Mi torre es de ladrillo, de pequeños ladrillos de argamasa color hollín hechos con una sustancia negra y brillante que a mí, que no soy un experto, me recuerda a la obsidiana, aunque está claro que no puede ser obsidiana. Mide unos seis metros de altura y está algo combada, y se yergue junto a un brazo del mar Angosto, a pocos pasos de la linde del bosque.
Descubrí la torre hace casi cuatro años, cuando Ardilla y yo nos marchamos de Puerto Jamison en el mismo aerocoche plateado que ahora está junto a la puerta destrozado y cubierto de hierbajos. A día de hoy sigo sin saber nada sobre esta construcción, aunque tengo algunas teorías.
No creo que sea obra del hombre, por ejemplo. Sin duda, es más antigua que Puerto Jamison, y sospecho que incluso más que los vuelos interestelares humanos. Los ladrillos (muy pequeños, por cierto, menores que un cuarto de ladrillo normal) están viejos y desgastados, erosionados, y se deshacen al pisarlos. Hay polvo por todas partes, y tengo muy claro de donde procede, porque a veces, cuando me aburro, suelto un ladrillo del parapeto de la cúspide y lo aprieto en el puño hasta que se reduce a un polvo fino y oscuro. Cuando el viento salino sopla desde el este, se desprenden volutas de ceniza de la torre.
Los ladrillos del interior están en mejores condiciones, más resguardados del viento y de la lluvia, pero la torre no es ni mucho menos un lugar agradable. El interior consiste en una única estancia sin ventanas, llena de polvo y ecos. La única luz llega por una abertura circular que hay en el centro de la azotea. Una escalera de caracol hecha del mismo ladrillo viejo forma parte de la pared y asciende en espiral, como la rosca de un tomillo, hasta el terrado. Ardilla, que para ser un gato es bastante pequeño, sube perfectamente por la escalera, pero los peldaños son estrechos e incómodos para los pies humanos.
De todos modos, subo. Todas las noches vuelvo de los fríos bosques con las flechas ennegrecidas por la sangre reseca de las arañas de sueño y el morral repleto de sus bolsas de veneno, dejo el arco, me lavo las manos y subo al tejado para esperar el amanecer. Al otro lado del estrecho canal de sal, en la isla, brillan las luces de Puerto Jamison, y vista desde ahí arriba no es la misma ciudad que yo recuerdo. De noche, los edificios cuadrados y negros poseen una romántica aura luminosa. Las luces, todas de un naranja grisáceo o un azul mortecino, hablan de misterio, de canciones silenciosas y de algo más que un poco de soledad, mientras las naves espaciales ascienden y descienden ante un fondo de estrellas, como las incansables luciérnagas errantes de mi infancia, en la Vieja Tierra.
—Allí hay historias —le dije en cierta ocasión a Korbec, cuando yo aún era ingenuo—. Cada luz es una persona, y cada una tiene una vida, una historia. Pero sus vidas transcurren sin rozar las nuestras, así que nunca conoceremos las historias. —Creo que lo dije gesticulando. Estaba muy borracho, claro.
Korbec me respondió con una sonrisa llena de dientes y sacudió la cabeza. Era un hombre corpulento, moreno y rollizo, con una barba que parecía hecha de alambres enredados. Una vez al mes salía de la ciudad en su aerocoche negro y abollado para traerme suministros y llevarse el veneno que hubiera recogido, y cuando venía subíamos a la azotea y nos emborrachábamos. Korbec no era más que un traficante, un vendedor de sueños baratos y arcoíris de segunda mano. Pero se tenía por filósofo y estudioso de la naturaleza humana.
—No te engañes —me dijo aquella vez, con el rostro enrojecido a causa del vino y las ideas sombrías—. No te pierdes nada. Las historias de las vidas son una mierda. Las historias de verdad tienen argumento. Empiezan, siguen un rato y cuando se acaban, se acaban. Bueno, si es que no son parte de una serie. La vida de la gente no es así, va dando vueltas, de aquí para allá, arriba y abajo. Nunca acaba nada.
—La gente muere —señalé—. Es un final, me parece a mí.
—Sí, pero ¿sabes de alguien que se haya muerto en el momento oportuno? —Korbec soltó un bufido—. No, porque las cosas no funcionan así. Hay quien se muere antes de empezar a vivir de verdad; otros se mueren justo en medio de lo mejor; algunos siguen vivos cuando todo ha terminado ya…
Muchas veces, cuando estoy a solas ahí arriba, con el peso cálido de Ardilla en el regazo y un vaso de vino, recuerdo las palabras de Korbec y la manera en que las dijo, tan serio, con un extraño tono afable en la voz ronca. No puede decirse que Korbec sea listo, pero creo que aquella noche dijo una gran verdad, probablemente sin darse cuenta. El realismo resignado que me ofreció es el único antídoto que existe para los sueños que tejen las arañas.
Pero yo no soy Korbec ni puedo serlo, y aunque reconozca que tiene razón, no puedo vivir así.
Cuando llegaron, a última hora de la tarde, yo estaba fuera, practicando tiro con arco, sin más atuendo que el carcaj y unos pantalones recortados. Empezaba a oscurecer, y me preparaba para mi incursión nocturna en el bosque. (Aquellos primeros días ya vivía entre el ocaso y el amanecer, igual que las arañas de sueño). Disfrutaba de la sensación que me producía la hierba bajo los pies descalzos y disfrutaba aún más de la del arco curvado de maderaplata en la mano, y estaba disparando con acierto.
Entonces los oí llegar. Me volví para mirar a la playa y divisé el aerocoche azul oscuro que aumentaba rápidamente de tamaño en el cielo oriental. Gerry, cómo no; lo supe por el ruido. Su aerocoche ya hacía ruido cuando lo conocí.
Le di la espalda, encajé otra flecha en el arco con firmeza e hice la primera diana del día.
Gerry posó el vehículo en la maleza que crecía al pie de la torre, a pocos metros del mío. Lo acompañaba Crystal, esbelta y seria; la luz del atardecer le arrancaba destellos rojizos de la espesa melena dorada. Salieron del vehículo y se me acercaron.
—No os acerquéis de la diana —les dije al tiempo que encajaba otra flecha y tensaba el arco—. ¿Cómo me habéis encontrado? —El golpe vibrante de la flecha contra el blanco subrayó mi pregunta.
Dieron un amplio rodeo para no ponerse a tiro.
—Una vez me comentaste que habías visto este lugar desde el aire —respondió Gerry—. Y sabíamos que no estabas en Puerto Jamison, así que pensamos que valdría la pena venir a echar un vistazo.
Se detuvo a pocos pasos de mí, con las manos en las caderas. Estaba tal y como yo lo recordaba: en forma, moreno y corpulento. Crystal se acercó a él y le puso una mano en el brazo con suavidad.
—Muy bien. —Bajé el arco y los miré—. Ya me habéis encontrado. ¿Por qué me buscabais?
—Estaba preocupada por ti, Johnny —murmuró Crystal, pero cuando la miré apartó la vista.
Gerry le rodeó la cintura con un brazo en un gesto tan posesivo que algo estalló en llamas dentro de mí.
—Huyendo no se resuelve nada —añadió él con la misma extraña mezcla de preocupación amistosa y arrogancia paternalista de los últimos meses.
—No he huido —repliqué, tenso—. Mierda, no tendríais que haber venido.
Crystal miró a Gerry con tristeza; obviamente, ella pensaba lo mismo. Gerry se limitó a fruncir el ceño. Creo que jamás entendió por qué dije lo que dije o por qué hice lo que hice. Las poquísimas veces que hablamos de ello se limitó a explicarme, un tanto perplejo, qué habría hecho él en mi lugar. Por lo visto, le resultaba infinitamente desconcertante que alguien pudiera hacer otra cosa.
Su ceño fruncido no me afectó, pero el daño ya estaba hecho. El mes que llevaba autoexiliado en la torre había intentado reconciliarme con mis actos y estados de ánimo, y no me había resultado fácil. Crystal y yo llevábamos juntos bastante tiempo, casi cuatro años, cuando llegamos a Mundo de Jamison desde Baldur, persiguiendo el rastro de unos objetos rarísimos de plata y obsidiana. Yo la quise todo aquel tiempo, y seguí queriéndola incluso después de que me dejara por Gerry. Cuando me sentía en paz conmigo mismo, pensaba que el impulso que me había empujado a marcharme de Puerto Jamison era noble y generoso: quería que Crys fuera feliz, lisa y llanamente, y no lo sería mientras yo siguiera allí. Mis heridas eran demasiado profundas y no se me daba bien ocultarlas. Mi presencia empañaba con un velo de culpabilidad la nueva dicha que había hallado con Gerry. Y como ella era incapaz de arrancarme de su vida por completo, me sentí obligado a tomar la iniciativa. Por ellos. Por ella.
Eso es lo que gustaba pensar. Sin embargo, había momentos en que esas preclaras racionalizaciones se derrumbaban, momentos lúgubres en los que me aborrecía. ¿Eran aquellos mis verdaderos motivos? ¿O solo pretendía hacerme daño en un arranque de inmadurez para castigarlos a ellos con mi sufrimiento, como un niño ofuscado que piensa en el suicidio como forma de venganza?
No lo sabía, de verdad que no lo sabía. Me pasé un mes dudando entre ambas posibilidades mientras trataba de comprenderme y decidía qué hacer. Quería ser un héroe deseoso de sacrificarse por la felicidad de su amada. Pero era obvio que Gerry no pensaba igual.
—¿Siempre eres tan teatral? —me preguntó, testarudo.
Gerry había venido con la intención de que todo resultara de lo más civilizado, y estaba irritado conmigo porque no me daba la gana pasar página ni curarme las heridas para que todos fuéramos amigos. Y por mi parte, no había nada que me molestara más en el mundo que su irritación. Pensaba que, dadas las circunstancias, lo llevaba bastante bien, y me fastidiaba que él no compartiera mi opinión. Pero Gerry estaba decidido a hacerme cambiar de parecer, así que mi mirada fulminante cayó en saco roto.
—No pensamos movernos de aquí hasta que te convenzamos y accedas a volver con nosotros a Puerto Jamison —dijo con su tono de ya-está-bien-de-bromas.
—Y una mierda —repliqué, dándoles la espalda bruscamente.
Saqué una flecha del carcaj, la encajé en el arco, apunté y disparé, todo demasiado deprisa. La flecha se clavó en el ladrillo oscuro de mi frágil torre, a dos palmos de la diana.
—¿Qué lugar es este? —preguntó Crys, mirando la torre como si la viera por primera vez.
Tal vez fuera así; quizá no se había fijado en el antiguo edificio hasta que no contempló el lamentable espectáculo de la flecha clavándose en la piedra. Pero me dio la impresión de que sirvió de excusa para cambiar de tema y aplacar la discusión que empezaba a gestarse entre nosotros. Bajé el arco y me acerqué a la diana para recuperar las flechas.
—No estoy seguro —dije más tranquilo, agradecido por el cable que me había tendido—. Supongo que sería una torre de vigilancia de origen no humano. Mundo de Jamison nunca ha sido explorado por completo. Puede que aquí haya vivido alguna especie inteligente. —De la diana fui a la torre y arranqué la última flecha del ladrillo quebradizo—. Y puede que aún sigan aquí. En realidad, no sabemos casi nada de lo que sucede en el continente.
—Pues vaya lugar más lúgubre para vivir —intervino Gerry, mirando la torre de reojo—. Parece que podría caerse en pedazos de un momento a otro.
—Eso mismo pensé yo. —Le dediqué una sonrisa burlona—. Pero cuando llegué, todo me daba igual.
No había terminado de decirlo cuando lamenté haber abierto la boca. Crys dio un respingo como si la hubiera abofeteado. Aquello era un buen ejemplo de cómo habían sido las últimas semanas en Puerto Jamison. Por mucho que quisiera evitarlo, parecía condenado a elegir entre mentir o hacerle daño. Y como no quería hacer ninguna de las dos cosas, me vine aquí. Pero ellos también estaban aquí, de modo que la situación insostenible se repetía.
Gerry tenía preparada una réplica, pero no llegó a formularla. En aquel momento, Ardilla salió de la maleza y corrió hacia Crystal. Ella sonrió y se agachó, y el gato empezó a lamerle la mano y a mordisquearle los dedos. Era obvio que Ardilla estaba muy contento. Disfrutaba de la vida de los alrededores de la torre. Cuando estábamos en Puerto Jamison era prisionero de los miedos de Crystal, que temía que se lo comieran los gruñones de alcantarilla, lo matara un perro o lo torturasen los chiquillos. En la torre, yo lo dejaba correr en libertad, y a él le encantaba. En los matorrales abundaban los ratones látigo, unos roedores autóctonos con una cola pelada tres veces más larga que el cuerpo. La cola terminaba en un pequeño aguijón, pero a Ardilla no le importaba, aunque se hinchaba y se volvía arisco cada vez que una cola lo azotaba. Se pasaba el día persiguiendo ratones látigo. Ardilla siempre se había considerado un gran cazador, y un cuenco de comida para gatos no era una presa digna para él.
Ardilla llevaba conmigo más tiempo que Crys, y ella le había tomado cariño cuando estuvimos juntos. A menudo me asaltaba la sospecha de que Crystal se habría marchado con Gerry mucho antes de no ser por Ardilla. No es que fuera un gato especialmente bonito; era pequeño, flaco, de aspecto castigado, con orejas zorrunas, pelaje pardusco y desaliñado, y una cola tupida dos tallas más grande de lo que le tocaba. El amigo que me lo regaló en Avalón me dijo totalmente en serio que Ardilla era el vástago ilegítimo de un psicogato modificado genéticamente y un gato callejero sarnoso. No sé si Ardilla era capaz de leer los pensamientos de su dueño, pero está claro que no les hacía ningún caso. Si quería mimos, se subía al libro que estuviera leyendo, lo tiraba y empezaba a mordisquearme la barbilla. Cuando quería que lo dejaran en paz, tratar de acariciarlo se convertía en un acto temerario.
La Crystal que se acuclilló junto a Ardilla y lo acarició se parecía mucho a la mujer con la que había viajado, a la que había amado, con la que había tenido largas conversaciones y con la que había dormido todas las noches, y de pronto me di cuenta de cuánto la echaba de menos. Creo que sonreí. Pese a las circunstancias, solo con verla sentía una alegría agridulce. Tal vez estuviera siendo un cretino y un poco vengativo al querer echarlos de allí; al fin y al cabo, habían hecho el viaje para verme. Crys seguía siendo Crys, y Gerry no podía ser tan malo si Crys lo quería. La miré sin decir palabra y tomé una decisión: dejaría que se quedaran, y ya veríamos qué pasaba.
—Está anocheciendo —me oí decir—. ¿Tenéis hambre?
Crys levantó la vista sin dejar de acariciar a Ardilla y me sonrió. Gerry asintió.
—Y tanto.
—Bien. —Eché a andar hacia la torre y me volví en el umbral, invitándolos a entrar con un gesto—. Bienvenidos a mis ruinas.
Encendí las antorchas eléctricas y preparé la cena. En aquellos días aún tenía el congelador bien abastecido; todavía no había empezado a vivir del bosque. Descongelé tres dragones de arena, unos crustáceos de caparazón plateado que vivían en el fondo del mar, donde los capturaban implacablemente los pescadores jamesianos, y los serví acompañados de pan, queso y vino blanco.
Durante la cena, la conversación fue cortés y cautelosa. Charlamos sobre amigos comunes de Puerto Jamison; Crystal me contó que había recibido una carta de una pareja de amigos de Baldur, y Gerry disertó largo y tendido sobre política y los intentos de la policía de Puerto para detener el tráfico de veneno del sueño.
—El Consejo está financiando la investigación de un superpesticida que acabaría con las arañas de sueño —me dijo—. Si rocían la costa con una solución saturada, se cortaría la mayor parte del suministro.
—Desde luego —repliqué, un poco enturbiado por el vino y por la estupidez de Gerry. Cuando le oía decir cosas así, dudaba del buen gusto de Crystal—. Qué más dan los efectos que tendría sobre el ecosistema, claro.
—Es el continente —fue todo lo que dijo Gerry mientras se encogía de hombros.
Era un jamesiano de pies a cabeza, así que el comentario podía traducirse como «¿Y qué?». El curso de la historia había hecho que los habitantes de Mundo de Jamison desarrollaran una actitud displicente hacia el único continente del planeta. La mayoría de los primeros colonos llegó de Viejo Poseidón, donde se vivía del mar desde hacía muchísimas generaciones. Tanto los fecundos océanos del nuevo planeta como sus tranquilos archipiélagos los atraían mucho más que los bosques umbríos del continente. Sus descendientes heredaron la misma actitud, con la excepción de unos pocos que obtenían ganancias ilegales con la venta de sueños.
—No le quites importancia, que la tiene —le dije.
—Venga, sé realista. Nadie saca provecho del continente, salvo los arañeros. No haría daño a nadie.
—¡Maldita sea, Gerry, mira esta torre! ¿De dónde crees que ha salido? Puede que en estos bosques haya vida inteligente. Los jamesianos no se han molestado siquiera en echar un vistazo.
—Puede que Johnny tenga razón —asintió Crystal, con la copa de vino en la mano, mirando a Gerry—. Por eso vine aquí, ¿recuerdas? Por los artefactos. En la tienda de Baldur me dijeron que procedían de Puerto Jamison, pero no me especificaron más. Y la artesanía… Llevo años comerciando con arte de otros planetas, Gerry. Conozco a fondo las obras de los fyndii y de los damush, y he visto las del resto de culturas. ¡Las de aquí eran otra cosa!
—¿Y qué? —Gerry sonrió—. Hay millones de especies de aquí al núcleo. Las distancias son enormes, y por eso oímos hablar tan poco de ellas; lo que sabemos es de tercera mano. Pero no impide que de vez en cuando nos llegue algún artefacto. —Hizo un gesto de negación—. No. Seguro que esta torre la construyó uno de los primeros colonos. ¿Quién sabe? Tal vez este planeta no lo descubriera Jamison, sino alguien que llegó antes pero no informó de su hallazgo. Puede que la construyera él. Lo que no me trago es que haya seres inteligentes en el continente.
—No te lo tragarías hasta que no fumigaras los bosques y salieran todos blandiendo las lanzas —repliqué con acritud.
Gerry se echó a reír, y Crystal me sonrió. Y de pronto, de pronto, sentí un deseo incontenible de ganar la discusión. Mis ideas tenían esa claridad nebulosa que solo da el vino y me parecían de una lógica aplastante. Era obvio que tenía razón, y era mi oportunidad de hacer que Gerry el paleto se pusiera en evidencia y, de paso, ganar puntos ante Crys.
—Si los jamesianos os molestarais en buscar, tal vez encontraríais seres inteligentes —dije, inclinándome hacia él—. Yo solo llevo un mes en el continente y ya he descubierto muchas cosas. No sabes una mierda de toda la belleza que pretendes arrasar como si tal cosa. Aquí hay todo un ecosistema distinto al de las islas; hay cientos de especies, y probablemente la mayoría esté aún por descubrir. ¿Y qué sabéis de ellas? Nada.
—Pues enséñamelas —replicó Gerry, levantándose de repente—. Siempre estoy dispuesto a aprender, Bowen. Venga, ¿por qué no salimos y nos enseñas las maravillas del continente?
Supongo que Gerry también quería anotarse un tanto. Seguro que no esperaba que recogiera el guante, pero eso era precisamente lo que estaba deseando. Había anochecido y hablábamos a la luz de las antorchas. Por el agujero del techo se veían brillar las estrellas. A aquellas horas, el bosque ya estaría lleno de vida, hermoso e inquietante, y de pronto sentí un deseo incontenible de salir, arco en mano, a un mundo donde yo era una potencia, un amigo, y Gerry, tan solo un turista patoso.
—¿Qué te parece, Crystal? —pregunté.
—Bueno, suena divertido, si no corremos peligro —dijo, interesada.
—No hay de qué preocuparse. Cogeré el arco.
Nos levantamos, y Crys parecía animada. Recordé los viejos tiempos, cuando recorríamos juntos los bosques de Baldur, y de repente fui feliz: tenía la certeza de que todo saldría bien. Gerry no era más que el retazo de una pesadilla; era imposible que mi Crys estuviera enamorada de él.
Lo primero que hice fue buscar los desembriagantes. Me sentía bien, pero no tanto como para meterme achispado en el bosque. Crystal y yo nos los tomamos, y en segundos la neblina alcohólica de mi mente empezó a despejarse. En cambio, Gerry rechazó la píldora.
—No he bebido casi nada; no me hace falta —insistió.
Me encogí de hombros, pensando que las cosas iban cada vez mejor. Si Gerry iba por el bosque medio borracho y dándose trompazos, aquello ayudaría a que Crys lo rechazara.
—Como quieras.
Ninguno de ellos llevaba ropa adecuada, pero pensé que no tenía importancia; no tenía intención de entrar demasiado en el bosque. Sería un paseo rápido: bajaríamos un trecho por el sendero, les enseñaría la pila de polvo y el abismo de las arañas, tal vez cazaría una araña de sueño para lucirme un poco… Poca cosa, y luego, de vuelta a casa.
Me puse un mono oscuro y unas botas de campo, y me colgué el carcaj al hombro. Di a Crystal una linterna por si nos alejábamos de las zonas de musgoazul y cogí el arco.
—¿De verdad crees que nos hará falta? —inquirió Gerry, burlón.
—Necesitamos protección.
—No será para tanto.
No era para tanto si se sabía qué se hacía, pero no dije nada.
—Entonces, ¿cómo es que los jamesianos tenéis tanto miedo de salir de las islas?
—Preferiría un láser —replicó con una sonrisa.
—Mi instinto suicida es más deportivo. El arco da una oportunidad a la presa.
Crys me dedicó una sonrisa colmada de recuerdos compartidos.
—Solo caza depredadores —explicó, y yo hice una reverencia.
Ardilla accedió a vigilar el castillo. Con tranquilidad, muy seguro de mí mismo, me puse un cuchillo al cinto y guie a mi exesposa y a su amante por los bosques de Mundo de Jamison.
Caminamos en fila, muy pegados. Yo iba delante con el arco; Crys, detrás, y Gerry cerraba la marcha. Crys encendió la linterna en cuanto nos pusimos en marcha e iluminó el sendero tortuoso que se adentraba por el espeso bosque de puntaflechas, que se alzaban como una muralla frente al mar. Aquellos árboles altos, tan rectos, de corteza rugosa y gris, algunos tan gruesos como mi torre, alcanzaban alturas asombrosas antes de abrirse en un exiguo despliegue de ramas. En algunos lugares crecían muy juntos, estrechando aún más el sendero, y a veces topábamos con un muro de madera aparentemente infranqueable, pero Crys siempre distinguía el camino, y yo iba un paso por delante, listo para indicar la dirección correcta a su linterna en caso de duda.
A diez minutos de la torre, el bosque empezaba a cambiar. El terreno y hasta el aire se volvían más secos; el viento fresco había perdido el toque salobre; los sedientos puntaflechas absorbían casi toda la humedad del aire y eran cada vez más pequeños y dispersos. Aparecieron otras especies de plantas: los menudos y retorcidos árboles trasgo, los falsos robles de copa amplia y los esbeltos ébanos de fuego, cuyas venas rojizas brillaban palpitantes en la madera oscura cuando las iluminaba la luz errabunda de la linterna de Crys.
Y musgoazul.
Tan solo un poco, al principio; una liana que colgaba de la rama de un árbol trasgo o una mancha que se extendía por el suelo y lamía el tronco de un ébano de fuego o de algún puntaflecha reseco y solitario. Luego se tomó más abundante y lo invadió todo, en forma de alfombras mullidas, de mantas que cubrían las hojas, de colas que colgaban de las ramas y se mecían con el viento. Crystal iluminaba en todas direcciones, descubriendo concentraciones cada vez mayores y más densas de los suaves hongos azules. Y, por el rabillo del ojo, empecé a captar el resplandor.
—Ya está —dije, y Crys apagó la linterna.
La oscuridad duró solo un instante, mientras nuestros ojos se acostumbraban a aquel resplandor tenue. Una luminosidad aterciopelada bañaba el bosque, y el musgoazul nos envolvió con su fosforescencia fantasmal. Estábamos al borde de un pequeño claro, al pie de un brillante ébano de fuego, pero incluso las llamas de sus vetas rojas se veían frías a la mortecina luz azul. El musgo dominaba el sotobosque y había sustituido a las otras clases de maleza, e incluso los arbustos cercanos se habían transformado en enormes bolas azuladas. Trepaba por el tronco de casi todos los árboles, y cuando levantamos la vista a las estrellas, vimos que había tejido una corona luminosa en las ramas más altas.
Dejé el arco apoyado contra el tronco oscuro del ébano de fuego, me agaché y le tendí a Crystal un puñado de luz. Lo sostuve bajo su barbilla, y ella me sonrió de nuevo. La magia fría que albergaba mi mano le suavizaba los rasgos. Recuerdo que me sentí muy bien por haberlos guiado hasta aquel paraje tan hermoso. Pero Gerry sonrió burlón.
—¿Es esto lo que peligra, Bowen? ¿Un bosque de musgoazul?
—¿No te parece bonito? —Dejé caer el que sostenía en la mano.
—Claro que es bonito. —Gerry se encogió de hombros—. Pero también es un hongo, un parásito con una peligrosa tendencia a desplazar las demás formas de vida vegetal. Como ya sabes, había mucho musgoazul en Jolostar y en el archipiélago Barbis, pero lo arrancamos todo. Este hongo puede acabar con una buena cosecha de maíz en un mes. —Sacudió la cabeza.
—Tiene razón, y lo sabes —corroboró Crystal.
Me quedé mirándola embelesado y me sentí demasiado sobrio, como si se hubiera esfumado hasta el recuerdo del vino. De repente entendí que, sin darme cuenta, me había construido otra fantasía allí, en un mundo que ya empezaba a sentir mío, un mundo de arañas de sueño y musgo mágico. Había creído que podría recuperar un sueño perdido hacía tiempo, recuperar a mi sonriente y cristalina alma gemela. Como si, en la espesura intemporal del continente, ella fuera a contemplamos bajo otra luz y comprendiera de nuevo que al que amaba era a mí.
Había tejido una hermosa red tan brillante y tentadora como la trampa de una araña de sueño, pero Crys había destruido sus frágiles hilos de un plumazo. Le pertenecía a él, no a mí, nunca más a mí. Tal vez Gerry me pareciera idiota, insensible o pragmático en exceso, pero tal vez Crys lo había elegido precisamente por eso. O tal vez no; no tenía derecho a hacer suposiciones sobre su amor, y seguramente no lo entendería jamás.
Me sacudí de las manos los últimos copos de musgo brillante mientras Gerry cogía la pesada linterna de manos de Crystal y volvía a encenderla. Mi tierra azul de fantasías se desvaneció, abrasada por la brillante realidad blanca del rayo de luz.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó con una sonrisa; por lo visto no estaba tan borracho.
—Seguidme —repliqué secamente.
Cogí el arco, y los dos me miraron con interés, pero mi estado de ánimo ya no era el mismo. De pronto, aquella expedición me pareció una estupidez carente de sentido, y deseé que desaparecieran, deseé estar de vuelta en mi torre con Ardilla. Estaba abatido.
Y a medida que nos internábamos en los bosques plagados de musgo más me entristecía. Llegamos a un arroyo oscuro de aguas rápidas, y el haz de la linterna se clavó en un cuemahierro solitario que se había acercado a beber. El animal blanco levantó la vista, asustado, y se alejó a saltos entre los árboles. Por un instante pareció un unicornio salido de una leyenda de la Vieja Tierra. Por costumbre miré a Crystal, pero cuando se rio fueron los ojos de Gerry los que buscó.
Más tarde, mientras trepábamos por una ladera rocosa, dimos con una cueva; a juzgar por el olor era la guarida de un madereño. Me giré para decirles que no se acercaran, pero había perdido a mi público. Iban unos diez pasos detrás de mí y estaban todavía al pie del roquedal, caminando muy despacio, hablando en susurros y cogidos de la mano.
Furioso, sombrío, mudo de rabia, seguí subiendo por la colina. No volvimos a hablar hasta que llegamos a la pila de polvo.
Me detuve al borde con las botas hundidas un par de centímetros en el fino polvo gris hasta que me alcanzaron.
—Gerry, enfoca aquí con la linterna —le dije.
La luz se movió. La colina quedaba a nuestra espalda, rocosa e iluminada aquí y allá con el fuego frío y nebuloso de la vegetación ahogada por el musgoazul. Pero, al frente, todo lo que se divisaba era desolación: una llanura desierta, negra y yerma bajo las estrellas. Gerry balanceó la linterna hacia un lado, luego hacia el otro; la luz marcaba el límite de la explanada polvorienta y se perdía si enfocaba a la distancia gris. El único sonido que se oía era el del viento.
—¿Y bien? —preguntó al cabo.
—Fíjate en el polvo —le dije; no pensaba achicarme en esta ocasión—. Luego, cuando volvamos a la torre, machaca un ladrillo y fíjate también. Es el mismo material, una especie de ceniza polvorienta. —Hice un gesto amplio con el brazo—. Creo que aquí hubo una ciudad, pero ha quedado reducida a polvo. Puede que mi torre fuera una atalaya de los que la construyeron, ¿entiendes?
—Los desaparecidos seres inteligentes de los bosques —dijo Gerry, todavía sonriendo—. Tengo que reconocer que en las islas no hay nada parecido. Y con razón: no tenemos la costumbre de dejar que los incendios forestales se nos escapen de las manos.
—¿Un incendio forestal? No me vengas con esas. Los incendios forestales no lo reducen todo a un polvo fino; siempre quedan tocones ennegrecidos, no sé, algo.
—Puede que tengas razón, pero todas las ciudades en ruinas que conozco tienen unos cuantos cascotes apilados para que los turistas se hagan fotos. —Gerry movió la linterna de un lado a otro, despectivo—. Y aquí solo hay un montón de basura.
Crystal no dijo nada. Di media vuelta para iniciar el camino de regreso, y ellos me siguieron en silencio. Sabía que perdía puntos por momentos; llevarlos allí había sido una tontería. Lo único que quería era regresar a mi torre cuanto antes, mandarlos de vuelta a Puerto Jamison y reanudar mi exilio.
Cuando dejamos atrás la colina y volvíamos a adentramos en el bosque de musgoazul, Crystal me detuvo.
—Johnny —dijo.
Me paré en seco, y se pusieron a mi altura. Crys señaló algo.
—Apaga la linterna —dije a Gerry.
A la escasa luz del musgo era más fácil distinguir la intrincada red iridiscente de una araña de sueño, tejida entre las ramas bajas de un falso roble y el suelo. El resplandor tenue de las manchas de musgo no tenía punto de comparación con aquello. Los hilos de la telaraña eran del grosor de mi meñique, brillantes y aceitosos, y centelleaban con los colores del arcoíris. Crys dio un paso hacia ella, pero la agarré del brazo.
—Las arañas deben de estar cerca —le dije—. No te acerques mucho. Papá araña nunca abandona la red, y mamá acecha por los árboles durante la noche.
Gerry miró hacia arriba con aprensión. La linterna estaba apagada, y de repente ya no parecía tener respuesta para todo. Las arañas de sueño son depredadores peligrosos, y me imagino que jamás había visto una que no estuviera muerta y exhibida tras un cristal. No había arañas de sueño en las islas.
—Es una telaraña muy grande —comentó—. Los bichos deben de ser de buen tamaño.
—Lo son.
De repente, se me ocurrió una idea. Si una telaraña normal como aquella lo alteraba tanto, se me ocurrían cosas que lo harían sentir mucho más incómodo. Y él llevaba toda la noche incomodándome.
—Seguidme; os mostraré una auténtica araña de sueño.
Rodeamos la telaraña con cautela sin ver en ningún momento a sus guardianes, y los guíe hacia el abismo de las arañas.
Se trataba de una grieta que se abría en la tierra arenosa; tal vez en el pasado fuera el lecho de un torrente, pero se había secado y lleno de vegetación. A la luz del día, su profundidad no impresiona, pero de noche resulta imponente al contemplarlo desde sus márgenes boscosos. El fondo es una maraña oscura de arbustos salpicada de titilantes luces fantasmales; por arriba, árboles de todas clases se inclinan hacia el abismo hasta casi rozarse en el centro. De hecho, hay uno que la atraviesa, un viejo puntaflecha medio podrido, marchito por falta de humedad, que había caído tiempo atrás, creando un puente natural. Está cubierto de musgoazul resplandeciente y está un poco curvado. Los tres caminamos por él, y señalé hacia abajo.
A unos metros, una brillante telaraña multicolor colgaba desde una pared hasta la otra. Los hilos eran gruesos como sogas y refulgían a causa del aceite pegajoso que los cubría. Se entrelazaba con los árboles más bajos en un abrazo enrevesado, formando un centelleante tejado de cuento sobre el abismo. Era tan hermosa que daban ganas de extender la mano para tocarla.
Para eso la habían tejido las arañas de sueño, claro. Eran depredadores nocturnos, y los vivos colores de las redes luminosas constituían un cebo muy poderoso en la noche.
—Mirad —señaló Crystal—. La araña.
Estaba en uno de los rincones más oscuros de la red, casi oculta detrás de un árbol trasgo enraizado en la roca; costaba distinguirla incluso a la luz de la telaraña y el musgo. Era una cosa blanca, de ocho patas, del tamaño de una calabaza grande. Inmóvil. A la espera.
Gerry lanzó miradas inquietas a las ramas de un falso roble retorcido que pendían sobre nosotros.
—Su pareja andará por aquí, ¿no? —preguntó.
Asentí. Las arañas de sueño de Mundo de Jamison no son como los arácnidos de la Vieja Tierra. La hembra es la más mortífera, pero en lugar de devorar al macho se empareja con él de por vida en una suerte de asociación especializada y permanente. Es el macho, pausado y corpulento, el que tiene las hileras tejedoras y el que tiende la brillante telaraña de fuego y la toma pegajosa con sus aceites. También es el que inmoviliza y ata a la presa que ha caído en la trampa de luz y color. Mientras, la hembra, más menuda, ronda por las ramas oscuras con su saco de veneno lleno de la sustancia viscosa que regala visiones llenas de color, éxtasis y, al final, oscuridad. Se atreve a picar a criaturas que la superan con mucho en tamaño y luego las arrastra hasta la red para que el macho las guarde en la despensa.
En cierto modo, las arañas de sueño son cazadoras misericordiosas. Prefieren que su comida esté viva, pero no importa, porque la presa probablemente disfruta mientras la devoran. Dice la sabiduría popular jamesiana que las víctimas de las arañas gimen de placer mientras las devoran. Como toda sabiduría popular, es una exageración, pero lo que sí es cierto es que las presas nunca se debaten.
Sin embargo, aquella noche, algo se retorcía allí abajo, en la telaraña.
—¿Qué es eso? —dije, parpadeando.
La telaraña iridiscente no estaba vacía, ni mucho menos. A muy poca distancia se encontraban los restos medio devorados de un cuemahierro, y un poco más allá había una especie de murciélago muy grande y oscuro envuelto en hebras brillantes, pero eso no era lo que me había llamado la atención. En la esquina opuesta a donde estaba la araña macho, cerca de los árboles más occidentales, había algo atrapado que se agitaba. Recuerdo un breve atisbo de unos miembros blanquecinos que se debatían, unos ojos grandes y brillantes y algo que quizá fueran alas, pero no lo vi con claridad.
En aquel momento, Gerry resbaló.
Tal vez se desequilibró por culpa del vino, del musgo que pisábamos o de la curvatura del árbol. Puede que, sencillamente, intentara situarse a mi lado para ver qué estaba mirando. El caso es que resbaló, perdió el equilibrio, soltó un grito, y de repente lo vimos cinco metros más abajo, atrapado en la red. La telaraña entera se estremeció con el impacto, pero no se rompió, claro. Las trampas de las arañas de sueño están preparadas para capturar cuemahierros y madereños.
—¡Mierda! —gritó Gerry. Qué aspecto tan ridículo: tenía una pierna hundida entre las hebras de la telaraña y los brazos enredados; lo único que le quedaba libre era la cabeza y los hombros—. Es muy pegajoso; no puedo moverme.
—Ni lo intentes —le dije—; solo te enredarías más. Voy a intentar bajar para soltarte. Tengo un cuchillo. —Miré a mi alrededor en busca de alguna rama que me permitiera descolgarme.
—John. —La voz de Crystal era tensa, casi histérica.
La araña macho había salido de su escondrijo, detrás del árbol trasgo, y se dirigía a Gerry con paso lento y decidido. Su repulsiva figura blanca parecía fuera de lugar en medio de la belleza sobrenatural de la red.
—Maldita sea.
No estaba asustado, pero aquello representaba una complicación. Aquel macho era la araña más grande que había visto en la vida, y era una pena matarlo, pero no tenía más remedio. Las arañas de sueño macho no son venenosas, pero sí carnívoras, y un solo mordisco podía ser letal, más viniendo de un ejemplar tan grande. No podía permitir que se acercara a Gerry.
Con movimientos seguros y cautelosos saque de mi carcaj una larga flecha gris y la encajé en el arco. Era de noche, pero no tenía importancia. Era buen tirador, y el blanco resaltaba con claridad en las hebras brillantes de la telaraña.
Crystal gritó.
Me detuve un momento, un tanto molesto por el hecho de que se pusiera histérica cuando estaba todo controlado. Pero en el fondo sabía que no eran nervios, claro que no. Era otra cosa. No podía imaginarme de qué podía tratarse.
Seguí la dirección de la mirada de Crys y la vi: una araña blanca, gorda, del tamaño del puño de un hombre corpulento, se había dejado caer del falso roble al puente, a unos tres metros de nosotros. Crystal, por suerte, estaba a salvo detrás de mí.
¿Cuánto tiempo me quedé paralizado? No lo sé. Si hubiera actuado de inmediato, sin pensar, todo habría salido bien. Debería haberme encargado primero del macho, con la flecha que tenía preparada. Me habría sobrado tiempo para sacar otra para la hembra.
Pero me quedé helado, atrapado en aquel momento brillante y oscuro a la vez, durante un instante eterno, con el arco en la mano, incapaz de hacer nada. De pronto, todo se había complicado. La hembra corría hacia mí más deprisa de lo que habría creído posible, y parecía más rápida y mortífera que el parsimonioso animal blanco de abajo. Pensé en encargarme primero de la hembra. Pero podía fallar el tiro, y en ese caso necesitaría unos segundos más para sacar el cuchillo o una segunda flecha.
Y eso dejaría a Gerry atrapado, a merced de las mandíbulas del macho, que se le acercaba inexorablemente.
Iba a matarlo. Iba a matarlo. Crystal no podría culparme. Me habría visto obligado a salvarme a mí mismo, y a ella; seguro que lo entendería.
Y volvería conmigo.
Sí.
¡No!
Crystal gritaba, gritaba, y de pronto lo vi todo claro, entendí el sentido de todo aquello, entendí por qué estaba en aquel bosque y qué tenía que hacer. Fue un momento de iluminación gloriosa y trascendental. Había perdido la capacidad de hacerla feliz, de hacer feliz a mi Crystal, pero en aquel momento suspendido en el tiempo la había recuperado; tenía el poder de dar o arrebatar la felicidad para siempre. Con una flecha le mostraría un amor que Gerry jamás podría igualar.
Creo que sonreí. Estoy seguro de que sonreí.
Mi flecha voló oscura en la fría noche y alcanzó a la gorda araña blanca que corría por la red de luz.
Ya tenía a la hembra encima, pero no hice intento alguno de patearla o aplastarla con la bota. Sentí un dolor agudo en el tobillo.
Luminosas y multicolores son las redes que tejen las arañas de sueño.
Por las noches, cuando vuelvo del bosque, limpio con detenimiento las flechas. Luego despliego la navaja de hoja de sierra para abrir los sacos de veneno que he conseguido, uno por uno, igual que uno por uno los he separado de los cuerpos inertes de las arañas de sueño, y vacío su contenido en un frasco, donde reposará hasta el día en que venga a recogerlo Korbec. Después saco el diminuto cáliz de obsidiana repujado en plata con motivos de arañas y lo lleno hasta arriba del espeso vino oscuro que me traen de la ciudad. Lo remuevo con el cuchillo hasta que la hoja queda otra vez limpia y brillante, y el vino, un poco más oscuro. Y subo al tejado.
A menudo, en momentos como ese, recuerdo las palabras de Korbec y, con ellas, mi historia. Mi amada Crystal, Gerry y una noche de luces y arañas. Todo pareció perfecto durante aquel instante, cuando estaba en el puente cubierto de musgo con una flecha en la mano y tomé la decisión. Y todo ha ido tan mal, tan sumamente mal…
… desde el momento en que me desperté, tras un mes de fiebre y visiones, y me vi de vuelta en la torre, a la que Crys y Gerry me habían llevado para cuidarme hasta que recuperase totalmente la salud. Mi decisión, mi decisión transcendental, no resultó tan definitiva como había pensado.
A veces ni siquiera estoy seguro de que fuera una decisión. Durante mi convalecencia hablamos del tema a menudo, y la historia que contaba Crystal no era la misma que recordaba yo. Dice que no llegamos a ver la hembra hasta que fue demasiado tarde, que me cayó sigilosa en el cuello justo en el momento en que disparaba la flecha que mató al macho. Luego, explicaba, ella la golpeó con la linterna que le había dejado Gerry, y yo caí en la red.
Es cierto que tengo una herida en el cuello, y no en el tobillo, y su versión parece verosímil. Porque en los años que han transcurrido despacio desde aquella noche he llegado a conocer a las arañas de sueño, y sé que las hembras son asesinas sigilosas que caen sobre las presas desprevenidas. No atacan de frente por un tronco caído como cuemahierros rabiosos; no son así.
Crystal y Gerry tampoco recuerdan nada del ser blanco y alado que se debatía en la red.
Pero yo lo recuerdo con claridad, igual que recuerdo cómo se arrastraba hacia mí la araña hembra durante la eternidad que pasé paralizado. Pero, claro, dicen que la picadura de la araña de sueño tiene efectos extraños sobre la mente.
Puede que sea eso, por supuesto.
En ocasiones, cuando Ardilla me sigue escaleras arriba, arañando los ladrillos de hollín con sus ocho patas blancas, sé que todo fue un fiasco y que llevo demasiado tiempo habitando entre sueños.
Pero, a menudo, es mejor soñar que despertar, y las historias son mucho más hermosas que las vidas.
Crystal no volvió conmigo, ni entonces ni nunca. En cuanto me recobré, los dos se marcharon. Y la felicidad que creí darle con la elección que no fue elección y el sacrificio que no fue sacrificio, mi regalo eterno, duró menos de un año. Según Korbec, Gerry y Crys rompieron de manera violenta, y ella se fue de Mundo de Jamison.
Me imagino que será verdad, si es que puede creerse lo que dice alguien como Korbec. Tampoco es que piense mucho al respecto.
Me limito a matar arañas de sueño, beber vino y acariciar a Ardilla.
Y todas las noches subo a la azotea de esta torre de cenizas para contemplar las luces lejanas.