pelo indómito con tiras de tela y horquillas de plata con gemas que centelleaban cuando se movía—. Ven, niña Carin, vuelve a quitarte las pieles. El frío no puede alcanzamos aquí, y si nos ataca, nos iremos. Hay muchos más mundos, ¿sabes?

Morgana cruzó la habitación. Shawn había dejado caer la punta de la espada al suelo, pero volvió a levantarla con un movimiento brusco.

—No te acerques —le advirtió. Su voz sonó ronca y extraña.

—No te tengo miedo, Shawn. A ti no, Shawn, mi amor. —Rodeó la espada como si nada, se quitó un finísimo pañuelo gris de seda de araña con piedras incrustadas de color carmesí y envolvió el cuello de Shawn con él—. Mira, sé qué estás pensando —dijo, señalando las piedras, que iban cambiando de color una tras otra. El fuego se tomó sangre; la sangre se secó y se tomó marrón; el marrón se oscureció hasta volverse negro—. Te he asustado, nada más. No sientes cólera. Nunca me harías daño. —Le anudó el pañuelo cuidadosamente debajo de la máscara y sonrió.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Shawn aterrorizada, mirando las gemas y retrocediendo insegura.

—Con magia. —Giró sobre los talones y regresó a la ventana bailando—. Morgana es toda magia.

—Eres toda mentiras —dijo Shawn—. Conozco la historia de los seis Alynne. No voy a comer aquí hasta morirme de hambre. ¿Dónde están mis esquíes?

Morgana no pareció oírla. Tenía los ojos nublados y melancólicos.

—¿Alguna vez has visto la casa Alynne en verano, niña? Es preciosa. El sol sale sobre la torre de piedra roja y se pone en el lago de Jamei. ¿Lo conoces?

—No —respondió con agresividad—, y tú tampoco. ¿Por qué me hablas de la casa Alynne? Has dicho que tu familia vivía en el Carro de Hielo, y todos tenían nombres que nunca había oído, Kleraberus y cosas por el estilo.

—Kleronomas —corrigió Morgana, riendo. Se llevó la mano a la boca para controlarse y se mordisqueó un dedo con aire ausente y un brillo en los ojos grises. Llevaba anillos relucientes en todos los dedos—. Tendrías que ver a mi hermano Kleronomas. Es mitad de metal y mitad de carne, y los ojos le brillan como el cristal, y es más sabio que todas las Voces juntas de la historia del casal Carin.

—No lo es —dijo Shawn—. ¡Estás mintiendo otra vez!

—Sí que lo es. —Dejó caer la mano. Parecía contrariada—. Tiene magia. Todos tenemos. Erika murió, pero se despierta una y otra vez para vivir de nuevo. Stephen era un guerrero. Mató a millones de familias, más de las que puedas contar. Y Celia encontró un montón de lugares secretos que nadie había encontrado antes. En mi familia, todos hacemos magia. —Su cara adquirió una expresión maliciosa—. Maté al vampiro, ¿no es cierto? ¿Cómo crees que lo conseguí?

—¡Con un cuchillo! —respondió Shawn con brusquedad.

Pero enrojeció por debajo de la máscara. En efecto, Morgana había matado al vampiro; por tanto existía una deuda. ¡Y ella había sacado el arma! Se acobardó al imaginar la ira de Creg y tiró la espada al suelo. De repente se sintió muy confusa.

—Pero ¿tú no tenías una espada y un cuchillo? Y no pudiste matarlo, ¿verdad? No —dijo Morgana con dulzura; se le acercó—. Eres mía, Shawn Carin, eres mi amante y mi hija y mi hermana. Aprenderás a confiar en mí. Tengo mucho que enseñarte. Mira. —Cogió a Shawn de la mano y la condujo a la ventana—. Quédate aquí. Espera, espera y mira, y te mostraré más magia de Morgana.

Con una sonrisa, fue hasta la pared opuesta e hizo algo con sus anillos en un panel de metal reluciente y luces cuadradas y débiles.

De repente, Shawn se asustó.

El suelo empezó a temblar bajo sus pies, y la sobresaltó un ruido muy agudo, una especie de chillido que le perforó los oídos a través de la máscara de cuero y la obligó a llevarse las manos enguantadas a ambos lados de la cabeza. Aun así, seguía oyéndolo, sintiéndolo; los huesos le vibraban. Le dolían los dientes, y un pinchazo súbito le atravesó la sien izquierda. Y aquello no fue lo peor.

Fuera, donde antes había reinado el frío, la luz y la quietud, un sombrío y cambiante resplandor azul bailaba y teñía el mundo entero. Los montículos de nieve eran de color azul claro, y las nubecillas de polvo helado que se levantaban con el viento, aún más pálidas. Sombras azules iban y venían por el ribazo hasta entonces desierto. La luz se reflejaba incluso en el río, así como en las ruinas desoladas que salpicaban la colina más lejana. A su espalda, Morgana se reía como una tonta, y entonces la visión de la ventana empezó a difuminarse cada vez más hasta que solo se vieron colores, colores brillantes y oscuros que se movían juntos, como si fueran trozos de arcoíris fundiéndose en una olla gigante. Shawn no se movió de donde estaba, pero apretó con fuerza la empuñadura del cuchillo y se echó a temblar.

—¡Mira, niña Carin! —gritó Morgana por encima del terrible fragor. Shawn casi no la oía—. Estamos en el cielo; nos hemos marchado del frío. Ya te lo había dicho. Vamos a conducir el Carro de Hielo.

Volvió a tocar algo en la pared, y el sonido cesó y los colores se desvanecieron. Al otro lado del cristal solo había cielo. Shawn, asustada, gritó. Únicamente veía oscuridad y estrellas, estrellas por todas partes; jamás había visto tantas. No sabía dónde estaba. Lañe le había enseñado a identificar las estrellas para que le sirvieran de guía y pudiera encontrar el camino a cualquier sitio desde cualquier sitio. Pero aquellas estrellas estaban mal; eran distintas. No podía encontrar el Carro de Hielo ni el Esquiador Fantasma; ni siquiera a Lara Carin y sus lobos del viento. No veía nada conocido; solo estrellas, estrellas que la miraban burlonas como un millón de ojos, rojas, blancas, azules y amarillas, sin titilar siquiera.

—¿Estamos en el Carro de Hielo? —preguntó Shawn con un hilo de voz a Morgana, que estaba detrás de ella.

—Sí.

La recorrió un escalofrío. Tiró el cuchillo, que rebotó ruidosamente contra la pared de metal, y se encaró con su anfitriona.

—Entonces estamos muertas, y el Conductor se está llevando nuestras almas al yermo helado.

No lloró. No quería estar muerta, y menos en invierno profundo, pero al menos podría volver a ver a Lañe. Morgana se puso a deshacer el nudo del pañuelo que había atado al cuello de Shawn. Las piedrecitas eran negras y daban miedo.

—No, Shawn Carin —dijo con voz sosegada—. No estamos muertas. Quédate a vivir conmigo, niña, y no morirás nunca. Ya lo verás. —Le retiró el pañuelo y empezó a desanudarle las correas de la máscara; después tiró de ella hacia arriba, se la quitó y la dejó caer al suelo—. Qué guapa eres. En realidad, siempre lo has sido. Me acuerdo; hace tanto tiempo… Pero me acuerdo.

—No soy guapa. Soy una blandengue, soy débil, y Creg dice que soy flaca y que tengo la cara chupada. Y no…

Morgana la acalló con un roce en los labios y le soltó el broche del gastado manto de Lañe, que se le deslizó por hombros y cayó al suelo. Lo siguieron la capa y después el abrigo, y los dedos de Morgana descendieron hasta los cordones del jubón.

—No —Shawn retrocedió asustada. Tropezó de espaldas con la gran ventana, y sintió el peso la noche aterradora sobre sí—. No puedo, Morgana. Soy Carin, y no eres de la familia. No puedo.

—El Encuentro —susurró Morgana—. Haz como si estuviéramos en el Encuentro. Siempre has sido mi amante en el Encuentro.

—Pero no estamos en el Encuentro —insistió Shawn. Tenía la garganta seca. Había estado en un Encuentro, a la orilla del mar, cuando cuarenta familias se habían reunido para intercambiar nuevas, mercancías y amor. Pero aquello había sido mucho antes de que tuviera el periodo, así que nadie la había poseído. En aquel entonces, aún no era una mujer y, por tanto, era intocable—. No estamos en el Encuentro —repitió al borde de las lágrimas.

—Muy bien —replicó Morgana con una risita—. No soy una Carin, pero soy Morgana, toda magia. Puedo hacer que sea un Encuentro.

Descalza, cruzó la sala como un rayo y, de nuevo, apretó los anillos contra la pared, moviéndolos a un lado y a otro trazando figuras extrañas.

—¡Mira! —le gritó—. Gírate y mira.

Shawn, desconcertada, volvió a mirar la ventana. Bajo el sol doble del alto verano, el mundo era luminoso y verde. Los barcos navegaban lánguidamente en las aguas mansas del río, y Shawn veía como en sus estelas se mecían y bailaban los reflejos de los soles gemelos, como bolas blandas de mantequilla amarilla flotando en el azul. Incluso el cielo parecía dulce y oleoso. Las nubes blancas se desplazaban como las goletas majestuosas de la familia Crien, y no había estrellas a la vista. La orilla opuesta estaba salpicada de casas, algunas pequeñas como refugios y otras más grandes que casal Carin, y de torres, altas y relucientes como las rocas talladas por el viento de las Montañas Quebradas. Y entre ellas, y por todas partes, se movía la gente, unos individuos ágiles de piel oscura totalmente desconocidos para Shawn que se mezclaban con la gente de las familias. En la explanada de piedra no había ni nieve ni hielo, pero sí edificios de metal por todas partes, algunos más grandes que casal Morgana, pero la mayoría más pequeños, cada uno con signos distintivos y todos agazapados sobre sus tres patas. Entre ellos, las familias habían instalado las tiendas y los establos, con sus amuletos y estandartes. Y las esteras, las esteras de los amantes, de colores alegres. Shawn vio a gente cohabitando y sintió en un hombro la mano ligera de Morgana.

—¿Sabes qué es esto, niña Carin?

—Es un Encuentro —le respondió Shawn girándose, y Morgana vio que en sus ojos había temor y sorpresa.

—Pues ya lo ves —dijo sonriendo—. Estamos en un Encuentro, y yo te requiero. Vamos a celebrarlo juntas.

Y sus dedos se deslizaron hasta la hebilla del cinturón de Shawn, y ella no se resistió.

Entre las paredes metálicas de casal Morgana, las estaciones se convertían en horas, que se convertían en años, que se convertían en días, que se convertían en meses, que se convertían en semanas, que se convertían en estaciones de nuevo. El tiempo no tenía ningún sentido.

Cuando Shawn se despertó encima de una piel lanuda que Morgana había extendido al pie de la ventana, el alto verano volvía a ser invierno profundo, y las familias, los barcos y el Encuentro se habían desvanecido. El alba llegó antes de lo esperado, y Morgana, contrariada, la convirtió otra vez en tinieblas. Estaban en la estación de las heladas, con su frío amenazador, y donde hacía un momento habían salido las estrellas del amanecer, nubes grises recorrían un cielo de tono cobrizo. Morgana sirvió setas y hojas tiernas de verdura veraniega, pan negro con miel y mantequilla, té con especias y crema de leche, y unos filetes de carne roja y sangrante. Después hubo helado con frutos secos y, para terminar, un cóctel caliente de nueve capas, cada una de color y sabor diferentes, servido en un vaso largo de un cristal increíblemente fino. A Shawn, la bebida le provocó dolor de cabeza, y se echó a llorar porque la comida le había parecido real y estaba muy rica, pero tenía miedo de morir de hambre si comía mucha más. Morgana se rio de ella, desapareció un momento y regresó con unas lonchas curadas de correosa carne de vampiro. Dijo a Shawn que se las guardara y que les hincara el diente cuando tuviera hambre.

Shawn guardó la carne mucho tiempo, pero nunca se la comió.

Al principio intentaba llevar la cuenta de los días contando las comidas y las veces que dormían, pero los constantes cambios de escenario del otro lado de la ventana y el horario irregular de casal Morgana no tardaron en confundirla irremediablemente. Estuvo semanas preocupada, o tal vez solo fueron días, hasta que dejó de pensar en ello. Morgana podía doblegar el tiempo a su antojo, así que no tenía sentido que Shawn intentara llevar cuenta de él.

Shawn le pidió varias veces que la dejase marchar, pero Morgana no le hacía el menor caso. Se limitaba a reírse y a ejecutar algún gran número de magia que hacía que Shawn se olvidara de todo. Una noche, mientras Shawn dormía, Morgana se llevó las armas, las pieles y la ropa de cuero, y la obligó a vestirse como ella quería, envuelta en seda de colores y andrajos extravagantes, o a no llevar nada en absoluto. Al principio, Shawn se disgustaba y se enfadaba, pero con el tiempo acabó acostumbrándose. En cualquier caso, su ropa era demasiado abrigada para casal Morgana.

Morgana le hacía muchos regalos. Bolsitas de especias con la fragancia del verano. Un lobo del viento hecho de cristal azul claro. Una máscara de metal para ver en la oscuridad. Aceites aromáticos para el baño y botellas de un licor dorado y espeso que la hacían olvidar cuando daba demasiadas vueltas a las cosas. Un espejo, el espejo más bonito del mundo. Libros que no era capaz de leer. Unas pulseras con piedrecitas rojas que absorbían luz durante el día y brillaban de noche. Cubos de los que salía música exótica al calentarlos con la mano. Unas botas de hilo metálico, tan ligeras y flexibles que podía comprimirlas hasta el tamaño de un puño. Miniaturas metálicas de hombres y mujeres y de demonios de todas clases.

Morgana le contaba historias. Cada regalo iba acompañado de una historia, la historia de la procedencia del objeto, quién lo había hecho y cómo había llegado hasta allí. Morgana se lo contaba todo. También sus familiares tenían cada uno su propio relato: el indómito Kleronomas, que había atravesado el cielo en busca del conocimiento; Celia Marcyan, la eterna curiosa, y su nave, la Cazadora de Sombras; Erika Stormjones, cuya familia la cortó en pedazos de manera que pudiera vivir de nuevo; el salvaje Stephen Estrella Cobalto del Norte; el melancólico Tomo; la alegre Deirdre d’Allerane y su hermano gemelo, lúgubre y fantasmal. Morgana le contaba todas aquellas historias con magia. En una pared había una ranura cuadrada, y Morgana se acercaba a ella y metía una caja plana y metálica; entonces todas las luces se apagaban y los difuntos parientes de Morgana volvían a la vida. Eran fantasmas vivaces que caminaban, hablaban y sangraban cuando los herían. Shawn creía que eran reales, hasta el día en que Deirdre lloró por primera vez por sus hijos asesinados y Shawn corrió a consolarla, y se dio cuenta de que no podían tocarse. Solo después de aquello le dijo Morgana que Deirdre y los demás no eran más que espíritus invocados por la magia. Morgana le contó muchas cosas. Era su maestra, además de su amante, y tenía casi tanta paciencia como Lañe, aunque era mucho más propensa a divagar y distraerse. Dio a Shawn una maravillosa guitarra de doce cuerdas y empezó a enseñarle a tocarla; también le enseñó a leer un poco y algunas nociones elementales de magia para que Shawn pudiera moverse con más libertad por la nave. Porque hubo otra cosa que Morgana le enseñó: casal Morgana no era un edificio, sino una nave, una nave espacial que podía flexionar sus patas metálicas y saltar de estrella en estrella. Morgana le habló de los planetas, unas tierras que acompañaban a aquellas estrellas remotas, y le dijo que todos los regalos que le había dado venían de ellos, de más allá del Carro de Hielo. La máscara y el espejo eran de Mundo de Jamison; los libros y los cubos, de Avalón; las pulseras, de Alto Kavalaan; los aceites, de Braque; las especias, de Rhiannon, Tara y Viejo Poseidón; las botas, de Bastión; las figuritas, de Chul Damien; el licor dorado, de un lugar tan lejano que ni siquiera ella sabía su nombre… Lo único que era de allí, del mundo de Shawn, era la figura de cristal del lobo del viento. El lobo siempre había sido uno de sus favoritos, pero en aquel momento descubrió que ya no le gustaba tanto como creía. Los otros eran mucho más fascinantes… Shawn siempre había querido viajar, conocer a familias que viviesen en climas remotos y salvajes, contemplar mares y montañas. Primero le dijeron que era demasiado pequeña, y cuando se hizo una mujer, Creg no la dejó partir. Decía que era demasiado lenta, demasiado insegura, demasiado irresponsable… Pasaría la vida en casa, donde la familia Carin sacaría más provecho de sus magras virtudes. Incluso el viaje que la había llevado hasta allí había sido una casualidad. Lañe había insistido en que fuera, y solo Lañe, de todos los demás, era lo bastante fuerte para enfrentarse a Creg, la Voz de Carin.

Pero Morgana la llevó a navegar por las estrellas. Cuando el fuego azul parpadeaba en el paisaje helado del invierno profundo y el sonido emergía quién sabía de dónde, cada vez más fuerte, Shawn corría entusiasmada a la ventana, donde esperaba con impaciencia creciente a que se aclararan los colores. Morgana le regaló todos los mares y todas las montañas con las que podría soñar, y más. A través de aquel cristal perfecto, Shawn vio los lugares que aparecían en aquellas historias. Viejo Poseidón, con sus muelles desgastados y las flotas de naves de plata; las praderas de Rhiannon; las altísimas torres de acero negro de di-Emerel; las planicies barridas por el viento y las montañas escarpadas de Alto Kavalaan; las ciudades isla de Puerto Jamison y Jolostar, en Mundo de Jamison. Morgana le enseñó cosas sobre las ciudades, y, de golpe, vio con otros ojos las ruinas de la orilla del río. Aprendió sobre otras formas de vivir; sobre arcologías, rizoides y hermandades; sobre las compañías vinculantes, la esclavitud y los ejércitos. La familia Carin dejó de ser el alfa y omega de las lealtades humanas.

De todos los lugares adonde viajaban, al que iban más a menudo era a Avalón, y acabó siendo el preferido de Shawn. En Avalón, el espacio-puerto siempre estaba abarrotado de otros viajeros, y Shawn veía como las naves aterrizaban y despegaban sobre haces de pálida luz azul. A lo lejos se veían los edificios de la Academia del Conocimiento Humano, donde Kleronomas había depositado todos sus secretos bajo la custodia de la familia de Morgana. Al contemplar aquellas torres dentadas de cristal, a Shawn la invadía la nostalgia; era una sensación casi dolorosa, pero en cierto modo, la ansiaba.

A veces, en algunos mundos, pero sobre todo en Avalón, a Shawn le parecía que algún desconocido estaba a punto de subir a la nave. Veía como se acercaba, cruzando decididamente la pista de aterrizaje. Su destino no admitía duda, y sin embargo, nunca subía, para decepción de Shawn, que nunca podía hablar con nadie ni tocar a nadie que no fuera Morgana. Shawn sospechaba que Morgana lanzaba un hechizo a los visitantes frustrados para ahuyentarlos, o tal vez los atrajera a un destino fatal. Ninguna de las dos opciones la convencía más que la otra; Morgana tenía un carácter tan caprichoso que podría tratarse de cualquiera de las dos.

Un día, a la hora de comer, Shawn se acordó de la historia del casal caníbal que contó Jon, y contempló con horror la carne roja que tenía delante. Aquella comida y las que siguieron no comió más que verdura, hasta que se dio cuenta de que estaba siendo infantil. Shawn pensó en preguntar a Morgana por los desconocidos que se acercaban a la nave y luego desaparecían, pero tuvo miedo. Se acordó de Creg, que se enfadaba muchísimo si se le hacía una pregunta inadecuada. Y, desde luego, si resultaba cierto que la mujer mataba a los que intentaban subir a bordo, lo más sensato sería no mencionárselo. Creg le había dado una paliza cuando era niña por preguntar por qué la vieja Tesenya había tenido que salir al exterior a morir.

No obstante, Shawn hizo otras preguntas a Morgana, pero solo para descubrir que no las contestaba. La mujer nunca le habló de sus orígenes, de la procedencia de los alimentos cotidianos ni de la magia que hacía volar la nave. Shawn le pidió dos veces que le enseñara los conjuros que las transportaban de estrella en estrella, pero Morgana se negó en ambas ocasiones, enfadada. Además de aquello, ocultaba más cosas a Shawn. Algunas habitaciones siempre tenían la puerta cerrada para ella; había cosas que no se le permitía tocar, y otras de las que Morgana ni siquiera hablaba. De tanto en tanto, desaparecía durante lo que parecían días, y Shawn vagaba desolada, sin nada que la distrajera al otro lado de la ventana, aparte de aquellas estrellas inmóviles que ni siquiera titilaban. En aquellas ocasiones, cuando regresaba, Morgana se mostraba taciturna y hermética, pero solo durante unas horas; después volvía a su estado normal.

Aunque había que tener en cuenta que el estado normal de Morgana no era lo que el resto de la gente entiende por normal.

Bailaba por la nave sin cesar, cantando para sí, a veces con Shawn como pareja de baile, a veces sola. Hablaba consigo en un idioma musical que Shawn desconocía. Tan pronto se ponía seria como una madre anciana y sensata, con tres veces más sabiduría que una Voz, como se mostraba risueña y despreocupada como una niña que solo hubiera visto una estación. A veces parecía saber quién era Shawn exactamente, pero otras se empeñaba en convencerla que era aquella otra Shawn Carin que había amado en un Encuentro. Era a la vez muy paciente y muy impulsiva. Shawn no había conocido jamás a nadie semejante.

—Eres tonta —le dijo Shawn una vez—. No serías tan tonta si viveras en casal Carin. Los tontos mueren, ¿sabes?, y hacen daño a su familia. Todo el mundo tiene que ser útil, y tú no lo eres. Creg haría de ti una persona útil. Tienes suerte de no ser una Carin.

Morgana se limitó a acariciarla y a mirarla con tristeza con sus ojos grises.

—Pobre Shawn —susurró—. Han sido muy duros contigo. Sí, los Carin siempre han sido muy duros. Casa Alynne era distinta. Deberías haber nacido Alynne.

Aquellas palabras fueron las últimas sobre aquel tema.

Shawn despilfarraba los días en maravillas y las noches en amor. Cada vez pensaba menos en casal Carin, y descubrió gradualmente que quería a Morgana como si fuera de la familia. Y más importante: había llegado a confiar en ella.

Hasta el día de las hieles de tierra.

Una mañana, cuando Shawn se despertó, las estrellas llenaban la ventana y Morgana no estaba. Normalmente, aquello comportaba una espera larga y tediosa, pero en aquella ocasión, Shawn todavía estaba dando cuenta de la comida que la mujer había dejado para ella cuando regresó con las manos llenas de flores azul claro.

Estaba entusiasmada. Shawn nunca la había visto tan entusiasmada. La obligó dejar el desayuno a medias y a acercarse hasta la alfombra de piel que había al pie de la ventana, y empezó a engarzarle las flores en el pelo.

—Estaba mirándote mientras dormías —le dijo alegre mientras se afanaba en la tarea—. Te ha crecido mucho el pelo. Antes lo tenías muy corto, con trasquilones, feo, pero durante este tiempo te ha crecido y ahora lo tienes más bonito, largo como el mío. Con las hieles de tierra estarás preciosa.

—¿Hieles de tierra? —preguntó Shawn con curiosidad—. ¿Así se llaman? No lo sabía.

—Sí, mi niña —respondió Morgana sin dejar de prenderle flores. Shawn estaba de espaldas a ella, de modo que no podía verle la cara—. Las pequeñitas azules son las hieles de tierra. Florecen incluso en el frío más amargo; por eso se llaman así. Provienen de un mundo muy lejano llamado Ymir, donde los inviernos son casi tan largos y helados como aquí. Las otras, las que crecen en enredaderas alrededor de la nave, también son de Ymir. Esas se llaman florescarchas. El invierno es tan deprimente que las planté para alegrar un poco el paisaje. —Cogió a Shawn por el hombro y la hizo volverse—. Te pareces a mí. Corre, ve a mirarte a tu espejo, niña Carin.

—Está ahí. —Shawn pasó brincando junto a Morgana para cogerlo. Pisó algo frío y húmedo con los pies descalzos. Se apartó de un salto y dejó escapar un grito ahogado. Había un charco en la alfombra.

Frunció el ceño. Se quedó inmóvil y observó a Morgana. No se había quitado las botas; estaban llenas de agua. Pero tras ella no había nada más que oscuridad y estrellas desconocidas. Shawn se asustó. Algo iba mal, muy mal. Morgana la miró con expresión de inquietud.

Se humedeció los labios, esbozó una sonrisilla y fue a buscar el espejo.

Usando su magia, Morgana hizo desaparecer las estrellas antes de irse a dormir. Al otro lado de la ventana era de noche, pero era una noche cálida, muy alejada de los gélidos rigores del invierno profundo. El viento agitaba las hojas de los árboles que rodeaban la pista de aterrizaje, y el mundo a la luz de la luna era precioso y resplandeciente. Un mundo hermoso y seguro para pasar la noche, dijo Morgana.

Shawn no durmió. Se sentó en el lado opuesto de la habitación y contempló la luna. Por primera vez desde que llegó a casal Morgana se puso a razonar como una Carin. Lañe se habría sentido orgulloso de ella; Creg se habría limitado a decir que ya iba siendo hora.

Morgana había regresado con un ramo de hieles de tierra y las botas empapadas de nieve. Pero fuera no había nada, solo el vacío que Morgana decía que llenaba el espacio entre las estrellas.

Morgana había dicho que la luz que había visto Shawn en el bosque era el fuego que arrojaba la nave al aterrizar. Pero las fuertes enredaderas de las flores de escarcha crecían por encima, por debajo y alrededor de las patas de la nave, y llevaban allí mucho tiempo.

Morgana no la dejaba salir de la nave. Se lo enseñaba todo desde la gran ventana. Sin embargo, Shawn no recordaba ninguna ventana en el exterior de casal Morgana. Y si la ventana era tal, ¿dónde estaban las enredaderas que deberían trenzarse en su superficie y la escarcha invernal que debería cubrirla?

Porque el casal metálico se llamaba casal Morgana, contó Tesenya a los niños, y la familia que allí vivía se llamaba Mentiroso, y su comida está hecha de sueños y aire.

A la luz de la luna, Shawn se levantó y fue adonde guardaba los regalos de Morgana. Los observó uno por uno y levantó el más grande, la figura de cristal del lobo del viento. Era tan pesada que tenía que sostenerla con ambas manos, una en el hocico arrugado y otra en la cola.

—¡Morgana! —llamó.

La mujer se incorporó adormilada y sonrió.

—Shawn… —murmuró—. Shawn, mi niña, ¿qué estás haciendo con el lobo del viento?

Shawn avanzó y levantó el lobo de cristal por encima de su cabeza.

—Me has mentido. Nunca hemos ido a ninguna parte. Aún estamos en la ciudad en ruinas, y todavía es invierno profundo.

—Pero ¿qué estás diciendo? —La expresión de Morgana se ensombreció, y se levantó temblorosa—. ¿Vas a pegarme con eso, niña? No me da miedo. Hace tiempo me amenazaste con una espada, y entonces tampoco te tuve miedo. Soy Morgana, toda magia. No puedes hacerme daño.

—Quiero irme —dijo Shawn—. Devuélveme mis armas y mi ropa, mi ropa vieja. Me voy a casal Carin. Soy una mujer Carin, no una niña. Has hecho de mí una niña. Y tráeme comida, también.

—Huy, qué seria… —Morgana rio con su risa tonta—. ¿Y si no te las doy?

—Si no —añadió, levantando un poco más el lobo—, lo tiro a la ventana.

—No. —La expresión de la mujer era indescifrable—. No puedes hacer eso, mi niña.

—¿Cómo que no? Si no haces lo que te digo, lo tiro.

—No puedes dejarme, Shawn Carin, no puedes. Somos amantes, ¿verdad? Somos familia. Puedo hacer magia para ti. —Le temblaba la voz—. Baja eso, mi niña. Te enseñaré cosas que aún no te he enseñado. Hay tantos sitios a los que podemos ir juntas… Hay tantas historias que aún no te he contado… Baja eso —añadió suplicante.

—¿Por qué estás tan asustada? —le preguntó Shawn furiosa. Sentía el triunfo, pero tenía lágrimas en los ojos. ¿Qué pasa? ¿No puedes arreglar una ventana con tu magia? Hasta yo podría arreglar una ventana, aunque Creg diga que no valgo para nada. —Las lágrimas le rodaban por las mejillas desnudas, pero en silencio, sin llanto—. No hace frío fuera, ya lo ves, y a la luz de la luna la podrías arreglar. ¡Pero si hasta hay una ciudad! Podrías contratar a un cristalero. No comprendo por qué estás tan asustada. No parece que ahí fuera sea invierno profundo, que esté todo helado ni que haya vampiros volando en la oscuridad. No lo parece, ¿verdad?

—No. No.

—No —repitió Shawn—. Tráeme mis cosas.

—No todo han sido mentiras. —Morgana no se movió—. No todo. Si te quedas conmigo vivirás muchísimo tiempo. No sé por qué, pero creo que es por la comida. Muchas cosas eran ciertas. No quería mentirte; solo quería que fuera bonito para ti, tal como lo fue para mí al principio. Solo tienes que fingir, olvidar que la nave no puede moverse. Es mejor así. —Parecía la voz de una niña asustada. Era una mujer, pero suplicaba como una cría, con voz de cría—. No rompas la ventana. Es lo más mágico de todo… Puede llevamos adonde sea, casi a cualquier sitio. Por favor, por favor, no la rompas. Por favor.

Morgana temblaba. Los harapos vaporosos que la cubrían de repente se veían desvaídos y raídos, y los anillos ya no brillaban. No era más que una vieja loca. Shawn bajó el pesado lobo de cristal.

—Quiero la ropa, la espada y los esquíes. Y comida, también mucha comida. Tráemelo todo y puede que no rompa la ventana, mentirosa. ¿Me has oído?

Y Morgana, que ya no era toda magia, asintió y obedeció. Shawn la observó en silencio. No volvieron a cruzar palabra.

Shawn regresó a casal Carin y se hizo mayor.

Su vuelta causó un gran revuelo. Descubrió que había estado ausente más de un año estándar, y todos estaban seguros de que Lañe y ella habían muerto. Al principio, Creg se negó a creer su historia, y otros siguieron su ejemplo, hasta que Shawn les mostró un puñado de hieles de tierra que en cierta ocasión le adornaron el pelo. Aun así, Creg no podía aceptar los aspectos más pintorescos de su relato.

—Quimeras —gruñó—. Hasta el último detalle, todo quimeras. Ya lo decía Tesenya. Si volvieras, la nave mágica ya no estaría, y no habría ni rastro de que hubiera existido nunca. Créeme.

Pero Shawn no estuvo nunca segura de que él se creyera sus propias palabras. Creg dio una serie de órdenes, y ningún hombre ni ninguna mujer de la familia Carin volvió a ir en aquella dirección.

Las cosas habían cambiado en casal Carin. La familia había disminuido. El rostro de Lañe no fue el único que echó de menos al sentarse a la mesa. La comida había escaseado mientras ella había estado fuera, y Creg, siguiendo la costumbre, había enviado a morir al exterior a los más débiles e inútiles. Jon estaba entre los ausentes. Y Leila también, Leila, que había sido tan joven y fuerte. Un vampiro se la había llevado hacía tres meses.

Pero no todo eran desgracias: el invierno profundo estaba tocando a su fin y, en el aspecto personal, Shawn descubrió que su posición en la familia había cambiado. Incluso Creg la trataba con cierto respeto rudo. Al año siguiente, recién empezado el deshielo, Shawn tuvo su primer hijo y fue aceptada como un igual en el consejo de casal Carin. Shawn llamó a su niña Lañe.

No le costó adaptarse a la vida familiar. Cuando le llegó la hora de escoger un oficio, pidió ser comerciante. Para su sorpresa, Creg no se opuso. Rys la tomó de aprendiz, y tres años después obtuvo su primer encargo. El trabajo la hacía viajar constantemente. Cuando estaba en casal Carin, sin embargo, se sorprendió al descubrir que se había convertido en la narradora favorita de la familia. Los niños decían que era la que sabía las mejores historias. Creg, tan práctico como siempre, decía que sus fantasías no eran edificantes y eran un mal ejemplo para las criaturas. Pero por aquel entonces había caído víctima de la fiebre del alto verano; estaba muy enfermo y sus objeciones tenían poca fuerza. Murió poco después, y Devin se convirtió en la Voz, una Voz más amable y moderada que Creg. La familia Carin vivió una generación de paz mientras él habló por casal Carin, y el número de miembros aumentó desde cuarenta hasta casi un centenar.

A menudo, Shawn era su amante. En aquel tiempo leía ya bastante bien, después de haber estudiado mucho, y en cierta ocasión, Devin cedió a su capricho y le mostró la biblioteca secreta de las Voces, donde estaban guardados los diarios que cada Voz, desde tiempos inmemoriales, había escrito durante el servicio. Tal como Shawn sospechaba, uno de los volúmenes más gruesos era el Libro de Beth, Voz de Carin. Tendría unos sesenta años.

Lañe fue la primera de los nueve hijos que tuvo Shawn, que en ese aspecto fue afortunada. Seis vivieron; los padres de dos pertenecían a la familia, y cuatro los engendró en distintos Encuentros. Devin la tenía en alta estima por llevar tanta sangre fresca a casal Carin, y una Voz posterior la distinguiría por sus extraordinarias aptitudes para el comercio. Viajó muchísimo, conoció a muchas familias, vio cascadas y volcanes, mares y montañas, y navegó por medio mundo a bordo de una goleta criena. Tuvo muchos amantes y todo el mundo la apreciaba. Jannis fue la Voz sucesora de Devin, pero no fue feliz en el cargo, y cuando falleció, las madres y los padres de la familia Carin ofrecieron la posición a Shawn. Pero ella la declinó. Tampoco la habría hecho feliz. A pesar de todo lo que había conseguido, no era feliz.

Tenía demasiados recuerdos, y muchas noches no dormía bien.

En el cuarto invierno profundo de su vida, la familia contaba con doscientos treinta y siete miembros, un centenar de los cuales eran niños. La caza era escasa ya en el tercer año después de las heladas, y Shawn veía como se aproximaban los tiempos de penuria. La Voz era una mujer de buen corazón a quien le costaba horrores tomar decisiones necesarias, pero Shawn sabía lo que estaba por llegar; era la segunda persona más vieja de casal Carin. Una noche robó comida, lo justo para dos semanas de viaje, y un par de esquíes, y partió del casal antes del alba, evitándole a la Voz el mal trago de tener que dar la drástica orden.

No era tan veloz como cuando era joven. El trayecto le llevó más bien tres semanas que dos, y estaba muy delgada y débil cuando por fin entró en la ciudad de las ruinas.

La nave estaba exactamente como la había visto por última vez.

La piedra de la pista de aterrizaje aparecía agrietada por culpa de los excesos de calor y frío que había sufrido a lo largo de aquellos años, y las extrañas flores se habían enseñoreado hasta de la fisura más estrecha. La piedra estaba salpicada de hieles de tierra, y las enredaderas de florescarcha que envolvían la nave eran el doble de espesas que lo que recordaba Shawn. Las grandes y alegres flores de colores se agitaban ligeramente bajo la brisa.

Aparte de ellas, no se movía nada más.

Dio tres vueltas alrededor de la nave, a la espera de que se abriera una puerta, a la espera de que alguien la viera y saliera. Pero si el metal advirtió su presencia, no lo demostró. En la parte de atrás de la nave se percató de algo que no había visto años atrás: unas letras, borrosas pero aún legibles, medio ocultas por el hielo y las flores. Con el cuchillo raspó el hielo y cortó los tallos de las enredaderas, y leyó:

MORGANA LE FAY

Registro: Avalón 476 3319

Shawn sonrió. Hasta su nombre había sido otra mentira. Bueno, qué más daba. Hizo bocina con las manos enguantadas.

—¡Morgana! ¡Soy Shawn! —Las ráfagas de viento alejaron rápidamente sus gritos—. Déjame entrar. Miénteme, Morgana toda magia. Perdóname. Miénteme y engáñame como tú sabes.

No respondió nadie. Shawn, cansada y hambrienta, cavó un hoyo en la nieve y se sentó a esperar. Estaba a punto de anochecer. Ya podía ver como los helados ojos azules del Conductor oteaban a través de las nubes ralas del crepúsculo.

Cuando por fin se durmió, soñó con Avalón.