Las ciudades de los shakeen son viejas, mucho más viejas que las del hombre, y la gran metrópoli que se levanta en las tierras de su colina sagrada había demostrado ser la más antigua de todas. La ciudad de los shkeen no tenía nombre. No necesitaba ninguno. Pese a que construían cientos y miles de pueblos y ciudades, la ciudad de las colinas no tenía rival. Era la mayor en tamaño y población, y era la única que se levantaba en las colinas sagradas. Era su Roma, Meca, Jerusalén, todo en una. Era la ciudad, y todos los shkeen venían a ella en los últimos días antes de la Unión.
Esta ciudad ya era antigua en los días de la caída de Roma, y había sido grande y extensa cuando Babilonia todavía era un sueño. Pero no daba la impresión de su edad. El ojo humano sólo veía kilómetros y kilómetros de achatados domos de ladrillo rojo; montecillos de barro seco que cubrían las ondulantes colinas como una erupción. Por dentro eran sombríos y casi sin aire. Los cuartos eran pequeños y el moblaje tosco.
Sin embargo, no era una ciudad severa. Día tras día acampaba en esas colinas achaparradas, asándose bajo el sol caliente que se suspendía en el cielo como un aburrido melón anaranjado. Pero en la ciudad pululaba la vida: olores de comida, sonidos de risas y charla y de niños corriendo, el bullicio y el sudor de los albañiles reparando los domos, las campanillas de los Unidos tañendo en las calles. Los shkeen eran gente lozana y exuberante, casi como los niños. Por cierto que no había nada en ellos que dijera de una edad antigua o de una añeja sabiduría. Ésta es una raza joven, decían los letreros, ésta es una cultura en su infancia.
Pero esa infancia había durado más de catorce mil años.
El verdadero infante era la ciudad humana, con menos de diez años terrestres. Había sido construida al borde de las colinas, entre la metrópolis shkeen y las polvorientas llanuras marrones donde se extendía el aeropuerto. En términos humanos, era una ciudad hermosa: abierta y aireada, llena de gráciles arcadas, fuentes relucientes y amplios bulevares alineados con árboles. Los edificios eran de metal forjado, plástico de color y maderas locales, la mayoría, salvo… la Torre de la Administración, que era como una lustrosa aguja de acero azul que hendía el cielo de cristal.
Se la podía ver desde cualquier dirección, a muchos kilómetros a la redonda. Lyanna ya la había divisado antes que aterrizáramos, y la admiramos desde el aire. Los delgados rascacielos de Antigua Tierra y Baldur eran más altos, y las fantásticas ciudades colgantes de Aracne eran mucho más hermosas, pero esa escuálida Torre azul era bastante imponente puesto que se elevaba sin rivales dominando en solitario las colinas sagradas.
El espaciopuerto quedaba a la sombra de la Torre, a corta distancia, pero de todos modos nos fueron a recibir. Un aerocoche escarlata de baja autonomía esperaba ronroneando junto a la base de la rampa cuando desembarcamos. El conductor ganduleaba junto a la barra y Dino Valcarenghi, sentado en el interior, hablaba con un ayudante.
Valcarenghi era el administrador del planeta, el niño prodigio del sector. Joven, por supuesto, pero yo ya lo sabía. Bajo y atractivo, en un sentido intenso y oscuro, con negros cabellos rizados y espesos sobre el cráneo, y una sonrisa fácil y afable.
Nos irradió esa sonrisa cuando bajamos de la rampa y nos estrechamos las manos.
—¡Hola! —comenzó—. Me alegro de verle.
No se perdió el tiempo con presentaciones formales. Él sabía quiénes éramos, y nosotros quién era él. Valcarenghi no era el tipo de hombre que le da importancia al ritual.
Lyanna tomó su mano ligeramente entre la suyas, y lo caló con su mirada de vampiro: ojos negros y grandes bien abiertos y observando, boca delgada dibujando una leve sonrisa. Lyanna es una muchacha pequeña, casi con aspecto de desamparo, con su cabello castaño corto y su rostro de niña. Puede parecer muy frágil, muy inútil… cuando quiere. Pero desconcierta a la gente con la mirada. Si supieran que Lya es telépata, pensarían que está escarbando entre sus secretos más profundos. En realidad lo que hace es jugar. Cuando Lyanna está leyendo de verdad todo su cuerpo se vuelve rígido y uno puede darse cuenta de que tiembla. Esos enormes ojos que sorben el alma se hacen pequeños, duros y opacos.
Pero no mucha gente lo sabe, así que se retuercen bajo su mirada de vampiro, miran hacia otro lado y se apresuran a soltar la mano. No así Valcarenghi. Éste tan sólo sonrió, miró a su vez y luego se dirigió hacia mí.
Yo sí estaba leyendo cuando le di la mano. Ésa es mi forma normal de proceder.
También es un mal hábito, supongo, ya que ha liquidado en germen prometedoras amistades. Mi talento no se compara al de Lya, pero tampoco es tan absorbente. Yo leo emociones. La afabilidad de Valcarenghi se sintió fuerte y genuina, sin nada por detrás, o al menos nada lo suficientemente próximo a la superficie como para percibirlo.
También estrechamos las manos con el ayudante, una cigüeña rubia de mediana edad llamado Nelson Gourlay. Luego Valcarenghi acomodó a todo el mundo en el aerocoche, y partimos.
—Me imagino que estarán cansados —dijo en el camino—, de manera que obviaremos la visita a la ciudad y enfilaremos directamente hacia la Torre. Nelse les enseñará sus habitaciones, y luego nos podemos encontrar para tomar un trago, y analizaremos el problema. ¿Han leído los informes que envié?
—Sí —dije. Lya asintió—. Es una información interesante, pero no estoy seguro de por qué estamos aquí.
—En seguida llegaremos al punto —replicó Valcarenghi—. Quisiera permitirles gozar del paisaje.
Hizo un gesto hacia la ventana, sonrió, y luego calló.
Así que Lya y yo disfrutamos del paisaje tanto como pudimos en los cinco minutos que duró el viaje del espaciopuerto a la torre. El aerocoche avanzaba rápidamente por la calle principal a la altura de los árboles, desatando a su paso una brisa que barría las ramas delgadas. El interior del coche estaba fresco y oscuro, pero afuera el sol shkeen se aproximaba al mediodía, y uno podía ver las ondas de calor que se desprendían del pavimento. La población debía estar en los interiores, en torno al aire acondicionado, porque vimos muy poco tráfico.
Descendimos cerca de la entrada principal de la Torre y caminamos a través de un enorme y deslumbrante pasillo. Valcarenghi nos dejó para hablar con unos subordinados.
Gourlay nos condujo hasta uno de los tubos y volamos cincuenta pisos arriba. Luego pasamos de una secretaria a otra, luego al tubo privado, y subimos algunos pisos más.
Nuestros cuartos eran encantadores, alfombrados en un verde fresco, y con paneles de madera. Había una biblioteca completa, la mayoría clásicos de la Tierra encuadernados en cuero sintético, más algunas novelas de Baldur, nuestro planeta natal. Parecía que alguien hubiese estado hurgando en nuestros gustos. Una de las paredes de la habitación era de vidrio coloreado y daba una visión panorámica de la ciudad, muy abajo nuestro, con un mando que la oscurecía para dormir.
Gourlay nos las enseñó a conciencia, como un botones obstinado. Lo leí someramente y no encontré, sin embargo, ningún resentimiento. Estaba nervioso, pero sólo apenas.
Había un afecto sincero por alguien. ¿Por nosotros? ¿Por Valcarenghi?
Lya se sentó en una de las camas gemelas.
—¿Traerá alguien nuestro equipaje? —preguntó.
Gourlay asintió.
—Serán bien atendidos —dijo—. Si necesitan algo, no tienen más que pedirlo.
—No se preocupe, ya lo haremos —dije. Me dejé caer en la otra cama, y le indiqué una silla a Gourlay—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Seis años —dijo, tomando asiento con satisfacción y acomodándose en la silla—. Soy uno de los veteranos. Ya he trabajado bajo cuatro administraciones. Dino, Stuart antes que él, y Gustaffson antes que éste. Incluso estuve unos meses con Rockwood.
Lya se animó cruzó las piernas por debajo del cuerpo y se inclinó hacia delante.
—¿Eso fue todo lo que duró Rockwood, no es cierto? —dijo.
—Así es —respondió Gourlay—. No le gustaba el planeta, y consiguió un rápido traslado como asistente de administrador en algún otro sitio. No me preocupó demasiado, a decir verdad. Era de tipo nervioso, siempre dando órdenes para probar quién era el jefe.
—¿Y Valcarenghi? —pregunté.
Gourlay puso una sonrisa que pareció un bostezo.
—¿Dino? Dino está bien, es el mejor de todos. Es bueno, sabe que es bueno. Sólo ha estado aquí dos meses, pero ha hecho mucho y se ha hecho muchos amigos. Trata al personal como gente, llama a todo el mundo por su nombre, y todo eso. A la gente le gusta.
Estaba leyendo, y leía sinceridad. Era a Valcarenghi a quien Gourlay quería, entonces.
Creía en lo que decía.
Tenía más preguntas, pero no llegué a formularlas. Gourlay se puso de pronto de pie.
—En realidad no debería quedarme —dijo—. Ustedes quieren descansar, ¿no es cierto? Vengan arriba en unas dos horas y repasaremos los temas con ustedes. ¿Saben dónde está el ascensor?
Asentimos, y Gourlay se marchó. Me volví hacia Lyanna:
—¿Qué piensas?
Ella se recostó en la cama y miró el techo.
—No sé —dijo—. No estaba leyendo. Me pregunto por qué han tenido tantos administradores. Y por qué nos necesitan.
—Porque tenemos Talento —le dije, sonriendo. Con mayúscula, sí. Lyanna y yo hemos sido probados y registrados como Talentos psi y tenemos el diploma que lo prueba.
—Uh-uh —dijo, inclinándose de lado y sonriéndome. No con su media sonrisa de vampiro, esta vez, sino con su sonrisa sexy de niña pequeña.
—Valcarenghi quiere que descansemos —dije—. Tal vez no sea mala idea.
Lya saltó de la cama.
—De acuerdo —dijo—, pero estas camas gemelas están mal así.
—Las podemos poner juntas.
Ella sonrió nuevamente. Las pusimos juntas.
Dormimos algo… En última instancia.
Nuestro equipaje estaba junto a la puerta cuando nos despertamos. Nos pusimos ropa fresca, de sport, contando con la evidente falta de pompa de Valcarenghi. El ascensor-tubo nos llevó al tope de la Torre.
La oficina del administrador planetario apenas parecía una oficina. No había escritorio ni ninguno de los adornos habituales. Tan sólo un bar y una exuberante alfombra azul que tragaba hasta el nivel de las ancas, y seis o siete sillas dispersas. Más mucho espacio y luz solar, con Shkea a nuestros pies del otro lado del vidrio de color en las cuatro paredes.
Valcarenghi y Gourlay nos esperaban, y Valcarenghi se ocupó del bar personalmente.
No reconocí el brebaje, pero era fresco, sabroso y aromático, bien picante. Lo bebí con gusto. Por algún motivo sentía que necesitaba un estímulo.
—Vino shkeen —dijo Valcarenghi, sonriendo, en respuesta a una pregunta no formulada—. Tienen un nombre para él, pero todavía no puedo pronunciarlo. Dadme tiempo. Sólo he estado aquí dos meses, y el idioma es duro.
—¿Está aprendiendo shkeen? —preguntó Lya, sorprendida.
Yo sé por qué. El shkeen es muy duro para las gargantas humanas, pero los nativos aprendían Terráqueo con increíble facilidad. La mayoría de la gente aceptaba el hecho gustosa y se olvidaban de las dificultades de dominar el idioma extraño.
—Me permite comprender mejor la forma en que piensan —dijo Valcarenghi—. O por lo menos así dice la teoría.
Sonrió.
Leí nuevamente, aunque era más difícil. El contacto físico da mayor relieve a las cosas.
Ahora recibí sólo una emoción, cercana a la superficie: esta vez, orgullo. Con una mezcla de placer. Esto lo atribuí al vino. Por debajo, nada.
—Como sea que pronuncie el trago, me gusta —dije.
—Los shkeen producen una gran variedad de licores y materias alimenticias —intervino Gourlay—. Hemos declarado exportables a varios, y estamos estudiando otros. El mercado les sería propicio.
—Tendrá la oportunidad de probar otros productos locales esta noche —dijo Valcarenghi—. He arreglado una visita a la ciudad, con una parada o dos en la ciudad shkeen. Para una colonia como la nuestra, la vida nocturna es bastante interesante. Yo seré su guía.
—Suena prometedor —dije. Lya también sonreía. Una excursión era una propuesta poco frecuente. La mayoría de los Normales se sienten incómodos con los Talentos, de modo que corren a ocuparse de sus propios asuntos, despachándonos lo más rápido posible. Por cierto que no socializan con nosotros.
—Ahora bien, el problema —dijo Valcarenghi, bajando su vaso e inclinándose hacia adelante en la silla—. ¿Han leído acerca del Culto de la Unión?
—¿Una religión shkeen? —dijo Lya.
—La religión shkeen —corrigió Valcarenghi—. Cada uno de ellos es un creyente. Éste es un planeta sin herejes.
—Leímos los materiales que nos envió —dijo Lya—. Junto con lo demás.
—¿Qué piensan ustedes?
Me encogí de hombros.
—Que es cerrada. Primitiva. Pero no mucho más que otras religiones. Los shkeen no son muy avanzados, después de todo. Hubo religiones en la Antigua Tierra que incluían el sacrificio humano.
Valcarenghi sacudió la cabeza, y miró a Gourlay.
—No, usted no entiende —comenzó Gourlay, dejando su vaso en la alfombra—. He estado estudiando su religión durante seis años. No se parece a ninguna otra en la historia. No hay nada parecido en la Antigua Tierra, no señor. Ni en ninguna otra raza que hayamos encontrado. Y la Unión, bien, es erróneo compararla a los sacrificios humanos, sencillamente erróneo. Las religiones de la Antigua Tierra sacrificaban una o dos víctimas involuntarias para calmar a los dioses. Mataban a un puñado para obtener clemencia para millones. Y el puñado por lo general protestaba. Los shkeen no actúan de esa manera. La Gresshka se los lleva a todos. Y van voluntariamente. Marchan hacia las cuevas como conejitos de la India a ser comidos vivos por esos parásitos. Cada shkeen se Une a los cuarenta años, y marcha a la Unión Final antes de cumplir cincuenta.
Me sentía confuso.
—De acuerdo —dije—. Supongo que veo la diferencia. Pero ¿y qué? ¿Es ése el problema? Me imagino que la Unión es dura para los shkeen, pero que es su problema.
Su religión no es peor que el canibalismo ritual de los Hrangans, ¿no es cierto?
Valcarenghi terminó su trago y se levantó, dirigiéndose al bar. Mientras llenaba otra vez su vaso, dijo, de manera casual:
—Hasta donde yo sé, el canibalismo de los Hrangan no ha declarado ninguna conversión humana.
Lya estaba sorprendida. Yo también. Me senté y dije:
—¿Qué?
Valcarenghi volvió a su asiento, con el vaso en la mano.
—Conversos humanos se han estado uniendo al Culto de la Unión. Ya hay docenas de ellos Unidos. Ninguno ha llegado a la Unión plena todavía, pero es una cuestión de tiempo.
Se sentó y miró a Gourlay. Hicimos lo propio.
El desgarbado asistente rubio siguió con el relato.
—El primer converso fue hace siete años. Casi un año antes de que yo llegara, y dos años y medio después que Shkea fuese descubierto e implantada la colonia. Un tipo llamado Magly, psi-sico que trabajaba estrechamente vinculado a los shkeen. Lo fue durante dos años. Luego otro en el 08, y más al año siguiente. La cifra ha seguido aumentado desde entonces. Hubo uno importante: Phil Gustaffson.
Lya parpadeó.
—¿El administrador planetario?
—El mismo —dijo Goulay—. Hemos tenido muchos administradores. Gustaffson llegó después que Rockwood desistiera de quedarse más tiempo. Era un tipo grande y bronco.
Todos lo querían. Había perdido su mujer y sus hijos en su último puesto, pero uno nunca lo sabía por él. Era siempre campechano y lleno de alegría. Pues bien, se interesó por la religión shkeen, comenzó a hablar con ellos. Habló también con Magly y algunos de los otros conversos. Incluso fue a ver a Greeshka. Eso lo impresionó bastante por un tiempo.
Pero al final se repuso, y volvió a sus investigaciones. Trabajé con él, pero nunca advertí lo que se proponía. Poco más de un año más tarde, se convirtió. Ahora está Unido. Nadie ha sido aceptado tan rápido. Escuché decir en la ciudad de los shkeen que puede ser aceptado para la Unión Final. Pues bien, Phil fue administrador aquí más tiempo que nadie. La gente le quería, y cuando se pasó, muchos de sus amigos le siguieron. La cifra es elevada en estos momentos.
—No llega al uno por ciento, pero sigue subiendo —dijo Valcarenghi—. Parece poco, pero recuerde lo que significa. El uno por ciento de las personas en asentamiento está eligiendo una religión que incluye una forma muy desagradable de suicidarse.
Lya pasó de él a Gourlay y volvió a Valcarenghi.
—¿Por qué no se ha informado acerca de esto?
—Debería haberse hecho —dijo Valcarenghi—. Pero Stuart sucedió a Gustaffson, y estaba demasiado asustado con la posibilidad de un escándalo. No hay leyes que impidan a un humano adoptar una religión alienígena, de modo que Stuart lo definió como un no-problema. Informó acerca de la tasa de conversiones de manera rutinaria, y nadie de más arriba se molestó en efectuar la correlación y recordar a qué se estaban convirtiendo esas personas.
Terminé mi bebida, y la dejé.
—Continúe —le dije a Valcarenghi.
—Yo defino la situación como un problema —dijo—. A mí no me preocupa cuántas personas están involucradas; lo que me alarma es la idea de que haya personas que permiten que Greeshka las consuma. He tenido un equipo de psicos sobre el asunto desde que asumí el cargo, pero no están consiguiendo nada. Necesitaba Talento. Quiero que averigüen por qué esa gente se está convirtiendo. Sólo así podré encarar la situación.
El problema era extraño, pero el planteamiento parecía bastante claro. Leí a Valcarenghi para estar seguro. Sus emociones eran un poco más complejas esta vez, pero no mucho. Confianza, sobre todas las cosas: estaba seguro de que podríamos manejar el problema. Había allí una preocupación honesta, pero no miedo, ni una brizna de decepción. Una vez más, no pude captar nada bajo la superficie. Valcarenghi mantenía sus conflictos interiores bien ocultos, si es que los tenía.
Miré a Lyanna. Estaba sentada en su silla en una postura incómoda, y sus dedos aferraban con fuerza su copa de vino. Leía. Luego se soltó, me miró y asintió.
—De acuerdo —dije—. Creo que lo podemos hacer.
Valcarenghi sonrió.
—Nunca dudé de eso —dijo—. La cuestión era saber si lo harían. Pero ya basta de negocios por esta noche. Les he prometido una noche en la ciudad, y siempre trato de cumplir con mis promesas. Los encontraré en el vestíbulo, abajo, en media hora.
Lya y yo nos cambiamos, eligiendo algo más formal en nuestras valijas. Yo cogí una túnica azul oscuro con unos pantalones blancos y una bufanda de malla haciendo juego. No era la última moda, pero tenía la esperanza de que Shkea estuviese algunos meses retrasada al respecto. Lya se enfundó una apretada malla de seda blanca con un trazado de finas líneas azules que fluían sobre su cuerpo trazando sensuales dibujos en función del calor corporal. Las líneas eran decididamente lascivas, y acentuaban su delgada figura con una determinación fija. El atuendo se completaba con un impermeable.
—Valcarenghi es cómico —dijo, mientras le abrochaba el traje.
—¿Sí? —Yo estaba luchando con el cierre de mi túnica, que se negaba a cerrar—. ¿Has advertido algo mientras leías?
—No —dijo ella.
Terminó de acomodarse la capa y se admiró a sí misma ante el espejo. Luego se me aproximó, con la capa ondulando detrás.
—Es eso. Él estaba pensando lo que decía. Oh, sí, había variaciones en las palabras, pero nada importante. Su mente estaba en lo que discutíamos, y detrás de eso, había una pared —sonrió—. No pesqué ni uno solo de sus más oscuros secretos.
Por fin dominé el cierre.
—Tsk —dije—. Bueno, tendrás otra oportunidad esta noche.
Esto me ganó una mueca.
—No tendré un demonio. No leo a la gente fuera del trabajo. No es justo. Además, es agotador. Ojalá pudiera leer pensamientos tan fácilmente como tú lees sentimientos.
—Es el precio del Talento —dije—. Tú tienes más Talento, tu precio es mayor.
Removí el equipaje buscando una capa de lluvia, pero no encontré nada que fuese bien, así que decidí no ponerme nada. De cualquier forma las capas estaban pasadas de moda.
—Yo tampoco conseguí mucho de Valcarenghi. Podrías haber leído lo mismo con sólo observar su cara. Debe tener una mente muy disciplinada. Pero lo perdonaré. Sirve buen vino.
Lya asintió.
—¡Cierto! Eso me hizo bien. Me sacó el dolor de cabeza con el que me levanté.
—La altura —sugerí. Nos dirigimos hacia la puerta.
El vestíbulo estaba desierto, pero Valcarenghi no nos hizo esperar demasiado. Esta vez él conducía su propio aerocoche, una negra chapuza maltratada con la que debió andar muchos años. Gourlay no era del tipo sociable, pero Valcarenghi llevaba una mujer con él, una impactante visión de cabellos rojizos llamada Laurie Blackburn. Era aún más joven que Valcarenghi: unos veinticinco años, por la apariencia.
Era el ocaso cuando salimos. Todo el horizonte lejano era una extraordinaria tapicería de rojo y naranja, y una brisa fresca soplaba desde la planicie. Valcarenghi apagó la refrigeración y abrió las ventanillas del coche, de modo que pudimos observar cómo la ciudad se oscurecía en el crepúsculo.
La cena era en un elegante restaurante con decoración de Baldur, para hacernos sentir a gusto, supuse. La comida, sin embargo, era muy cosmopolita. Las especias, las hierbas, el estilo de cocinar era todo balduriano. Las carnes y la verdura eran locales. Se prestaban para interesantes combinaciones. Valcarenghi escogió para los cuatro, y nos enrollamos probando cerca de doce platos distintos. Mi favorito fue un pequeño pájaro que cocían en una salsa agria. La porción no era grande, pero lo que había sabía delicioso. También dejamos limpias durante la comida tres botellas de vino: de la misma clase que habíamos probado por la tarde, una garrafa de Veltaar helado, de Baldur, y algo de verdadero Burgundia, de la Antigua Tierra.
La conversación se animó en seguida; Valcarenghi era un conversador nato y un oyente igualmente bueno. En un momento la conversación derivó naturalmente hacia el tema de Shkea y los shkeen. Era el terreno de Laurie. Hacía seis meses que estaba en Shkea, trabajando en una tesis de doctorado de antropología. Trataba de descubrir por qué la civilización shkeen había quedado congelada por tantos milenios.
—Son anteriores a nosotros —nos dijo—. Tenían ciudades antes que nosotros utilizáramos herramientas. Deberían haber sido astronautas shkeen los que tropezaran con hombres primitivos, y no al revés.
—¿No hay algunas teorías al respecto? —pregunté.
—Sí, pero ninguna de ellas es universalmente aceptada —dijo—. Cullen cita la falta de metales pesados, por ejemplo. Ése es un factor, pero ¿responde por completo a la pregunta? Von Hamrin pretende que entre los shkeen no hubo la competición necesaria.
No había grandes carnívoros en el planeta, de modo que nada generaba agresividad entre estos seres. Pero se le ha criticado duramente: Shkea no es tan idílica; si lo fuera, los shkeen no hubieran alcanzado nunca el nivel actual. Además, ¿qué es Greeshka sino carnívoro? Se los come, ¿no es así?
—¿Y tú qué piensas? —preguntó Lya.
—Creo que es algo que tiene que ver con la religión, pero aun no lo he elaborado. Dino me ayuda a hablar con la gente, y los shkeen son bastante abiertos, pero la investigación no es fácil. —Se detuvo de pronto y miró con intensidad a Lya—. Por lo menos, para mí.
Me imagino que debe ser más fácil para ustedes.
Habíamos escuchado eso antes. Los Normales a veces piensan que los Talentos gozamos de ventajas injustas, lo cual es perfectamente comprensible. Lo hacemos. Pero Laurie no sentía resentimiento. Planteó su afirmación en un tono melancólico y especulativo, en lugar de lanzarla con acidez.
Valcarenghi se inclinó hacia ella y la rodeó con el brazo.
—Hey —dijo—. Basta de hablar de negocios. Robb y Lya no deberían preocuparse por los shkeen hasta mañana.
Laurie lo miró, y trató de sonreír.
—De acuerdo —dijo con un suspiro—. Me dejo llevar por el tema, lo siento.
—Está bien —le dije—. Es un tema interesante. Danos un día y es probable que nosotros también nos entusiasmemos.
Lya estuvo de acuerdo, y agregó que Laurie sería la primera en saber si en nuestro trabajo encontrábamos algo que justificara su teoría. Yo apenas escuchaba. Sé que no es muy cortés leer a los Normales cuando uno se reúne con ellos para pasar el rato, pero hay veces que no puedo resistir. Valcarenghi tenía el brazo alrededor de Laurie y la atraía hacia él amablemente. Sentí curiosidad.
Así es que di una rápida y culposa ojeada. Él estaba muy contento, un poquitín borracho, supongo, y se sentía muy seguro de sí, protector y dueño de la situación. Pero Laurie era un revoltijo: inseguridad, rencor reprimido, un vago indicio de miedo. Y amor, confuso pero fuerte. Dudé de que fuera por mí o por Lya. Ella amaba a Valcarenghi.
Busqué bajo la mesa hasta encontrar la mano de Lya, apoyada en su rodilla. La acaricié con ternura y ella me miró y sonrió. No estaba leyendo, por suerte. Me molestaba que Laurie amase a Valcarenghi, aunque no sabía por qué, y me alegraba que Lya no leyese mi descontento.
Terminamos con lo que quedaba del vino, y Valcarenghi se ocupó de la cuenta. Luego se levantó.
—¡Adelante! —anunció—. La noche está fresca, y tenemos algunas visitas que hacer.
De modo que realizamos algunas visitas. Nada de holoshows o cosas de ese tipo, pese a que la ciudad tenía unos cuantos teatros. Lo primero de la lista fue el casino. El juego era legal en Shkea, y Valcarenghi lo hubiese legalizado de no ser así. Él repartió las fichas, y yo perdí algunas por él, lo mismo que Laurie. Lya no estaba autorizada a jugar: su Talento era demasiado fuerte. Valcarenghi ganó en cantidad; era un excelente jugador de ruleta mental, y bastante bueno para los juegos tradicionales.
Luego fuimos a un bar. Más tragos, y diversiones locales, que eran mejor de lo que podía esperar. Era noche cerrada cuando salimos, y supuse que la excursión tocaba a su fin. Valcarenghi nos sorprendió. Cuando volvimos al coche buscó bajo los mandos, abrió una caja y nos la pasó: eran píldoras para la sobriedad.
—Hey —le dije—. Eres tú el que conduce, ¿para qué necesito esto?
—Les voy a llevar a un genuino evento cultural shkeen, Robb —dijo—. No quiero que hagan comentarios fuera de lugar ni que vomiten sobre los nativos. Toma una píldora.
Tragué la píldora, y el zumbido de la cabeza se fue apagando. Valcarenghi ya tenía el coche en vuelo. Me recliné, abracé a Lya y ella se recostó en mi hombro.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
—A Shkeentown —contestó, sin volverse—. A su Gran Teatro. Hay un Encuentro esta noche, y pensé que les interesaría.
—Será en shkeen, por supuesto —dijo Laurie—. Pero Dino puede traducir para ustedes. Yo conozco un poco de la lengua también y puedo ayudar si algo se escapa.
Lya parecía excitada. Habíamos leído algo acerca de los Encuentros, pero apenas imaginábamos que veríamos uno el día de nuestra llegada. Los Encuentros era una suerte de rito religioso; una especie de misa de confesión para los peregrinos que estaban a punto de ser admitidos para la Unión. Se encontraban peregrinos en las calles todo el año, pero los Encuentros se celebraban sólo unas tres o cuatro veces al año, cuando había un número suficiente de candidatos a la Unión.
El aerocoche corría casi sin ruido a través de las iluminadas calles del asentamiento, pasando junto a enormes fuentes que danzaban con variados colores y arcos ornamentales de los que fluía un fuego líquido. Había algunos otros coches en vuelo, y aquí y allá pasábamos sobre algún peatón que deambulaba por las anchas avenidas de la ciudad. La mayoría de la gente estaba dentro de las casas, de donde acudían luces y música a nuestro paso.
De pronto, el carácter de la ciudad comenzó a cambiar de manera abrupta. El nivel del piso se hizo irregular, había colinas delante y detrás nuestro, y las luces desaparecieron.
Abajo, las avenidas habían cedido su lugar a oscuras calles de piedra molida y polvo, y las cúpulas de metal y vidrio imitación shkeen daban paso a sus modelos originales en ladrillo. La ciudad shkeen era mucho más silenciosa que su contraparte humana; la mayoría de las casas se mantenían en un oscuro silencio.
Luego, frente a nosotros, apareció un edificio más grande que los otros: casi del tamaño de una colina, con una gran puerta en forma de arco y una serie de hendeduras por ventanas. De él brotaba luz y ruido, y había gente shkeen en la puerta.
De pronto me di cuenta que, pese a llevar un día en Shkea, éste era el primer momento en que veía un shkeen. No significa que pudiera apreciarlos desde un aerocoche y de noche, pero sí alcancé a verlos. Eran más pequeños que los hombres —el más alto tenía unos cinco pies—, con grandes ojos y largos brazos. Era todo lo que podía decir desde lo alto.
Valcarenghi hizo descender el coche cerca del Gran Teatro, y salimos. Los shkeen confluían hacia el arco de entrada desde varias direcciones, pero la mayoría ya estaba dentro. Nos unimos al grupo, y nadie nos miró dos veces, salvo un personaje que saludó a Valcarenghi con voz chillona llamándole Dino. Hasta aquí tenía amigos.
El interior era un salón enorme, con una tosca plataforma construida en el centro y una multitud de shkeen rodeándola. La única luz provenía de unas antorchas implantadas en las ranuras de las paredes, y en altos palos alrededor de la plataforma. Alguien estaba hablando, y cada par de los enormes ojos saltones se dirigían hacía allí. Nosotros cuatro éramos los únicos humanos del Teatro.
El orador, subrayado por la luz de las antorchas, era un gordo shkeen de edad mediana que movía los brazos con lentitud, de manera casi hipnótica, mientras hablaba. Su discurso era una serie de silbidos, resuellos y gruñidos, de modo que no presté mucha atención. Estaba muy lejos como para leerle. Quedé reducido a estudiar su apariencia, y la de los otros shkeen cerca de mí. Todos eran pelados, hasta donde podía observar, con una aparentemente suave piel color naranja cruzada por mil pequeñas arrugas. Vestían simples camisas de una tela cruda y multicolor, y me costaba trabajo distinguir entre hombre y mujer.
Valcarenghi se inclinó hacia mí, cuidando de mantener su voz baja.
—El orador es un granjero —dijo—. Está diciendo a la multitud desde cuán lejos ha venido, y algunas de las asperezas de su vida.
Miré a mí alrededor. El susurro de Valcarenghi era el único sonido del lugar. Todos los demás estaban callados como tumbas, con los ojos fijos en la plataforma, respirando apenas.
—Está diciendo que tiene cuatro hermanos —me dijo Valcarenghi—. Dos han ido a la Unión Final, y otro está entre los Unidos. El otro es más joven que él y ahora es propietario de la granja —frunció el ceño—. El que habla no verá la granja nunca más —dijo, en tono más alto—, pero está contento.
—¿Malas cosechas? —preguntó Lya, sonriendo irreverentemente. Había escuchando el mismo murmullo. Le dirigí una mirada severa.
El shkeen continuó con su relato. Valcarenghi lo seguía con dificultad.
—Ahora está contando sus crímenes, todas las cosas que hizo y de las que se arrepiente, sus secretos más recónditos y oscuros. En una época tuvo una lengua afilada, es vano, una vez golpeó a su hermano menor. Ahora habla de su mujer, y de las otras mujeres que ha conocido. La ha traicionado muchas veces, copulando con otras. Cuando muchacho copulaba con animales, porque temía a las mujeres. En los últimos años quedó impotente, y su hermano ha servido a su mujer.
Siguió y siguió, con detalles increíbles, detalles que eran al mismo tiempo sorprendentes y aterradores. No dejó de contar ninguna intimidad, ni de hollar ningún secreto. Yo escuchaba los susurros de Valcarenghi, al principio molesto y al final aburrido por tanta suciedad y miseria. Comencé a sentirme incómodo. Me preguntaba si conocía a algún humano la mitad de bien de lo que ahora conocía a este gordo shkeen. Luego me pregunté si Lyanna, con su talento, conocía a alguien tan bien. Era como si el orador quisiera que nosotros viviésemos toda su vida aquí y ahora.
Su intervención duró lo que parecía horas, pero al final comenzó a acabársele la cuerda.
—Ahora habla de la Unión —susurró Valcarenghi—. Va a unirse, y está contento por eso, lo ha esperado por mucho tiempo. Su miseria se acerca a su fin, su soledad va a cesar, pronto caminará por las calles de la ciudad santa y repicará su júbilo con las campanas. Y luego, en los años a venir, la Unión Final. Se encontrará con sus hermanos en el más allá.
—No, Dino —este susurro era Laurie—. Deja de mezclar frases humanas en lo que dice. Él será sus hermanos, dice. La frase también implica que ellos serán él.
Valcarenghi sonrió.
—De acuerdo, Laurie. Si tú lo dices…
El granjero se había marchado súbitamente de la plataforma. La multitud susurraba, y otra figura ocupó su lugar: mucho más bajo, demasiado lleno de arrugas, y con un gran agujero en lugar de un ojo. Comenzó a hablar, en forma desordenada al principio, y luego con mayor cuidado.
—Éste es un albañil, ha trabajado en la construcción de muchos domos, vive en la ciudad sagrada. Ese ojo lo perdió hace muchos años, cuando se cayó de un domo y le penetró un palo afilado. El dolor fue muy grande, pero volvió al trabajo en un año, no rogó por una Unión prematura, fue muy valiente, y está contento por su coraje. Tiene una esposa, pero nunca tuvieron descendencia, eso le da pena, no puede hablar con su esposa con facilidad, están separados aún cuando están juntos y ella llora por las noches, esto también le entristece, pero nunca le ha ofendido y…
Siguió así durante horas otra vez. De nuevo me sentí incómodo, pero me dominé. Esto era demasiado importante. Me dejé atrapar por la narración de Valcarenghi, y por la historia del shkeen de un solo ojo. Antes de mucho tiempo, estaba tan absorto en el relato como los seres a mí alrededor. Hacía calor y humedad y faltaba el aire, mi túnica se humedecía y ensuciaba por el sudor, parte del cual venía de las criaturas que se apretaban contra mí. Pero apenas me daba cuenta.
El segundo orador terminó del mismo modo que el primero, con una larga elegía por el júbilo de ser Unido y por la proximidad de la Unión Final. Hacia el final, ya casi no necesitaba la traducción de Valcarenghi: podía escuchar la alegría en la voz de shkeen, y verlo en su temblorosa figura. O tal vez estuviera leyendo sin darme cuenta. Pero no puedo leer a esa distancia, a menos que el sujeto esté sintiendo con gran intensidad.
Un tercer orador subió a la plataforma, y habló con una voz más potente que los otros.
Valcarenghi le siguió el ritmo.
—Esta vez es una mujer —dijo—. Ha criado ocho hijos para su hombre, tiene cuatro hermanas y tres hermanos, ha cultivado la tierra toda su vida, ha…
De pronto su discurso ascendió en un pico, y comenzó una larga secuencia con varios agudos y altos silbidos. Luego enmudeció. La multitud, como un solo hombre, comenzó a responder con sus propios silbidos. Una fantástica música de eco llenó el Gran Teatro, y los shkeen de alrededor nuestro empezaron a balancearse y silbar. La mujer miraba la escena desde una actitud de agotamiento.
Valcarenghi comenzó a traducir, pero se trabó con algo. Laurie intervino antes que él pudiera retomar.
—Les ha contado una gran tragedia —cuchicheó—. Ellos silban para mostrar su pena, su identificación con su dolor.
—Simpatía, sí —dijo Valcarenghi, volviendo a traducir—. Cuando era joven, su hermano enfermó, y parecía que iba a morir. Sus padres le pidieron que lo llevara a las colinas sagradas, ya que no podían dejar a los más pequeños. Pero ella rompió una rueda en el camino por conducir sin atención, y su hermano murió en el llano. Murió sin la Unión.
Ella se lo reprocha a sí misma.
Los shkeen habían empezado de nuevo. Laurie comenzó a traducir, inclinándose hacia nosotros y hablando en murmullo.
—Su hermano murió, ella está repitiendo. Ella le faltó, le negó la Unión, ahora él está dividido y solo y se ha ido sin… sin…
—Vida futura —intervino Valcarenghi—. Sin vida futura.
—No estoy segura de que eso sea lo más correcto —dijo Laurie—. El concepto es…
Valcarenghi le hizo un gesto para que se callara.
—Escucha —le dijo. Y siguió traduciendo.
Escuchamos la historia, narrada por Valcarenghi en un cuchicheo cada vez más ronco.
Ella habló más que nadie, y su historia fue la más dura de las tres. Cuando terminó, ella también fue reemplazada. Pero Valcarenghi me puso una mano en el hombro y señaló hacia la salida.
El fresco aire de la noche nos cayó como agua helada, y allí me di cuenta de que estaba bañado en sudor. Valcarenghi caminó rápidamente hacia el coche. Detrás de nosotros la oratoria continuaba, y los shkeen no daban señales de cansancio.
—Los encuentros duran días, y a veces semanas —nos dijo Laurie mientras subíamos al coche—. Los shkeen escuchan por turnos, por así decirlo. Ellos tratan con todo su ser de escuchar cada palabra, pero el cansancio se apodera de ellos tarde o temprano y se retiran para breves descansos, y luego vuelven para continuar. Es un gran honor mantenerse sin dormir a lo largo de todo un Encuentro.
Valcarenghi nos dijo cuando estábamos arriba:
—Voy a intentarlo un día. Nunca he escuchado más que un par de horas, pero creo que lo conseguiría si me tonificara con drogas. Comprenderemos más acerca de los shkeen si participamos más plenamente de sus rituales.
—Oh —dije—. Tal vez Gustaffson pensara lo mismo.
Valcarenghi rió ligeramente.
—Sí, tal vez, pero yo no pretendo participar tan plenamente.
El viaje a casa se hizo en medio de un cansado silencio. Perdí la cuenta del tiempo, pero mi cuerpo insistía en que era casi el amanecer. Lya se enrollaba bajo mi brazo, parecía agotada y vacía, y sólo a medias despierta. Yo me sentía igual.
Dejamos el aerocoche frente a la Torre, y cogimos los tubos-ascensores. Estaba harto de pensar. El sueño vino en seguida.
Esa noche soñé. Creo que era un buen sueño, pero desapareció con la llegada de la luz, dejándome vacío y con la sensación de haber sido engañado. Me quedé así, después de despertar, con mi brazo alrededor de Lya y mis ojos en el techo, tratando de recordar el sueño. Pero sin resultado.
En lugar de eso, me sorprendí pensando acerca del Encuentro, reviviéndolo en mi mente. Por último me desprendí y salí de la cama. Habíamos oscurecido el cristal, de modo que el cuarto tenía la oscuridad de un pozo. Hallé los controles con facilidad, y dejé pasar un poco de la luz de la mañana.
Lya murmuró alguna protesta dormida y se dio la vuelta, sin hacer ningún esfuerzo por levantarse. La dejé sola en el cuarto y me dirigí a la biblioteca, en busca de algún libro sobre los shkeen: algo más completo que los materiales que nos habían enviado. No tuve suerte. La biblioteca estaba ideada para la recreación, no para el estudio.
Encontré una pantalla y marqué para la oficina de Valcarenghi. Respondió Gourlay.
—Buen día —dijo—. Dino supuso que llamaría. No está aquí ahora. Ha salido a arbitrar un contrato. ¿Qué necesita?
—Libros —dije, y mi voz sonó algo dormida—. Algo acerca de los shkeen.
—No puedo ofrecerle nada —dijo Gourlay—. No hay ninguno, en realidad. Hay muchas monografías e informes, pero ningún libro entero. Yo voy a escribir uno, pero todavía no lo tengo. Dino pensó que yo podía ser vuestra fuente, supongo.
—Oh.
—¿Tiene alguna pregunta?
Busqué alguna pregunta, pero no encontré ninguna.
—No realmente —dije, alzando los hombros—. Sólo quería información general, tal vez algo más acerca de los Encuentros.
—Le puedo hablar de eso más tarde —dijo Gourlay—. Dino pensó que tal vez quisiera empezar a trabajar hoy. Le podemos traer gente a la Torre, si usted quiere, o ustedes pueden salir a buscarla.
—Saldremos nosotros —le dije rápidamente. Traer sujetos para las entrevistas complica todo. Se ponen ansiosos, y eso enmascara cualquier emoción que pudiera leer, y también piensan en cosas distintas, con el consiguiente problema para Lyanna.
—Muy bien —dijo Gourlay—. Dino dejó un aerocoche a su disposición. Puede recogerlo a la entrada. También tendrán unas llaves para ustedes, de modo que puedan venir directamente a la oficina sin pasar por las secretarias.
—Gracias —le dije—. Le hablaré más tarde.
Apagué la pantalla y volví al dormitorio.
Lya estaba sentada, con la sábana alrededor del cuerpo. Me senté junto a ella y la besé. Ella sonrió, pero no respondió.
—¡Eh! —le dije—. ¿Qué pasa?
—Jaqueca —respondió—. Creía que las píldoras para la sobriedad también quitaban la resaca.
—Así es en teoría. La mía funcionó bastante bien.
Me dirigí al guardarropa y comencé a buscar algo que ponerme.
—Debería haber píldoras contra la jaqueca en algún sitio —dije—. No creo que a Dino se le hubiese escapado algo tan obvio.
—Umpf. Sí. Tírame algo de ropa.
Cogí una de sus batas y la arrojé a través del cuarto. Lya se paró y se enfundó en ella mientras yo me vestía, y luego salió del cuarto.
—Qué bien —dijo, desde el lavabo—. Tenías razón, no olvidó los medicamentos.
—Es un tipo cuidadoso.
Lya sonrió.
—Supongo. Laurie conoce mejor el idioma, empero. La leí. Dino cometió un par de errores en esa traducción la otra noche.
Me esperaba algo así. No dejaba mal a Valcarenghi; llevaba cuatro meses de handicap, por lo que dijeron. Asentí.
—¿Has leído algo más?
—No. Probé con los que hablaban, pero la distancia era demasiado grande —se acercó y me cogió la mano—. ¿Dónde vamos hoy?
—A Shkeentown —le dije—. Vamos a ver si encontramos alguno de esos Unidos. No vi ninguno en el Encuentro.
—No. Esas cosas son para shkeen candidatos-a-ser-Unidos.
—Eso es lo que escuché.
Nos fuimos. Nos detuvimos en el cuarto nivel para un desayuno tardío en la cafetería de la Torre, luego un hombre en el vestíbulo nos indicó cuál era nuestro aerocoche. Era un cuatro plazas deportivo de color verde muy común, muy inconspicuo.
No llevamos el aerocoche hasta la propia ciudad shkeen, pensando que percibiríamos más el ambiente del lugar si llegábamos andando. De modo que dejamos el aerocoche justo después de la primera línea de colinas, y emprendimos la marcha.
La ciudad humana parecía casi vacía, pero Shkeetown estaba llena de vida. Las calles de piedra pulverizada estaban llenas de seres, con una actividad febril, llevando y trayendo cargamentos de ladrillos y canastas de fruta y vestidos. Había niños por todas partes, la mayoría de ellos desnudos; gordas pelotas de energía naranja que corrían alrededor nuestro en círculos, silbando, gruñendo y riendo, tropezando con nosotros de cuando en cuando. Los chicos parecían distintos a los adultos. Tenían algunas matas de cabello rojizo, por un lado, y la piel era todavía suave y sin arrugas. Eran los únicos que se fijaban un poco en nosotros. El adulto shkeen se ocupaba de sus asuntos, y nos dirigía alguna que otra mirada amistosa. Los humanos no eran tan infrecuentes en las calles de Shkeentown.
La mayor parte del tráfico era de peatones, pero también había pequeños carros de madera. El animal shkeen de tiro parecía un gran perro verde a punto de enfermar. Iban atados a los carros a pares, y se quejaban de una manera constante mientras tiraban. De modo que, de forma natural, los hombres los llamaban quejadores. Además de quejarse, también defecaban constantemente. Esto, con los olores de la comida que vendían los buhoneros, y los propios shkeen, daban a la ciudad una pestilencia definida.
También había ruido, en la forma de un clamor constante. Los chicos silbando, los shkeen hablando fuerte con gruñidos y quejidos y chillidos, los quejadores quejándose y sus carros traqueteando sobre las piedras. Lya y yo caminábamos a través de todo eso en silencio, cogidos de la mano, observando y escuchando, oliendo y… leyendo.
Estaba completamente abierto cuando entré en Shkeentown, dejando que todo me bañase mientras caminaba, sin enfocar pero receptivo. Yo era el centro de una pequeña burbuja de emoción: los sentimientos acudían a mí cuando se aproximaban los shkeen, se desvanecían cuando se alejaban, bailaban alrededor con los chicos que nos rodeaban en círculos. Nadaban en un mar de impresiones. Y me asustaba.
Me asustaba por lo familiar. Había leído nativos de otros planetas antes. A veces era difícil, a veces fácil, pero nunca agradable. Los hranganos tienen una mente amarga, llena de odio y rencores, y me siento sucio cuando despego. Los fyndii sienten las emociones tan agudas que apenas consigo leerlos. Los damoosh son… diferentes. Los leo con fuerza, pero no encuentro nombres para los sentimientos que leo.
Pero los shkeen, era como caminar a lo largo de una calle en Baldur. No, un momento, más parecidos a las Colonias Perdidas, donde un asentamiento humano volvió al estado de barbarie y olvidó sus orígenes. Las emociones humanas corrían allí primarias, fuertes y reales, pero menos sofisticadas que en la Antigua Tierra o en Baldur.
Los shkeen eran así: primitivos, tal vez, pero susceptibles de ser comprendidos. Leía júbilo y tristeza, envidia, rabia, antojo, rencor, duelo, dolor. La misma compleja mezcla que a veces me asalta, cuando me lo permito.
Lya también estaba leyendo. Sentí su mano tensa en la mía. Después de un rato, se aflojó. Me volví hacia ella, y vio la pregunta en mis ojos.
—Son gente —dijo—. Son como nosotros.
Asentí.
—Una evolución paralela, tal vez. Shkea podría ser una Tierra más antigua, con unas pocas diferencias secundarias. Pero tienes razón. Son más humanos que cualquier otra raza que hayamos encontrado en el espacio. —Pensé en eso—. ¿No contesta la pregunta de Dino? Si son como nosotros, se sigue que su religión puede ser más atractiva que otra verdaderamente extraña.
—No, Robb —dijo Lya—. No pienso así. Al contrario. Si son como nosotros, menos sentido tiene que ellos marchen voluntariamente a la muerte. ¿Lo ves?
Ella tenía razón, por supuesto. No había nada suicida en las emociones que leía, nada inestable, nada realmente anormal. Sin embargo, cada uno de los shkeen terminaba acudiendo a la Unión Final.
—Tendríamos que centrarnos en alguien —dije—. Este aroma de pensamiento no nos lleva a ningún sitio. Me volví en busca de un sujeto, pero justo en ese momento escuché sonar las campanas.
Venían de algún lugar hacia la izquierda, casi perdidas entre el bullicio del gentío. Tiré a Lya de la mano, y corrimos calle abajo para buscarlas, doblando a la izquierda en el primer paso entre la ordenada hilera de domos.
Las campanas seguían delante nuestro, y nosotros corríamos, cortando camino a través de lo que debía ser el patio de alguien, y pasando por encima de un seto erizado de espinas. Detrás de éste había otro patio, un pozo de excrementos, más domos, y por último otra calle. Fue allí que encontramos a los tañedores de campanas.
Eran cuatro, todos Unidos, que vestían largos camisones de tela de color rojo brillante arrastrados por el suelo, con grandes campanas de bronce en cada mano. Tañían las campanas constantemente, con sus largos brazos yendo y viniendo, y llenaban la calle de notas metálicas. Los cuatro eran mayores, de la manera como envejecen los shkeen, sin cabello y con un millón de pequeñas arrugas. Pero sonreían ampliamente, y los shkeen más jóvenes que pasaban a su lado les devolvían la sonrisa.
En sus cabezas rondaban los greeshka.
Esperaba que su vista resultase horrible, pero no sucedió así. Era vagamente inquietante, pero sólo porque yo sabía lo que significaba. Los parásitos eran como gotas brillantes de un carmesí viscoso, que variaban en tamaño desde la verruga pulsante en la base del cráneo de uno de ellos hasta el mantel de rojo goteante y movedizo que cubría la cabeza y las espaldas del más pequeño como una capucha viviente. Los greeshka vivían compartiendo las sustancias nutritivas del flujo sanguíneo de los shkeen.
Y también por el consumo lento —muy lento, eso sí— de su anfitrión.
Lya y yo nos detuvimos a unos cuantos metros de ellos, y los observamos mientras tañían. Su rostro era solemne, y creo que el mío también. Todos los otros estaban sonriendo, y las canciones que sonaban en las campanas eran canciones de júbilo.
Estreché la mano de Lya.
—Lee —le susurré. Leímos.
Yo leí campanas. No el sonido de las campanas, no, no, sino el sentimiento de las campanas, la emoción de las campanas, la brillante alegría metálica, la fuerza del ulular-gritar-sonar, la canción de los Unidos, la cercanía y el compartir de todo aquello. Leí lo que sentían los Unidos cuando tocaban sus campanas, su felicidad y anticipación, su éxtasis al decir a los otros acerca de su clamoroso contento. Y leí amor, que me llegaba de ellos en grandes oleadas cálidas, el apasionado amor de un hombre y una mujer juntos, no el débil afecto del humano que «ama» a sus hermanos. Esto era real y ferviente y casi quemaba mientras me bañaba y me rodeaba. Se amaban a sí mismos, amaban a todos los shkeen, y amaban la Greeshka, y estaban todos juntos y ligados pese a que cada uno era todavía sí mismo y nadie podía leer a los otros como yo los leía.
¿Y Lyanna? Me desprendí de ellos, me cerré, y miré a Lya. Ella estaba blanca, pero sonriente.
—Son hermosos —dijo, con su voz muy pequeña y suave y pensativa. Empapado de amor, todavía recordaba cuánto la amaba a ella, y como yo formaba parte de ella y ella de mí.
—¿Qué… qué has leído? —pregunté, luchando por hacerme escuchar a través del clamor de las campanas.
Ella sacudió la cabeza, como para aclararla.
—Nos aman —dijo—. Debes de saberlo, pero oh, lo he sentido, ellos nos aman. Es tan profundo. Debajo de ese amor hay más amor, y debajo de ése más aún, y más y más.
Sus mentes son profundas, tan abiertas, creo que nunca he leído a un humano tan profundamente. Todo está bien en la superficie, allí mismo, su vida entera con todos sus sueños y sentimientos y recuerdos y… oh, vi todo eso, lo percibí con la lectura, con una mirada. Con los hombres, con los humanos, es tanto trabajo: tengo que bucear, tengo que luchar, y aún así no llego muy lejos. Sabes, Robb, sabes…
Y vino hacia mí y se apretó contra mí, y yo la tomé en mis brazos. El torrente de emociones que me había inundado debió ser como una ola gigante para ella. Su Talento era mucho más amplio y profundo que el mío, y ahora estaba temblando. Leí en ella mientras me abrazaba, y leí amor, un gran amor, y asombro y felicidad; pero también miedo, un miedo nervioso agitándolo todo.
Alrededor nuestro, el campanilleo había cesado súbitamente. Las campanas, una por una, dejaron de balancearse, y los cuatro Unidos quedaron en silencio por un instante.
Uno de los otros shkeen próximos les trajo una enorme canasta cubierta con un mantel. El más menudo de los Unidos arrojó el mantel y el aroma de las empanadas calientes se elevó en torno. Cada uno de los Unidos cogió varias de la canasta, y pronto las estaba comiendo alegremente, y el dueño de la canasta les hacía muecas. Otro shkeen, una jovencita desnuda, corrió y les ofreció una garrafa de agua, que ellos se pasaron sin comentarios.
—¿Qué están haciendo? —pregunté a Lya.
Entonces, aún antes que me contestara, recordé. Algo de la literatura que me había enviado Valcarenghi. Los Unidos no realizaban ningún trabajo. Durante cuarenta años terrestres trabajaban y sudaban, pero desde su primera Unión hasta la Unión Final, sólo había júbilo y música, y vagaban por las calles y tañían sus campanas, hablaban y cantaban, y los otros shkeen les daban de comer y beber. Era un honor dar de comer a un Unido, y el shkeen que les había ofrecido las empanadas irradiaba orgullo y placer.
—Lya —susurré—, ¿puedes leerlos ahora?
Asintió contra mi pecho y se retiró y miró a los Unidos, haciendo fuerza con los ojos, y luego relajándose otra vez. Volvió a mirarme:
—Es diferente —dijo, intrigada.
—¿Cómo?
Bizqueó desconcertada.
—No lo sé. Quiero decir, todavía nos quieren, y todo. Pero ahora sus pensamientos son más humanos, por decir así. Hay niveles, sabes, y escarbar no es fácil, y hay cosas escondidas, cosas que se esconden aún de ellos mismos. No es tan abierto como antes.
Están pensando acerca de la comida y qué sabrosa que era. Es todo muy vivido. Podría paladear las empanadas yo misma. Pero no es lo mismo.
Tuve una inspiración.
—¿Cuántas mentes hay allí?
—Cuatro —dijo ella—. Conectadas de alguna forma, creo. Pero no de verdad —se detuvo, confusa, y sacudió la cabeza—. Quiero decir, ellos sienten de algún modo las emociones de los otros, como tú. Pero no los pensamientos, no los detalles. Puedo leerlos, pero ellos no se leen entre sí. Cada uno es distinto. Estaban más cerca antes, cuando campanilleaban, pero seguían siendo individuos.
Yo estaba algo descontento.
—¿Cuatro mentes, dices, no una?
—Umpf, sí. Cuatro.
—¿Y los greeshka? —ésta era mi otra idea brillante. Si los greeshka tuviesen su propia mente…
—Nada —dijo Lya—. Es como leer una planta, o un trozo de tela. Ni siquiera «si, estoy vivo».
Esto era extraño. Incluso los animales más simples tenían una vaga conciencia de estar vivos: el sentimiento que los Talentos llamaban «sí, estoy vivo», habitualmente sólo una apagada chispa que requería de un Talento mayor para ser detectada. Pero Lya era un Talento mayor.
—Hablemos con ellos —dije. Ella asintió, y caminamos hasta donde los Unidos engullían sus empanadas.
—Hola —dije torpemente, preguntándome cómo dirigirme a ellos—. ¿Hablan terráqueo?
Tres de ellos me miraron sin comprenderme. Pero el cuarto, el pequeño cuyo greeshka era una roja capa goteante, movió su cabeza arriba y abajo.
—Sih —dijo, con una voz aflautada.
De pronto olvidé lo que quería preguntarle, pero Lyanna acudió en mi ayuda:
—¿Conocen humanos Unidos? —dijo.
Él hizo una mueca.
—Todos los Unidos son uno —dijo.
—Oh —dije—. Claro, pero ¿conocen alguno que se parezca a nosotros? Alto, me comprende, con cabello y piel rosado o marrón o algo así —me detuve aquí, dudando de cuánto terráqueo conocería el viejo shkeen, y mirando su greeshka con un poco de aprensión.
Su cabeza se movió de un lado a otro.
—Los Unidos shon todos diferentes, pero todos shon uno, todos el mishmo. Algunos shon como tú, ¿quieren Unirse?
—No, gracias —dije—. ¿Dónde puedo encontrar un humano Unido?
Cabeceó un poco más.
—Los Unidos cantan y tañen y recorren la ciudad shagrada.
Lya había estado leyendo.
—No sabe —me dijo—. Los Unidos vagan tocando las campanas. No hay patrones para su movimiento, nadie se fija. Es todo casual. Algunos viajan en grupos, otros solos, y nuevos grupos se forman cuando se encuentran entre sí.
—Tendremos que buscar —dije.
—Coman —dijo el shkeen.
Buscó en la canasta que se hallaba en el suelo y sacó dos empanadas humeantes.
Apretó una en mi mano y otra en la de Lya.
La miré con dudas.
—Gracias —le dije. Tiré de Lya con mi mano libre y nos fuimos juntos. Los Unidos nos hicieron muecas mientras nos íbamos, y volvieron a tañer las campanas nuevamente cuando nos encontrábamos a media calle.
Todavía tenía la empanada en la mano. La corteza quemaba mis dedos.
—¿Debo comer esto? —pregunté a Lya.
Dio un mordisco a la suya.
—¿Por qué no? Las comimos anoche en el restaurante, ¿no es así? Estoy segura que Valcarenghi nos habría avisado si la comida shkeen fuese intoxicante.
Eso tenía sentido, así es que me llevé la empanada a la boca y di un mordisco mientras caminaba. Estaba caliente, muy caliente, y no se parecía en nada a las empanadas que habíamos probado la noche anterior. Aquéllas eran unas cosas doradas y escamosas, suavemente sazonadas con especias de Baldur. La versión shkeen era crujiente, y la carne de su interior chorreaba grasa y quemaba mi lengua. Pero sabía bien, y yo tenía hambre. La empanada no duró mucho.
—¿Has captado algo más en la lectura del tipo bajito? —pregunté a Lya con la boca llena de empanada.
Ella tragó y asintió.
—Oh, sí. Estaba contento, más que los demás. Es mayor. Se acerca a la Unión Final, y está emocionado por eso.
Ella habló con su lenguaje sencillo y habitual: los efectos posteriores a la lectura de los Unidos parecían haberse desvanecido.
—¿Por qué? —yo estaba pensando en voz alta—. Va a morir. ¿Qué lo pone tan contento?
Lya alzó los hombros.
—Me temo que no estaba pensando con gran detalle analítico.
Chupé mis dedos para limpiar la grasa. Nos encontrábamos en un cruce de calles, con los shkeen moviéndose en todas las direcciones, y podíamos oír más campanas al viento.
—Más Unidos —dije—. ¿Quieres echar una mirada?
—¿Qué encontraríamos que no sepamos ya? —dijo—. Necesitamos un humano unido.
—Tal vez alguno del grupo sea humano.
Me encontré con la mirada mordaz de Lya.
—Tal vez sí, tal vez no.
—De acuerdo —concedí. Ya era avanzada la tarde—. Tal vez nos convenga regresar, y empezar más temprano mañana. Además, Dino nos estará esperando para cenar.
La cena, esta vez, se servía en la oficina de Valcarenghi, luego de agregar algún mobiliario adicional. Según supimos, sus oficinas se encontraban en la planta inmediata inferior, pero él prefería llevar a sus invitados arriba para que pudieran aprovechar la magnífica vista desde la Torre.
Éramos cinco, ya mencionados: Lya y yo, Valcarenghi y Laurie, más Gourlay. Laurie se encargó de la cocina, supervisada por el cocinero jefe Valcarenghi. Hubo bistecs de carnes criadas en Shkea pero originarias de la Antigua Tierra, además de una fascinante mezcla de vegetales, que incluía setas de la Antigua Tierra, pipas de tierra de Baldur y campanillas dulces de Shkea. A Dino le gustaba experimentar y el plato era una invención suya.
Lya y yo informamos acerca de las aventuras del día, interrumpidos únicamente por las agudas y perspicaces preguntas de Valcarenghi. Luego de la cena, nos desprendimos de las mesas y los platos y nos sentamos a beber Veltaar y a conversar. Esta vez Lya y yo formulamos las preguntas, y Gourlay proveyó el grueso de las respuestas. Valcarenghi escuchaba desde un almohadón en el suelo, con un brazo alrededor de Laurie y el otro sujetando su vaso de vino. No éramos los primeros Talentos que visitaban Shkea, nos dijo. Ni los primeros en afirmar que los shkeen eran parecidos al hombre.
—Supongamos que sea así —dijo—. Pero no lo creo. No son hombres. No señor. Son mucho más sociales, por una parte. Grandes constructores de ciudades desde tiempo inmemorial, siempre viviendo en poblados, siempre rodeándose de otros. Y también son más comunalistas que los hombres. Cooperan en toda clase de cosas, y son magnánimos a la hora de compartir. El comercio, por ejemplo, lo ven como un compartir mutuo.
Valcarenghi rió.
—Puedes repetir eso. Acabo de pasar todo el día tratando de establecer un contrato con un grupo de granjeros que nunca habían comerciado con nosotros. No es fácil, créanme. Ellos nos dan la parte que queramos de su producción que ellos no necesiten o que no haya sido pedida por otro antes. Pero ellos quieren recibir lo que ellos pidan en el futuro. Esperan eso, de hecho. De modo que cada vez que negociamos tenemos la opción: o le damos un cheque en blanco, o nos metemos en una increíble ronda de negociaciones que terminan con su convencimiento de que somos totalmente egoístas.
Lya no estaba satisfecha.
—¿Qué pasa con el sexo? —preguntó—. Por lo que traducías anoche, tengo la impresión de que son monógamos.
—Tienen cierta confusión acerca de las relaciones sexuales —dijo Gourlay—. Es muy extraño. El sexo también es compartir, y es bueno compartir con todos. Pero el compartir tiene que ser real y lleno de contenido. Y eso crea problemas.
Laurie intervino.
—He estudiado el problema —dijo con rapidez—. La moralidad shkeen insiste en que ellos aman a todos. Pero no pueden hacerlo, son demasiado humanos, demasiado posesivos. Se enrollan en relaciones monogámicas porque compartir el sexo realmente profundo con una persona es mejor que un millón de estrechos y limitados contactos sexuales, en su cultura. El shkeen ideal compartiría el sexo con todo el mundo, tratando de hacer profunda cada unión. Pero ese ideal no puede ser alcanzado.
Fruncí el ceño.
—¿No había ningún culpable anoche para traicionar a su mujer?
Laurie asintió con énfasis.
—Sí, pero la culpa era porque las otras relaciones llevaron a la disminución en el compartir con la esposa. Eso era la traición. Si hubiera sido capaz de manejarlas sin herir su relación más antigua, el sexo no hubiera tenido tanta importancia. Y si, además, todas las relaciones hubieran sido de compartir amor, esto hubiera sido un punto a favor. Su esposa hubiera estado orgullosa de él. Para el shkeen es un logro importante el estar en una unión múltiple que funcione bien.
—Y uno de los mayores crímenes shkeen es dejar a otro solo —dijo Gourlay—. Emocionalmente solo. Sin compartir.
Me quedé pensando en ello, mientras Gourlay proseguía. Los shkeen tienen pocos crímenes, decía, en particular crímenes violentos. No hay asesinatos, no hay castigos, no hay prisioneros ni guerras en su larga y vacía historia.
—Son una raza sin asesinos —dijo Valcarenghi—. Lo que puede explicar algo: en la Antigua Tierra, las culturas que tenían la mayor tasa de suicidios a menudo tenían las tasas más bajas de asesinatos. La tasa de suicidios de los shkeen es del cien por ciento.
—Matan animales —dije.
—No son parte de la Unión —contesto Gourlay—. La Unión abarca todo lo que piensa, y sus criaturas no pueden ser muertas. No matan ni shkeen, ni humanos, ni greeshka.
Lya me miró, y luego se dirigió a Gourlay.
—Los greeshka no piensan —dijo—. Traté de leerlos esta mañana y no capté nada más que las mentes de los shkeen que los llevan. Ni siquiera un «sí, estoy vivo».
—Sabemos eso, pero el tema siempre me ha traído de cabeza —dijo Valcarenghi, poniéndose de pie. Fue al bar a por más vino, trajo una botella, y llenó los vasos—. Un parásito carente de mente por completo, pero que esclaviza a una raza inteligente como los shkeen. ¿Por qué?
El nuevo vino era bueno y helado, un camino frío que bajaba por la garganta. Lo bebí, y asentí, recordando el torrente de euforia que nos había invadido más temprano ese mismo día.
—Droga —dije, especulando—. Los greeshka deben producir una droga orgánica de placer. Los shkeen se someten voluntariamente a ellos y mueren contentos. El júbilo es real, creedme. Lo sentimos.
Lyanna tenía dudas, sin embargo, y Gourlay meneó la cabeza con firmeza.
—No, Robb, no es así. Hemos hecho experimentos con los greeshka y…
Debe haberse dado cuenta de mi expresión de sorpresa. Se detuvo.
—¿Qué opinan los shkeen acerca de eso? —pregunté.
—No les dijimos nada. No les hubiera gustado nada. Los greeshka son sólo un animal, pero para ellos es su Dios. No hay que jugar con Dios. Hemos repetido esto durante mucho tiempo, pero cuando se pasó Gustaffson, el viejo Stuart quiso saber. Fueron órdenes suyas. No conseguimos nada. No había evidencias de que hubiese una droga, ni secreciones ni nada. De hecho, los shkeen son la única especie nativa que se somete tan fácilmente. Capturamos un quejador, y lo atamos, y luego dejamos que se adhiriera un greeshka. Unas dos horas más tarde, lo desatamos. El maldito quejador estaba furioso, chirriando y aullando, y atacaba la cosa en su cabeza. Casi se arranca el cráneo a zarpazos antes de desprendérselo.
—Tal vez sólo los shkeen sean susceptibles —dije. Un débil intento.
—No sólo —dijo Valcarenghi con una pequeña y fina sonrisa—. Estamos nosotros.
Lya estaba extrañamente callada en el ascensor. Casi apartada. Supuse que estaría pensando acerca de la conversación. Pero la puerta de nuestra suite apenas acababa de cerrarse detrás nuestro cuando se volvió hacia mí y me rodeó con sus brazos.
Estiré el brazo y le acaricié el pelo, un tanto sorprendido por el gesto.
—¡Eh! —murmuré—. ¿Qué pasa?
Me dirigió su mirada de vampiro, con ojos grandes y frágiles.
—Hazme el amor, Robb —dijo con una suave y súbita urgencia—. Por favor, hazme el amor ahora.
Sonreí, pero era una sonrisa preocupada, no mi habitual lascivia. Lya por lo común se torna traviesa y cruel cuando siente deseo, pero ahora se la veía confusa y vulnerable. Yo no entendía muy bien.
Pero no era la hora de preguntar, y no pregunté nada. Sólo la atraje hacia mí sin decir nada y la besé con fuerza y luego caminamos juntos hasta la cama.
E hicimos el amor, realmente hicimos el amor, más de lo que los pobres normales pueden hacerlo. Unimos nuestros cuerpos en uno, y sentí a Lya tensarse cuando su mente encontró la mía, y mientras nos movíamos juntos yo me iba abriendo a ella, hundiéndome en el torrente del amor, necesidad y miedo que brotaba de ella.
Luego tan rápido como había comenzado, terminó. Su goce me recorrió como una violenta ola roja, y yo me uní a ella en la cresta, y Lya me estrechaba con fuerza mientras sus ojos sé empequeñecían y todo su cuerpo era el que bebía.
Después yacimos en la oscuridad y dejamos que las estrellas de Shkea volcaran su luz tenue a través de la ventana. Lya se acurrucó junto a mí, con su cabeza sobre mi pecho, mientras yo la acariciaba.
—Estuvo bien —dije, con una voz soñolienta, sonriendo en la penumbra.
—Sí —contestó. Su voz era suave y baja, tan baja que apenas si la escuché—. Te amo, Robb —susurró.
—Uh-huh —dije—. Y yo te amo a ti.
Se zafó de mi mano y se desplazó un poco, apoyando su cara en un mano para mirarme y sonreír.
—Lo sé —dijo—. Lo leí. Y tú sabes cuánto te quiero, ¿no es cierto?
Asentí, sonriendo.
—Seguro.
—Tenemos suerte, sabes. Los normales sólo tienen palabras. Pobres normales.
¿Cómo pueden decir, sólo con palabras? ¿Cómo pueden conocer? Siempre están separados uno del otro, tratando de alcanzar al otro y fallando. Aún cuando hacen el amor, aún cuando llegan al clímax, están siempre separados. Deben estar muy solos.
Había algo… preocupante… en eso. Miré a Lya, a sus ojos brillantes y felices, y pensé acerca de ello.
—Puede ser —dije, por fin—. Pero no lo pasan tan mal. No conocen otra manera, y lo intentan, tratan de amar. A veces salvan la distancia.
—«Sólo una mirada y una voz, y luego la oscuridad y el silencio otra vez» —citó Lya, su voz sonó triste y tierna—. ¿Tenemos más suerte, no es así? Tenemos mucho más.
—Tenemos más suerte —repetí. Y me volví para leerla. Su mente era como una neblina de satisfacción, con un toque ligero de solitaria melancolía. Pero había algo más, muy abajo, ya casi retirado, pero aún detectable.
Me senté despacio.
—¡Eh! —dije—. Tú estás preocupada por algo. Y antes, cuanto terminamos, tú estabas asustada. ¿Qué sucede?
—No lo sé, de verdad —dijo ella. Sonaba preocupada y estaba preocupada; pude leerlo—. Estaba asustada, pero no sé por qué. Los Unidos, supongo. Sigo pensando lo mucho que me amaban. No me conocían siquiera, pero me amaban tanto, y comprendían… era casi como lo hacemos nosotros. Y eso… no sé. Me molestaba. Quiero decir, nunca pensé que podría ser amado de esa manera, salvo por ti. Y ellos estaban tan próximos, tan juntos. Sentí como una especie de soledad, al estar sólo cogidos de la mano y hablando. Quería estar cerca tuyo de aquella manera. Después de ver la manera en que ellos compartían todo, estar sola me parecía una especie de vacío. Y me asustaba, ¿sabes?
—Lo sé —dije, tocándola con suavidad, con la mano y la mente—. Comprendo.
Nosotros nos comprendemos el uno al otro. Estamos casi tan juntos como lo están ellos, como nunca pueden estarlo los normales.
Lya asintió, y sonrió y me abrazó. Nos dormimos abrazados.
Nuevos sueños. Pero otra vez, al amanecer, la memoria me los ocultó. Era algo fastidioso. El sueño había sido agradable, cómodo. Lo quería de nuevo, y ni siquiera podía recordar de qué se trataba. El dormitorio, inundado por la ruda luminosidad de la mañana, me parecía oscuro respecto de los esplendores de mi perdida visión.
Lya se despertó después que yo, con dolor de cabeza. Esta vez tenía las pastillas a mano, en la mesita de noche. Tomó una.
—Debe ser el vino shkeen —le dije—. Alguno de sus componentes te afecta el metabolismo.
Sacó una bata nueva y me dijo, ceñuda:
—No. Bebimos Veltaar anoche, ¿recuerdas? Mi padre me dio la primera copa de Veltaar cuando tenía nueve años. Nunca me provocó dolores de cabeza antes.
—¡El primero! —dije, sonriendo.
—No es divertido —dijo ella—. Duele.
Dejé de bromear, y traté de leerla. Ella tenía razón. Toda la frente palpitaba de dolor.
Me retiré rápidamente antes de cogerlo yo también.
—Tienes razón —dije—. Lo siento. Las píldoras se harán cargo del dolor. Mientras tanto tenemos que trabajar.
Lya asintió. Nunca había dejado que algo interfiriera con su trabajo.
El segundo día fue una cacería del hombre. Comenzamos mucho más temprano, después de un breve desayuno con Gourlay, luego cogimos el aerocoche al pie de la Torre. Esta vez no descendimos cuando llegamos a Shkeetown. Queríamos un Unido humano, lo que significaba que teníamos que recorrer mucho terreno. La ciudad era la más grande que hubiese visto nunca, en superficie por lo menos, y los mil y pico cultistas humanos se perdían entre millones de shkeen. Y, de esos humanos, sólo la mitad estaban Unidos ya.
Así que mantuvimos el aerocoche bajo, y zumbamos arriba y abajo por las colinas punteadas de domos como una montaña rusa flotante, causando bastante revuelo en las calles debajo nuestro. Los shkeen habían visto aerocoches antes, claro está, pero todavía era una novedad para algunos, en particular para los chicos, que trataban de correr detrás nuestro cada vez que aparecíamos. También provocamos el pánico de un quejador, que volcó el carro del que tiraba, desparramando la fruta que llevaba. Sentí culpa por ello, de modo que luego mantuve el coche más alto.
Divisamos Unidos por toda la ciudad, cantando, comiendo, caminado y haciendo sonar las campanas, esas eternas campanas de bronce. Pero durante las primeras tres horas, sólo encontramos Unidos shkeen. Lya y yo nos turnábamos para conducir y observar.
Tras la excitación del día anterior, la búsqueda resultaba tediosa y fatigante.
Al fin encontramos algo: un gran grupo de Unidos, unos diez de ellos, reunidos en torno a un carro de pan, detrás de una de las escarpadas colinas. Dos eran más altos que los demás.
Aterrizamos del otro lado de la colina y dimos la vuelta caminando para encontrarlos, dejando nuestro aerocoche rodeado por una multitud de chicos shkeen. Los Unidos todavía estaban comiendo cuando llegamos. Ocho de ellos eran shkeen de varios tamaños y tonalidades, con los greeshka pulsando sobre sus cráneos. Los otros dos eran humanos.
Estos vestían el mismo camisón rojo largo que los shkeen, y llevaban las mismas campanas. Uno de ellos era un hombre grande, con piel floja que pendía en colgajos, como si hubiera perdido mucho peso recientemente. Su pelo era blanco y rizado, su cara estaba surcada por una gran sonrisa y por arrugas alrededor de los ojos. El otro era un tipejo flaco y oscuro con nariz de gancho.
Ambos tenían greeshka succionándoles el cráneo. El parásito que tenía el más flaco era tan sólo un pimpollo, pero el viejo tenía un espécimen señorial que goteaba sobre sus espaldas.
Esta vez, de alguna manera, sí se veía horrible.
Lyanna y yo nos acercamos a ellos, tratando de sonreír, sin leer por lo menos al principio. Ellos sonrieron mientras nos acercábamos. Luego saludaron con la mano.
—Hola —dijo el flaco alegremente cuando estuvimos allí—. Nunca les he visto. ¿Son nuevos en Shkea?
Eso me cogió por sorpresa. Había estado esperando algún tipo de confusa bienvenida mística, o tal vez ninguna bienvenida. Pensaba que los humanos conversos habrían abandonado su humanidad para convertirse en una imitación de los shkeen. Me equivocaba.
—Más o menos —contesté. Y leí al flaco. Estaba genuinamente contento de vernos, y rebosaba de agrado y entusiasmo por nuestra presencia—. He sido contratado para leer gente como ustedes.
Había decidido ser honesto al respecto.
El flaco estiró su sonrisa más allá de lo que yo creía posible.
—Estoy Unido, y feliz —dijo—. Me encantará hablar con ustedes. Mi nombre es Lester Kamenz. ¿Qué quieres saber, hermano?
Lya, junto a mí, se volvía tensa. Decidí dejarla leer en profundidad mientras yo hacía preguntas.
—¿Cuándo se convino al Culto?
—¿Culto? —dijo Kamenz.
—La Unión.
Cabeceó, y me chocó la grotesca similaridad de su gesto con el del anciano shkeen que habíamos visto ayer.
—Siempre he estado en la Unión. Tú estás en la Unión. Todo lo que piensa está en la Unión.
—Algunos no lo sabíamos —dije—. ¿Y usted? ¿Cuándo supo que estaba en la Unión?
—Hace un año, según el tiempo de la Antigua Tierra. Fui admitido a las filas de los Unidos hace tan solo algunas semanas. La primera Unión es un tiempo de júbilo. Estoy jubiloso. Caminaré por las calles y tocaré las campanas hasta la Unión Final.
—¿Qué hacía antes?
—¿Antes? —una mirada vaga—. Operaba una máquina. Trabajé con computadoras, en la Torre. Pero mi vida era vacía, hermano. No sabía que estuviese en la Unión, y me sentía solo. Sólo tenía máquinas, frías máquinas. Ahora estoy Unido. Ahora —buscó las palabras— no estoy solo.
Busqué en él y encontré que la felicidad seguía allí, con amor. Pero ahora tenía un dolor también, una vaga memoria de dolores pasados, el sabor de recuerdos no deseados. ¿Habían desaparecido? Tal vez el presente de greeshka a sus víctimas era el olvido, un dulce descanso y el fin de la lucha. Tal vez. Decidí hacer una prueba.
—Eso que lleva en la cabeza —dije, cortante—. Es un parásito. Está bebiendo su sangre en este preciso momento, alimentándose de ella. Mientras crece, tomará más y más de las cosas que usted necesita para vivir. Por último, comenzará a comer sus tejidos. ¿Comprende? Lo comerá a usted. No sé cuan doloroso sea, pero sea lo que sea que sienta, al final estará muerto. A menos que venga a la Torre ahora, y el cirujano lo extirpe. O acaso usted mismo pueda quitárselo. ¿Por qué no lo intenta? Estire la mano y tire de él. Adelante.
Esperé algo. ¿Qué? ¿Rabia? ¿Horror? ¿Disgusto? No obtuve nada de eso. Kamenz tan solo atiborró de pan su boca y me sonrió, y todo lo que leí era su amor y su júbilo y un poco de pena.
—Los greeshka no matan —dijo, finalmente—. Los greeshka traen júbilo y Unión feliz.
Sólo quienes no tienen greeshka mueren. Están… solos. Solos para siempre.
Algo en su mente tembló con un miedo súbito, pero éste desapareció con rapidez…
Miré a Lya. Estaba rígida y con la mirada fija, todavía leyendo. Me volví y comencé a formular otra frase. Pero de pronto los Unidos empezaron a campanillear. Uno de los shkeen lo inició, moviendo su campana arriba y abajo para producir un único sonido agudo. Después movió la otra mano, después la primera de nuevo, después la segunda, entonces otro Unido se sumó con su campana, luego otro más y pronto estuvieron todos cantando y tañendo, y el sonido de sus campanas se estrellaba contra mis oídos al tiempo que el amor y el sentimiento de las campanas volvía a asaltar mi mente.
Me quedé para saborearlo. Aquí el amor dejaba sin aliento, llenaba de respeto, casi inspiraba miedo por su calor e intensidad, y había tanto que compartir, de que retozar y de que maravillarse, como una tapicería de dulces, calmantes y exhilarantes buenos sentimientos. Algo pasaba con los Unidos cuando hacían sonar las campanas, algo los tocaba y los elevaba y les daba una sensación de vivo placer, algo extraño y glorioso que los meros normales no podían escuchar en su áspera música metalizada. Yo no era un normal, sin embargo. Yo podía escucharlo.
Me retiré con temor, lentamente. Kamenz y el otro humano estaban ahora tocando con vigor, con amplias sonrisas. Lyanna todavía estaba tensa, todavía leía. Su boca estaba entreabierta, y temblaba en su sitio.
La rodeé con mi brazo y esperé, escuchando la música, pacientemente. Lya seguía leyendo. Al cabo de algunos minutos, la sacudí amablemente. Se volvió y me estudió con ojos duros y distantes. Luego pestañeó. Sus ojos se abrieron más y ella volvió, sacudiendo la cabeza y frunciendo el ceño.
Preocupado, miré dentro de su cabeza. Extraño y extranjero. Era una cambiante bruma de emociones, una densa mezcla viviente de sentimientos a los que no intentaría ponerle nombre. Ni bien había entrado que ya me sentía perdido, perdido e incómodo. En alguna parte de esas brumas un abismo sin fondo acechando para tragarme. Por lo menos, así lo sentí.
—Lya —dije—. ¿Algo no va?
Ella sacudió su cabeza de nuevo, y miró hacia los Unidos con una mirada que tenía miedo y nostalgia por partes iguales. Repetí mi pregunta.
—Yo… No sé —dijo—. Robb, por favor, no hablemos ahora. Vámonos de aquí. Quiero tiempo para pensar.
—De acuerdo —dije. ¿Qué estaba sucediendo? La tomé de la mano y caminamos lentamente alrededor de la colina hasta la ladera en la que habíamos dejado el coche. Los chicos shkeen estaban subidos a él, por todas partes. Los alejé, riendo. Lya se quedó allí, con sus ojos idos, muy lejos de mí. Quise leerla, pero de algún modo sentí que sería una invasión de su privacidad.
Una vez en el aire, enfilamos hacia la Torre, volando más alto y más rápido esta vez.
Yo conducía, mientras Lya, sentada junto a mí, miraba a la distancia.
—¿Has obtenido algo útil? —le pregunté, tratando de traerla de nuevo al tema.
—Sí. No. Tal vez —su voz sonaba distraída, como si sólo una parte de ella me estuviese hablando—. Leí sus vidas, las de las dos. Kamenz era un operador de computadoras, como dijo. Pero no era muy bueno. Un feo hombrecito con una fea personalidad, sin amigos, sin sexo, sin nada. Vivía por sí mismo, evitaba a los shkeen, no le gustaban nada. En realidad, no le gustaba la gente. Pero de algún modo Gustaffson llegó hasta él. Ignoró la frialdad de Kamenz, sus salidas amargas, sus bromas crueles. No le respondió, ¿sabes? Luego de un tiempo, a Kamenz comenzó a gustarle Gustaffson, a admirarlo. Nunca fueron amigos en un sentido normal, pero Gustaffson fue lo más cercano a un amigo que tuvo Kamenz.
De pronto se detuvo.
—¿Así es que se pasó junto con Gustaffson? —interrumpí, mirándola fugazmente. Sus ojos todavía vagaban.
—No, no al principio. Él todavía sentía miedo, todavía le inspiraban temor los shkeen y terror los greeshka. Pero más tarde, cuando Gustaffson se marchó, comenzó a darse cuenta de cuan vacía era su vida. Trabajó todo el día con gente que lo despreciaba y máquinas que no sentían, luego se quedaba solo a la noche, leyendo o viendo los holoshows. No era vida, realmente. Apenas si tocaba a la gente a su alrededor. Al fin fue a ver a Gustaffson, y terminó convirtiéndose. Ahora…
—¿Ahora…?
Ella hesitó.
—Es feliz, Robb —dijo—. Realmente lo es. Por primera vez en su vida, es feliz. Nunca había conocido el amor antes. Ahora el amor lo llena.
—Has visto mucho —le dije.
—Sí —todavía la voz distraída, los ojos perdidos—. Estaba como abierto. Había niveles, pero escarbar en ellos no era tan duro como lo es habitualmente. Como si sus barreras se estuviesen debilitando, haciéndose casi…
—¿Y el otro tipo?
Lya golpeó el panel de los instrumentos, mirando únicamente su mano.
—¿Ése? Era Gustaffson…
Y eso, de pronto, pareció despertarla, devolverla a la Lya que yo conocía y amaba.
Sacudió la cabeza y me miró, y la voz sin vida se tornó; un animado torrente de palabras.
—Robb, escucha, ése era Gustaffson, fue Unido hace ya un año, y marcha hacia la Unión Final en una semana más. Greeshka lo ha aceptado, y él quiere hacerlo, ¿sabes?
Lo quiere de verdad, y… y… oh, Robb, ¡se está muriendo!
—Dentro de una semana, por lo que has dicho.
—No, no quiero decir eso, es decir: la Unión Final no es la muerte, para él. Él cree, cree todo lo de la religión. Greeshka es su Dios, y va a unirse a él. Pero antes, y ahora, se estaba muriendo. Tenía la Plaga Lenta, Robb. Un caso mortal. Lo ha estado comiendo desde el interior durante quince años. La cogió en Pesadilla, en los pantanos, cuando murió su familia. Ése no es un planeta para la gente, pero él estaba allí, como administrador en una base experimental, una tarea a corto plazo. Vivían en Thor; era sólo una visita, pero la nave se estrelló. Gustaffson perdió la cabeza y trató de alcanzarlos antes que la nave se hundiera, pero cogió una cubierta personal fallada, y las esporas penetraron al interior. Estaban todos muertos cuando llegó. Sintió un dolor muy grande, Robb. Por la Plaga Lenta, pero más por la pérdida. Él los amaba de verdad, y nunca fue el mismo otra vez. Le dieron Shkea como una recompensa, como para que se sacara de la cabeza la idea del accidente, pero él seguía pensando en lo mismo todo el tiempo. Me imagino la situación, Robb. Era vívido. No podía olvidarlo. Los niños estaban en la nave, a salvo, pero el sistema de emergencia falló y los precipitó a la muerte. Pero su mujer… oh, Robb… se enfundó unas cubiertas y trató de ir a buscar ayuda, y afuera esas cosas, esas culebras que hay en Pesadilla, ¿cómo se llaman…?
Tragué con fuerza, sintiéndome un poco mal.
—Los gusanos-devoradores —dije, sin ganas. Había leído algo acerca de ellos, y visto imágenes. Podía ver la escena que Lya había leído en la memoria de Gustaffson, y no era nada agradable. Me alegré por no tener su Talento.
—Estaban todavía… todavía… cuando Gustaffson llegó allí, sabes, y los mató con una pistola de rayos.
—No creí que pasaran cosas como ésa en la realidad.
—No —dijo Lya—. Tampoco Gustaffson. Habían sido tan, tan felices antes de eso, antes de lo que pasó en Pesadilla. Él la amaba, y estaban muy unidos, y su carrera parecía encantada. Él no tenía por qué haber ido a Pesadilla. Lo aceptó porque era un reto, porque nadie había podido con aquello. Esto lo corroe también. Y lo recuerda siempre. Él, ellos… —su voz vaciló— pensaban que tenían suerte —dijo, antes de quedarse callada.
No había nada que comentar al respecto. No dije nada, tan solo me ocupé del volante, pensando, sintiendo una aguada versión de lo que debía haber sido el dolor de Gustaffson. Luego de un rato, Lya volvió a hablar.
—Todo estaba allí, Robb —dijo, y su voz era más suave, lenta, y profunda de nuevo—. Pero estaba en paz. Todavía recordaba todo, y la manera en que lo había afectado, pero no le molestaba como lo había hecho antes. Sólo que ahora lamentaba que no estuviesen con él. Le apenaba que muriesen sin Unión Final. Casi como la mujer shkeen, ¿recuerdas? La del Encuentro, con su hermano…
—Lo recuerdo —dije.
—Así. Su mente también estaba abierta. Más que la de Kamenz, mucho más. Cuando campanilleaba, los niveles desaparecían, y todo ascendía a la superficie, todo el amor y el dolor, todo. Su vida entera, Robb. Compartí su vida entera con él, en un instante. Todos sus; pensamientos, también… ha visto las cavernas de la Unión… bajó allí, antes que se convirtiera. Y yo…
Más silencio, volcándose sobre nosotros y oscureciendo el coche. Nos acercábamos al límite de Shkeentown. La Torre se recortaba en el cielo delante nuestro, brillando al sol.
Las cúpulas y arcadas de la reluciente ciudad humana empezaban a dejarse ver.
—Robb —dijo Lya—. Para aquí. Quiero pensar un momento. ¡Vuelve sin mí. Quiero caminar un rato entre los shkeen!
La miré, frunciendo el ceño.
—¿Caminar? Hay un largo trecho hasta la Torre, Lya.
—Todo irá bien. Por favor, sólo quiero pensar un poco…
La leí. La niebla mental había vuelto, más densa que nunca, entrelazada con los colores del miedo.
—¿Estás segura? —dije—. Estás asustada, Lyanna. ¿Por qué? ¿Qué sucede? Los gusanos-devoradores están muy lejos.
Me miró, confusa.
—Por favor, Robb —repitió.
No sabía qué otra cosa hacer, así es que descendí.
Yo también pensé, mientras conducía de vuelta a casa. Acerca de lo que había dicho Lyanna, y leído, de Kamenz y Gustaffson. Me concentré en el problema que nos habían asignado para resolver. Traté de mantener a Lya aparte de él, y fuese lo que fuese que la molestara. Eso se resolvería por sí mismo, pensé.
De vuelta en la Torre, no perdí el tiempo. Fui directamente a la oficina de Valcarenghi.
Estaba solo, dictando a una máquina. La apagó cuando entré.
—Hola, Robb —dijo—. ¿Dónde está Lya?
—Allí fuera, caminando. Quería pensar. Yo también estuve pensando. Creo que tengo la respuesta.
Levantó las cejas, esperando.
Me senté.
—Encontramos a Gustaffson esta tarde, y Lya lo leyó. Creo que es evidente por qué se pasó. Era un hombre destrozado, en su interior, no importa cuánto sonriera. Greeshka le dio un fin a su dolor. Y había otro converso con él, un tal Lester Kamenz. Él también había sido muy miserable, un hombre patético y solitario que no tenía nada por lo cual vivir.
¿Por qué no se convertiría? Compruébelo en los otros conversos, y estoy seguro que hallará una regla. Los más perdidos y vulnerables, los fracasados, los aislados: ésos son los que se dirigirán a la Unión.
Valcarenghi asintió.
—De acuerdo, aceptaré eso —dijo—. Pero nuestros psicos adivinaron eso hace ya mucho tiempo, Robb. Sólo que no es una respuesta, no en realidad. Claro que los conversos en su conjunto han sido gente desorientada, no le discuto eso. Pero ¿por qué se orientaron hacia el Culto de la Unión? Los psicos no pueden responder a eso. Tome el caso de Gustaffson. Era un hombre fuerte, créame. Nunca lo conocí personalmente, pero conocía su historial. Tuvo algunos destinos duros, en general, a solicitud suya, y los dominó. Podría haber elegido la comodidad, pero no le interesaba. He sabido del incidente en Pesadilla. Es famoso, en un sentido deformado. Pero Phil Gustaffson no era el tipo de hombre que se deja vencer, ni aun por una cosa semejante. Se lo quitó de encima con bastante rapidez, por lo que me dijo Nelse. Vino a Shkea y puso las cosas en orden, aclarando el lío que había dejado Rockwood. Estableció el primer contrato de comercio de verdad que hayamos hecho, y consiguió que los shkeen comprendiesen lo que significaba, lo cual no es fácil. De modo que allí está, este hombre competente y de talento, que ha hecho carrera enfrentándose a duras tareas y organizando a los hombres.
Ha pasado por una pesadilla personal que no lo ha destruido. Está tan firme como siempre. Y de pronto se vuelve hacia el Culto de la Unión, poniendo su firma para el más grotesco suicidio. ¿Por qué? ¿Para terminar con el dolor, dice usted? Una teoría interesante, pero hay otras formas de terminar con el dolor. Gustaffson tuvo años entre Pesadilla y los greeshka. Nunca escapó del dolor. No se volvió hacia el alcohol, ni hacia las drogas, ni hacia ninguna de las salidas habituales. No se dirigió hacia la Antigua Tierra para que un psi-psico le borrara los recuerdos, y créame, se lo hubieran pagado, si hubiese querido. La oficina colonial hubiera hecho cualquier cosa por él, después de lo de Pesadilla. Él continuó, se tragó el dolor, se reconstruyó. Hasta que de pronto se convierte.
Su dolor lo hizo más vulnerable, si, no hay duda de ello. Pero algo más lo llevó, algo que le ofrecía la Unión, algo que no podía obtener del vino o de la eliminación de recuerdos.
Lo mismo vale para Kamenz, y los otros. Tenían otras salidas, otras maneras de decir no a la vida. No se detuvieron en ellas. Pero eligieron la Unión. ¿Entiende hacia dónde voy?
Entendía, por supuesto. Mi respuesta no era tal y me daba cuenta de ello.
—Sí —dije—. Entiendo que todavía tenemos que seguir leyendo —sonreí—. Hay una cosa, sin embargo. Gustaffson no había derrotado a su dolor, nunca. Lya fue muy clara al respecto. Estaba dentro de él todo el tiempo, atormentándolo. Sólo que nunca lo dejó aflorar.
—Eso es una victoria, ¿no es así? —dijo Valcarenghi—. Si uno entierra sus sufrimientos tan profundo que nadie puede darse cuenta…
—No lo sé. No pienso así. Pero… de todas formas, había más. Gustaffson tenía la Plaga Lenta. Está muriéndose. Se ha estado muriendo durante años.
La expresión de Valcarenghi se transformó por un instante.
—No lo sabía, pero reafirma mi posición. He leído que el ochenta por ciento de las víctimas de la Plaga Lenta optan por la eutanasia, si se hallan en un planeta donde ésta es legal. Gustaffson era un administrador planetario, podría haberla legalizado aquí. Si prescindió del suicidio durante todos esos años, ¿por qué habría de escogerlo ahora?
No tenía respuesta para eso. Lyanna no me había dado una, si es que la tenía.
Tampoco sabía dónde podríamos encontrarla, a menos que…
—Las cavernas —dije, de pronto—. Las cavernas de la Unión. Tenemos que ir a presenciar una Unión Final. Debe haber algo allí, algo que importa para la conversión.
Dennos la oportunidad de descubrir qué hay allí.
Valcarenghi sonrió.
—De acuerdo —dijo—. Puedo arreglarlo. Esperaba que plantearan eso. No es agradable, sin embargo. Se lo prevengo. Yo mismo he estado, y sé lo que le digo.
—Está bien —le dije—. Si cree que leer a Gustaffson fue divertido, debería haber visto a Lya cuando lo hacía. Ahora está tratando de despejarse. —Eso, había concluido, debía ser lo que la molestaba—. La Unión Final no debe ser peor que los recuerdos de Pesadilla, estoy seguro de ello.
—Muy bien, entonces. Lo arreglaré para mañana. Iré con ustedes, claro está. No quiero correr el riesgo de que les pase algo.
Asentí. Valcarenghi se puso de pie.
—Quedamos así —dijo—. Mientras tanto ¿tiene algún plan para la cena?
Nos enrollamos comiendo en un falso restaurante shkeen, llevado por humanos, en compañía de Gourlay y de Laurie Blackburn. La conversación fue sobre tópicos sociales: deporte, política, arte, viejos chistes y ese tipo de cosas. Creo que no hubo ni una mención a los shkeen o los greeshka en toda la noche.
Más tarde, cuando volvimos a la suite, encontré a Lyanna esperándome. Estaba en la cama, leyendo un libro de poemas de la Antigua Tierra. Me miró cuando entré.
—Hola —dije—, ¿cómo fue el paseo?
—Largo —una sonrisa arrugó su pequeña y pálida cara, y luego desapareció—. Pero tuve tiempo de pensar. Acerca de esta tarde, de ayer, de los Unidos. Y de nosotros.
—¿Nosotros?
—Robb, ¿me amas? —la pregunta surgió como al pasar, en un tono lleno de dudas.
Como si no supiera. Como si de verdad no supiera.
Me senté en la cama y cogí su mano y traté de sonreír.
—Seguro —dije—. Tú sabes eso.
—Lo sabía. Lo sé. Tú me amas, Robb, de verdad me amas. Tanto como un ser humano puede amar. Pero… —se detuvo. Sacudió la cabeza y suspiró, cerrando el libro—. Todavía estamos separados, Robb. Todavía estamos separados.
—¿De qué estás hablando?
—Esta tarde. Me sentí tan confundida, tan asustada. No estaba segura de por qué, pero he pensado acerca de ello. Cuando leía, Robb, yo estaba allí, con los Unidos, compartiendo su amor con ellos. Lo estaba de verdad. No quería salir de ellos, Robb.
Cuando lo hice, me sentí aislada, sola.
—Es culpa tuya —le dije—. Traté de hablar contigo. Pero estabas muy ocupada pensando.
—¿Hablar? ¿Para qué sirve hablar? Es comunicar, supongo, pero, ¿lo es de verdad?
Antes pensaba que sí, antes que entrenaran mi Talento. Luego de eso, la verdadera comunicación parecía ser leer; la manera real de llegar a otra persona, a alguien como tú.
Pero ahora no lo sé. Los Unidos, cuando tañen sus campanas, están tan juntos, Robb.
Todos vinculados. Como nosotros cuando hacemos el amor, casi. Y se aman recíprocamente, también. Y nos aman a nosotros, tan intensamente… Yo siento… no sé.
Pero Gustaffson me ama tanto como tú. No. Me ama mucho más.
Su rostro estaba blanco cuando dijo esto, sus ojos grandes, perdidos, solitarios. Yo sentí un súbito escalofrío, como un viento helado que soplara a través de mi alma. No dije nada. Sólo la miré, y me mojé los labios. Y sangré.
Ella vio el dolor en mis ojos, creo. O lo leyó. Su mano golpeó la mía, la acarició.
—Oh, Robb. Por favor. No quería herirte. No se trata de ti. Sino de todos nosotros.
¿Qué es lo que tenemos, comparado con ellos?
—No sé de qué estás hablando, Lya. —Una mitad mía quiso de pronto gritar. Mantuve unidas ambas partes y mi voz, estable. Pero por dentro no me sentía estable, no estaba para nada estable.
—¿Me amas, Robb? —otra vez, preguntándose.
—¡Sí! —dije ferozmente. Era un desafío.
—¿Qué significa eso? —dijo ella.
—Sabes lo que significa —dije—. Por amor de Dios, Lya, ¡piensa! Recuerda todo lo que hemos tenido, todo lo que hemos compartido. Eso es el amor, Lya. Es eso. Somos los afortunados, ¿recuerdas? Tú lo dijiste. Los normales sólo tienen un roce y una voz, y luego vuelven a su oscuridad. Apenas si pueden encontrarse. Están solos. Siempre.
Yendo a tientas. Intentándolo, una y otra vez; tratando de salir de sus pozos de aislamiento, y fracasando, una y otra vez. Pero nosotros no, hemos encontrado la manera, nos conocemos tanto como haya podido hacerlo un ser humano. No hay nada que no te diga o comparta contigo. Lo he dicho antes, y sabes que es verdad, lo puedes leer en mí. Eso es amor, santo cielo. ¿No es así?
—No lo sé —dijo, con triste desconcierto. Y se puso a llorar en silencio. Y mientras las lágrimas corrían solitarias por sus mejillas, siguió hablando—: Tal vez sea amor. Siempre pensé que era así. Pero ahora no lo sé. Si lo que sentimos es amor, ¿qué es lo que sentí esta tarde, cuando me conmoví y compartí algo? Oh, Robb, yo también te amo. Lo sabes.
Trato de compartir todo contigo. Quiero compartir lo que leí, cómo lo vi. Pero no puedo.
Estamos separados. No te puedo hacer entender. Estoy aquí y tú estás allí y podemos tocarnos y hacer el amor y conversar, pero seguimos apartados. ¿Lo ves? ¿Lo ves? Estoy sola. Y esta tarde, no lo estaba.
—Tú no estás sola, maldita sea —dije de pronto—. Yo estoy aquí —apreté su mano con firmeza—. ¿Sientes, escuchas? ¡No estás sola!
Ella sacudió la cabeza, y acudieron las lágrimas.
—Tú no lo entiendes, ¿lo ves? Y no hay manera de que te pueda explicar. Has dicho que nos conocemos tanto como cualquier humano haya podido nunca. Tienes razón.
¿Pero cuánto pueden los seres humanos conocer del otro? ¿No están todos aislados, en realidad? ¿Cada uno en un universo oscuro y vacío? Nos engañamos a nosotros mismos cuando pensamos que ahí fuera hay alguien. Al final, en el frío y solitario final, estamos sólo nosotros, por nosotros mismos, en la oscuridad. ¿Estás ahí, Robb? ¿Cómo puedo saberlo? ¿Morirás conmigo, Robb? ¿Estaremos juntos entonces? ¿Estamos juntos ahora? Tú has dicho que éramos más afortunados que los normales. Yo también lo dije.
Ellos sólo tienen un roce y una voz, de acuerdo. Un roce y dos voces, en el mejor de los casos. Ya no es suficiente. Estoy asustada. De pronto estoy asustada.
Comenzó a sollozar. De manera instintiva tendí mis brazos hacia ella, la abracé y la acaricié. Nos recostamos juntos y ella lloró sobre mí pecho. La leí, brevemente, y leí su pena, su súbita soledad, su hambre, todo entremezclado en una oscura tormenta de miedo. Y, aunque la tocaba y la acariciaba y susurraba, una y otra vez, que todo saldría bien, que yo estaba allí, que no estaba sola, sabía que no era bastante. De repente había un foso entre nosotros dos, algo oscuro y con grandes fauces que crecía y crecía, y yo no sabía cómo superarlo. Y Lya, mi Lya, estaba llorando, y me necesitaba. Y yo la necesitaba, pero no podía llegar a ella.
Entonces me di cuenta que yo también estaba llorando.
Estuvimos así abrazados, con las lágrimas silentes en los ojos, durante lo que debe haber sido una hora. Pero por fin las lágrimas dejaron de correr. Lya se acurrucó contra mí con fuerza, tan fuerte que apenas podía respirar, y yo la abracé con la misma intensidad.
—Robb —dijo, en un susurro—. Tú dijiste… que nosotros nos conocíamos bien de verdad. Lo has dicho muchas veces. Y has dicho, a veces, que estoy bien para ti, que soy perfecta.
Asentí, queriendo creer.
—Sí. Sí lo eres.
—No —dijo ella, forzando las palabras hacia fuera, al aire, luchando consigo misma para decirlas—. No es así. Te he leído, sí. Puedo escuchar las palabras dando vueltas alrededor de tu cabeza mientras compones una frase antes de decirla. Y he escuchado como te reprochabas cuando habías hecho algo estúpido. Y veo recuerdos, algunos recuerdos, y vivo contigo a través de ellos. Pero todo sucede en la superficie, Robb. Por debajo, hay más, más de ti. Huidizos pensamientos a medio hacer que no consigo atrapar. Sentimientos para los cuales no tengo nombre. Pasiones que suprimes, y recuerdos que ni siquiera sabes que tienes. A veces llego a esos niveles. A veces. Si realmente lucho, si me agoto hasta quedar exhausta. Pero cuando llego allí, yo sé, yo sé… que hay otro nivel por debajo de ése. Y más y más, cada vez más abajo. No puedo llegar a ellos, Robb, aunque formen parte de ti. No te conozco. No puedo conocerte. Tú ni siquiera te conoces, ¿te das cuenta? Y a mí, ¿me conoces? No. Aún menos. Sabes lo que te digo, y te digo la verdad, pero quizás no toda. Y tú lees mis sentimientos, mis sentimientos de superficie: el dolor de un tobillo doblado, un relámpago de descontento, el placer que me da tenerte dentro mío. ¿Quiere decir eso que me conozcas? ¿Qué pasa con mis niveles? ¿Qué hay de las cosas que ni yo misma sé? ¿Las conoces tú? ¿Cómo, Robb, cómo? —Sacudió nuevamente la cabeza, con ese cómico gesto que tenía cuando estaba, confundida—. Y tú dices que soy perfecta, y que me amas. Que estoy bien para ti.
Pero, ¿lo soy? Robb, yo leo tus pensamientos. Sé cuando quieres que sea sexy, y así soy sexy. Veo lo que te excita, y lo hago. Sé cuando quieres que esté seria, y cuando quieres que bromee. Sé qué clase de chistes debo contarte, también. Nunca los incisivos, no te gusta eso, herir o ver herida a la gente. Tú te ríes con la gente y no de ellos, y yo río contigo, y te quiero por tus gustos. Sé cuando quieres que hable y cuando que me calle.
Sé cuando quieres que sea tu tigresa orgullosa, tu telépata leonada, y cuando quieres una niña pequeña para cobijar en tus brazos. Y yo soy esas cosas, Robb, porque tú quieres que lo sea, porque te quiero, porque puedo sentir el júbilo en tu mente ante cada cosa bien que hago. Nunca pensé en montarlo de esa manera, pero sucedió así. No me importaba. No me importa. La mayor parte del tiempo no era ni siquiera consciente. Tú haces lo mismo. Lo leo en ti. Tú no puedes leer como yo, a veces te equivocas: te haces el ingenioso cuando deseo una comprensión silenciosa, o actúas como el hombre fuerte cuando necesito un niño para hacer de madre. Pero a veces también la aciertas. Y tú siempre lo intentas, siempre. Pero, ¿eres realmente tú? ¿Soy realmente yo? ¿Qué sucedería si no fuese perfecta, si fuese tan sólo yo, con todas mis fallas y con las cosas que no te gustan a la vista? ¿Me amarías entonces? No lo sé. Pero Gustaffson sí, y Kamenz. Eso lo sé, Robb. Lo vi. Los conozco. Sus niveles… no existían. Los CONOZCO, y si volviera allí podría compartir con ellos más que contigo. Y ellos me conocen, mi verdadero ser, toda yo, creo. Y me aman, ¿lo ves?, ¿lo ves?
¿Lo veía? No lo sé. Estaba confundido. ¿Podría amar a Lya si ella fuera «ella misma»?
¿Pero, qué era «ella misma»? ¿En qué difería de la Lya que yo conocía? No lo sabía. Yo pensaba que amaba a Lya y que siempre la amaría, pero ¿qué si la Lya real no fuera mi Lya? ¿Qué había amado? ¿Él extraño concepto abstracto de un ser humano, o la carne, la voz y la personalidad que yo creía de Lya? No lo sabía. No sabía quién era Lya, ni quién era yo, ni qué significaba todo eso. Y estaba asustado.
Quizás yo no pudiera sentir lo que ella había sentido esa tarde. Pero yo sabía lo que estaba sintiendo entonces. Estaba sola, y necesitaba a alguien.
—Lya —dije—. Lya, intentémoslo. No nos demos por vencidos. Podemos llegar al otro.
Hay un camino, el nuestro. Lo hemos hecho antes. Ven, Lya, ven conmigo, ven a mí.
Mientras hablaba, la desvestía, y ella respondió y sus manos me ayudaron. Cuando estuvimos desnudos, comencé a acariciarla, lentamente, y ella a mí. Luego nuestras mentes se alargaron hacia el otro. Nos alcanzamos y sondeamos como nunca antes. Yo podía sentirla, dentro de mi cabeza, escarbando. Más y más hondo. Abajo. Y yo me abría a ella, me rendía, le entregaba todos los pequeños secretos que siempre había mantenido fuera de su alcance, o lo intentaba, ahora le ofrendaba todo lo que podía recordar, mis triunfos y mis vergüenzas, los buenos momentos y el dolor, las ocasiones en que herí a alguien, las ocasiones en que fui herido, las largas sesiones de llanto por mí mismo, los miedos que no admitía, los prejuicios que combatía, las vanidades que perseguí cuando el tiempo urgía, los tontos pecados de muchacho. Todo. Cada uno. No enterré nada. No escondí nada. Me abrí a ella, a Lya, a mi Lya. Ella tenía que conocerme.
Y así, ella también bajó las barreras. Su mente era un bosque a través del cual yo rugía, cazando briznas de emoción; el miedo, la necesidad y el amor encima, las cosas más pálidas debajo, los caprichos y las pasiones apenas delineados aún más abajo en la maraña. Yo no tengo el Talento de Lya, sólo leo sentimientos, nunca pensamientos. Pero esa vez leí pensamientos, por primera y única vez. Pensamientos que ella me arrojaba porque nunca los había visto antes. No podía leer mucho, pero algo capté.
Y mientras su mente se abría a la mía, su cuerpo hacía lo propio. La penetré, y nos movimos juntos, los cuerpos en uno, las mentes enlazadas, tan juntos como pueden estarlo los humanos. Sentí el placer recorrerme en oleadas gloriosas, mi placer, su placer, ambos juntos construyendo en el otro, y cabalgué sobre la cresta una eternidad mientras se aproximaba a una orilla distante. Y al final se estrelló contra esa playa, terminamos juntos, y durante un segundo, un frágil y veloz segundo, no pude distinguir cuál era mi orgasmo, y cuál el suyo.
Pero luego pasó. Yacimos, los cuerpos enlazados, en la cama. A la luz de las estrellas.
Pero no era una cama. Era la playa, la achatada playa negra, y no había estrellas arriba.
Un pensamiento me alcanzó, un pensamiento errante que no era mío. Era de Lya.
Estábamos en un llano, ella pensaba, y vi que tenía razón. Las aguas que nos llevaron hasta allí se han ido, han retrocedido. Sólo hay una vasta y chata oscuridad que se cierra por todas partes, con débiles sombras siniestras moviéndose en el horizonte. Estamos aquí como en una llanura misteriosa, pensó Lya. Y de pronto supe qué eran esas sombras, y qué poema había estado leyendo ella.
Nos dormimos.
Me desperté solo.
El cuarto estaba oscuro. Lya yacía en el otro costado de la cama, en un ovillo, durmiendo todavía. Era tarde, casi el amanecer, pensé. Pero no estaba seguro. Estaba inquieto.
Me levanté y me vestí en silencio. Necesitaba caminar, pensar, elaborar las cosas. ¿A dónde ir?
Había una llave en mi bolsillo. La toqué cuando me puse la túnica encima, y recordé.
La oficina de Valcarenghi. Estaría cerrada y desierta a esta hora de la noche. Y la vista me ayudaría a pensar.
Me fui, llegué a los tubos y subí, subí, subí hasta la cumbre de la Torre, el tope del desafío de acero humano a los shkeen. La oficina tenía las luces apagadas, y los muebles dibujaban formas oscuras en las sombras. Sólo había la luz de las estrellas. Shkea está más cerca del centro galáctico que la Antigua Tierra, o que Baldur. Las estrellas eran como un dosel ardiente a lo largo del cielo nocturno. Algunas de ellas están muy próximas, y arden como fuegos rojos y azules en la impresionante oscuridad celeste. En la oficina de Valcarenghi, todas las paredes eran de vidrio. Fui hacia una de ellas, y miré.
No pensaba. Sólo sentía. Me sentía frío, perdido y pequeño.
Entonces escuché una voz suave que me saludaba. Apenas la escuché.
Me di vuelta, alejándome de la ventana, pero otras estrellas saltaron hacia mí desde las otras ventanas. Laurie Blackburn estaba sentada en una de las sillas bajas, oculta por la oscuridad.
—Hola —dije—. No quería molestar. Pensé que no habría nadie aquí.
Ella sonrió. Una sonrisa radiante en un rostro radiante, pero sin humor. Su cabello caía en oleadas castañas más abajo de sus hombros, y vestía un camisón largo de gasa.
Podía ver sus suaves formas a través de los pliegues, y ella no hizo ningún esfuerzo para cubrirse.
—Vengo aquí a menudo —dijo—. De noche, por lo común. Cuando Dino duerme. Es un buen sitio para pensar.
—Sí —dije, sonriendo—. Lo mismo creo yo.
—Las estrellas son hermosas, ¿no es así?
—Sí.
—Para mí también. Yo… —hesitó. Luego se levantó y se acercó—. ¿Amas a Lya? —dijo.
Terrible pregunta. De una dudosa oportunidad. Pero la manejé bien, según creo. Mis pensamientos seguían en la conversación con Lya.
—Sí —dije—. Mucho. ¿Por qué?
Estaba parada junto a mí, mirándome a la cara, y detrás mío, a las estrellas.
—No sé. Me pregunto acerca del amor, a veces. Amo a Dino, sabes. Llegó aquí hace sólo dos meses, así es que no nos hemos conocido mucho. Pero ya lo amo. No he conocido a nadie como él. Es bueno, y considerado, y lo hace todo bien. Nunca lo he visto fallar en algo que intentara. Sin embargo no parece creído, como otros hombres. Te gana con tanta facilidad. Cree en sí mismo, y eso resulta atractivo. Me ha dado todo lo que podía pedirle, todo.
La leí. Capté su amor y su preocupación, e hice una conjetura:
—Excepto él mismo —dije.
—Olvidé que eras un Talento. Claro que lo sabes. Tienes razón. No sé por qué me preocupo, pero me preocupo. Dino es tan perfecto, sabes. Le he contado, bueno, todo.
Todo acerca de mí y de mi vida. Y él escucha y comprende. Es siempre tan receptivo, está allí cuando lo necesito. Pero…
—Todo va en una dirección —dije. Era una afirmación. Yo sabía.
Ella asintió.
—No es que guarde secretos. No lo hace. Él responde cualquier pregunta que le haga.
Pero las respuestas no significan nada. Le pregunto qué teme, y él dice nada, y hace que le crea. Es muy racional, muy calmo. Nunca se enoja, nunca se enojó. Le he preguntado.
No odia a nadie, piensa que el odio es malo. Nunca ha sentido dolor tampoco, o por lo menos dice que no lo ha hecho. Dolor espiritual, quiero decir. Sin embargo me comprende cuando hablo acerca de mi vida. Una vez dijo que su mayor defecto era la pereza. Pero no es perezoso, lo sé. ¿Es tan perfecto como parece? Me dice que siempre está seguro de sí mismo, porque sabe que está en lo cierto, pero sonríe cuando lo dice, de modo que ni siquiera puedo acusarlo de ser vano. Dice que cree en Dios, pero nunca habla al respecto. Si uno trata de hablar seriamente, él escucha con atención, o bromea, o dirige la conversación hacia otro tema. Dice que me ama, pero…
Asentí. Sabía lo que venía.
Y vino. Me miró con ojos suplicantes.
—Tú eres un Talento —dijo—. Lo has leído, ¿verdad? ¿Lo conoces? Dime. Dímelo por favor.
La estaba leyendo. Podía ver cuánto necesitaba saber eso, cuánto le preocupaba y temía, cuánto amaba. No podía mentirle. Sin embargo, era duro tener que darle la respuesta que pedía.
—Lo he leído —dije. Lentamente. Con cuidado. Midiendo mis palabras como un fluido precioso—. Y a ti también. Vi tu amor, la primera noche, cuando cenamos juntos.
—¿Y Dino?
Las palabras se trabaron en mi garganta.
—Él es… curioso, dijo Lya una vez. Puedo leer sus emociones de superficie con bastante facilidad. Debajo de ellas, nada. Es muy autocontrolado, tapiado por dentro. Casi como si sus emociones fueran las únicas que se permitiera sentir. He sentido su confianza, su placer. Lo he sentido preocuparse, pero nunca sentir miedo. Te tiene mucha afición, quiere protegerte.
—¿Eso es todo?
Como era de esperarse. Dolió.
—Me temo que sí. Está cerrado, Laurie. Se necesita a sí mismo. Sólo a sí mismo. Si hay amor en él, es detrás de esa pared, oculto. No puedo leerlo. Piensa mucho en ti, Laurie. Pero amor, bueno, eso es distinto. Eso es más fuerte y menos razonado y llega en torrentes imparables. Y Dino no es así, por lo menos hasta dónde puedo leerlo.
—Cerrado —dijo—. Está cerrado a mí. Yo me abrí totalmente a él. Él no. Siempre tuve ese miedo, incluso cuando estaba conmigo; a veces sentía que él no estaba allí para nada…
Sollozó. Leí su desesperanza, su total soledad. No sabía qué hacer.
—Llora si quieres —le dije, inútilmente—. A veces ayuda. Lo sé. He llorado bastante en un tiempo.
Ella no lloró. Miró hacia arriba, y rió ligeramente.
—No —dijo—. No puedo. Dino me enseñó a no llorar nunca. Dijo que las lágrimas no resuelven nada.
Una triste filosofía. Las lágrimas no resuelven nada, tal vez, pero son parte del ser humano. Quería decirle eso, pero en lugar de eso le sonreí.
Ella me devolvió la sonrisa, y ladeó la cabeza.
—Tú lloras —dijo de pronto, con una voz extrañamente encantada—. Es gracioso. Es un reconocimiento mayor que el que haya escuchado de Dino nunca. Gracias, Robb.
Gracias.
Y Laurie seguía sobre la punta de sus pies y mirando, expectante. Pude leer lo que esperaba, de modo que la tomé y la besé, y ella apretó su cuerpo fuerte contra el mío. Y todo el tiempo yo pensaba en Lya, diciéndome que no le importaría, que estaría orgullosa de mí, que comprendería.
Después me quedé solo en la oficina para ver el amanecer. Estaba agotado, pero contento. La luz que avanzaba lentamente desde el horizonte cazaba las sombras a su paso, y todos los miedos que parecían tan amenazadores durante la noche se veían tontos, irracionales. Los hemos superado, pensé. Lya y yo. Lo que fuera, lo hemos dominado, y hoy dominaremos a Greeshka con la misma facilidad, juntos.
Cuando volví al cuarto, Lya se había marchado.
—Encontramos el aerocoche en medio de Shkeentown —estaba diciendo Valcarenghi. Era calmo, preciso, tranquilizador. Su voz me decía, sin palabras, que no había nada de qué preocuparse—. Tengo a mis hombres buscándola. Pero Shkeentown es un lugar grande. ¿Tienes alguna idea de a dónde puede haber ido?
—No —dije, desganado—. No realmente. Tal ver a ver a otros Unidos. Ella parecía… bueno, casi obsesionada por ellos. No lo sé.
—Bueno, tenemos una buena fuerza de policía. La encontraremos, estoy seguro de eso. Pero puede tardar un poco. ¿Tuvieron alguna pelea?
—Sí. No. Una especie de pelea, pero no de verdad. Fue extraño.
—Ya veo —dijo. Pero no lo veía—. Laurie me dijo que te vio aquí anoche, solo.
—Sí. Necesitaba pensar.
—De acuerdo —dijo Valcarenghi—. Así es que digamos que Lya se despertó, y decidió que ella también quería pensar. Tú viniste aquí. Ella salió a pasear. Tal vez quiera un día libre para recorrer Shkeentown. ¿Hizo lo mismo ayer, no es cierto?
—Sí.
—Así es que lo hará de nuevo. No hay problema. Ella volverá probablemente para la cena. —Sonrió.
—¿Por qué se fue sin avisarme, entonces? ¿Sin dejar una nota, o algo?
—No lo sé, pero no es lo que importa.
¿No era importante, sin embargo? ¿No lo era? Caí en la silla con la cabeza en mis manos y con el ceño en mi frente, y estaba sudando. Repentinamente sentía miedo, de algo que ignoraba. No debiera haberla dejado sola nunca, me decía a mí mismo. Mientras yo estaba allí arriba con Laurie, Lyanna caminaba sola por la habitación a oscuras y… y ¿qué? Y se fue.
—Mientras tanto —dijo Valcarenghi— tenemos trabajo. La excursión a las cavernas está esperando.
Lo miré con incredulidad.
—¿Las cavernas? No puedo ir allí, no ahora, solo.
Dio un suspiro de exasperación, exagerando para que se notase.
—Oh. Vamos, Robb. No es el fin del mundo. Lya estará bien. Parecía una chica muy centrada, y estoy seguro que puede cuidarse sola, ¿de acuerdo?
Asentí.
—Entonces, mientras esperamos, vamos a ver las cavernas. Sigo queriendo llegar al final de este asunto.
—No servirá de nada —protesté—, sin Lya. Ella tiene el Talento mayor. Yo sólo leo emociones. No puedo llegar a lo profundo, como ella. No les serviré de nada.
Encogió los hombros.
—Tal vez no; pero el viaje está organizado, y no tenemos nada que perder. Podemos dar otra vuelta cuando vuelva Lya. Además, esto debería ayudarte a sacar las preocupaciones de la cabeza. No puedes hacer nada por Lya ahora. Tengo a todos los hombres disponibles buscándola, y si ellos no la encuentran, menos vas a hacerlo tú. No tiene sentido seguir dando vueltas. Hay que volver a la acción, mantenerse ocupado —se dio vuelta, dirigiéndose a los tubos—. Vamos, hay un aerocoche esperándonos. Nelse vendrá con nosotros.
Lo seguí de mala gana. No estaba de humor como para ocuparme de los problemas de los shkeen, pero los argumentos de Valcarenghi eran lógicos. Por otra parte, él nos había contratado, y todavía teníamos obligaciones hacia él. Podía intentarlo, pensé.
En el viaje de ida, Valcarenghi se sentó adelante con el conductor, un macizo sargento de policía con un rostro cincelado en granito. Esta vez había elegido un coche de policía, de modo que pudiéramos mantenernos en contacto con la búsqueda de Lya. Gourlay y yo viajábamos en el asiento de atrás. Gourlay había cubierto nuestras rodillas con un gran mapa, y me estaba contando acerca de las cavernas de la Unión Final.
—La teoría es que las cavernas eran la morada original de los greeshka —dijo—. Lo que es probablemente cierto. Los greeshka son considerablemente mayores allí. Ya lo verá. Las cavernas atraviesan todas las colinas, lejos de nuestra parte de Shkeentown, en la zona en que el campo se hace más salvaje. Una especie de panal de abejas. Hay Greeshka en cada una de ellas. O por lo menos, es lo que he oído. Estuve en algunas yo mismo. Vi los greeshka en todas ellas, de modo que creo lo que dicen de las demás. La ciudad, la ciudad sagrada ha sido probablemente construida a causa de las cavernas. Los shkeen vienen aquí de todas partes del planeta, para la Unión Final. Aquí, ésta es la región de las cavernas.
Cogió un lápiz y trazó un gran círculo en rojo cerca del centro del mapa. No significaba nada para mí. El mapa me deprimía. No me había dado cuenta de que la ciudad shkeen era tan enorme. ¿Cómo demonios podrían encontrar en ella a alguien que no quería ser encontrado?
Valcarenghi se dio vuelta en el asiento de delante.
—La caverna a la que vamos es grande, en comparación con las otras. He estado allí antes. No hay formalidades en la Unión Final, ¿me comprendes? Los shkeen tan solo eligen una cueva, entran en ella, y se acuestan sobre los greeshka. Usan la entrada que les parece más conveniente. Algunas no son más grandes que los tubos de desagüe, pero si se avanza por ellas lo suficiente, dice la teoría que uno encuentra aun greeshka pulsando en la oscuridad. Las cavernas más grandes están iluminadas por antorchas, como el Gran Teatro, pero eso no son más que adornos; no desempeñan ningún papel en la Unión.
—¿Entiendo que vamos a entrar en una de ellas? —dije.
Valcarenghi asintió.
—Correcto. Pensé que querría ver como es un greeshka maduro. No es bonito, pero es muy didáctico. De modo que necesitamos luz.
Gourlay retomó su narración, pero yo no lo escuchaba. Sentía que sabía lo suficiente acerca de los shkeen y los greeshka, y todavía me preocupaba Lyanna. Luego de un rato se calló, y el resto del viaje transcurrió en silencio. Cubrimos más terreno que nunca.
Incluso la Torre, nuestro mojón de acero radiante, había desaparecido tras las colinas detrás nuestro.
El terreno se hizo más abrupto, más rocoso, y las colinas se hicieron más elevadas y agrestes. Pero los domos seguían y seguían, y había shkeen por todas partes. Lya podía estar allí abajo, pensaba, perdida entre tantos millones. ¿Buscando qué? ¿Pensando qué?
Al final descendimos en un valle boscoso entre dos macizas colinas tachonadas de rocas. Aun allí había shkeen; los domos de ladrillo rojo se elevaban entre la maleza y los árboles achaparrados. No teníamos dificultad para ver la caverna. Estaba a mitad de una ladera, como una boca oscura en la cara de la roca, con un camino polvoriento que llevaba hasta ella.
Aterrizamos en el valle y subimos el camino. Gourlay devoraba las distancias con torpes zancadas, mientras Valcarenghi se movía con fácil y descansada gracia, y el policía se aplicaba con firmeza. Yo iba rezagado. Me arrastraba hacia arriba, y cuando llegamos a la boca de la caverna ya estaba sin cuerda.
Si hubiese esperado ver pinturas en las cuevas, o un altar, o alguna clase de templo natural, me habría desilusionado. Era una cueva ordinaria, con húmedas paredes de roca, techo bajo y aire frío y húmedo. Más fresco que la mayor parte de Shkea, y menos polvoriento, pero así era. Había un largo y sinuoso pasaje a través de las rocas, lo suficientemente ancho como para pasar los cuatro aunque lo bastante bajo como para que Gourlay tuviese que agacharse. Las antorchas estaban colocadas en las paredes a intervalos regulares, pero sólo una de cada cuatro estaba encendida. Ardían con un humo aceitoso que parecía colgar del techo de la cueva y luego zambullirse hacia las profundidades frente a nosotros. Me preguntaba qué lo estaba chupando hacia dentro.
Después de unos diez minutos de marcha, la mayor parte hacia abajo, con una inclinación apenas perceptible, el pasaje nos condujo a una sala alta y brillantemente iluminada, con un techo abovedado ennegrecido por el humo. En el centro del lugar, el Greeshka.
Su color era un marrón rojizo apagado, como de sangre vieja, no el brillante y casi transparente carmesí de las pequeñas criaturas que colgaban de los cráneos de los Unidos. También había en el vasto cuerpo manchas negras, como quemaduras o manchas de hollín. Apenas podía ver el lado opuesto de la cueva; el Greeshka era demasiado grande, y se elevaba frente a nosotros dejando apenas luz entre él y el techo.
Pero bajaba abruptamente en una cuesta hasta la mitad de la sala, como una inmensa montaña de gelatina, y terminaba a unos veinte pasos de donde nos hallábamos. Entre nosotros y el grueso del Greeshka había un bosque de colgantes filamentos rojos, una telaraña viviente de tejido de Greeshka que casi nos tocaba las caras.
Y pulsaba, como un organismo. Incluso los filamentos mantenían el ritmo, ampliándose y luego contrayéndose, en un batir silencioso con el Greeshka de detrás.
A mí se me revolvía el estómago, pero mis compañeros no parecían inmutarse. Habían visto esto antes.
—Ven —dijo Valcarenghi, encendiendo una linterna que había traído para incrementar la luz de las antorchas. La luz, paseándose por la red pulsante, daba la impresión de estar en un extraño bosque encantado. Valcarenghi dio un paso dentro de ese bosque. Con cautela, guiándose por la luz y apartando el Greeshka.
Gourlay lo siguió, pero yo titubeé. Valcarenghi se dio vuelta y sonrió.
—No te preocupes —dijo—. El Greeshka tarda horas en adherirse, y se desprende con facilidad. No se te pegará si lo tocas.
Yo hice acopio de todo mi coraje, avancé, y toqué uno de los filamentos vivientes. Era suave y húmedo, y daba una sensación viscosa. Pero eso era todo. Se rompía con facilidad. Caminé a través de él, estirando las manos y rompiendo la red al pasar. El policía caminaba en silencio detrás mío.
Cuando estuvimos en la parte más alejada de la red, al pie del gran Greeshka, Valcarenghi lo estudió un instante, y luego apuntó con su linterna.
—Mira —dijo—. Unión Final.
Miré. Su haz arrojaba un círculo de luz sobre una de las manchas negras, una tacha en la masa rojiza. Miré de más cerca. En el centro de la mancha, sólo se veía el rostro, y éste ya recubierto por una delgada película roja. Pero los rasgos eran inconfundibles: un anciano shkeen arrugado y de grandes ojos, ahora cerrados. Pero sonriente. Sonriendo.
Me acerqué. Un poco más abajo y a la derecha aparecían las puntas de unos dedos asomándose fuera de la masa. Pero eso era todo. La mayor parte del cuerpo había desaparecido, se había hundido en el Greeshka, disuelto o disolviéndose. El viejo shkeen estaba muerto, y el parásito estaba digiriendo su cuerpo.
—Cada una de las manchas oscuras es una Unión reciente —estaba diciendo Valcarenghi, moviendo la luz como un puntero—. Las manchas desaparecen con el tiempo, claro está. El Greeshka está creciendo: con rapidez. En otros cien años llenará esta cámara, e iniciará el ascenso por el pasaje.
Hubo un movimiento detrás nuestro. Miré hacia atrás. Alguien estaba entrando a través de la red.
Llegó hasta donde estábamos en seguida, y sonrió. Una vieja mujer shkeen, desnuda y con los pechos colgando por debajo de la cintura, Unida, por supuesto. Su greeshka cubría la mayor parte de su cabeza y colgaba aun más abajo que los pechos. Todavía estaba brillante y transparente por el tiempo pasado al sol. Se podía ver a través de ella, hasta donde estaba comiéndole la piel de la espalda.
—Un candidato para la Unión Final —dijo Gourlay.
—Ésta es una caverna popular —agregó Valcarenghi en voz baja y sarcástica.
La mujer no nos habló, ni nosotros a ella. Sonriendo, pasó delante de nosotros. Y se acostó en el Greeshka.
El pequeño greeshka, el que le roía la cabeza, pareció disolverse al contacto con el otro, integrándose en la gran criatura de la cueva, de modo que la mujer shkeen y el gran Greeshka quedaban unidos como uno solo. Luego de eso, nada. Ella sólo cerró los ojos y yació, tranquilamente, aparentemente dormida.
—¿Qué está sucediendo? —pregunté.
—La Unión —dijo Valcarenghi—. Pasará una hora antes que se perciba algún cambio, pero el Greeshka se está cerrando sobre ella desde ahora, deglutiéndola. Dicen que es una respuesta al calor de su cuerpo. En un día quedará enterrada. En dos, como él.
La luz volvió sobre la cara semidisuelta, sobre nosotros.
—¿Puedes leerla? —sugirió Gourlay—. Tal vez eso nos diga algo.
—De acuerdo —dije, con repulsión pero curioso. Me abrí, y la borrasca mental me golpeó.
Tal vez sea incorrecto llamarla borrasca mental. Era inmensa y pasmosa; intensa, abrasadora, cegadora y sofocante. Pero también pacífica, y amable, con una amabilidad que era más violenta que el odio humano. Sonaban suaves chillidos y cantos de sirena, me atraían seductoramente, y me sumergían en olas de pasión carmesí, y me llevaban hacia él. Me llenaba y me vaciaba al mismo tiempo. Y escuché en algún sitio las campanas, golpeando su canción de bronce, una canción de amor, de renuncia y de sentimiento de estar todos estrechamente juntos, de unión y de no estar nunca solos.
Una tormenta, sí, una borrasca mental, eso es lo que era. Pero era a una borrasca ordinaria, lo que una supernova es a un huracán, y su violencia era la violencia del amor.
Esa borrasca mental me amaba, me quería, y sus campanas tocaban para mí, cantando su amor, y yo tendía hacia ellas y las tocaba, deseando estar con ellos, vincularme, queriendo no estar solo nunca más. Y de pronto me encontraba en la cresta de una gran ola otra vez, una ola de fuego que bañaba las estrellas para siempre, y esta vez yo sabía que la ola no terminaría nunca, que esta vez no estaría otra vez solo sobre una llanura extraña.
Pero con esa frase pensé en Lya.
Y de pronto estaba luchando, combatiéndola, batallando contra el mar de absorbente amor. Corrí, corrí, corrí, CORRÍ… y cerré las puertas de mi mente martillando el pestillo y dejando que la tormenta golpease bramando contra ella mientras yo la aguantaba con todas mis fuerzas, resistiendo. Pero la puerta comenzó a combarse y a ceder.
Yo grité. La puerta se abrió de golpe, y la tormenta penetró ruidosamente asaltándome, envolviéndome y llevándome fuera. Partí hacia las frías estrellas pero éstas ya no eran frías, y yo crecía más y más hasta que yo era las estrellas y ellas eran parte de mí, y yo era Unión, y por un único y fugaz instante solitario, yo era el Universo.
Luego nada.
Me desperté de nuevo en mi habitación, con una jaqueca que se empeñaba en partirme el cráneo en trozos. Gourlay estaba sentado en una silla, leyendo uno de nuestros libros. Levantó la vista cuando me quejé.
Las píldoras para el dolor de cabeza de Lya todavía estaban en la mesita de noche.
Tomé una, apurado, y luego luché por incorporarme en la cama.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Gourlay.
—Jaqueca —dije, masajeándome la frente. Ésta palpitaba, como si estuviese a punto de estallar. Peor que la vez que escudriñé en el dolor de Lya—. ¿Qué pasó?
Gourlay se levantó.
—Nos pegó un buen susto. Después de empezar a leer, de pronto se puso a temblar.
Luego caminó directamente hacia el maldito Greeshka, gritando. Dino y el sargento tuvieron que arrastrarlo fuera. Usted estaba pisando dentro de la cosa, hasta las rodillas.
Tenía espasmos, qué cosa extraña. Dino tuvo que golpearle para sacarlo fuera.
Movió la cabeza, y se dirigió a la puerta.
—¿A dónde va? —pregunté.
—A dormir —dijo—. He estado aquí unas ocho horas. Dino me pidió que lo observara hasta que volviera en sí. Pues bien, ya está hecho. Ahora trate de descansar, yo haré lo mismo. Hablaremos de ello mañana.
—Quiero hablar de ello hoy.
—Es tarde —dijo, mientras cerraba la puerta del dormitorio. Escuché sus pasos mientras se alejaba, y estoy seguro que escuché cerrarse la puerta de afuera. Alguien temía por los Talentos que pudiesen desaparecer durante la noche. Pero yo no iba a ninguna parte.
Me levanté y fui por un trago. Había Veltaar helado. Me serví un par de vasos, y comí un ligero snack. El dolor de cabeza comenzó a desvanecerse. Luego volví al dormitorio, apagué las luces y abrí los ventanales para que la luz de las estrellas pudiese entrar. Tras lo cual volví a dormir.
Pero no dormí, no de inmediato. Primero, la jaqueca, la increíble jaqueca que partía mi cabeza. Como la de Lya. Pero Lya no había pasado por lo mismo que yo. ¿O sí? Lya era un Talento mayor, mucho más sensible que yo, con un espectro mayor. ¿Podría aquella borrasca mental haberle llegado desde tan lejos, a través de kilómetros y kilómetros? ¿De noche tarde, mientras los humanos y los shkeen dormían y sus pensamientos se reducían? Tal vez. Y tal vez mis sueños recordados a medias fuesen pálidos reflejos de lo que ella misma había sentido esas mismas noches. Pero mis sueños habían sido agradables. Era despertar lo que me molestaba, despertar y no recordar.
Pero, ¿tuve este dolor de cabeza mientras dormía, o al despertar?
¿Qué demonios había pasado? ¿Qué era eso que me alcanzó en la caverna, y me arrastró hacia él? No había ni siquiera tenido tiempo de enfocar a la mujer shkeen, tenía que ser el Greeshka. Pero Lyanna dijo que los greeshka no tenían mente, ni siquiera un «sí, estoy vivo».
Todo esto me daba vueltas alrededor, preguntas de preguntas de preguntas, y no tenía respuestas. Comencé a pensar en Lya, dónde estaría y por qué me habría dejado. ¿Era esto lo que le estaba sucediendo? ¿Por qué no la comprendí? La perdí por eso. La necesitaba junto a mí, y no estaba aquí. Estaba solo, y me daba cuenta de ello.
Me dormí.
Sobrevino una larga oscuridad, pero, por último, un sueño, y esta vez lo recordé.
Estaba de vuelta en la llanura, en la infinita y sobrecogedora llanura con su cielo sin estrellas y las sombras a la distancia, la llanura de la que Lya me había hablado tantas veces. Pertenecía a uno de sus poemas preferidos. Yo estaba solo, solo para siempre, y lo sabía. Así era la naturaleza de las cosas. Era la única realidad en el Universo, y tenía frío, hambre y miedo, y las sombras se movían hacia mí, inhumanas e inexorables. Y no había nadie a quien llamar, nadie hacia quien volverse, nadie para escuchar mi llanto.
Nunca había habido nadie. Nunca habría nadie.
Entonces llegó Lya.
Bajó flotando desde el cielo sin estrellas, pálida, delgada y frágil, y se posó junto a mí en la llanura. Se pasó la mano por el cabello y me miró con sus grandes ojos brillantes, y sonrió. Sabía que no era un sueño. Ella estaba conmigo, de alguna manera. Hablamos.
Hola, Robb.
¿Lya? Hola, Lya. ¿Dónde estás? Me has dejado.
Lo siento. Tenía que hacerlo. Tú me comprendes, Robb. Tienes que hacerlo. No quería estar más aquí, nunca más, en este lugar, en este horrible lugar. Habré estado, Robb. Los hombres siempre están aquí, pero por breves momentos.
¿Un roce y una voz?
Sí, Robb. Y luego la oscuridad otra vez, y el silencio. Y la llanura sobrecogedora.
Estás mezclando dos poemas, Lya, pero no importa. Los conoces mejor que yo. ¿Pero no te olvidas algo? La última parte. «Ah, amor, deja que seamos de verdad…»
Oh, Robb.
¿Dónde estás?
Estoy… en todas partes. Pero la mayor parte en una caverna. Estaba lista, Robb. Ya estaba más abierta que los otros. Podía prescindir del Encuentro, y de la Unión. Mi Talento me tenía acostumbrada a compartir. Él me condujo.
¿La Unión Final?
Sí.
Oh, Lya.
Robb. Por favor. Únete a nosotros, únete a mí. Es la felicidad, ¿sabes?, para siempre jamás, y es pertenecer y compartir y estar juntos. Estoy enamorada, Robb, estoy enamorada de un millón de millones de personas, y las conozco a cada una de ellas mejor de lo que te conozco a ti, y ellas me conocen, y me aman. Y esto durará para siempre. Mí, nosotros. La Unión. Todavía soy yo, pero también soy ellos, ¿comprendes?
Y ellos son parte mía. Los Unidos, los que leímos, me abrieron, y la Unión me llamó cada noche, porque me amaba. ¿Lo ves? Oh, Robb, únete a nosotros, únete a nosotros. Te amo.
La Unión. El Greeshka, quieres decir. Te amo, Lya. Vuelve por favor. No puede haberte absorbido aún. Dime dónde estás. Iré hacia ti.
Sí, ven a mí. Ven a cualquier parte, Robb. Greeshka es todo uno, las cavernas se conectan bajo las colinas, los pequeños greeshka son parte de la Unión. Ven y únete a mí. Ámame como dijiste que me amabas. Únete. Estás tan lejos, que apenas puedo llegar a ti, aun con la Unión. Ven y hazte uno con nosotros.
No, no me devorarán. Por favor, Lya, dime dónde estás.
Pobre Robb. No te preocupes, amor. El cuerpo no es lo importante. El Greeshka lo necesita para nutrirse, y nosotros necesitamos el Greeshka. Pero, Robb, la Unión no es sólo el Greeshka, ¿comprendes? El Greeshka no es importante, no tiene una mente, es sólo el lazo, el medio, la Unión con los shkeen, el millón de billones de shkeen que han vivido y se han Unido durante catorce mil años, todos juntos y amando y perteneciendo, inmortales. Es hermoso, Robb, es más de lo que teníamos, mucho más, y nosotros éramos los afortunados, ¿recuerdas? ¡Éramos! Pero ahora es mejor.
Lya, mi Lya. Te amo. Esto no es para ti. No es para los humanos. Vuelve a mí.
¿Qué no es para los humanos? Oh, sí que lo es. Es lo que los humanos siempre han estado buscando, pidiendo, llorando en las noches solitarias. Es amor, Robb, verdadero amor, y el amor humano es sólo una pálida imitación, ¿comprendes?
No.
Ven, Robb, únete. O estarás solo para siempre, solo en la llanura, con solo una voz y un roce que te mantenga vivo. Y al final, cuando tu cuerpo muera, no habrás tenido nunca esto. Tan sólo una eternidad de vacía negritud. La llanura, Robb, para siempre jamás. Y yo no podré llegar hasta ti, nunca más. Pero no tiene que ser…
No.
Oh, Robb. Estoy perdiendo fuerza. Por favor, ven.
No. Lya, no te vayas. Te amo, Lya. No me dejes.
Te amo, Robb. Te amé. De veras te amé.
Y desapareció. Estaba de nuevo solo en la llanura. El viento soplaba desde alguna parte, y se llevó sus palabras lejos de mí, a la fría e infinita inmensidad.
En la sombría mañana, la puerta de afuera estaba abierta. Ascendí por la Torre y encontré a Valcarenghi solo en su oficina.
—¿Cree en Dios? —le pregunté.
Levantó la vista y sonrió.
—Por supuesto —dijo, débilmente. Lo estaba leyendo. Era un tema sobre el cual nunca había pensado.
—Yo no —dije—. Y Lya tampoco. La mayoría de los Talentos son ateos. Hubo un experimento que intentaron en la Antigua Tierra cincuenta años atrás. Fue organizado por un Talento mayor llamado Linnel, que era religioso devoto. Pensaba que utilizando drogas, y uniendo las mentes de los Talentos más potentes, podríamos alcanzar el llamado «Sí, estoy vivo» Universal. También conocido como Dios. El experimento tuvo un fracaso catastrófico, pero algo sucedió. Linnel se volvió loco, y los otros se salieron con sólo la visión de una vasta, oscura e indiferente nada, un vacío sin razón ni forma ni sentido. Otros Talentos han sentido de igual modo, y los normales también. Hace cientos de años un poeta llamado Arnold escribió acerca de una sobrecogedora llanura. El poema está en una de las lenguas antiguas, pero vale la pena leerse. Muestra miedo, creo yo.
Algo básico en el hombre, el terror de estar solo en los cosmos. Tal vez sea sólo el miedo a la muerte, tal vez algo más. No lo sé. Pero es primario. Todos los hombres están solos para siempre, pero no quieren estarlo. Están siempre buscando, tratando de entrar en contacto, tratando de llegar a otros a través del vacío. Alguna gente nunca lo consigue, algunos atraviesan la barrera ocasionalmente. Lya y yo éramos afortunados. Pero nunca es permanente. Al final uno está solo de nuevo, de vuelta en la sobrecogedora llanura.
¿Comprende, Dino? ¿Comprende?
Sonrió con una pequeña sonrisa divertida. No decisoria, ése no era su estilo, tan solo sorprendida y desconfiada.
—No —dijo.
—Vuelva a escuchar, entonces. La gente está siempre buscando algo, alguien, buscando. Conversación, Talento, amor, sexo, son todas partes de lo mismo, de la misma búsqueda. Los dioses también. El hombre se inventa dioses porque tiene miedo de estar solo, asustado por el Universo vacío, asustado por la llanura sobrecogedora. Por eso se convierten sus hombres, Dino, por eso se le está pasando la gente. Han encontrado a Dios, o algo tan cercano a Dios como lo que se imaginaban que podrían encontrar. La Unión es una mente-masiva, una mente-masiva inmortal, muchos en uno, todo amor. Los shkeen no mueren, maldita sea. No es casual que no tengan el concepto del más allá.
Ellos saben que hay un Dios. Quizás no haya creado el Universo, pero es amor, puro amor, y ellos dicen que Dios es amor, ¿no es así? O tal vez lo que llamamos amor sea una minúscula fracción de Dios. No me importa lo que sea, la cuestión es que la Unión es eso. El final de la búsqueda para los shkeen, y también para el hombre. Al final somos parecidos, tan parecidos que duele.
Valcarenghi emitió su exagerado suspiro.
—Robb, estás sobreexcitado. Pareces un Unido.
—Tal vez eso sea lo que debería ser. Lya lo es. Es parte de la Unión en este momento.
Parpadeó.
—¿Cómo lo sabes?
—Llegó hasta mí en un sueño, anoche.
—Oh, un sueño.
—Era cierto, maldita sea. Era todo cierto.
Valcarenghi se puso de pie, y sonrió.
—Te creo —dijo—. Es decir, creo que el Greeshka utiliza un filtro psi, un filtro de amor, si quieres, para atraer a sus presas; algo tan poderoso que convence a los hombres, incluyéndote a ti, que es Dios. Peligroso, por cierto. Tengo que meditar acerca de esto antes de iniciar una acción. Podríamos cuidar las cavernas para impedir que se acerquen los humanos, pero hay demasiadas cavernas. Sellarlas dejando el Greeshka dentro no mejoraría nuestras relaciones con los shkeen. Pero ése es mi problema. Tú has hecho tu trabajo.
Esperé hasta que terminara.
—Te equivocas, Dino. Esto es real, no un truco o una ilusión. Yo lo he sentido, y Lya también. El Greeshka no tiene ni siquiera un «sí, estoy vivo», ni hablar de un filtro psi tan fuerte como para atraer a los shkeen y a los hombres.
—¿Esperas que crea que Dios es un animal que vive en las cuevas de Shkea?
—Sí.
—Robb, eso es absurdo, y tú lo sabes. Crees que los shkeen han encontrado la respuesta a los misterios de la creación. Pero míralos. La civilización más antigua del espacio conocido, pero siguen detenidos en la Edad de Bronce desde hace catorce mil años. Nosotros llegamos hasta ellos. ¿Dónde están sus naves espaciales? ¿Dónde están sus torres?
—¿Dónde están nuestras campanas? —dije yo—. ¿Y nuestra alegría? Ellos son felices, Dino. ¿Lo somos nosotros? Tal vez han encontrado lo que nosotros todavía estamos buscando. ¿Por qué demonios el hombre es tan arrebatado? ¿Por qué sale a conquistar la galaxia, el Universo, lo que sea? Tal vez busque a Dios… Tal vez. No puede encontrarlo en ninguna parte, pero continúa, más y más, siempre buscando. Pero volviendo siempre a la misma llanura negra al final.
—Compara los logros. Yo llevaré la lista de los de la humanidad.
—¿Vale la pena?
—Yo pienso que sí —fue al ventanal, y miró afuera—. Tenemos la única Torre en su mundo —dijo, sonriente, mientras miraba a través de las nubes, hacia abajo.
—Ellos tienen el único Dios en nuestro Universo —le dije. Pero él sólo sonrió.
—De acuerdo, Robb —dijo, cuando por fin se volvió—. Recordaré esto. Y encontraremos a Lyanna para ti.
Mi voz se apagó.
—Lya está perdida —dije—. Lo sé ahora. Yo también lo estaré, si me quedo. Me voy esta noche. Sacaré un pasaje para la primera nave a Baldur.
Él asintió.
—Como quieras. Te tendré listo el dinero —hizo una mueca—. Y luego te enviaremos a Lya, cuando la encontremos. Me imagino que ella se extrañará un poco, pero ése es tu problema.
No respondí. En lugar de eso me encogí de hombros y me encaminé hacia los tubos.
Casi había llegado a ellos cuando Dino me detuvo.
—Espera —dijo—. ¿Qué tal si cenamos esta noche? Has hecho un buen trabajo para nosotros. De todas maneras Laurie y yo tenemos una fiesta de despedida. Ella también se va.
—Lo siento —dije.
Fue su turno de encogerse de hombros.
—¿Por qué? Laurie es una bellísima persona, y la extrañaré. Pero no es una tragedia.
Hay otras personas hermosas. Creo que se estaba aburriendo en Shkea, de cualquier manera.
Yo casi había olvidado mi Talento, en el calor y el dolor de la pérdida. Ahora lo recordé.
Lo leí. No había tristeza ni pena, tan sólo un vago desencanto. Y, por debajo de eso, su pared. Siempre la pared, manteniéndolo aparte, este hombre que era un amigo de todos y el íntimo de nadie. En ella, era casi como si hubiese un signo que dijera: HASTA AQUÍ LLEGAS, MÁS NO.
—Sube luego —dijo—. Será divertido.
Asentí.
Me preguntaba, cuando la nave despegó, por qué me estaba yendo.
Tal vez para volver a casa. Teníamos una casa en Baldur, lejos de las ciudades, en uno de los continentes subdesarrollados, con la naturaleza como único vecino. Está en su acantilado, sobre un gran salto de agua que cae sin cesar sobre una sombreada piscina verde. Lya y yo nos bañábamos allí a menudo, en los días de sol, entre dos misiones. Y luego nos quedábamos desnudos a la sombra de los naranjales, y hacíamos el amor sobre una alfombra de musgo plateado. Tal vez esté volviendo a eso. Pero no será lo mismo sin Lya, con Lya perdida.
Lya, a quien aún podría tener. A quien podría tener ahora. Sería fácil, tan fácil… Un lento paseo por una cueva oscura, un corto sueño. Y luego, Lya conmigo para la eternidad, en mí, compartiéndome, siendo yo, yo y ella. Amando y conociendo más de cada uno de lo que los hombres pueden conocer. Unión y júbilo, sin oscuridad, nunca más. Dios. Si yo creyese eso, lo que dije a Valcarenghi, entonces ¿por qué le dije que no a Lya?
Acaso porque no estoy seguro. Tal vez todavía tenga esperanzas, en algo aún mayor y más amoroso que la Unión, en el Dios del que me hablaron hace mucho tiempo. Tal vez estoy corriendo el riesgo, porque una parte de mí todavía cree. Pero si me equivoco… entonces la oscuridad, y la llanura…
Pero tal vez haya algo más, tal vez algo que vi en Valcarenghi y me haya hecho dudar de lo que dije. Porque el hombre es más que los shkeen, de algún modo; hay hombres como Dino y Gourlay y otros como Lya y Gustaffson, hombres que temen al amor y a la Unión tanto como la desean. Una dicotomía, entonces. ¿El hombre tiene dos urgencias primarias, y los shkeen sólo una? Si es así, tal vez haya una respuesta humana, para alcanzarse y unirse y no estar solos, y seguir siendo hombres.
No envidio a Valcarenghi. Él llora detrás de su muro, creo yo, y nadie lo sabe, ni siquiera él. Y nadie lo sabrá nunca, y al final estará solo con un sonriente dolor. No, no envidio a Dino.
Sin embargo, hay algo de él en mí, Lya, tanto como de ti. Y es por eso que huyo, aunque te ame.
Laurie Blackburn estaba en la nave, conmigo. Comimos con ella después del despegue, y pasamos la noche conversando y bebiendo. No era una conversación alegre, de acuerdo, pero era humana. Los dos necesitábamos a alguien, y nos encontramos.
Más tarde, la llevé a mi camarote y le hice el amor tan ferozmente como pude. Luego la oscuridad se alivió, nos cogimos de la mano y pasamos la noche hablando.