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EL ASQUEROSO PROFESIONAL

La primera vez que se hace por dinero no se olvida nunca.

Me convertí finalmente en un asqueroso profesional en 1970, en el verano entre el último curso de carrera y el posgrado, en la Universidad Northwestern. El cuento con el que lo conseguí fue «El héroe», que había escrito para el curso de escritura creativa de mi penúltimo año universitario y ya había intentado vender varias veces. Lo envié en primer lugar a Playboy, que me lo devolvió con la nota estándar de rechazo. Analog me lo mandó de vuelta con una lacónica carta de rechazo de John W. Campbell hijo, la primera y última vez que he conseguido una respuesta personal del famosísimo director. Luego mandé «El héroe» a Fred Pohl, de Galaxy, y… desapareció.

Pasó un año entero antes de que me enterara de que Pohl ya no era el director de Galaxy y de que la revista había cambiado de editorial y de dirección postal. Entonces volví a escribir la historia gracias a la copia que tenía en papel carbón (sí, por fin había empezado a utilizar aquel invento, viva y bravo), y se la envié a Ejler Jakobsson, el nuevo director de Galaxy, a la nueva dirección de la revista, tras lo cual… desapareció. ¡Otra vez!

Mientras tanto, había celebrado mi licenciatura en Northwestern, aunque aún me esperaba un año del curso de posgrado. Medill tenía un programa de periodismo de cinco años. Con el cuarto se obtenía la licenciatura, pero se esperaba que el alumno estudiara un año más, año que incluía un trimestre como becario en Washington D. C. cubriendo la información política. Al final de aquel año se recibía el título de máster.

Después de licenciarme volví a Bayonne y a mi empleo de verano como redactor deportivo y relaciones públicas para el departamento de Parques y Actividades Recreativas. En la ciudad se celebraban varias ligas veraniegas de béisbol, y mi labor consistía en cubrir los partidos para los periódicos locales, The Bayonne Times y el Jersey Journal. Había media docena de ligas, según la edad de los participantes, y cada día se jugaban varios partidos en diferentes estadios de la ciudad, así que no había forma humana de que pudiera asistir a todos. Lo que hice fue pasarme el tiempo en el despacho, y después de cada partido, los árbitros me llevaban los resultados, que utilizaba para redactar mis artículos. De modo que me pasé cuatro veranos escribiendo sobre béisbol sin ver un solo partido.

Aquel mes de agosto me di cuenta de que «El héroe» llevaba más de un año en Galaxy, así que, en vez de escribir una carta, opté por llamar a las oficinas de la revista, en Nueva York, y preguntar qué había pasado con mi cuento desaparecido. La mujer que me atendió se mostró al principio brusca y hostil, y cuando murmuré no sé qué de un manuscrito que les había enviado hacía tiempo, me dijo que en Galaxy no podían seguir la pista a todos los cuentos que rechazaban. Podría haber tirado la toalla en aquel momento, pero conseguí mencionar el título del relato. Y se produjo un silencio pesado.

—Un momento —dijo la mujer—. Ese cuento lo compramos.

(Años más tarde me enteré de que aquella mujer era Judy-Lynn Benjamín, que más tarde sería Judy-Lynn del Rey, la que creó el sello Del Rey para Ballantine Books). Me dijo que habían comprado el cuento hacía meses pero, a saber cómo, el manuscrito y la orden de compra se habían traspapelado detrás de un archivador, y hacía poco que los habían encontrado. (En un universo alternativo, no miró nadie detrás del archivador, y hoy sigo siendo periodista).

Colgué el teléfono con cara de asombro absoluto y me dirigí a mi trabajo de verano. Debí de llegar flotando; estaba en las nubes. Más adelante, al ver que no recibía el contrato ni el cheque, empecé a poner los pies en el suelo; me carcomieron las dudas y me pregunté si la mujer del teléfono no se habría equivocado. Tal vez hubiera por ahí otro cuento titulado «El héroe». Empezó a invadirme un temor paranoico a que Galaxy cerrara antes de publicar el relato, temor que se vio acrecentado cuando terminó el verano y volví a Chicago, todavía sin el cheque.

Resultó que Galaxy había enviado el cheque y el contrato al North Shore Hotel, la residencia de estudiantes de la que me había marchado en junio tras licenciarme en Northwestern. Tardaron tanto en reenviármelo a mi dirección de verano que, cuando llegó, yo ya había vuelto a la universidad y vivía en otra residencia.

Pero el caso es que el cheque existía, y cuando por fin llegó a mis manos resultó que ascendía a noventa y cuatro dólares, una cifra en absoluto desdeñable en 1970. «El héroe» se publicó en el número de Galaxy de febrero de 1971, en el invierno de mi año de posgrado en Medill. Como no tenía coche, obligué a un amigo a que me llevara de paseo por la mitad de los kioscos de la orilla norte y compré tantos ejemplares como encontré.

Entretanto, mis días de universidad estaban tocando a su fin. Me saqué sin problemas los dos primeros trimestres del posgrado de Evanston e hice las maletas para irme a Washington, rumbo a mi puesto como becario en Capitol Hill. Mi vida real empezaría en pocos meses. Ya me habían hecho algunas entrevistas; había enviado solicitudes de empleo, y me moría de ganas de ponerme a repasar las ofertas para ver cuál aceptar. Al fin y al cabo, me había licenciado cum laude en la mejor escuela de periodismo del país y no tardaría en tener en el bolsillo un máster y una beca prestigiosa. Durante el posgrado había perdido bastante peso, así que me compré ropa nueva, y cuando llegué a la capital era la viva imagen de un periodista jipi, con el pelo por los hombros, pantalones de campana, gafas de aviador y americana color mostaza de raya diplomática con doble hilera de botones.

El puesto de becario exigía mucha dedicación, pero también era emocionante. El país estaba muy alborotado en la primavera de 1971, y yo estaba donde se cortaba el bacalao: recorría los pasillos del poder, informaba sobre congresistas y senadores, y me sentaba en la tribuna de prensa del senado al lado de periodistas de verdad. El servicio de noticias de Medill enviaba notas de prensa a periódicos de todo el país, así que se imprimieron algunos textos míos. El director del programa era Neil McNeil, un periodista especializado en política, un chupatintas duro, práctico y escrupuloso, que se leía el texto de la pobre víctima en su cubículo y la llamaba con un rugido cuando tropezaba con algo que no le gustaba. El rugido de mi nombre se oía con frecuencia. «Demasiado florido», garabateaba McNeil en mis artículos, y yo los tenía que reescribir para eliminar todo menos los hechos escuetos; de lo contrario, no les daba el visto bueno. Me sentaba fatal, pero aprendí mucho.

En Washington fue también donde asistí por primera vez a una convención de ciencia ficción de verdad, casi siete años después de aquella primera Comicon. Cuando entré en el Hotel Sheraton Park, con mis pantalones de campana color burdeos y la americana color mostaza de raya diplomática con doble hilera de botones, vi a un tipo sentado tras la mesa de las acreditaciones, un escritor jipi, flaco como una escoba, de barbita hirsuta y pelo largo anaranjado. Reconoció mi nombre (nadie se olvida de lo de R. R.) y me dijo que era el lector de manuscritos de Galaxy, el mismo que había rescatado «El héroe» de la pila de lectura y se lo había pasado a Ejler Jakobsson. Así que supongo que Gardner Dozois fue quien me convirtió tanto en fan como en profesional (sin embargo, muchas veces me he preguntado si estaba allí porque era realmente el encargado de las acreditaciones o si simplemente vio una mesa desatendida y pensó que, si se sentaba allí, la gente le daría dinero. Al fin y al cabo, no le pagaban gran cosa por leer manuscritos para Galaxy).

En aquel momento tenía una segunda venta entre manos. Hacía pocas semanas, Ted White, el nuevo director de Amazingy Fantastic, me había dicho que me compraba «La salida a San Breta», una fantasía futurista que había escrito en las vacaciones de primavera de mi último año de carrera. (Sí, es triste reconocerlo: mientras todos mis amigos se fueron a las playas de Fort Lauderdale, en Florida, a beber cerveza con compañeras de clase en bikini, yo me quedé en Bayonne, escribiendo). La historia de la venta de mi segundo relato guardaba similitudes escalofriantes con la del primero. Confiando en los listados de Writers Market, envié el cuento a Harry Harrison a la dirección que daban de Fantastic, y nunca más supe de él. Más adelante me enteré de que tanto el director como la dirección postal habían cambiado, de manera que tuve que volver a teclear el manuscrito y… Bueno, la verdad, a aquellas alturas ya empezaba a creer que perder un cuento era un requisito indispensable para venderlo.

Galaxy me había pagado noventa y cuatro dólares al aceptar «El héroe», pero Fantastic pagaba tras la publicación, así que el dinero de «La salida a San Breta» no me llegaría hasta octubre. Por fin llegó el cheque; era solo de cincuenta dólares. Pero una venta es una venta, y la segunda vez es casi tan emocionante como la primera, igual que pasa con el sexo. Una venta podía ser pura suerte, pero dos ventas, y a dos publicaciones distintas, indicaban que tal vez tuviera algo de talento.

«La salida a San Breta» tenía lugar en el Sudoeste, donde vivo en la actualidad, pero en el momento de escribirlo nunca había estado más al oeste de Chicago. El cuento hablaba sobre conducir y se desarrollaba íntegramente en autopistas, pero en aquel entonces no me había puesto tras un volante en la vida, ni mi familia había tenido ningún coche. Pese a la ambientación futurista, «La salida» es un relato de fantasía; por eso se publicó en Fantastic en vez de en Amazing, y por eso no me molesté tampoco en enviarlo ¿Analogy a Galaxy? Inspirado en «Fantasma de humo» de Fritz Leiber[1], yo quería sacar al fantasma de su mohosa mansión victoriana y ponerlo donde debía estar un buen fantasma del siglo XX: en un coche.

Aunque lo más aterrador que suceda en él es un accidente de coche, «La salida a San Breta» podría considerarse un cuento de terror. De este modo, podríamos decir que mis dos primeras ventas son un avance de lo que sería mi carrera como escritor, porque pertenecían a los tres géneros a los que me he dedicado.

Gardner Dozois no era el único escritor presente en aquella Disclave[2]. Allí conocí a Joe Haldeman y a su hermano Jack, a George Alee Effinger (al que por aquel entonces aún llamaban Cerdito), a Ted White y a Bob Toomey. Todos hablaban de historias que estaban escribiendo, que habían escrito o que pensaban escribir. Terry Carr era el invitado de honor; aparte de ser un excelente escritor, dirigía los Ace Specials y la serie de antologías originales Universo, y hacía todo lo posible por animar y ayudar a los jóvenes escritores que pululaban a su alrededor, entre los que me contaba. Nunca ha habido una convención con un invitado de honor más accesible y afectuoso.

Salí de la Disclave decidido a asistir a más convenciones de ciencia ficción… y a vender más cuentos. Pero, claro, antes tenía que escribirlos. Las conversaciones con Gardner, Cerdito y los Haldeman me habían hecho muy consciente de lo escasa que era mi producción hasta el momento, comparada con la de cualquiera de ellos. Si de verdad quería convertirme en escritor, tenía que terminar más relatos.

Pero aquel verano empezaría mi vida real, al menos en teoría. Pronto me mudaría a otra parte, tendría mi primer empleo de verdad, viviría en mi propio piso… Llevaba meses soñando con sueldos, coches y novias, pensando adonde me llevaría la vida. ¿Tendría tiempo para escribir? Quién sabía.

Pues bien: la vida me llevó de vuelta a mi antiguo dormitorio de Bayonne. Pese a todas las entrevistas, cartas y solicitudes; pese a mi licenciatura, mi beca y mi cum laude, no encontré trabajo.

Hubo un momento en que pareció que iba a salirme un puesto en un periódico de Boca Ratón, Florida, y otro en Womens Wear Daily, pero al final ninguno de los dos cuajó. No sé; tal vez no debí llevar a las entrevistas la americana color mostaza de raya diplomática y doble hilera de botones. También me rechazaron en Marvel Comics. Por lo visto, dieron a mi máster tan poca importancia como a mi viejo premio Alley.

Me hicieron una oferta, por así llamarlo, en el periódico de mi pueblo, el Bayonne Times, pero la retiraron cuando se me ocurrió preguntar por el salario y las condiciones. «Un principiante tendría que mostrar interés por conseguir empleo y experiencia —me reprendió el director—. Por eso es por lo que tendrías que preguntar». (Pero quien ríe el último ríe mejor: el Bayonne Times dejó de publicarse aquel mismo verano, y tanto el director como el tipo al que contrató en mi lugar se quedaron en la calle. Si hubiera aceptado el trabajo, habría adquirido la larguísima experiencia de dos semanas).

En vez de empezar mi vida real en una ciudad nueva y exótica, con un salario decente y un piso propio, me vi de nuevo cubriendo la liga veraniega de béisbol para el departamento de Parques y Actividades Recreativas de Bayonne. Por si fuera poco, en el departamento sufrían recortes presupuestarios y resultó que solo podían contratarme a media jornada. Y como había tantos partidos como el año anterior, tenía que hacer la misma cantidad de trabajo en la mitad de tiempo y por la mitad del sueldo.

Fueron días tristes los de aquel verano. Tuve la sensación de que los cinco años de universidad habían sido una pérdida de tiempo, que me quedaría atrapado para siempre en Bayonne y que acabaría de encargado del tiovivo de la feria del Tío Milty, en la Calle 1, como el verano en que acabé el instituto. También pendía sobre mi cabeza la amenaza de Vietnam: había salido mi número en la lotería de reclutamiento, y con todo el peso que había perdido el año anterior también había perdido mi exención médica. Me oponía a la guerra de Vietnam, y en la oficina de reclutamiento había rellenado los impresos de objeción de conciencia, pero todos me decían que la posibilidad de librarme era remota o nula. Lo más seguro era que me llamaran a filas. Tal vez solo me quedaran un mes o dos de vida civil.

Pero algo era algo… Además, como mi empleo era solo de media jornada, disponía de la otra mitad del día. Decidí dedicar aquel tiempo a escribir ficción, y puse en práctica la decisión que había tomado en la Disclave: escribiría todos los días y vería cuánto podía producir antes de que me convocara el Tío Sam. El trabajo del departamento era de tardes, así me dedicaba a escribir por las mañanas. Todos los días, después de desayunar, sacaba mi portátil eléctrica Smith-Corona, la ponía en la mesa de cocina de mi madre, la enchufaba, la encendía (y empezaba aquel zummm) y me ponía a escribir. No me permitía abandonar un cuento hasta no haberlo terminado. Quería relatos enteros, relatos que pudiera vender, no fragmentos ni ideas a medio desarrollar.

Aquel verano escribí un promedio de un cuento cada dos semanas. Escribí «Night Shift» y «Oscuros, oscuros eran los túneles». Escribí «The Last Super Bowl» (aunque mi título era «The Final Touchdown Drive»). Escribí «A Peripheral Affair» y «Nobody Leaves New Pittsburg», los dos con vocación de ser el principio de sendas series. Y escribí «Cuando llega la brumabaja» y «Esa otra clase de soledad», que se incluyen en esta recopilación. En total, siete cuentos. Tal vez me espoleara el espectro de Vietnam, o quizá fuera la frustración acumulada por no tener trabajo, ni novia, ni vida. («Nobody Leaves New Pittsburg» quizá sea el más flojo de aquellos cuentos, pero es el que mejor refleja mi estado de ánimo de entonces. Donde dice «New Pittsburg», léase «Bayonne». Donde dice «cadáver», léase «yo»).

Fuera por lo que fuera, las palabras me salieron como nunca. Con el tiempo se vendieron los siete cuentos, aunque algunos tardaron cuatro o cinco años y cosecharon un buen número de rechazos. Hubo dos, en cambio, que resultaron ser hitos importantes en mi carrera, y esos son los que he incluido aquí.

Eran los dos mejores. Lo supe en cuanto los escribí, y así lo dije en las cartas que mandé a Howard Waldrop aquel verano. «Cuando llega la brumabaja» era lo mejor que había escrito en mi vida… hasta que escribí «Esa otra clase de soledad» unas semanas después. «Cuando llega la brumabaja» me parecía el más redondo: melancólico y con poca acción en el sentido tradicional, pero muy sugestivo y (al menos eso esperaba) efectista. En cambio, «Soledad» era una herida abierta, y me había resultado doloroso tanto escribirlo como releerlo. Supuso un gran paso adelante para mi escritura. Mis anteriores cuentos habían salido íntegramente del cerebro. Aquel, en cambio, también surgió del corazón y de las entrañas. Era la primera vez que escribir un relato me hacía sentir vulnerable de verdad, la primera vez que un relato me hacía preguntarme: «¿De verdad quiero que la gente lea esto?».

«Esa otra clase de soledad» y «Cuando llega la brumabaja» serían los cuentos que cimentarían mi carrera o acabarían con ella. Estaba seguro. Durante los seis meses que siguieron, pareció que sería lo segundo. Ninguno de los dos se vendió al primer intento. Ni al segundo. Ni al tercero. Los otros «cuentos de verano» también cosechaban rechazos, pero los que más me dolían eran los de «Cuando llega la brumabaja» y «Soledad». Estaba seguro de que se trataba de relatos con fuerza, de lo mejor que era capaz de hacer. Si los directores de revista no los querían, tal vez fuera porque yo no entendía qué hacía que un relato fuera bueno… o tal vez porque lo mejor que era capaz de hacer no era tan bueno. Cada vez que uno de los dos volvía a casa derrotado, tenía ante mí un día triste y una noche atormentada por las dudas.

Pero, al final, mi fe se vio recompensada. Conseguí vender los dos cuentos, y nada menos que a Analog, que se jactaba de mayor tiraje y mejores tarifas que ninguna otra revista del género. John W. Campbell hijo había muerto aquella primavera, y tras un lapso de varios meses, Ben Bova ocupó su lugar, es decir, se convirtió en el director de la revista de ciencia ficción más respetada. Campbell ni siquiera habría echado un vistazo a ninguno de los dos relatos; estoy seguro. Pero Bova quería dar un nuevo enfoque a Analog, y compró los dos tras pedirme unas pequeñas correcciones.

«Esa otra clase de soledad» se publicó primero, en el número de diciembre de 1972, e inspiró la ilustración de portada, dibujada por Frank Kelly Freas: una maravillosa imagen de mi protagonista flotando sobre el torbellino del vórtice del espacionulo. (Era la primera vez que me daban una cubierta y quise comprar la ilustración. Freas me la ofreció por doscientos dólares, pero solo me habían pagado doscientos cincuenta por el relato, así que me achiqué; sin embargo, compré el dibujo interior a doble página y un boceto de la cubierta. Los dos están muy bien, pero ojalá me hubiera atrevido a comprar la cubierta. La última vez que me interesé por ella, su propietario actual me la vendía por veinte mil dólares).

«Cuando llega la brumabaja» se publicó después de «Soledad», en el número de mayo de 1973. Dos relatos tan seguidos en la principal revista del género llamaron la atención, y «Cuando llega la brumabaja» quedó finalista de Hugo y del Nébula. Era la primera de mis obras que competía por semejantes honores. El Nébula lo ganó James Tiptree con «Amor es el plan, el plan es morir[3]», y el Hugo.

Ursula K. Le Guin con «Los que se van de Ornelas[4]», pero me dieron un certificado muy bonito que podía enmarcarse, y Gardner Dozois me admitió en el Club de Perdedores del Hugo y el Nébula, entonando: «Uno de los nuestros, uno de los nuestros, uno de los nuestros». No puedo quejarme.

Aquel verano de 1971 fue un punto de inflexión en mi vida. Si hubiera conseguido un puestecillo cualquiera en el mundo del periodismo, tal vez hubiera escogido el camino más seguro, el que comportaba salario fijo y seguro médico. Me imagino que habría seguido escribiendo algún que otro cuento, pero con un trabajo a jornada completa habrían sido pocos. Tal vez hoy sería corresponsal del New York Times en el extranjero, cronista de espectáculos para Variety, columnista que escribiría diariamente en trescientos periódicos de todo el país… o, seguramente, un corrector amargado y descontento del Jersey Journal.

Pero las circunstancias me obligaron a hacer lo que más me gustaba.

Aquel verano tuvo un final feliz también en otros sentidos. Para inmensa sorpresa de todos, la junta de reclutamiento me reconoció como objetor de conciencia. (Puede que «El héroe» tuviera algo que ver; lo envié junto con mi solicitud). Como me había salido un número bajo en la lotería de reclutamiento, al final del verano me llamaron de todas formas para servir a la nación, pero en vez de enviarme a Vietnam me fui a Chicago a cumplir dos años de servicio social en el VISTA[5]. La década siguiente dirigí campeonatos de ajedrez y di clases en la universidad, pero eran solo cosas que hacía para pagar el alquiler. Después del verano de 1971, cuando alguien me preguntaba qué era, siempre respondía: «Escritor».