El Profeta partió del sur con una bandera en la mano derecha y el mango de un hacha en la izquierda para predicar el americanismo. Habló a los pobres y a los airados, a los confundidos y a los temerosos, y despertó en ellos una nueva determinación. Porque sus palabras prendían como el fuego en la tierra, y allí donde se detenía para hablar, arrastraba a multitudes tras de sí.
Se llamaba Norvel Arlington Beauregard, y antes de convertirse en profeta había sido gobernador. Era un hombre corpulento y fornido, de ojos negros y cara cuadrada a la que afluía la sangre cuando se exaltaba. Tenía las cejas pobladas permanentemente fruncidas en una expresión de desconfianza, y los labios gruesos parecían habérsele congelado en una media sonrisa burlona.
Pero a sus discípulos no les importaba su aspecto. Porque Norvel Arlington Beauregard era un profeta, y no se cuestiona a los profetas. No obraba milagros, pero aun así lo seguían del norte y del sur, tanto pobres como adinerados, tanto obreros como patronos. Y pronto su número fue tal que se convirtieron en un ejército.
Y aquel ejército marchaba al son de una banda militar.
—Maximilian de Laurier está muerto —dijo Maximilian de Laurier en voz alta para sí mismo, sentado en la oscuridad del despacho abarrotado de libros.
Dejó escapar una risita queda. Una cerilla brilló un momento en la oscuridad y tembló cuando la acercó a la pipa, antes de apagarse. Maxim de Laurier se retrepó en el mullido sillón de cuero y dio unas lentas caladas.
«No —pensó—. No queda bien. No suena cierto, suena a mentira. Yo soy Maxim de Laurier, y estoy vivo.
»Sí —respondió otra parte de sí mismo—, pero no por mucho tiempo. No sigas engañándote. Todos dicen lo mismo. Cáncer. Terminal. Un año como mucho. Probablemente menos.
»Entonces soy hombre muerto —se dijo—. Qué cosas. No me siento muerto. No puedo imaginar estar muerto. Yo, no. No Maxim de Laurier».
—Maximilian de Laurier está muerto —lo intentó de nuevo con tono firme, pero sacudió la cabeza.
»Sigue sin sonar bien. Lo tengo todo en la vida. Dinero. Posición. Influencias. Todo eso y mucho más. No me falta nada.
»No importa. —La respuesta resonó despiadada y fría en su mente—. Ya nada importa. Solo el cáncer. Eres hombre muerto. Un muerto viviente».
En la estancia oscura y silenciosa, la mano le tembló de repente y la pipa se le escapó de los dedos, rociando la costosa alfombra con una lluvia de ceniza. Apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
Maximilian de Laurier se levantó muy despacio del sillón y cruzó la estancia. Cuando pasó junto al interruptor de la luz, lo pulsó. Se detuvo ante el espejo de cuerpo entero de la puerta y examinó al hombre alto y canoso que le devolvía la mirada desde el cristal. Advirtió la extraña palidez de su cara y también que aún le temblaban levemente las manos.
—¿Y mi vida? —preguntó al reflejo—. ¿Qué he hecho con mi vida? He leído unos cuantos libros, he conducido unos cuantos deportivos, he ganado unas cuantas fortunas. Un destello. Un largo y salvaje destello. El playboy de Occidente. —Soltó una risita, pero el reflejo seguía mirándolo tembloroso y sombrío—. Pero ¿qué he conseguido? ¿Qué quedará dentro de un año como muestra del paso de Maxim de Laurier por este mundo?
Se apartó del espejo con un bufido. Era un moribundo amargado, con ojos como la ceniza gris de un fuego largo tiempo extinto. Aquellos ojos recorrieron los restos de su vida que había en la habitación: el mobiliario lujoso, las estanterías de madera encerada con sus hileras de volúmenes encuadernados en piel, la chimenea fría llena de hollín, la fila de fusiles de caza importados que lucían encima de la repisa de la chimenea…
De pronto, el fuego volvió a encenderse. De Laurier atravesó la estancia a rápidas zancadas y descolgó un fusil de la pared. Acarició la culata con mano temblorosa, pero cuando volvió a hablar, su voz sonó firme y decidida.
—Maldita sea, aún no estoy muerto.
Soltó una carcajada enloquecida y se sentó a engrasar el arma.
El Profeta recorrió el lejano oeste difundiendo la Palabra desde su avión privado. Las multitudes se congregaban para aclamarlo por doquier, y obreros fornidos se subían a los hombros a sus hijos para que lo oyeran hablar. Los melenudos que osaban abuchearlo eran acallados, dispersados y, a veces, golpeados.
—Estoy con el hombre de la calle —dijo en San Diego—. Estoy con los buenos americanos, con esos patriotas que hoy están abandonados. Estamos en un país libre. Acepto la disensión, pero no pienso dejar que los comunistas y los anarquistas tomen el poder. Demostrémosles que en este país no podrán hacer ondear la bandera comunista mientras quede un americano como Dios manda. Y si para eso hay que partir unas cuantas caras, ¡por mí, estupendo!
Y a él acudieron patriotas y archipatriotas, soldados y veteranos, furiosos y asustados. Agitaban sus banderas de día y leían sus biblias de noche, y en sus coches pusieron pegatinas que decían «BEAUREGARD».
—Todo hombre tiene derecho a disentir —gritó el Profeta desde una plataforma en Los Ángeles—, pero cuando esos anarquistas melenudos impiden el progreso de la guerra…, eso ya no es disensión: ¡es traición!
»Y cuando esos traidores intentan detener los trenes que llevan material de guerra a nuestros muchachos que luchan lejos de casa, ¡es hora de dar a nuestros policías unas porras bien duras y dejarles las manos libres para que derramen un poco de sangre comunista! ¡Así aprenderán esos anarquistas a respetar la ley!
Y la gente lo aclamaba, y los vítores ahogaban el eco lejano de las pisadas de las botas militares.
Tumbado en la hamaca de cubierta, el hombre alto y canoso ojeó el New York Times que descansaba en su regazo. Con la vulgar americana vieja y las gafas de sol baratas pasaba totalmente desapercibido. Pocos se fijarían en él en medio de una multitud, y menos aún le prestarían suficiente atención para reconocer al hombre que otrora fuera Maximilian de Laurier, ya muerto. Un atisbo de sonrisa aleteó en los labios del difunto al leer un artículo de la primera plana. «La fortuna de De Laurier se desvanece», era el titular, escrito en solemne letra gris. Debajo, en un cuerpo más pequeño, se leía: «Desaparece el millonario inglés. Fuentes cercanas a él indican que el dinero podría estar en bancos suizos».
«Sí —pensó—. Es lógico. Desaparece una persona, pero el dinero acapara los titulares. ¿Qué dirán los periódicos dentro de un año? “Los herederos, a la espera de la lectura del testamento”, o algo así».
Recorrió la página con la mirada hasta dar con el artículo principal. Leyó el titular y frunció el ceño. Luego, con suma atención, leyó el artículo entero.
Al terminar, De Laurier se levantó de la hamaca, dobló con cuidado el periódico y lo arrojó por la baranda a las agitadas aguas verdosas y sucias de la estela del barco. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y regresó paseando a su camarote de clase turista. Abajo, el periódico giró y giró en las turbulencias causadas por el gran navio, hasta que se empapó del todo y se hundió. Fue a depositarse en el fondo cubierto de lodo y rocas, donde el silencio y la oscuridad eran eternos.
Y los cangrejos pasearon por la foto borrosa de la primera plana, la de un hombre corpulento y de rostro cuadrado, cejas pobladas y sonrisa cruel.
El Profeta se dirigió al este con ira, porque de allí habían salido los falsos visionarios que habían extraviado a su pueblo, y allí estaba la fortaleza de los que se le oponían. No importaba. Allí, sus seguidores eran aún más numerosos, y gozaba de la lealtad de los hijos y nietos de los inmigrantes del último siglo. De modo que Norvel Arlington Beauregard se dispuso a atacar al enemigo en su propia guarida.
—Estoy con el hombre de la calle —dijo en Nueva York—. Defiendo el derecho de todo americano a alquilar su casa o vender sus bienes a quien desee, sin que se entrometan esos burócratas con sus maletines o esos profesores calvos sentados en su torre de marfil que deciden cómo tenemos que vivir vosotros y yo.
Y sus seguidores lo aclamaban, agitaban banderas y recitaban el Juramento de Lealtad, y cantaron «Beauregard, Beauregard, Beauregard» una y otra vez hasta que el estrado vibró con el sonido. Y el Profeta sonrió y saludó feliz, y los periodistas del este que cubrían el acontecimiento hicieron gestos de incredulidad y mascullaron cosas terribles como «carisma» o «ironía».
—Estoy con el hombre trabajador —dijo el Profeta ante una gran aglomeración de obreros en Filadelfia—. ¡Y más vale que esos anarquistas y esos manifestantes dejen de chillar y vayan a buscarse un empleo como todo el mundo! Vosotros y yo hemos tenido que trabajar para conseguir lo que tenemos; ¿por qué a ellos los mima el gobierno? ¿Por qué vosotros, hombres de bien, tenéis que pagar impuestos que sirven para mantener a un montón de vagos e ignorantes que no quieren trabajar?
La multitud rugió su aprobación, y el Profeta levantó el puño cerrado en gesto de triunfo. Porque la Palabra había tocado el alma de los trabajadores y los obreros, los oprimidos y los explotados, la gente sufrida de la nación. Y le pertenecían. Ya nunca más irían en pos de falsos dioses.
Todos se pusieron en pie y cantaron juntos el himno nacional.
En Nueva York, nada más pasar la aduana, Maxim de Laurier tomó el primer autobús que llevaba al centro de Manhattan. Solo llevaba una maleta pequeña con ropa, de modo que no se molestó en pasar antes por un hotel y fue directamente al distrito financiero, a uno de los bancos más importantes de la ciudad.
—Quiero hacer efectivo un cheque —dijo al cajero—. De mi banco de Suiza.
Rellenó descuidadamente el cheque, lo arrancó del talonario y lo deslizó por el mostrador.
—Hum. —El cajero arqueó las cejas al ver la cifra—. Voy a tener que consultarlo, señor. Espero que no le importe aguardar un momento. ¿Tiene algún documento para identificarse, señor…? —Volvió a mirar el cheque—. ¿Señor Lawrence?
—Claro. —De Laurier sonrió—. No se me ocurriría intentar cobrar un cheque de ese importe sin identificarme.
Veinte minutos más tarde salió del banco y anduvo por la avenida con paso confiado. Aquel día hizo varias paradas más antes de registrarse en un hotel barato.
Compró ropa, varios periódicos, unos cuantos mapas, un maltrecho coche de segunda mano y una colección de fusiles y pistolas. Se hizo además con munición suficiente y ajustó la mira telescópica de cada fusil.
Aquella noche, Maximilian de Laurier se quedó en vela hasta tarde, inclinado sobre la barata mesa plegable de la habitación del hotel. En primer lugar leyó los periódicos que había comprado. Los examinó despacio, con atención, una y otra vez. Se levantó varias veces, llamó por teléfono a los servicios de información de los periódicos y tomó notas detalladas de lo que le dijeron.
Luego desdobló los mapas y los estudió detenidamente hasta bien avanzada la madrugada. Eligió los que le interesaron y trazó en ellos una gruesa línea negra, consultando a menudo los periódicos mientras trabajaba.
Por último, ya próximo el amanecer, cogió un lápiz rojo y rodeó el nombre de una ciudad de tamaño medio en Ohio.
Y se sentó a engrasar las armas.
El Profeta aterrizó en el Medio Oeste como un vendaval, porque allí, más que en ningún lugar salvo en su tierra natal, había encontrado a los suyos. Los sumos sacerdotes enviados para estudiar el terreno le mandaron sus informes, y todos decían lo mismo: Illinois estaría bien. Indiana, aún mejor; allí arrasaría sin duda. Y Ohio… Ohio sería sensacional. Fantástico.
De modo que el Profeta recorrió el Medio Oeste para llevar la Palabra a quienes estaban preparados para escucharla, predicando el americanismo en el corazón de América.
—Me gustan las ciudades como Chicago —no se cansaba de repetir por todo Illinois—. Aquí sí que sabéis cómo tratar a los anarquistas y a los comunistas. En Chicago hay buenas personas, sensatas, patriotas… No estáis dispuestos a permitir que esos terroristas tomen las calles y se las roben a la buena gente de Chicago, a estos ciudadanos tan ejemplares.
Y todos lo aclamaban sin cesar, y Beauregard presidió un acto de homenaje a la policía de Chicago. Un abucheador melenudo le gritó «¡Nazi!», pero su voz solitaria se perdió entre las ovaciones y los aplausos. Solo lo oyeron dos corpulentos guardias de seguridad situados al fondo de la sala, que intercambiaron una mirada y avanzaron por la multitud con paso rápido y silencioso.
—No soy racista —dijo el Profeta tras cruzar la frontera para predicar en el norte de Indiana—. Defiendo los derechos de todo buen americano, sea cual sea su raza, credo o color. Pero también defiendo el derecho de vender o alquilar vuestras propiedades a quien queráis. Y yo os digo que todo hombre debería trabajar igual que vosotros y que yo, y que no debería permitirse que nadie viviera en la suciedad, la ignorancia y la inmoralidad a costa de las ayudas del gobierno. ¡Y os digo que a los ladrones y a los anarquistas habría que fusilarlos!
Y la gente lo aclamó sin cesar y difundió la Palabra entre sus amigos, parientes y vecinos.
«No soy racista, como tampoco lo es Beauregard —se decían unos a otros—, pero ¿te gustaría que tu hermana se casara con uno de esos?». Y las multitudes crecían semana tras semana.
Y mientras el Profeta se dirigía hacia el este, hacia Ohio, un hombre muerto conducía hacia el oeste para enfrentarse a él.
—¿Le gusta la habitación, señor Laurel? —preguntó la casera, una mujer vieja y flaca, mientras aguantaba abierta la puerta para que De Laurier examinara la estancia.
Maxim de Laurier entró y dejó las maletas en la mullidísima cama de matrimonio que había junto a la pared. Sonrió gratamente complacido al examinar la estancia sórdida y destartalada. Subió la persiana y miró por la ventana.
—Vaya por Dios —comentó la casera, jugueteando con las llaves—. Espero que no le importe que estemos al lado del estadio. El sábado habrá partido, y ni se imagina el escándalo que se monta. —Concluyó la frase con un sonoro pisotón contra el suelo, aplastando una cucaracha que había salido de debajo de la alfombra.
—La habitación está bien —la tranquilizó De Laurier haciendo un ademán—. Además, a mí me gusta el fútbol, y desde aquí tengo una vista perfecta.
—Muy bien. —La casera esbozó una sonrisa y le tendió la llave—. Si no le importa, le cobraré la semana por adelantado.
Cuando se marchó, De Laurier cerró la puerta, corrió el pestillo y acercó una silla a la ventana.
«Sí —pensó—, una vista excelente. Una vista perfecta. Las gradas están al otro lado, así que pondrán el estrado mirando hacia ellas, claro. Pero eso no debería representar un problema. Es un tipo grande, corpulento; seguro que resulta fácil de identificar hasta de espaldas. Y aquellos focos serán de gran ayuda».
Asintió satisfecho, volvió a poner la silla en su sitio y se sentó a engrasar las armas.
Hacía bastante frío, pero el estadio estaba abarrotado. En los graderíos no cabía ni un alfiler, y a todos los que no habían encontrado sitio les habían permitido pasar al campo y sentarse en la hierba, al pie del estrado, que habían levantado justo en el centro, sobre la línea de cincuenta yardas. Estaba cubierto de tela roja, blanca y azul, y las banderas americanas ondeaban a ambos lados. En medio se encontraba el podio del orador, iluminado por dos potentes focos, que sumaban su brillo cegador a los del estadio. Los micrófonos estaban conectados al sistema de megafonía del estadio, y los técnicos los habían probado mil veces.
Y menos mal que funcionaban bien, porque cuando el Profeta subió al podio, el rugido fue ensordecedor, y no se acalló hasta que empezó a hablar. Entonces se hizo el silencio más absoluto, y las palabras del Profeta resonaron incontestables en la noche.
El paso del tiempo no había atenuado el fuego que ardía en el alma del Profeta, y su rabia y su convicción ponían sus palabras al rojo, las hacían surgir desafiantes del estrado y despertar ecos de graderío en graderío. Y el aire fresco y limpio de la noche se las llevó lejos.
Se las llevó hasta la sórdida habitación donde Maxim de Laurier estaba sentado en la oscuridad, mirando por la ventana. Tenía apoyado contra la silla un fusil de gran calibre, perfectamente engrasado y dotado de una mira telescópica.
En el estrado, el Profeta predicaba la fe a los patriotas y a los asustados. Habló de americanismo, y sus palabras flagelaron como látigos a los comunistas, los anarquistas y los terroristas melenudos que plagaban las calles de la nación.
«Ah, sí —pensó De Laurier—. Hasta aquí llegan los ecos. Qué bien se oyen. Ya hubo otro, hace mucho tiempo, que arremetió contra comunistas y anarquistas. Ya hubo otro que dijo que salvaría a su país de ellos».
—… y os digo que, cuando esté al mando, podréis caminar seguros por las calles de esta nación, buenos ciudadanos de Ohio. Dejaré libres las manos de nuestros policías; me encargaré de que hagan cumplir las leyes y de que les den un par de lecciones a esos criminales, ¡a esos terroristas!
«Un par de lecciones —pensó De Laurier—. Sí, sí. Qué maravilla. La policía y el ejército dando lecciones. ¡Qué profesores tan eficaces! Con porras y pistolas como herramientas de apoyo al estudio. Qué maravilloso es todo, señor Beauregard».
—… y yo os digo que desde aquí, desde casa, tenemos que dar todo nuestro apoyo a nuestros muchachos, a nuestros valientes muchachos de Misisipi y de Ohio y de todos los demás estados, que luchan y mueren por nuestra bandera en la otra punta del mundo. ¡Y eso incluye partirles la cara a esos traidores que insultan la bandera, claman por la victoria del enemigo y dificultan el desarrollo de la guerra! ¡Ya es hora de que les demostremos cómo tratamos los americanos patriotas y de ley a los traidores!
«Traidores —pensó De Laurier—. Sí, aquel otro los llamaba igual. Dijo que limpiaría el gobierno de traidores, de los traidores que habían provocado la derrota y la humillación de su patria».
Muy despacio, De Laurier echó la silla hacia atrás. Hincó una rodilla en el suelo y se llevó la culata del fusil al hombro.
— …no soy racista, pero yo os digo que a esa gente habría que…
—Es repugnante —susurró De Laurier con voz ronca. Estaba pálido como una sábana, y el fusil le temblaba en las manos—. Es repugnante, asqueroso. Pero ¿tengo derecho? Si eso es lo que quieren, ¿tengo derecho a imponerme a todos en nombre de la cordura?
Estaba temblando como una hoja y tenía el cuerpo frío y empapado de sudor, a pesar del viento gélido que soplaba fuera.
Las palabras del Profeta resonaban a su alrededor, pero ya no las oía. Su mente retrocedió en el tiempo y le mostró las imágenes de otro profeta, de la tierra prometida hacia la que había guiado a su pueblo. Recordó el eco de los grandes ejércitos al avanzar. Recordó el sonido de los misiles y los bombardeos nocturnos. Recordó el terror de unos golpes en la puerta. Recordó el olor de podredumbre en el campo de batalla.
Recordó las cámaras de gas destinadas a la raza inferior.
Reflexionó, escuchó, y sus manos recobraron la firmeza.
—Si él hubiera muerto antes —se dijo Maximilian de Laurier en la oscuridad—, ¿cómo habrían sabido de qué espanto habían escapado?
Centró la cruz del punto de mira en la cabeza del Profeta, y notó la tensión del dedo sobre el gatillo.
Y el arma escupió muerte.
De repente, Norvel Arlington Beauregard, que sacudía un puño en el aire, dio un respingo, se desplomó del estrado y cayó encima de la multitud. Empezaron los gritos, y los hombres del servicio secreto se precipitaron hacia él entre maldiciones.
Cuando llegaron junto al Profeta caído, Maximilian de Laurier ya había arrancado el coche y se dirigía a la autopista.
La noticia de la muerte del Profeta sacudió la nación como un rayo, y se escucharon los lamentos hasta en el último rincón.
—¡Lo han matado! —decían unos—. ¡Esos malditos comunistas sabían que acabaría con ellos, así que lo han matado!
—¡Han sido los negros! ¡Han sido los malditos negros! —exclamaban otros—. ¡Sabían que Beauregard los pondría en su sitio, así que lo han matado!
—¡Los manifestantes! —aullaban otros—. ¡Condenados traidores! Beau los tenía bien calados. ¡Sabía que eran un hatajo de anarquistas y terroristas, así que lo han matado, esos cerdos!
Aquella noche ardieron cruces en todo el país, y su partido arrasó en las encuestas. El Profeta se había convertido en Mártir.
Tres semanas más tarde, el candidato a la vicepresidencia de Beauregard anunció por televisión que proseguiría la campaña. Todo el país lo vio.
—Nuestra causa no ha muerto. Prometo seguir peleando, por Beau y por todo lo que defendía. ¡Lucharemos hasta la victoria!
Y la gente lo aclamó.
A unos cientos de kilómetros, en una habitación de hotel, Maxim de Laurier veía la televisión. Estaba pálido como una sábana.
—No. —Las palabras se le atragantaban—. No, por favor. Las cosas no tenían que ser así. Ha salido todo al revés, todo mal. —Enterró la cara en las manos y sollozó—. Dios mío, Dios mío, ¿qué he hecho?
Se quedó largo rato quieto, en silencio. Cuando por fin levantó la mirada seguía con el rostro desencajado y pálido, pero una solitaria brasa moribunda ardía aún entre las cenizas de sus ojos.
—Aunque quizá… Quizá todavía pueda…
Se sentó y empezó a engrasar el fusil.