TRES

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LUZ DE ESTRELLAS LEJANAS

El quid de la cuestión es el siguiente: nací y crecí en Bayonne, en Nueva Jersey, y jamás salí de allí hasta que fui a la universidad.

Bayonne es una península que pertenece a la zona metropolitana de Nueva York, pero en mi niñez era todo un mundo. Es una ciudad industrial, dominada por las refinerías de petróleo y la base naval, pero pequeña: tiene cinco kilómetros de largo y menos de dos de ancho. Bayonne linda al norte con Jersey City, pero por lo demás está rodeada de agua: la bahía de Newark queda al oeste; la bahía de Nueva York, al este, y ambas se conectan por el sur por un estrecho canal de aguas profundas, el Kill van Kull, por el que pasan día y noche grandes cargueros transoceánicos que hacen el recorrido entre Elizabeth y Port Newark.

Cuando tenía cuatro años, mi familia se trasladó a los nuevos pisos de protección oficial de la Calle 1, que daban a las aguas oscuras y contaminadas del Kill. De noche, al otro lado del canal, las luces de Staten Island brillaban mágicas y distantes. Aparte de una excursión cada tres o cuatro años al zoo de Staten Island, nunca atravesamos el Kill.

Para llegar a Staten Island solo había que cruzar el puente Bayonne en coche. Pero mi familia no tenía, y ni mi padre ni mi madre sabían conducir. También se podía ir en transbordador. La terminal estaba a pocas manzanas de casa, junto al parque de atracciones del Tío Milty. Había una especie de cala secreta adonde íbamos los chavales durante la bajamar; había que pasar por las rocas resbaladizas impregnadas de petróleo y colarse por una valla. Era una cornisa de hierba que no se divisaba ni desde el transbordador ni desde la calle. A mí me encantaba ir allí de vez en cuando y sentarme en la hierba junto al agua con una chocolatina y unos cuantos tebeos, y leer y contemplar los barcos que hacían el trayecto entre Bayonne y Staten Island.

Los barcos pasaban con frecuencia. Uno iba y otro venía, y se cruzaban en medio del canal. La compañía de transbordadores tenía tres: el Deneb, el Altair y el Vega. Para mí no había barco de vapor ni clíper más romántico que aquellos pequeños transbordadores. Creo que parte de su magia estribaba en que tenían nombre de estrellas. Aunque los tres barcos eran idénticos, al menos a mis ojos, mi favorito fue siempre el Altair. Quizá tuviera algo que ver con Planeta prohibido.

En ocasiones, después de cenar, nuestro piso me parecía atestado y ruidoso, aunque solo estuviéramos mis padres, mis dos hermanas y yo. Si acudían amigos de mis padres, la cocina se llenaba de humo de tabaco y ruido de voces. Unas veces me retiraba a mi cuarto y cerraba la puerta. Otras, me quedaba en la sala de estar para ver la tele con mis hermanas. Y otras, salía de casa.

Justo enfrente de casa estaba la dársena Brady, y había un parque alargado y estrecho que se extendía paralelo al Kill van Kull. Allí me sentaba en un banco para ver pasar los barcos o me tumbaba en la hierba y contemplaba las estrellas, aún más lejanas que las luces de Staten Island. Las estrellas siempre me provocaban escalofríos, hasta en las noches de verano más bochornosas. La primera constelación que aprendí a reconocer fue Orion. Me quedaba mirando sus dos brillantes estrellas, la azul Rigel y la roja Betelgeuse, y me preguntaba si allí arriba habría alguien devolviéndome la mirada.

Los aficionados a la ciencia ficción suelen hablar del «sentido de la maravilla» y discuten cómo podría definirse. Para mí el sentido de la maravilla era la sensación que tenía tumbado en la hierba junto al Kill van Kull, contemplando la luz de estrellas lejanas. Siempre me hacían sentir muy grande y muy pequeño a la vez. Era una sensación melancólica, pero también extraña y grata.

La ciencia ficción me provoca esa misma sensación.

Mi primer contacto con la ciencia ficción fue mediante la tele. Mi generación fue la primera que se destetó delante de la pantalla. No teníamos Barrio Sésamo, claro, pero sí Ding Dong School de lunes a viernes, Howdy Doody los sábados por la mañana y dibujos animados todos los días de la semana. En Andy’s Gang Froggy el Gremlin tañía su arpa mágica. Aunque veía las aventuras de Gene Autry, Roy Rogers y Hopalong Cassidy, los vaqueros eran la pasión de mi padre, no la mía. Yo prefería los caballeros: Robin Hood, Ivanhoe, Sir Lancelot… Pero los programas del espacio eran el no va más.

Debí de haber visto Captain Video, que emitían en la Dumont, ya que tengo recuerdos difusos de su archienemigo Tobor (robot al revés, claro). En cambio, no me acuerdo de Space Cadet, y las imágenes que me vienen a la mente de Tom Corbett se deben a los libros de Carey Rockwell que leí más adelante. Lo que sí es seguro es que llegué a ver Flash Gordon (la serie de televisión, no las películas). En un episodio, Flash visitaba un planeta cuyos habitantes eran buenos de día y malos de noche. La idea me pareció tan genial que me apropié de ella para mis primeros pinitos en la escritura.

Pero, por supuesto, no había nada comparable a Rocky Jones, Space Ranger, la flor y nata de los programas de ciencia ficción de principios de los cincuenta. Rocky tenía la nave más bonita de la pantalla, la elegante y plateada Orbit Jet. Me dejó hecho polvo verla destruida en un episodio, pero por suerte la sustituyeron por la Silver Moon, que era exactamente igual. La tripulación constaba del habitual copiloto gracioso, la novia tontita, el profesor pedante y el niño pesado, pero también estaba Pinto Vortando. (Quien crea que Gene Roddenberry aportó algo nuevo a la televisión debería echar un vistazo a Rocky Jones. Todos los elementos estaban ahí, a excepción de Spock, que por cierto le debe más a D.C. Fontana que a Roddenberry. Harvey Mudd no es más que Pinto Vortando con un acento más suave).

Cuando no estaba viendo astronautas y extraterrestres en la tele estaba jugando con ellos en casa. Además de los habituales vaqueros, caballeros y soldaditos verdes de plástico, tenía todos los juguetes espaciales: las pistolas de rayos, los cohetes y los astronautas de plástico rígido con sus cascos transparentes de quita y pon, que siempre acababan por perderse. Los mejores eran los extraterrestres de colores que vendían a cinco centavos cada uno en Woolworth y en Kresge, amontonados en cajas. Unos tenían cerebros enormes e hinchados; otros, cuatro brazos, y otros eran arañas con cara humana o serpientes con cabeza y brazos. Mi favorito era uno que tenía la cabeza y el torso diminutos, y la mitad inferior del cuerpo, gigantesca y peluda. Les puse nombre a todos y decidí que eran una banda de piratas espaciales encabezada por el malévolo marciano de cerebro hipertrofiado al que llamé Jarn, que no era ni de lejos tan resultón como Pinto Vortando. Por supuesto, imaginaba historias interminables de sus aventuras y hasta cometí la osadía de intentar poner un par por escrito.

También había ciencia ficción en las películas. Vi La humanidad en peligro, La guerra de los mundos, Ultimátum a la Tierra, Regreso a la Tierra y Con destino a la Luna. Y Planeta prohibido, que les daba cien vueltas a todas. Qué poco me imaginaba yo que en el cine DeWitt estaba recibiendo mi primera dosis de Shakespeare gracias al doctor Morbius y a Robby el Robot.

La mayoría de mis adorados tebeos también era de ciencia ficción. Superman procedía de otro planeta, ¿no? Llegó a la Tierra en una nave espacial; más de ciencia ficción no podía ser. El Detective Marciano venía de Marte; un extraterrestre moribundo entregaba su anillo a Linterna Verde, y los poderes de Flash y del Atomo provenían de un laboratorio. En los tebeos también podía encontrarse space opera en estado puro. Estaban Space Ranger (mi favorito), Adam Strange (el favorito de los demás), Tommy Tomorrow (el favorito de nadie) y uno que conducía un taxi por autopistas espaciales… Estaban los Atomic Knights, héroes postapocalípticos que patrullaban un erial radiactivo enfundados en armaduras forradas de plomo y a lomos de gigantescos dálmatas mutantes… Y, en una categoría superior, estaban las maravillosas adaptaciones de los Clásicos ilustrados de La guerra de los mundos y La máquina del tiempo, que fueron mi primer contacto con las obras de H. G. Wells.

Pero todo aquello no fue más que un preámbulo. Cuando tenía diez años, Lucy Antonsson, una amiga de mi madre de toda la vida, me regaló un libro por Navidad. No un libro de historietas, sino un libro libro, una edición de tapa dura de Consigue un traje espacial: viajarás[6], de Robert A. Heinlein.

Al principio tuve mis dudas, pero me gustaban las aventuras de Paladin que veía en la tele, y por el título parecía que se trataba de una especie de Paladin espacial, así que empecé a leer acerca de aquel chico llamado Kip que vivía en una ciudad pequeña y nunca iba a ninguna parte, igual que yo. Hay críticos que opinan que la mejor novela juvenil de Heinlein es Ciudadano de la galaxia[7] Es un buen libro, igual que Túnel en el espacio[8], Jones, el hombre estelar[9], La hora de las estrellas[10] y otras muchas. Pero Consigue un traje espacial: viajarás brilla con luz propia. Kip y Pee Wee, Ace y el puesto de batidos, el viejo traje espacial de segunda mano (casi podía olerlo), la Cosa Madre, los caragusanos, el paseo por la luna, el juicio en la Nube Menor de Magallanes con el destino de la humanidad en juego… «Morir intentándolo es el mayor orgullo del ser humano». ¿Qué puede compararse con eso?

Nada.

Para un niño de diez años de 1958, Consigue un traje espacial: viajarás fue una revelación con cubierta de Ed Emshwiller. Quería más.

Obviamente, no podía permitirme libros en tapa dura. El precio de solapa de Consigue un traje espacial: viajarás era de 2,95 dólares. Sin embargo, los libros en rústica del expositor giratorio del kiosco de Kelly Parkway solo valían 35 centavos, o sea, como tres tebeos y medio. Si compraba menos tebeos y me saltaba alguna Milky Way, podría juntar suficiente para comprarme uno. Así que empecé a ahorrar moneda a moneda, dejé de leer los tebeos que menos me gustaban, espacié mis visitas al local de juegos recreativos, esquivé como pude las camionetas de los helados y empecé a comprar libros de bolsillo.

Ante mí se abrieron mundos, universos enteros. Compré todo lo que encontré de Heinlein: sus novelas «para adultos», como El hombre que vendió la Luna[11] y Revuelta en el 2100[12], ya que el resto de las juveniles era ilocalizable. Heinlein era «El decano de la ciencia ficción», según se decía en la cubierta posterior de sus libros. Eso de «decano» debía de querer decir que era el mejor. Durante muchos años fue mi escritor preferido, y mi libro favorito fue Consigue un traje espacial: viajarás… hasta que leí Amos de títeres[13].

Pero también leí a otros autores, y algunos me gustaron casi tanto como Heinlein. Me encantó Andrew North, que resultó ser André Norton. ¿Qué tiene un nombre? Me emocioné tanto con ¡Espacionave peligrosa[14]! de Andrew como con Guardia estelar[15] de André. Las obras de A. E. van Vogt tenían una fuerza increíble, sobre todo Slan[16], aunque nunca conseguí aclararme sobre quién le hacía qué a quién ni por qué. Me enamoré de One Against Herculum, de Jerry Sohl, que me transportó a un mundo donde la gente tenía que registrar sus crímenes en la policía antes de cometerlos. Eric Frank Russell subió disparado a lo alto de mi lista cuando tropecé con su Space Willies, el libro más divertido que había leído en mi vida.

Compraba cosas publicadas por Signet, Gold Medal y las demás editoriales, pero mi principal proveedor era Ace Doubles. Dos «novelas completas», en un volumen que podía abrirse por ambos lados, con dos cubiertas; y todo por el precio de una. Wilson Tucker, Alan Nourse, John Brunner, Robert Silverberg, Poul Anderson (Guerra de alados[17] era tan buena que amenazó la supremacía de Consigue un traje espacial: viajarás). Damon Knight, Philip K. Dick, Edmond Hamilton y el genial Jack Vanee; a todos los conocí en las páginas de aquellos tomos regordetes de lomo rojo y azul. Tommy Tomorrow y Rocky Jones no podían compararse a aquello. Aquello era lo bueno, material de primera, y yo lo devoraba con ansia.

(Con el tiempo, mis lecturas también me llevarían a Robert E. Howard, H. P. Lovecraft y J. R. R. Tolkien, pero esos descubrimientos los reservo para las introducciones de las siguientes partes).

Probé diferentes autores, y con ellos, distintos tipos de ciencia ficción: historias de «extraterrestres que viven entre nosotros», historias de «como esto siga así…», fabulaciones sobre viajes en el tiempo, cuentos postapocalípticos, ucronías, utopías y distopías. Más adelante, como escritor, regresaría a muchos de estos subgéneros; no obstante, había uno que me gustaba más que los demás, fuera como lector o como escritor. Yo había nacido y crecido en Bayonne, y nunca había ido a ninguna parte. Mis libros y relatos favoritos eran aquellos que me llevaban muy, muy lejos, a tierras jamás imaginadas, donde podía caminar bajo la luz de estrellas lejanas.

Los seis relatos que he elegido incluir aquí pertenecen a esta categoría. En los setenta y los ochenta escribí mucha ciencia ficción, pero estos se cuentan entre mis favoritos. También comparten un universo común: los seis participan de la difusa «historia futura» que constituye el telón de fondo de buena parte de mi obra de ciencia ficción.

(Pero no de toda. «Carrera hacia la luz estelar» y «A Peripheral Affair» forman parte de un hilo diferente; las dos historias del anillo estelar pertenecen a otro, y los relatos del cadáver son de un tercero. «Fast-Friend» es una historia aislada, al igual que otros relatos que escribí. No tengo la menor intención de maquillar estos huérfanos de modo retroactivo para que encajen en mi «historia futura»; eso siempre es un error).

La que yo consideraba mi historia futura «principal» empezó con «El héroe» y alcanzó su pleno desarrollo con mi primera novela, Muerte de la luz. Nunca tuvo nombre; al menos, no uno definitivo. En «La ciudad de piedra» acuñé el término «dominio de los hombres» y durante un tiempo lo usé con la intención de que quedara consolidado, como había hecho Larry Niven con su «espacio conocido». Pero más adelante se me ocurrió «los mil mundos», que sonaba bien y me dejaba mucho margen para añadir planetas a medida que los necesitara, por no mencionar que me daba novecientos noventa y dos mundos de ventaja sobre John Varley y sus «ocho mundos». Sin embargo, en aquellos momentos, mi obra empezaba a llevarme por otros derroteros, así que el asunto del nombre se quedó en eso.

«Una canción para Lya» es la más antigua de las seis historias de esta parte. La escribí en 1973, en la época que pasé en el VISTA, cuando vivía en Margate Terrace, en el barrio de Uptown, en Chicago, compartiendo un tercero sin ascensor con unos compañeros de ajedrez de la universidad. Trabajaba en la fundación de asistencia legal del condado de Cook y vivía la primera relación sentimental seria de mi vida. No era la primera vez que me enamoraba, pero desde luego era la primera en que mis sentimientos se veían correspondidos. Aquella relación proporcionó el núcleo emocional de «Lya»; sin ella, habría sido como un ciego que describe una puesta de sol. Además, «Una canción para Lya» era la historia más larga que había escrito hasta la fecha, mi primera novela corta. Cuando la terminé, supe que por fin había superado «Cuando llega la brumabaja» y «Esa otra clase de soledad», escritas dos años antes. «Lya» pasó a ser lo mejor que había escrito hasta entonces.

Analog se había convertido en mi cliente principal, así que envié «Una canción para Lya» a Ben Bova, que la compró al instante. Tanto Terry Carr como Donald A. Wollheim la eligieron para sus antologías, que competían entre sí por publicar «lo mejor del año». Fue también finalista del Nébula y del Hugo. Robert A. Silverberg había publicado aquel año una excelente novela corta, «Nacidos con los muertos»[18], y al final nos repartimos los honores. Silverberg me derrotó en el Nébula, pero en la Worldcon de 1975 de Melbourne, Australia, Ben Bova recogió el Hugo concedido a «Una canción para Lya». En aquel momento, yo dormía como un tronco en Chicago. El billete de avión a Australia estaba mucho más allá de mis posibilidades económicas. Además, Silverberg ya había ganado el Nébula y el Locus, y yo estaba completamente seguro de que haría un pleno, tres de tres.

El cohete tardó meses en llegar a mis manos. De vuelta, Bova pasó por Minneapolis y se lo dio a Gordon R. Dickson, quien a su vez se lo entregó a Joe Haldeman, quien se lo quedó una temporada en Iowa City y por fin me lo dio en una convención en Chicago. Cuando vi a Gardner Dozois, me expulsó del Club de los Perdedores del Hugo. Robert Silverberg anunció que dejaba de escribir ciencia ficción. Sus obras de aquella época me gustaban muchísimo, así que me sentí culpable…, pero no tanto como para enviarle mi Hugo cuando por fin conseguí que Joe Haldeman me entregara el dichoso trasto.

Cuando escribí «Esta torre de cenizas», en 1974, un año y medio después de haber escrito «Lya», mi vida había cambiado mucho. Ya había terminado el servicio en el VISTA, y los fines de semana dirigía torneos de ajedrez para complementar mis ingresos como escritor. Había empezado la novela que un día se convertiría en Muerte de la luz, pero la había dejado aparcada; no me sentiría preparado para reanudarla hasta dos años después. Mi gran amor había acabado fatal: me dejó por uno de mis mejores amigos. Con la herida aún abierta, no tardé en volver a enamorarme, en aquella ocasión, de una mujer con la que tenía tanto en común que me sentía como si nos conociéramos de toda la vida. Pero la relación terminó justo cuando había empezado a florecer, de la noche a la mañana, porque ella se enamoró de otro.

De todo aquello surgió «Esta torre de cenizas». Ben Bova lo compró para Analog pero acabó por publicarlo en Analog Annual, una antología de relatos inéditos de Pyramid. El objetivo del Annual era llegar a los lectores de libros para que se interesaran en la revista. Si lo conseguía o no, no lo sé, pero sí sé que habría preferido que mi cuento se publicara en la propia Analog. Al principio de mi carrera como escritor aprendí una lección que sigue siendo válida hoy en día: el mejor lugar para que un cuento no pase desapercibido es una revista. Si alguien llegó a leer «Esta torre de cenizas» aparte de Ben Bova, me sorprendería.

«Y siete veces digo: al hombre no matarás» lo escribí en 1974 y se publicó en 1975. Me valió mi segunda portada de Analog de aquel año (meses antes, una maravillosa ilustración de Jack Gaughan había sido cubierta del número donde se publicaba «Tormentas de Refugio del Viento», una colaboración con Lisa Tuttle). En aquella ocasión fue obra de John Schoenherr, y ahora desearía haberla adquirido. Los ángeles de acero nacieron como respuesta a los dorsai de Gordy Dickson, aunque el término ángel de acero procede de una canción de Kris Kristofferson. Su dios, el Niño Pálido de la espada, tenía un pedigrí más antiguo y dudoso: era uno de los siete dioses oscuros del panteón que creé para la serie del Doctor Destino, tal como se daba a entender en «Solo los niños temen a la oscuridad». El título lo saqué de un poema de El libro de la selva, de Rudyard Kipling, y recibí por él casi tantas alabanzas como por el relato. Más adelante, muchos escritores, todos ellos admiradores de Kipling, comentaron que les fastidiaba que no se les hubiera ocurrido a ellos.

«Y siete veces digo: al hombre no matarás» fue finalista del Hugo al mejor cuento largo de 1974, y «Tormentas de Refugio del Viento» competía por el premio a la mejor novela corta. En la Big Mac, la Worldcon de 1976, que se celebró en Kansas City, las dos obras perdieron con pocos minutos de diferencia; la primera, ante Larry Niven (a quien el Hugo no le duró en las manos ni un minuto y se rompió), y la segunda, ante Roger Zelazny. A la noche siguiente, incitado y apoyado por Gardner Dozois, y armado con una jarra de vino blanco barato que había sobrado de la juerga de algún otro, organicé mi primera Fiesta de Perdedores del Hugo en mi habitación del Hotel Muehlebach. Fue la mejor fiesta de la convención, y llegaría a convertirse en una tradición de todas las Worldcon, aunque en los últimos años algunos gurús del fándom con carencia congénita de sentido de la ironía se han empeñado en cambiarle el nombre por el de «Fiesta de los Finalistas del Hugo».

«La ciudad de piedra» se publicó por primera vez en New Voices in Science Fiction y una antología en tapa dura que coordiné para Macmillan en 1977, pero sus orígenes se remontan a la Worldcon de 1973 de Toronto. John W. Campbell hijo, el que había sido director de Analog y Astounding durante tanto tiempo, murió en 1971, y la editorial de Analog, Conde Nast, decidió crear un premio en su honor al mejor escritor que se hubiera incorporado al género en los dos años anteriores. La primera vez que se concedió estuve entre los finalistas junto con Lisa Tuttle, George Alee Effinger, Ruth Berman y Jerry Pournelle. El ganador del Campbell se elegiría con el voto de los aficionados, y el premio se entregaría en la Worldcon de Toronto, junto con los Hugos. No era un Hugo, pero le andaba cerca.

La noticia de que era finalista me llegó por sorpresa y, por supuesto, me encantó, aunque sabía que no tenía la menor posibilidad de ganar. En efecto, no gané. Pournelle se llevó aquel primer premio Campbell, aunque Effinger sacó tal número de votos y le anduvo tan cerca que la Torcon le otorgó una placa por el segundo puesto; no he vuelto a ver nada semejante. No tengo ni idea de en qué posición acabé, pero en aquella ocasión me pude aplicar el viejo tópico: de verdad que fue un honor estar entre los finalistas.

Después de aquello, en algunas fiestas comenté a un par de directores de revista (los dos se llamaban Dave) que habría que crear una antología que recogiera los relatos del nuevo premio, como las de los Hugo y los Nébula. Lo que quería era vender el mío, claro; corría el año 1973, y para mí cada venta valía un imperio. Pero me cayó más de lo que buscaba: ambos Daves coincidieron en que la antología de los premios Campbell era una excelente idea, pero tenía que recopilarla yo.

«Es que nunca he coordinado una antología», protesté.

«Entonces, esta será la primera», me respondieron.

Así fue. Tardé un año en vender la idea de New Voices a otra directora (esta, llamada Ellen), y luego un par más en conseguir que todos los autores me entregaran los relatos. Por todo ello, la antología con los finalistas del premio John W. Campbell de 1973 se publicó en 1977.

Hubo un autor que no me causó el menor problema. Como yo era uno de los finalistas, me vendí un cuento a mí mismo.

Saber que el editor no rechazará el cuento se le envíe lo que se le envíe proporciona cierta libertad. También mete algo de presión, claro, porque lo que menos se quiere es que los lectores piensen que se ha salido del paso con cualquier relato viejo que no quiso publicar nadie.

«La ciudad de piedra» fue el relato que surgió de esa mezcla de libertad y presión. Es uno de los relatos más importantes de mi «historia futura», pero también tiene algo de subversivo. Quise darle un toque de Lovecraft y una pizca de Kafka, y sugerir que, si nos alejamos mucho del hogar, la racionalidad, la causalidad y las leyes físicas del universo empiezan a desmoronarse. Y pese a ello, de todos los cuentos que he escrito en mi vida, «La ciudad de piedra» es uno de los que capta con más exactitud los anhelos del niño que contemplaba Orion tumbado en la hierba a orillas del Kill van Kull. Creo que nunca he vuelto a recrear mejor la inmensidad del espacio y ese esquivo «sentido de la maravilla».

En 1977 apareció una nueva revista de ciencia ficción, Cosmos, dirigida por David G. Hartwell. David me pidió un cuento, y accedí encantado. «Hieles de tierra» posee un tono frío, quizá porque fue lo primero que escribí después de mudarme a Dubuque, Iowa, donde los inviernos eran aún más gélidos que los que había sufrido en Chicago. A lo largo de los años he escrito bastantes cuentos inspirados en canciones. «Hieles de tierra» es uno de ellos. (Quien adivine el título de la canción que me lo inspiró… no ganará nada). A Hartwell le gustó tanto que le dio la cubierta del cuarto número de Cosmos. Por desgracia, aquel cuarto número fue también el último (no fue culpa mía). Me había trasladado a Dubuque en la primavera de 1976 porque encontré trabajo como profesor de periodismo en una pequeña universidad católica femenina. Mi carrera como escritor iba bien, pero aún no ganaba suficiente para dedicarme a ella a tiempo completo, y ya no ingresaba nada de los torneos de ajedrez. Además, en 1975 me había casado y tenía que pagar la universidad a mi esposa. El empleo del Clarke College parecía la solución ideal. Solo tendría que dar clase dos o tres horas al día, como mucho cuatro. Eso me dejaría mucho tiempo libre para escribir, ¿verdad?

Cualquiera que se haya dedicado a la enseñanza estará partiéndose de risa. Un profesor tiene que dedicar a su trabajo mucho más tiempo del que parece. Solo tiene que ir al aula unas pocas horas al día, sí, pero luego debe prepararse las clases, leer los trabajos, corregir los exámenes, asistir a las reuniones, repasar los libros de texto, hablar con los estudiantes… Además, al ser profesor de periodismo, también tenía que actuar como consejero en el periódico de la universidad, The Courier, cosa que resultaba muy divertida pero que me causaba incontables problemas con las monjas, porque me negué a ejercer de censor.

No tardé en darme cuenta de que, durante el periodo lectivo, no tenía tiempo ni fuerzas para dedicarme a la ficción. Si quería escribir algo tendría que ser en las largas vacaciones estivales, las de primavera y las de Navidad.

Las vacaciones de Navidad del invierno de 1978-1979 fueron la época más productiva del periodo en que trabajé en Clarke. En aquellas escasas semanas terminé tres relatos muy distintos. «El camino de la cruz y el dragón» era de ciencia ficción; «El dragón de hielo» era un cuento de hadas fantástico, y «Los reyes de la arena[19]» combinaba un ambiente de ciencia ficción con una trama de terror. Los tres relatos están en esta selección; de «Los reyes de la arena» y «El dragón de hielo» hablaré más adelante.

«El camino de la cruz y el dragón» es sin duda el más católico de mis relatos. Me educaron en la tradición católica tanto en casa como en el colegio, pero dejé de ser practicante durante mi segundo año de universidad. Sin embargo, en Clarke, rodeado de monjas y chicas católicas, empecé a preguntarme cómo podría evolucionar la Iglesia en medio de las estrellas.

Ben Bova había dejado Analog hacía poco para dirigir la sección de narrativa de una ambiciosa revista nueva, Omni, que publicaba textos científicos y cuentos de ciencia ficción. «El camino de la cruz y el dragón» fue lo primero que les vendí. Fue elegido finalista del Hugo y del Nébula; este último lo perdió ante «giAnts», de Edgard Bryant, pero ganó el Hugo al mejor cuento de 1979… la misma noche en que «Los reyes de la arena» ganaba el premio al mejor cuento largo en la Noreascon 2, en Boston.

Fueron mi segundo y mi tercer Hugo, y como Boston está mucho más cerca que Australia, estuve presente para recogerlos. Aquella noche llegué a la Fiesta de los Perdedores del Hugo con un cohete en cada mano y una sonrisa de oreja a oreja, y Gardner Dozois me vació un bote de nata montada en el pelo. Estuve de juerga con mis amigos la mitad de la noche, y después subí al piso de arriba con una hermosa mujer (para entonces ya estaba felizmente divorciado). Hicimos el amor a la luz de las estrellas, que nos acunaba a través de la ventana.

Es difícil imaginar una noche mejor.