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La salida a San Breta

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Lo primero que me llamó la atención fue la autopista. Hasta aquella noche, el viaje había sido de lo más normal. Estaba de vacaciones y conducía hacia Los Angeles por la autopista del suroeste, disfrutando del trayecto, sin la menor prisa. Como siempre. No era la primera vez que hacía aquel viaje.

Me encanta conducir o, para ser exactos, me encantan los coches. Ya nadie se toma el tiempo para conducir; la mayoría de la gente lo encuentra demasiado lento. Los coches se quedaron obsoletos desde que empezaron a fabricar helis baratos en serie, allá por el año noventa y tres, y la poca vida que les quedaba desapareció con el invento del gravpak personal.

Pero cuando yo era niño, las cosas eran muy distintas. En aquellos tiempos, todo el mundo tenía coche, y si uno no se sacaba el carnet en cuanto alcanzaba la edad legal, era un bicho raro. Los coches empezaron a interesarme hacia el final de mi adolescencia, y mi interés ha seguido vivo desde entonces.

El caso es que se me ocurrió que aquellas vacaciones podrían ser la ocasión ideal para probar mi último hallazgo: un coche sensacional, un deportivo inglés de finales de los setenta. Un Jaguar XKL. Cierto, no era un clásico, pero era un coche precioso. Respondía de maravilla.

Hice la mayor parte del viaje de noche, como tengo por costumbre. Conducir de noche es algo casi mágico. Las antiguas autopistas desiertas, iluminadas por las estrellas, poseen una atmósfera especial… Uno casi puede imaginárselas tal como eran antes, abarrotadas, llenas de vida y de coches hasta donde alcanzaba la vista.

Ya no queda nada de eso; solo las autopistas y carreteras en sí, y la mayoría tiene el asfalto agrietado y lleno de hierbajos. Las administraciones ya no se molestan en cuidar de ellas, pues los ciudadanos lo consideran un despilfarro de sus impuestos. Pero levantarlas también resultaría demasiado caro. Así que ahí siguen, año tras año, echándose lentamente a perder. Por suerte, casi todas son transitables. En los viejos tiempos sí que sabían hacer carreteras.

También queda algo de tráfico. Chiflados de los coches como yo, claro. Y los hovercamiones, que aunque pueden desplazarse por encima de cualquier superficie, van mucho más deprisa sobre las llanas. Por eso, siempre que pueden, siguen el trazado de las viejas autopistas.

Resulta impresionante cuando un hovercamión adelanta de noche. Van como a trescientos por hora; en cuanto se divisan por el retrovisor ya están encima. Tampoco es que se vea gran cosa: un borrón plateado y largo, un aullido agudo, y adiós. Otra vez a solas.

El caso es que estaba en medio de Arizona, cerca de San Breta, cuando me fijé en la autopista. En aquel momento no me paré a pensar. Cierto, no era muy habitual, pero alguna vez se daba.

La autopista en sí era la mar de normal. Tenía ocho carriles, un buen firme, y discurría en línea recta de horizonte a horizonte. En la noche era como una brillante cinta negra que surcaba las arenas blancas del desierto.

No, la autopista en sí no llamaba la atención, sino su estado. No me di cuenta en un principio, de tanto que estaba disfrutando. La noche era fresca y despejada; las estrellas iluminaban el cielo, y el Jaguar corría de maravilla.

Demasiado de maravilla. Aquello fue lo primero que me sorprendió. No había baches, grietas ni desperfectos. La autopista estaba en condiciones inmejorables, casi como recién asfaltada.

No era la primera vez que pasaba por una carretera buena, por supuesto. Unas aguantan mejor que otras; cerca de Baltimore hay un tramo excelente, y en la red de autovías de Los Ángeles hay zonas muy buenas. Pero nunca había visto ninguna tan perfecta. Costaba creer que hubiera una carretera en tan buen estado después de años y años sin mantenimiento. Y las luces… estaban todas encendidas y limpias. No había ninguna rota, ni ninguna parpadeaba. Diantres, ¡brillaban como el primer día! La carretera estaba perfectamente iluminada.

Empecé a caer en la cuenta de más cosas. De las señales de tráfico, por ejemplo. Hace mucho que ya no existen en la mayoría de autopistas; se las han llevado los coleccionistas de antigüedades o los que buscan recuerdos de unos Estados Unidos más antiguos, más pausados. Y como no hacen falta, no las reemplazan. De cuando en cuando se ve alguna señal olvidada, pero no pasa de ser un resto retorcido de metal oxidado.

En cambio, en aquella autopista había señales de tráfico. Auténticas señales de tráfico, perfectamente legibles. Señales de limitación de velocidad, cuando hacía años que nadie respetaba los límites. Señales de ceda el paso, cuando rara vez había otro vehículo al que cedérselo. Señales de giro, de salida, de peligro… Las había de todo tipo, y todas como nuevas.

Sin embargo, lo más chocante eran las líneas. La pintura se borra muy deprisa, y dudo que quede en todo el país una autopista donde aún se distingan las líneas blancas desde el coche en marcha. En cambio, en aquella se veían a la perfección; los ocho carriles estaban nítidamente marcados con pintura reciente.

Ah, era una autopista preciosa, como las de los viejos tiempos. Pero qué cosa tan absurda. Era imposible que una carretera se mantuviera en aquellas condiciones después de tantos años, así que alguien tenía que estar haciendo el mantenimiento. Pero ¿quién? ¿Quién se habría molestado en reparar una autopista que solo usaban cuatro gatos al año? El coste sería altísimo, y no tenía ninguna finalidad.

Mientras daba vueltas al asunto, vi el otro coche.

Lo vi justo después de pasar junto a una gran señal roja que indicaba la salida 76, la de San Breta. Al principio no era más que un punto blanco en el horizonte, pero solo podía ser otro vehículo. No podía tratarse de un hovercamión, ya que iba ganándole terreno a ojos vistas. Así que tenía que ser un coche; un aficionado como yo.

Situaciones como aquella no se daban a menudo. Encontrarse con otros coches en la carretera es algo que sucede de higos a brevas. Teníamos convenciones en fechas fijas, claro, como el Festival sobre Ruedas de Fresno y el Atasco Anual de la Asociación Americana del Motor. Pero para mi gusto son reuniones un tanto artificiales. Sin embargo, encontrarse con otro vehículo en medio de la autopista es muy distinto.

Pisé el acelerador hasta alcanzar los ciento noventa. El Jaguar podía dar más de sí, pero no soy un loco de la velocidad, a diferencia de otros conductores que conozco. Además, me acercaba suficientemente deprisa al otro coche, que no debía de ir a más de cien.

Cuando estuve cerca toqué el claxon para captar su atención, pero no pareció oírme. O, al menos, no lo mostró. Hice sonar el claxon otra vez.

Y entonces, de repente, reconocí el modelo.

Era un Edsel.

No daba crédito a mis ojos. El Edsel es un clásico, un clásico de verdad, junto con el Stanley Steamer y el Ford T. Los pocos que quedan están valorados en una fortuna.

Y aquel era de los más escasos, uno de los primeros modelos, los del morro raro. Solo quedaban tres o cuatro en todo el mundo y no se vendían a ningún precio. Era una leyenda de la automoción, y estaba allí, delante de mí, tan clásico y tan feo como el día en que salió de la cadena de montaje de la Ford.

Me situé a su lado y reduje la velocidad para mantenerme a su altura. No me pareció que el coche estuviera muy bien cuidado. La pintura blanca estaba descascarillada; el vehículo, sucio, y había rastros de óxido en la parte baja de las puertas. Pero no dejaba de ser un Edsel, y las reparaciones que había que hacerle eran mínimas. Toqué el claxon de nuevo para atraer la atención del conductor, que siguió sin hacerme caso. Vi que viajaban cinco personas; obviamente, se trataba de una salida familiar. En el asiento trasero, una mujer corpulenta intentaba apaciguar a dos niños pequeños que se peleaban. Su esposo dormía como un tronco en el asiento delantero, y el conductor era un hombre más joven, probablemente el hijo.

Aquello me fastidió. El conductor era demasiado joven, poco más que un adolescente; era escandaloso que un crío de aquella edad tuviera ocasión de conducir semejante tesoro. ¡Qué no habría dado por estar en su lugar!

Yo había leído mucho sobre el Edsel; la literatura automovilística hablaba de él extensamente. Nunca hubo un coche igual. Era el mayor desastre que había conocido el mundo del motor. Los mitos y leyendas que habían surgido a su alrededor eran incontables.

Las historias sobre el Edsel siguen contándose a día de hoy, a lo largo y ancho del país, en cualquier rincón de mala muerte donde haya un taller o una gasolinera en los que se reúnan los locos de los coches. Se decía que lo habían hecho tan grande que no cabía en ninguna cochera; que era todo caballos, pero los frenos no valían nada; que era el trasto más feo inventado por el hombre… Se contaban hasta la saciedad chistes viejos de su nombre. Y había una leyenda según la cual, cuando alcanzaba cierta velocidad, el viento provocaba un silbido curioso contra aquel morro tan horrible.

Todo lo que había de romántico, misterioso y trágico en los coches antiguos se concentraba en tomo al Edsel. Y todas las historias sobre él siguen recordándose y narrándose una y otra vez, mientras que sus relucientes contemporáneos hace tiempo que no son más que carne de chatarrería.

Las viejas leyendas sobre el Edsel me acudieron de golpe a la mente cuando me situé junto a él, y me dejé llevar por la nostalgia. Volví a tocar el claxon, pero por lo visto el conductor había decidido no hacerme el menor caso, así que me di por vencido. Además, estaba concentrado escuchando para ver si era verdad lo del silbido del viento contra el morro.

A aquellas alturas ya debería haberme dado cuenta de que todo aquello era muy extraño: la autopista, el Edsel, el hecho de que no me prestaran atención… Pero estaba demasiado cautivado para planteármelo. Apenas era capaz de mantener los ojos en la carretera.

Quería hablar con los dueños, por supuesto; tal vez incluso podría pedirles que me dejaran dar una vuelta. Como estaba claro que no pararían por mí, decidí seguirlos hasta que tuvieran que detenerse a poner gasolina o a comer. Aminoré la marcha y conduje detrás de ellos. Mi intención era no perderlos, pero tampoco quería ir pegado a su parachoques, de modo que me pasé al carril de su izquierda.

Recuerdo haber pensado lo minucioso y detallista que debía de ser el propietario. ¡Si hasta se había tomado la molestia de buscar una placa de matrícula antigua, con lo difíciles de encontrar que eran! Hacía muchos años que no se utilizaban placas como aquella. Estaba abstraído pensando en ello cuando pasamos junto a la señal que indicaba la salida 77.

El joven conductor del Edsel se puso nervioso de repente. Giró la cabeza y miró como si quisiera volver a ver la señal que acabábamos de pasar. Y de pronto, sin previo aviso, el Edsel se atravesó en mi carril.

Pisé a fondo el freno, pero ya sabía que no serviría de nada. Todo sucedió muy deprisa. Se oyó un chirrido escalofriante, y recuerdo la imagen instantánea del rostro aterrado del chico justo antes del terrible impacto.

El Jaguar chocó contra la puerta del conductor del Edsel a cien por hora, derrapó y se estrelló contra la barrera de protección. El Edsel quedó volcado en el centro de la carretera. No recuerdo haberme desabrochado el cinturón de seguridad ni haber salido del coche, pero supongo que lo hice porque de pronto me encontré a cuatro patas en el asfalto, aturdido pero ileso.

Debí haber intentado hacer algo de inmediato; responder a los gritos de ayuda que salían del Edsel. Pero no hice nada. Aún estaba conmocionado. No sé cuánto tiempo estuve tendido en el suelo antes de que el Edsel estallara y empezara a arder. Los gritos se convirtieron en alaridos. Y luego enmudecieron.

Cuando conseguí ponerme en pie, el fuego ya se había extinguido y era demasiado tarde para hacer nada. No podía pensar con claridad. Vi luces a lo lejos, en la carretera que partía de la rampa de la salida, y eché a andar hacia ellas.

El trayecto se me hizo eterno. Estaba desorientado y avanzaba a trompicones. La carretera estaba muy mal iluminada, así que apenas veía dónde ponía el pie. En cierto momento me caí y me raspé profundamente las palmas de las manos. Fue la única herida que sufrí en el accidente.

Las luces pertenecían a una pequeña cafetería, un local sórdido que se había apropiado de un tramo de la autopista abandonada para usarlo como aeroaparcamiento. Cuando atravesé el umbral, tambaleándome, solo vi a tres clientes dentro, pero uno era un policía local.

—Ha habido un accidente —dije desde la puerta—. ¡Hay que ir a ayudarlos!

El policía apuró el café de un trago y se levantó de la silla.

—¿Se ha estrellado un helicóptero, señor? ¿Dónde?

N-no, no. —Sacudí la cabeza—. Un choque. De coches. Un accidente en la autopista. En la vieja interestatal. —Señalé vagamente hacia el lugar de donde venía.

El policía, que había avanzado hasta mitad de la sala, se detuvo bruscamente, con el ceño fruncido. De pronto, el resto de los presentes rompió a reír.

—¡Hace veinte años que nadie pasa por esa carretera, cretino! —gritó un tipo gordo desde un rincón—. Tiene tantos agujeros que la usamos como campo de golf. —Estalló en carcajadas ante su propio chiste.

—Váyase a casa hasta que se le pase la cogorza, amigo —dijo el policía, mirándome con desconfianza—. No me obligue a meterlo en el calabozo. —Volvió a dirigirse a su silla.

—¡Le digo la verdad, maldita sea! —Entré en la estancia, ya más furioso que aturdido—. Y no estoy borracho. Ha habido un choque en la interestatal; hay gente atrapada en… —Me falló la voz cuando, por fin, me di cuenta de que cualquier ayuda llegaría demasiado tarde. El policía seguía sin parecer muy convencido.

—¿Por qué no vas a echar un vistazo? —le sugirió la camarera desde la barra—. Puede que sea cierto. El año pasado hubo un accidente, creo que en Ohio. Lo vi en la trivisión.

—Está bien —accedió el policía al final—. Vamos, amigo. Y más vale que sea cierto.

Salimos al aeroaparcamiento en silencio y subimos al helicóptero policial de cuatro plazas. Mientras las aspas empezaban a girar, el policía me miró.

—Si lo que dice es verdad, al otro tío y a usted habría que darles una medalla. —Me quedé mirándolo, desconcertado—. Deben de ser los únicos dos coches que han pasado por esta carretera en diez años, ¡y se las han apañado para chocar! Eso sí que tiene mérito. —Sacudió la cabeza—. Eso no lo hace cualquiera. Ya se lo he dicho: habría que darles una medalla.

La interestatal no estaba tan lejos de la cafetería como me había parecido cuando hice el trayecto caminando. En cuanto despegamos, tardamos menos de cinco minutos en hacer el recorrido. Pero algo no encajaba. Desde el aire, la autopista no parecía la misma.

Y de repente comprendí por qué. Estaba a oscuras. Casi completamente a oscuras. La mayoría de las farolas estaban apagadas, y las que no, daban una luz muy tenue o parpadeaban.

Mientras observaba la escena, boquiabierto, el helicóptero se posó en un círculo de luz macilenta creado por una farola. Bajé como en sueños y estuve a punto de caerme cuando metí el pie en uno de los muchos agujeros que salpicaban el asfalto. En el fondo de él crecía una mata de hierbajos, como también crecían en la telaraña de grietas que cubría la autopista.

El corazón me latía a toda velocidad. Aquello no tenía sentido. Nada tenía sentido. No sabía qué demonios estaba pasando.

El policía se me acercó desde el otro lado del helicóptero con un sensor médico portátil colgado del hombro con una correa de cuero.

—Vamos —dijo—. ¿Dónde dice que ha sido el accidente?

—Hacia allí, me parece —murmuré inseguro.

No había ni rastro de mi coche, y empezaba a pensar que me había equivocado de carretera, aunque aquello era imposible.

En efecto, era la misma. Al cabo de pocos minutos dimos con mi coche, que todavía estaba junto a la barrera, en un tramo de la autopista que estaba completamente a oscuras porque todas las luces se habían fundido. Sí, encontramos mi coche.

Pero no tenía ni un arañazo. Y no había rastro del Edsel.

Recordé cómo había dejado el Jaguar: con el parabrisas hecho mil pedazos, el morro destrozado y el guardabarros derecho completamente aplastado tras el choque contra la barrera. Y sin embargo, allí lo tenía, como nuevo.

El policía frunció el ceño y me pasó el sensor médico allí mismo, mientras yo miraba mi coche.

—Pues no está borracho —dijo al final—. No voy a arrestarlo, aunque ganas no me faltan. Venga, amigo, súbase a esa antigualla y dé media vuelta; lo quiero bien lejos de aquí cuanto antes. Porque si vuelvo a verlo por esta zona, puede que tenga un accidente de verdad. ¿Lo ha entendido?

Fui a protestar, pero me faltaron las palabras. Nada de lo que dijera tendría lógica. Lo único que pude hacer fue esbozar un gesto de asentimiento. El policía dio media vuelta, molesto, masculló algo sobre las bromas pesadas y echó a andar hacia el helicóptero.

Cuando estuve a solas, palpé incrédulo el morro del Jaguar, sintiéndome un idiota. Pero era real. Y cuando me senté al volante y arranqué, el motor ronroneó como siempre y los faros disiparon la oscuridad. Me quedé allí un buen rato hasta que, por fin, puse el coche en movimiento y di media vuelta.

El viaje de vuelta a San Breta fue largo y desagradable, lleno de baches; tuve que hacerlo muy despacio por culpa de la pésima iluminación y las malas condiciones del asfalto. La carretera era malísima, desde luego. Por lo general, intentaba no pasar por carreteras tan malas como aquella. El riesgo de un reventón era demasiado alto.

Gracias a que me lo tomé con calma, logré llegar a San Breta sin más incidentes. Cuando entré en el pueblo eran ya las dos de la madrugada. La salida, igual que la autopista, estaba oscura y deteriorada, y no tenía señal indicadora.

De mis viajes anteriores por la zona sabía que en San Breta había un taller enorme para aficionados que vendía gasolina, así que me dirigí allí y dejé el coche en manos de un vigilante nocturno, un joven con cara de aburrido. Después me fui directo al motel más cercano, pensando que las piezas encajarían tras una noche de sueño.

Pero no fue así. Cuando me desperté por la mañana, todo seguía pareciéndome igual de confuso, si no más. Una pequeña vocecita insistía desde el fondo de mi mente en que todo había sido una pesadilla, pero descarté de inmediato tan tentadora idea y seguí buscando una explicación.

Pensé y pensé durante la ducha y el desayuno, y también en el corto trayecto de vuelta al taller. Pero no llegué a ninguna conclusión. O la mente me había jugado una mala pasada, o había sucedido algo muy extraño la noche anterior. Me negaba a creer lo primero, así que decidí investigar lo segundo.

El dueño del taller, un vivaracho anciano de ochenta y tantos años, estaba de servicio cuando llegué. Llevaba un anticuado mono de mecánico, un toque pintoresco. Asintió afable cuando pedí el Jaguar.

—Me alegro de verlo de nuevo. ¿Adonde va esta vez?

—A Los Ángeles. Voy a tomar la interestatal.

—¿La interestatal? —Arqueó las cejas—. Lo creía más sensato. Esa carretera es un desastre. Así no se trata a una joya como su Jaguar.

No tuve valor para explicárselo, así que le dediqué una sonrisa desganada y dejé que fuera a por el coche. Lo habían lavado, revisado y llenado de gasolina. Estaba en perfectas condiciones.

Eché un vistazo rápido en busca de abolladuras, pero no encontré ninguna.

—¿Cuántos clientes vienen por aquí? —pregunté al anciano mientras le pagaba—. Me refiero a coleccionistas que vivan en la zona, no a gente de paso.

—Debe de haber cosa de un centenar en todo el estado. —Se encogió de hombros—. Somos el establecimiento principal. Tenemos la mejor gasolina y las únicas instalaciones de servicio de calidad que hay por aquí.

—¿Hay buenas colecciones?

—Alguna que otra. Hay un tipo que viene siempre en un Pierce-Arrow.

Otro se ha especializado en los años cuarenta, y tiene una colección muy interesante en muy buen estado.

—¿Alguien de por aquí tiene un Edsel?

—Ni hablar —respondió—. Ninguno de mis clientes tiene tanto dinero. ¿Por qué lo pregunta?

Decidí echar la prudencia a la cuneta, por decirlo así.

—Anoche vi uno en la carretera. Pero no pude hablar con el dueño.

Pensé que sería alguien de por aquí.

—Pues no. —El anciano no dio señales de saber nada, así que me volví y subí al Jaguar—, debía de ser alguien de paso —dijo mientras cerraba la puerta—. Qué cosa más rara, un coche como ese en esta carretera. No es muy normal que…

De repente, justo cuando metía la llave para arrancar, en el rostro se le dibujó una expresión de asombro infinito.

—¡Un momento! —gritó—. ¿Ha dicho que vino por la interestatal vieja? ¿Vio un Edsel en la interestatal?

—Así es. —Volví a parar el motor.

—Dios santo. Lo había olvidado por completo. Ha pasado tanto tiempo… ¿Era un Edsel blanco, con cinco personas dentro?

—Sí. —Me bajé del coche otra vez—. ¿Qué sabe de él?

—¿Solo lo vio, nada más? —El anciano me agarró de los hombros con las dos manos y me zarandeó. Tenía una expresión extraña en el rostro—. ¿Seguro que fue lo único que sucedió?

—No —reconocí al final, tras titubear un momento y sentirme muy idiota—. Tuvimos un accidente. Bueno, en realidad, me pareció que chocábamos. Pero luego no… —Hice un gesto en dirección al Jaguar.

El anciano me soltó y se echó a reír.

—Otra vez —murmuró—. Después de tantos años.

—¿Qué sabe de esto? ¿Qué demonios pasó anoche?

—Venga. —Suspiró—. Se lo contaré.

—Ocurrió hace más de cuarenta años —me dijo delante de una taza de café, sentados en una cafetería al otro lado de la calle—. En los setenta. Eran una familia que estaba de vacaciones. El hijo y el padre se turnaban al volante. Tenían hotel reservado en San Breta, pero en aquel momento conducía el hijo, era ya de noche y se saltó la salida. Ni la vio.

»Entonces llegó a la salida 77. Al ver la señal debió de asustarse mucho. Por lo que cuenta la gente que los conocía, el padre era un cabrón de mucho cuidado, muy capaz de echarle una bronca descomunal por aquel error. No se sabe qué sucedió, pero cabe suponer que al chico le entró tanto miedo que perdió la cabeza. Hacía dos semanas que se había sacado el carné de conducir. Cometió la estupidez de intentar girar en redondo y volver a San Breta.

»El otro coche le dio de costado. El conductor no llevaba puesto el cinturón de seguridad, así que salió disparado a través del parabrisas, cayó en la carretera y murió en el acto. Los del Edsel no tuvieron tanta suerte. El Edsel volcó y estalló con toda la familia dentro. Los cinco murieron abrasados.

Me estremecí al recordar los gritos procedentes del coche en llamas.

—Pero eso fue hace cuarenta años. ¿Qué tiene que ver con lo que me pasó anoche?

—A eso voy —replicó el anciano. Cogió una rosquilla, la mojó en el café y la mordió, pensativo—. La siguiente vez que oí hablar del tema fue un par de años más tarde. Un tipo denunció un accidente a la policía. Había chocado con un Edsel, entrada la noche, en la interestatal. Tal como lo contaba, era una repetición exacta del accidente anterior, pero cuando llegaron al lugar, su coche estaba intacto, y del otro no había ni rastro.

»El tipo era un jovencito de por aquí, así que pensaron que lo hacía para llamar la atención, y listo. Pero un año después llegó otro tipo con el mismo cuento. Era de fuera, del este, por lo que era poco probable que hubiera oído hablar del accidente. La policía se quedó descolocada.

»La cosa se repitió a lo largo de los años. Todos los accidentes tenían ciertas características comunes. Siempre sucedían entrada la noche; siempre se trataba de un hombre que viajaba solo; nunca había más coches a la vista ni testigos. Igual que sucedió en el primer accidente, el real. Y todos tuvieron lugar poco más allá de la salida 77, justo donde el Edsel trató de dar la vuelta

»No han faltado intentos de explicarlo. Alguien dijo que eran alucinaciones; otro, imágenes hipnóticas inducidas por la autopista; un tercero, nada más que trucos… Pero la única explicación que tenía sentido era la más sencilla. El Edsel era un fantasma. Los periódicos lo exprimieron a base de bien. A la interestatal la llamaban “la autopista fantasma”.

El anciano hizo una pausa para apurar el café y se quedó mirando el fondo de la taza, sombrío.

—Las colisiones siguieron ocurriendo año tras año, cuando se daban las condiciones adecuadas, hasta 1993. A partir de entonces, el tráfico empezó a escasear; cada vez había menos gente que utilizaba la interestatal, y por tanto los accidentes eran cada vez menos frecuentes. —Me miró—. Su caso ha sido el primero en veinte años. Casi se me había olvidado. —Volvió a bajar la vista y se quedó en silencio, y yo medité unos minutos sobre el relato.

—No sé —dije por fin, meneando la cabeza—. Lo que me ha contado encaja, pero… ¿un fantasma? No creo en fantasmas. Parece un poco absurdo.

—Todo lo contrario —repuso, levantando la mirada—. Haga memoria; piense en los cuentos de fantasmas que leía de niño. ¿Qué tenían en común?

—No lo sé —respondí con el ceño fruncido.

—Yo se lo diré: una muerte violenta. Los fantasmas eran fruto de asesinatos o ejecuciones, resultado de la sangre y la violencia. Las casas encantadas eran lugares donde alguien había sufrido una muerte espeluznante cien años antes. Pero en los Estados Unidos del siglo XX, las muertes violentas no tenían lugar en mansiones y castillos, sino en las carreteras, en las sangrientas carreteras donde miles de personas morían cada año. Un fantasma actual no viviría en un castillo ni esgrimiría un hacha. Rondaría por una autopista y conduciría un automóvil. ¿No le parece lógico?

Tenía cierto sentido. Asentí.

—Pero ¿por qué en esta autopista en concreto? ¿Por qué ese coche? En las carreteras moría mucha gente. ¿Qué tuvo aquel caso de especial?

—No lo sé. —El anciano se encogió de hombros—. ¿Qué diferenciaba un asesinato de otro? ¿Por qué los fantasmas surgían solo de algunos? ¿Quién sabe? Pero he oído algunas teorías. Hay quien dice que el Edsel está condenado a rondar eternamente por la autopista porque en cierto modo es el asesino. Es el que causó el accidente, el que causó aquellas muertes, y por tanto recibe su castigo.

—Es posible —dije, no muy convencido—. Pero ¿y la familia? Podría decirse que fue culpa del chico, o hasta del padre, por permitir que condujera con tan poca experiencia. Pero el resto de la familia, ¿qué culpa tiene? ¿Por qué reciben también un castigo?

—Cierto, cierto —asintió el anciano—. Por eso nunca me convenció esa teoría. Yo tengo otra. —Me miró fijamente a los ojos—. Creo que están perdidos.

—¿Que están perdidos?

—Sí. En los viejos tiempos, cuando las carreteras estaban llenas de coches, uno no podía dar la vuelta como si nada si se saltaba una salida. Había que seguir adelante, a veces kilómetros y kilómetros, hasta dar con una salida que permitiera abandonar la autopista y luego volver a entrar en sentido contrario. Algunos enlaces de trébol diseñados en aquellos años eran tan complicados que a veces no había manera de volver a la salida deseada.

»Creo que eso es lo que le sucedió al Edsel. Se saltaron la salida y no pueden encontrarla. Tienen que seguir moviéndose. Para siempre. —Suspiró, y se volvió para pedir otra taza de café.

Bebimos en silencio antes de volver al taller. De allí me fui directo a la biblioteca del pueblo, donde encontré toda la información en los periódicos antiguos archivados: los detalles del primer accidente; la primera aparición, dos años después; las demás, a intervalos irregulares… La historia se repetía; siempre era el mismo accidente, una y otra vez. Todo era idéntico, hasta los gritos.

Aquella noche, cuando reanudé el viaje, la vieja autopista estaba a oscuras. No había señales de tráfico ni rayas blancas en el suelo, y sí en cambio muchos baches y grietas. Conduje despacio, inmerso en mis pensamientos.

Linos kilómetros más allá de San Breta me detuve y bajé del coche. Me quedé allí sentado, a la luz de las estrellas, casi hasta el amanecer, mirando y escuchando. Pero las luces siguieron apagadas y no vi nada.

No obstante, a eso de la medianoche, oí un silbido muy peculiar a lo lejos. Su intensidad aumentó rápidamente hasta llegar a mi altura, y luego se disipó igual de deprisa.

Tal vez fuera un hovercamión en el horizonte lejano; no lo sé. Nunca he oído a un hovercamión hacer esa clase de ruido, pero todo es posible.

Aunque yo no lo creo.

Creo que se trataba del viento al silbar contra el morro de un coche fantasma blanco y oxidado que circula por una autopista encantada que no aparece en los mapas. Creo que era el lamento de un pequeño Edsel perdido que busca eternamente la salida a San Breta.