La ciudad estaba muerta, y las llamas de su agonía desplegaban una mancha roja en el cielo verde grisáceo.
Llevaba mucho tiempo moribunda. La resistencia había durado casi una semana, y la lucha había sido enconada. Pero, al final, los invasores lograron imponerse sobre los defensores, como se habían impuesto sobre tantos otros anteriormente. Aquel cielo extraño con dos soles les era indiferente. Habían luchado y vencido bajo cielos azul cobalto, cielos moteados de oro y cielos negros como la pez.
Los muchachos del control del clima habían sido los primeros en atacar, cuando el grueso de las fuerzas estaba aún a cientos de kilómetros al este. Habían azotado las calles de la ciudad con una tormenta tras otra para demorar los preparativos de la defensa y quebrantar la moral de la resistencia.
Cuando estuvieron más cerca, los invasores enviaron a los aullantes. Interminables gritos agudos resonaron día y noche, y la mayor parte de la población no tardó en huir, aterrada y desmoralizada. Mientras tanto, el grueso de los atacantes ya había llegado y arrojó bombas de peste aprovechando que soplaba un viento constante hacia poniente.
Pese a todo, los nativos contraatacaron. Desde los emplazamientos defensivos situados en tomo a la ciudad, los supervivientes lanzaron una descarga de atómicas con la que consiguieron acabar con una compañía entera, cuyas pantallas defensivas se vieron sobrecargadas por el repentino ataque. Pero fue una acción inútil. Las bombas incendiarias caían ya monótonamente en la ciudad, y grandes nubes de gas ácido barrían la llanura.
Y tras el gas llegaron las temibles escuadras de la Fuerza Expedicionaria Terráquea y avanzaron sobre las últimas defensas.
Kagen contempló con el ceño fruncido el abollado casco de plasticoide que yacía a sus pies y maldijo su suerte. Una operación de limpieza simple y rutinaria, pensó. Una operación de limpieza rutinaria…, y un maldito interceptor automático colocado a saber dónde había tenido que lanzarle una atómica de baja potencia.
No le había acertado por poco, pero la onda de choque había dañado los propulsores de cadera y lo había arrojado a aquel pequeño barranco perdido al este de la ciudad. La armadura ligera de plasticoide lo había protegido del impacto, pero el casco se había llevado un buen golpe.
Kagen se agachó y lo recogió para examinarlo. El comunicador de largo alcance y los sensores habían quedado inservibles. Sin casco ni propulsores estaba cojo, sordo, mudo y casi ciego. Volvió a maldecir.
Un leve movimiento en la parte superior del barranco captó toda su atención. De pronto aparecieron cinco nativos apuntando a Kagen con automáticas, desplegados de forma que lo rodeaban por todos lados.
Uno empezó a decir algo. Pero no terminó.
El arma sónica de Kagen estaba en el suelo rocoso, a sus pies. En un instante la tuvo entre las manos.
Cinco hombres titubean en una situación en la que uno solo no vacila. En aquella centésima de segundo que tardaron los nativos en colocar el dedo en el gatillo, Kagen no se detuvo, Kagen no dudó, Kagen no pensó.
Kagen mató.
El arma emitió un aullido intenso y ensordecedor. El jefe del pelotón enemigo se estremeció cuando el haz invisible de sonido concentrado de alta frecuencia lo desgarró por dentro. Se le empezó a licuar la carne. Para entonces, el arma de Kagen ya había alcanzado a otros dos objetivos.
Las armas de los dos nativos que quedaban empezaron por fin a tabletear. Una lluvia de balas cayó sobre Kagen, que ya rodaba hacia la derecha. El impacto de los proyectiles contra la armadura le arrancó un gruñido de dolor. Los apuntó con el arma sónica…, pero una bala se la arrancó de las manos.
Kagen no titubeó ni se detuvo al verse sin ella. Subió de un salto la ladera del barranco, directo hacia un soldado. El nativo vaciló un momento antes de empuñar el arma. Aquel momento era todo lo que necesitaba Kagen: aprovechando el impulso del salto, estampó la culata del arma contra el rostro del enemigo con la mano derecha, mientras la izquierda, cerrada en un puño respaldado por setecientos kilos de potencia, impactaba contra el cuerpo del nativo justo en el esternón.
Kagen agarró el cadáver y lo lanzó contra el segundo nativo, que había interrumpido un instante los disparos cuando su camarada se había interpuesto entre Kagen y él. La siguiente ráfaga de balas desgarró el cuerpo que volaba hacia el nativo, que retrocedió un paso sin dejar de disparar.
Kagen saltó sobre él. Sintió un zarpazo de dolor cuando una bala le rozó la sien, pero hizo caso omiso y proyectó el canto de la mano contra la garganta del nativo, que se derrumbó y quedó inmóvil.
Giró deprisa, alerta, en busca del siguiente enemigo.
Estaba solo.
Se inclinó y se limpió la sangre de la mano con un trozo de uniforme de un cadáver. Con un gesto de asco, tiró el trapo empapado de sangre, pensando que la caminata de vuelta al campamento sería muy larga.
Desde luego, no era su día.
Dejó escapar un gruñido de desánimo y bajó al barranco para recuperar el arma sónica y el casco.
A lo lejos, en el horizonte, la ciudad seguía ardiendo.
—¡Ah, eres tú, Kagen! —exclamó Ragelli alegremente. Su voz surgía del comunicador de corto alcance que Kagen llevaba en el puño—. Has emitido la señal justo a tiempo. Mis sensores acababan de detectar algo. Un poco más y te sacudo con la sónica.
—Tengo el casco destrozado; estoy sin sensores —replicó Kagen—. No es fácil calcular la distancia. El comunicador de largo alcance tampoco funciona.
—Los jefazos ya estaban preguntando qué te había pasado —lo interrumpió Ragelli—. Se han puesto nerviosos. Pero yo me imaginaba que tarde o temprano aparecerías.
—Claro. Un gusano de esos me ha reventado los cohetes, y he tardado un rato en volver, pero ya estoy aquí.
Salió lentamente del cráter donde se había escondido para que el guardia lo viera desde su posición lejana. Se movió despacio y con calma.
La silueta de Ragelli, recortada contra la barrera del puesto avanzado, levantó un enorme brazo de color gris plateado en gesto de saludo. Llevaba un equipo de combate completo, todo de duraleación; a su lado, el equipo de plasticoide de Kagen parecía de papel. Ocupaba el asiento del disparador de un cañón sónico oscilante y estaba rodeado por una burbuja de escudos defensivos, con lo que su figura corpulenta aparecía como un borrón difuso.
Kagen le devolvió el saludo y salvó la distancia que los separaba con rápidas zancadas. Se detuvo ante la barrera, al pie del emplazamiento de Ragelli.
—Te han dado a base de bien —comentó este, observándolo por el visor de plasticoide, ayudado por los dispositivos sensoriales—. Esa armadura ligera no te protege ni de la lluvia. Hasta un granjero con un tirachinas podría derribarte.
—Yo al menos puedo moverme. —Kagen se rio—. Con ese disfraz de gorila de duraleación podrás resistir el ataque de una escuadra de asalto, pero a ver qué haces para pasar a la ofensiva, tío. Y solo con la defensa no se ganan guerras.
—Tú ganas —añadió Ragelli—. Me muero de aburrimiento en las guardias.
Pulsó un interruptor del panel de control y una parte de la barrera parpadeó y desapareció. Kagen cruzó a toda prisa, y la barrera volvió a cerrarse.
Kagen se dirigió sin tardanza al barracón de su escuadra. La puerta se deslizó automáticamente cuando se acercó, y entró agradecido. Qué agradable era volver a estar en casa y recuperar el peso normal. Después de un rato, aquellos lodazales de gravedad baja le hacían sentir náuseas. En los barracones se generaba artificialmente el nivel de gravedad de Wellington, que era el doble que el de la Tierra. Resultaba caro, pero los altos mandos no se cansaban de decir que todo era poco por el bienestar de nuestros combatientes.
Se quitó la armadura de plasticoide en el vestuario del barracón y la tiró al cubo de reciclaje. Luego fue directo a su cubículo y se dejó caer en la cama.
Alargó la mano hacia la mesilla metálica que tenía al lado, abrió un cajón a tientas y sacó una gruesa cápsula verdosa. La tragó con ansia y volvió a tumbarse para relajarse y esperar a que surtiese efecto en su organismo. Según las normas, estaba prohibido tomar sintestim entre comidas, y lo sabía, pero nadie cumplía aquella regla. Kagen, al igual que la mayor parte de la tropa, lo consumía constantemente para mantener al máximo su rapidez y resistencia.
Al cabo de unos minutos, cuando ya dormitaba felizmente, se activó el intercomunicador que colgaba de la pared, sobre su cama.
—Kagen.
—¡Sí, señor! —Kagen se incorporó inmediatamente, despejado por completo.
—Preséntese de inmediato ante el comandante Grady.
Kagen sonrió ampliamente. Pensó que estaban dando curso a su petición muy deprisa. Y se encargaba de ella un oficial de alta graduación, nada menos. Se puso a toda prisa un holgado mono militar marrón y cruzó la base.
El cuartel de los altos mandos estaba en el centro del puesto avanzado. Era un edificio de tres plantas bien iluminado, cubierto de escudos defensivos y rodeado de guardias con armadura de combate ligera. Un guardia pidió la identificación a Kagen y le permitió el paso, según las órdenes que había recibido.
Tras cruzar la puerta se detuvo un momento para que lo escanearan unos sensores; obviamente, a la tropa no se le permitía llevar armas en presencia de los oficiales superiores. Si hubiera llevado encima la pistola sónica, las alarmas se habrían disparado por todo el edificio, y los rayos tractores ocultos en el techo y las paredes lo habrían inmovilizado por completo.
Una vez superada la inspección, echó a andar por el pasillo que llevaba al despacho del comandante Grady. Tras recorrer un tercio del trayecto, el primer juego de rayos tractores le aprisionó las muñecas. Se debatió al notar aquel contacto invisible, pero los rayos no lo soltaron. Siguió avanzando, y más rayos fueron activándose según pasaba y cerrándose sobre él. Kagen maldijo entre dientes y combatió el impulso de resistirse.
Odiaba verse maniatado por rayos tractores, pero esas eran las normas que había que cumplir para ver a un alto mando.
Una puerta se abrió ante él, y la cruzó. Al momento, una descarga de rayos tractores lo aprisionó y lo inmovilizó por completo. Algunos se tensaron en determinados lugares para obligar a Kagen a adoptar la posición de firmes, por mucho que sus músculos se opusieran.
A escasos metros, el comandante Cari Grady estaba trabajando en una desordenada mesa de madera, garabateando algo en un papel. Junto al codo tenía un montón de hojas, encima del cual reposaba una antigua pistola láser a modo de pisapapeles. Kagen la reconoció. Era una especie de reliquia de la familia Grady que pasaba de generación en generación.
Según se contaba, un antepasado la había utilizado en la Tierra, en las guerras del Fuego de principios del siglo XXI. Pese a ser tan viejo, se decía que aquel chisme funcionaba como el primer día.
Tras unos minutos de silencio, Grady soltó por fin la pluma y levantó la vista hacia Kagen. Era inusualmente joven para ser un alto mando, pero el indómito pelo canoso le hacía aparentar más edad de la que tenía.
Como todos los oficiales superiores, había nacido en la Tierra. Era frágil y lento, comparado con los soldados de las tropas de asalto procedentes de los mundos bélicos Wellington y Rommel, de gravedad más alta.
—Preséntese —ordenó Grady con tono brusco. Como de costumbre, su rostro blanco y bien afeitado reflejaba un aburrimiento infinito.
—Capitán John Kagen, escuadras de asalto, Fuerza Expedicionaria Terrestre.
Grady asintió, aunque en realidad no estaba escuchando. Abrió un cajón de la mesa y sacó una hoja. Jugueteó con ella entre los dedos.
—Supongo que ya sabe por qué está aquí, Kagen. —Dio unos golpecitos con el dedo en el papel—. ¿Qué significa esto?
—Ni más ni menos lo que dice, comandante —replicó Kagen.
Intentó cambiar de posición, pero los rayos tractores lo mantenían rígido. Grady se dio cuenta e hizo un gesto impaciente.
—Descanse —ordenó.
La mayoría de los rayos tractores se desactivó, y Kagen pudo moverse, aunque solo a la mitad de su velocidad habitual. Aliviado, desentumeció los músculos y sonrió.
—Mi periodo de servicio militar termina dentro de dos semanas, comandante, y no tengo intención de reengancharme. Así que he solicitado desplazarme a la Tierra. Eso es todo.
Grady arqueó las cejas un milímetro, pero los ojos oscuros seguían cargados de aburrimiento.
—¿De verdad? Hace casi veinte años que es soldado, Kagen. ¿Por qué quiere retirarse? No lo entiendo.
—No lo sé —dijo Kagen, encogiéndose de hombros—. Me hago viejo. Empiezo a cansarme de la vida de campamento. Me aburre un poco esto de tomar un lodazal detrás de otro… Quiero algo diferente, algo que tenga emoción.
—Comprendo —asintió Grady—. Pero no estoy de acuerdo con usted, Kagen. —Su voz tenía un deje suave, persuasivo—. Creo que está subestimando la FET. Denos otra oportunidad; le esperan muchas emociones. —Se retrepó en la silla, cogió un lápiz y jugueteó con él—. Voy a contarle una cosa, Kagen. Como ya sabe, llevamos casi tres décadas en guerra con el Imperio hrangano. Los enfrentamientos directos con el enemigo han sido escasos y muy espaciados hasta ahora. ¿Sabe por qué?
—Claro.
—Se lo explicaré —prosiguió Grady, haciendo caso omiso de la respuesta—. Hasta ahora, ambos bandos han intentado consolidar sus posiciones apoderándose de estos pequeños mundos situados en zonas fronterizas. Estos lodazales, como los llama usted. Pero son lodazales muy importantes. Los necesitamos para construir bases, como fuente de materias primas, por su capacidad industrial y para hacer levas. Por eso tratamos de minimizar los daños en las campañas y por eso utilizamos tácticas de psicoguerra, como los aullantes: para asustar a tantos nativos como sea posible antes de atacar, para que se retiren, para preservar la mano de obra.
—Ya lo sé —lo interrumpió Kagen con la brusquedad típica de los wellingtonianos—. ¿Y qué? No he venido a que me dé una conferencia.
—No, claro. —Grady levantó la vista del lápiz—. Bien, Kagen, se lo diré. Se acabaron los preliminares. Ha llegado la hora de ir al grano. Quedan muy pocos mundos de los que nadie se ha adueñado aún. Pronto entraremos en combate directo con las tropas de conquista hranganas, y antes de un año atacaremos sus bases. —El comandante miró expectante a Kagen. Se quedó un tanto desconcertado al no recibir respuesta y volvió a inclinarse hacia delante—. ¿No lo entiende, Kagen? ¿Qué más emociones pueden pedirse? Se acabó luchar contra esta mierda de civiles con uniformes de pacotilla, sus atómicas miserables y sus primitivas armas de proyectiles. Los hranganos son un auténtico enemigo. Hace muchas generaciones que tienen un ejército profesional, igual que nosotros. Son soldados natos, sometidos a un duro entrenamiento. Y son buenos. Tienen pantallas y armas modernas. Serán los enemigos que pongan a prueba de verdad a nuestras escuadras de asalto.
—Puede ser —repuso Kagen, dubitativo—. Pero no estaba pensando en ese tipo de emociones. Me estoy haciendo viejo. Últimamente he notado que soy más lento, y ni el sintestim me sirve para mantener la velocidad.
—Tiene uno de los mejores expedientes de toda la FET, Kagen. —Grady sacudió la cabeza—. Ha recibido dos veces la Cruz Estelar, y tres la Condecoración del Congreso Mundial. No hubo emisora de la Tierra que no se hiciera eco de la noticia cuando salvó el destacamento de desembarco en Torego. ¿Por qué empieza a dudar de su eficacia? Necesitaremos hombres como usted contra los hranganos. Reengánchese.
—No —replicó Kagen con énfasis—. Según el reglamento, a los veinte años me corresponde una pensión, y con todas esas medallas me he ganado un montón de extras de jubilación. Ahora lo que quiero es disfrutarlos. —Sonrió de oreja a oreja—. Usted mismo lo ha dicho: todo el mundo me conoce en la Tierra; soy un héroe. Con semejante reputación, me imagino que me irá de miedo.
Grady frunció el ceño y tamborileó con los dedos sobre la mesa, impaciente.
—Ya sé qué dice el reglamento, pero también sé, igual que usted, que aquí nadie se retira nunca. Casi todos los soldados prefieren seguir en el frente. Es su trabajo. Es la razón de ser de los mundos bélicos.
—La verdad, comandante, no me importa. Según el reglamento, tengo derecho a retirarme con pensión completa, y no puede impedírmelo.
Grady consideró la situación un buen rato, con los ojos impenetrables.
—De acuerdo —replicó por fin—. Vamos a ser razonables. Se retira con toda su pensión y los extras, y nosotros lo instalamos en Wellington, en el lugar que elija. O en Rommel, si lo prefiere. Lo nombramos director de barracones juveniles, de la edad que prefiera. O director de campo de entrenamiento. Con su expediente, empezaría con el rango más alto.
—Ni hablar —replicó Kagen con firmeza—. Nada de Wellington ni de Rommel. En la Tierra.
—Pero ¿por qué? ¿No se crió usted en Wellington, en uno de los barracones de las colinas? ¡Si no ha estado en la Tierra jamás!
—Exacto. Pero la he visto en programas de la tele y en pelis. Y me gusta. Además, últimamente he estado leyendo mucho sobre la Tierra, y ahora quiero ver cómo es. —Hizo una pausa y volvió a sonreír—. Digamos que quiero ver el lugar por el que he estado combatiendo.
—Yo soy de la Tierra, Kagen. —El ceño fruncido de Grady mostraba a las claras su irritación—. Le aseguro que no le gustará. No encajará allí. La gravedad es muy baja, y no hay barracones de alta gravedad en los que pueda refugiarse. El sintestim es ilegal, está estrictamente prohibido. Pero los hombres de los mundos bélicos lo necesitan, así que tendrá que pagarlo a precios desorbitados. Además, los terrícolas no son gente entrenada. Son de otra ralea. Vuelva a Wellington; allí estará con gente como usted.
—A lo mejor precisamente por eso quiero ir a la Tierra —se empecinó Kagen—. En Wellington solo seré uno de tantos viejos veteranos; los hay a cientos. ¡Todos los soldados que se retiran vuelven a su viejo barracón de mierda! En cambio, en la Tierra seré famoso. De hecho, seré el tío más rápido y fuerte del planeta. Alguna ventaja tendrá que tener eso, ¿no?
—¿Y la gravedad? —preguntó Grady, que empezaba a ponerse nervioso—. ¿Y el sintestim?
—Después de un tiempo me acostumbraré a la gravedad baja; no habrá problema. Tampoco necesitaré tanta velocidad y resistencia, así que supongo que podré dejar el sintestim.
Grady se pasó los dedos por el pelo despeinado y sacudió la cabeza, dubitativo. Se hizo un silencio largo e incómodo. Se inclinó sobre la mesa… Y, de repente, lanzó la mano hacia la pistola láser.
Kagen reaccionó. Se abalanzó hacia delante, sin más resistencia que la suave de los pocos rayos tractores que lo sujetaban. Su mano describió un arco veloz hacia la muñeca de Grady…
Y se detuvo en seco cuando los rayos tractores lo apresaron, lo paralizaron y lo estamparon contra el suelo.
Grady, con la mano a medio camino hacia la pistola, volvió a recostarse en la silla. Tenía el rostro desencajado, estaba pálido. Levantó la mano, y los rayos tractores se aflojaron un poco. Kagen se puso de pie lentamente.
—¿Lo ve, Kagen? Esta pequeña prueba demuestra que está tan en forma como siempre. Habría llegado a la pistola antes que yo de no ser por los rayos tractores que lo refrenaban. Necesitamos hombres con su entrenamiento y experiencia. Lo necesitamos contra los hranganos. ¡Reengánchese!
—A tomar por culo los hranganos. —Los fríos ojos azules de Kagen centelleaban de rabia—. No voy a reengancharme, y ningún truquito de los suyos me hará cambiar de opinión. Me largo a la Tierra. No puede impedírmelo.
Grady se cubrió la cara con las manos y suspiró.
—De acuerdo, Kagen —dijo al final—. Usted gana. Tramitaré su solicitud. —Volvió a levantar la vista. Tenía una mirada extrañamente atormentada en los ojos oscuros—. Ha sido un gran soldado; lo echaremos de menos. Le aseguro que se arrepentirá de haber tomado esta decisión. ¿Seguro que no quiere pensárselo mejor?
—Seguro.
—Muy bien. —La extraña mirada se borró de los ojos de Grady. Su rostro adoptó una vez más una expresión de aburrida indiferencia—. Puede retirarse.
Los rayos tractores no liberaron a Kagen cuando se dio la vuelta. Lo guiaron con firmeza hasta la salida del edificio.
—¿Preparado, Kagen? —preguntó Ragelli, apoyado en la puerta del cubículo.
Kagen cogió el petate y, antes de salir, echó un último vistazo a su alrededor para comprobar que no se dejaba nada. No, lo llevaba todo. No había gran cosa en la habitación.
—Supongo que sí —respondió, saliendo por la puerta.
Ragelli se puso el casco de plasticoide que llevaba bajo el brazo y se apresuró para alcanzar a Kagen por el pasillo.
—Bueno, se acabó —dijo al ponerse a su lado.
—Sí. Dentro de una semana estaré tumbado a la bartola en la Tierra mientras a ti te salen ampollas en el culo de tanto sentarte metido en esa mierda de frac de duraleación.
—Es posible. —Ragelli rio—. Pero sigo pensando que estás mal de la cabeza. Mira que irte a la Tierra, cuando podrías estar al mando de un campo de entrenamiento en Wellington. Y eso sin hablar de que no quieres reengancharte, que ya es una locura…
La puerta del barracón se abrió, y salieron. Ragelli no dejó de hablar, y un guardia se colocó al otro lado de Kagen. Vestía armadura ligera de combate, igual que Ragelli.
Kagen, en cambio, llevaba un uniforme de gala blanco con bordados dorados. A un costado, un láser ceremonial desactivado le colgaba de la cartuchera de cuero negro. Completaban el uniforme un casco de acero bruñido y unas botas de piel. Los galones azules del hombro lo identificaban como capitán. Al caminar, las medallas le tintineaban sobre el pecho.
La tercera escuadra de asalto al completo se encontraba en posición de firmes en el espaciopuerto, tras los barracones, para rendirle honores con motivo de su retiro. Un grupo de oficiales superiores protegido por pantallas defensivas formaba filas a lo largo de la rampa que llevaba a la nave. En la primera fila se encontraba el comandante Grady, cuya expresión de aburrimiento difuminaban ligeramente las pantallas.
Flanqueado por los dos guardias, Kagen recorrió la explanada de cemento, sonriendo bajo el casco. Empezaron a sonar las gaitas, y Kagen reconoció el himno de combate de la FET y el de Wellington.
Al llegar al pie de la rampa se volvió y miró atrás. La compañía, formada ante él, lo saludó al unísono a una orden de los oficiales superiores y permaneció así hasta que Kagen devolvió el saludo, momento en que otro capitán se adelantó para entregarle los documentos de su retiro. Kagen se los embutió en el cinturón, se despidió de Ragelli con un gesto rápido e informal, y subió por la rampa, que se cerró lentamente a su espalda.
Dentro de la nave, un tripulante lo saludó con una seca inclinación de cabeza.
—Le he preparado un camarote especial. Venga conmigo. El trayecto solo dura quince minutos, y luego transbordará a la nave espacial que lo llevará a la Tierra.
Kagen asintió y siguió al tripulante. El camarote espacial resultó ser una estancia sencilla, sin apenas mobiliario, reforzada con placas de duraleación. Una pantalla cubría una pared, y frente a ella había un asiento de aceleración. En cuanto se quedó a solas, Kagen se arrellanó en él y aseguró el casco en un gancho, en el lateral. Los rayos tractores lo sujetaron suavemente, pero con firmeza, puesto que iban a despegar.
A los pocos minutos, un rugido sordo brotó de las entrañas de la nave, y Kagen sintió la presión de distintos grados de gravedad durante el despegue. La pantalla cobró vida de repente para mostrar el planeta que iba quedando atrás, cada vez más pequeño, y volvió a apagarse cuando estuvieron en órbita. Kagen intentó incorporarse, pero no pudo. Los rayos tractores lo mantenían prisionero en el sillón.
Frunció el ceño. No había motivo para seguir allí una vez alcanzada la trayectoria orbital. Al imbécil del encargado se le había olvidado soltarlo.
—¡Eh! —gritó, suponiendo que habría un intercomunicador en la estancia—. ¡Los tractores no se han desactivado! ¡Apagadlos de una puñetera vez, que me quiero mover!
No obtuvo respuesta.
Forcejeó bajo los rayos, pero la presión pareció aumentar. Aquellas cosas estaban empezando a clavársele. Los muy idiotas estaban girando la llave en la dirección equivocada. Maldijo entre dientes.
—¡No! —gritó—. Estáis apretando los tractores. ¡Van al revés!
Pero la presión siguió aumentando, y cada vez sentía más rayos dirigidos a él, hasta que le cubrieron el cuerpo como una manta invisible. Los muy puñeteros estaban haciéndole daño.
—¡Imbéciles! —gritó—. ¡Pedazo de gilipollas, parad esto!
Se debatió bajo los rayos en un estallido de rabia, pero ni aquellos músculos criados en Wellington podían rivalizar con los tractores que lo sujetaban firmemente contra el sillón. Un rayo le daba directamente en el bolsillo del pecho y le clavaba dolorosamente la Cruz Estelar en la piel. El afilado borde metálico ya había perforado el uniforme, y una mancha roja empezaba a extenderse por la tela blanca.
La presión siguió incrementándose hasta que Kagen se retorció de dolor bajo las ligaduras invisibles. Fue peor. La presión aumentó, y cada vez eran más los rayos que lo retenían.
—¡Parad esto! —chilló—. ¡Cuando salga de aquí os voy a hacer pedazos, cabrones! ¡Me estáis matando! ¡Joder!
Oyó el chasquido seco de un hueso al romperse bajo la presión y sintió una puñalada de dolor intenso en la muñeca derecha. Un instante después hubo otro chasquido.
—¡Parad! —aulló de dolor—. ¡Me estáis matando! ¡Me estáis matando!
Y, de pronto, se dio cuenta de que así era.
Grady miró con el ceño fruncido al ayudante que entró en su despacho.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
El ayudante, un joven terrícola que en un futuro sería un alto mando, saludó marcialmente.
—Acabamos de recibir el informe de la lanzadera, señor. Ya está. Quieren saber qué hacer con el cadáver.
—Que lo lancen al espacio, ¿qué más da? —Una leve sonrisa aleteó en sus labios y sacudió la cabeza—. Ha sido una lástima. Kagen era excelente para el combate, pero algo debió de fallar en su entrenamiento psicológico. Habrá que enviar una nota de amonestación al entrenador de su barracón. Aunque es curioso que el fallo haya tardado tanto en salir a la luz. —Sacudió la cabeza otra vez—. A la Tierra, nada menos. Hubo un momento en que casi me hizo plantearme si era posible. Pero me di cuenta de que no en cuanto le hice la prueba del láser. No, de ninguna manera. —Lo recorrió un escalofrío—. ¿Cómo íbamos a dejar suelto por la Tierra a un hombre de un mundo bélico? —Volvió a concentrarse en los papeles.
El ayudante dio media vuelta para salir, pero Grady levantó la vista en el último momento.
—Otra cosa. No se olvide de enviar una nota de prensa a la Tierra. Algo como «Héroe de guerra muere en nave atacada por los hranganos». Adórnela bien. Habrá cadenas que la recojan y hagan una publicidad excelente. Y que envíe sus medallas a Wellington; las querrán para el museo de los barracones.
El ayudante asintió, y Grady volvió a concentrarse en el papeleo. Seguía pareciendo un tanto aburrido.