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La fortaleza

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¿Ya te encontraste alguna vez sea en cala o en mar, ante su implacable merced?

«¿A mí te has de enfrentar? ¡Me basta una mirada, un rayo, para fulminar al pagano!».

Que sea por valle o montaña donde la guerra pase, y que evite la mar hasta en calma, pues si ella despertase, ¡mil cañones anunciarían con lenguas de fuego su ira!

Relatos del alférez Stál,

JOHAN LUDVIG RUNEBERG

Solitaria y silenciosa, Sveaborg esperaba en plena noche.

Las seis islas de la fortaleza, formas oscuras en un mar de hielo, proyectaban su sombra bajo la luz de la luna, a la espera. Cada isla estaba rodeada por una muralla irregular de granito y coronada por hileras e hileras de cañones mudos, a la espera. Y tras la muralla, hombres adustos y decididos permanecían junto a las armas día y noche, a la espera.

Un viento helado procedente del noroeste aullaba por las murallas de Sveaborg y llevaba consigo los sonidos y olores de la ciudad lejana. Y en lo alto, en el adarve de Vargón, la mayor de las seis islas, el coronel Bengt Anttonen tiritaba de frío, mientras miraba a lo lejos, taciturno. El uniforme le caía suelto sobre el cuerpo delgado y fuerte. Sus ojos grises estaban cargados de preocupación.

—¿Coronel? —llamó una voz detrás del oficial meditabundo, que se volvió y sonrió. El capitán Cari Bannersson saludó marcialmente y subió a las almenas, junto al coronel—. ¿Lo molesto?

—Claro que no, Cari —replicó Anttonen con un suspiro—. Solo estaba pensando.

—El ataque de la artillería rusa de hoy ha sido muy intenso —dijo Bannersson—. Varios hombres han resultado heridos fuera, en el hielo, y hemos tenido que apagar dos incendios.

Anttonen recorrió con la mirada la planicie de hielo que se extendía más allá de la muralla. Sumido en sus pensamientos, no parecía prestar atención al joven y esbelto capitán sueco.

—Los hombres no tendrían que haber salido al hielo —comentó, ausente.

Los ojos azules de Bannersson escudriñaron interrogativamente el rostro del coronel.

—¿Por qué lo dice? —preguntó, desconcertado.

No obtuvo respuesta del veterano Anttonen, que siguió en silencio, con la mirada perdida en la noche. Tras una larga pausa se volvió hacia el capitán, con expresión tensa y preocupada.

—Algo va mal, Cari. Algo va muy mal.

—¿A qué se refiere? —Bannersson pareció desconcertado.

—Al almirante Cronstedt. No me gusta cómo está comportándose últimamente. Me preocupa.

—¿En qué sentido?

—Las órdenes que da. —Anttonen sacudió la cabeza—. Su manera de hablar. —El alto y delgado finlandés señaló la ciudad lejana—. ¿Se acuerda de cuando empezó el asedio ruso, a principios de marzo? Llevaron la primera batería de artillería a Sveaborg en trineos y la montaron en una roca, en el puerto de Helsinki. Cuando respondimos al fuego, nuestro ataque cayó sobre la ciudad.

—Así fue. ¿Qué quiere decir?

—Que los rusos pidieron una tregua y negociaron, y el almirante Cronstedt accedió a que Helsinki fuera territorio neutral y ninguno de los bandos pudiera construir fortificaciones cerca. —Anttonen se sacó un papel del bolsillo y lo agitó ante Bannersson—. El general Suchtelen permite que las esposas de los oficiales que viven en la ciudad vengan de cuando en cuando a visitamos, y me han entregado este informe. Al parecer, es cierto que los rusos han sacado la artillería de Helsinki, pero han instalado barracones, hospitales y almacenes en su interior. ¡Y no podemos atacarlos!

—Ya entiendo. —Bannersson frunció el ceño—. ¿El almirante ha visto ese informe?

—Por supuesto —respondió Anttonen, irritado—. Pero se niega a hacer nada. Jágerhom y los demás lo han convencido de que el informe no es fidedigno. ¡Así que los rusos se esconden en la ciudad, totalmente a salvo! —Estrujó el papel con rabia y se lo metió en el bolsillo, disgustado.

Bannersson no dijo nada, y el coronel se volvió para mirar de nuevo más allá de la muralla, mascullando entre dientes. Los envolvió un silencio tenso, y al final, el capitán Bannersson se movió incómodo y carraspeó.

—Señor… No pensará que corremos auténtico peligro, ¿verdad?

—¿Peligro? —Anttonen lo miró, desconcertado—. No, no. La fortaleza es sólida, y los rusos, demasiado débiles. Necesitarían mucha más artillería y muchos más hombres para atreverse a atacar. Tenemos provisiones suficientes para resistir el asedio. Y, cuando llegue el deshielo, los suecos podrán enviamos refuerzos por mar. —Hizo una pausa—. Pero sigo preocupado. El almirante Cronstedt encuentra todos los días nuevos puntos flacos, y todos los días mueren hombres tratando de quebrar el hielo. La familia de Cronstedt está atrapada aquí junto con los demás refugiados, y eso lo preocupa en exceso. Ve debilidades por todas partes. Los hombres son leales, están dispuestos a morir defendiendo Sveaborg, pero los oficiales… —Anttonen suspiró y sacudió la cabeza. Tras un momento de silencio se irguió y dio la espalda a las almenas—. Maldita sea, qué frío hace aquí. Será mejor que entremos.

—Es cierto —sonrió Bannersson—. Puede que Suchtelen se decida a atacar mañana y resuelva todos nuestros problemas.

El coronel se echó a reír y le dio una palmada en la espalda. Abandonaron el adarve.

A media noche, marzo dejó paso a abril. Y Sveaborg siguió a la espera.

—Con su permiso, almirante, tengo que disentir. No veo motivos para negociar en estos momentos. Sveaborg es capaz de resistir cualquier asalto, y tenemos suficientes suministros. No hay nada que el general Suchtelen pueda ofrecemos.

La expresión del coronel Anttonen era firme y solemne, pero cerraba la mano en tomo al puño de la espada con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—¡Qué absurdo! —Los rasgos aristocráticos del coronel F. A. Jágerhom se torcieron en una mueca de soma—. Nuestra situación no puede ser más peligrosa. Como bien sabe el almirante, las murallas tienen puntos débiles, y aún son más vulnerables por culpa del hielo, que las hace accesibles por todas partes. Empieza a escasear la pólvora. Los rusos nos tienen rodeados con sus armas, y cada día son más.

Detrás de la mesa escritorio del comandante, el vicealmirante Cari Olof Cronstedt asintió, serio.

—El coronel Jágerhom tiene razón, Bengt. Tenemos buenos motivos para reunimos con el general Suchtelen. Sveaborg dista mucho de ser un lugar seguro.

—Pero mis informes dicen lo contrario, almirante. —Anttonen agitó el fajo de hojas que llevaba en la mano—. Los rusos solo tienen unos cuarenta cañones, y somos más que ellos. No pueden atacar.

—Pues sus informes están muy equivocados, coronel Anttonen —dijo Jágerhom con una carcajada—. El teniente Klick está en Helsinki y me ha informado de que el enemigo nos supera en número. Y desde luego, ¡tienen muchos más de cuarenta cañones!

—¿Piensan hacer caso a Klick? —exclamó Anttonen, rabioso, volviéndose hacia el oficial—. ¿A Klick, nada menos? Klick es un imbécil, y fue uno de los traidores de Anjala. ¡Si está en Helsinki es porque trabaja para los rusos!

Los dos oficiales cruzaron miradas furiosas; Jágerhom, frío y arrogante; Anttonen, congestionado y vehemente.

—Yo tenía parientes en la Liga Anjala —afirmó el joven aristócrata—. No eran traidores, y Klick tampoco. Eran finlandeses leales.

Anttonen masculló algo ininteligible y se dirigió a Cronstedt.

—Le juro que mis informes son precisos, almirante. Podemos resistir sin problemas hasta que el hielo se derrita; no tenemos nada que temer. Cuando se abra la ruta marítima, Suecia enviará refuerzos.

—No, Bengt. —Cronstedt se levantó muy despacio con expresión de cansancio en el rostro macilento—. No podemos negamos a negociar. —Hizo un gesto de negación y sonrió—. Tiene usted muchas ganas de pelear, pero no podemos permitimos imprudencias.

—Bien. Negocie si cree que debe, señor —aceptó Anttonen—. Pero no ceda un ápice. Suecia y Finlandia dependen de nosotros. En primavera, el general Klingspor y la flota sueca lanzarán la contraofensiva para expulsar a los rusos de Finlandia, pero para que ese plan funcione es vital que mantengamos el control de Sveaborg. Si sucumbimos, será un mazazo para la moral del ejército. Resistamos unos meses, señor, solo unos pocos meses, y Suecia ganará la guerra.

—Por lo visto no ha leído las noticias, coronel. —El rostro de Cronstedt reflejaba desesperación—. Suecia está siendo aplastada. Su ejército cae en todos los frentes. No hay ninguna esperanza de vencer.

—Pero, señor, esas noticias son de los periódicos que le envía el general Suchtelen. Son casi todos rusos, tergiversan la realidad. No son dignos de confianza. —Anttonen tenía los ojos desorbitados de espanto; hablaba a la desesperada.

—¿Qué importa si las noticias son verdaderas o falsas? —Jágerhom soltó una carcajada seca y sarcástica—. ¿De verdad cree que Suecia vencerá, Anttonen? ¿Cree que un estado pequeño y pobre del extremo norte resistirá a Rusia? ¡A Rusia, que se extiende desde el Báltico hasta el Pacífico, desde el mar Negro hasta el océano Ártico! ¡A Rusia, la aliada de Napoleón, que ha pisoteado las testas coronadas de toda Europa! —Se echó a reír otra vez—. Estamos derrotados, Bengt. Derrotados. Solo falta decidir los términos de la rendición.

Anttonen se quedó mirando a Jágerhom en silencio.

—Es usted un derrotista —dijo al fin con voz tensa, ronca—. Un cobarde y un traidor. Una deshonra para el uniforme que viste.

Al aristócrata le saltaron chispas de los ojos. Se llevó la mano al puño de la espada y dio un paso adelante, agresivo.

—Caballeros, caballeros. —Cronstedt se interpuso entre los dos oficiales y sujetó con firmeza a Jágerhom—. El enemigo nos asedia; nuestra patria arde; nuestros ejércitos sufren derrota tras derrota… No es el momento de pelear entre nosotros. —Su rostro adoptó una expresión tensa e inflexible—. Coronel Jágerhom, retírese a sus dependencias inmediatamente.

—Sí, señor.

Jágerhom saludó, dio media vuelta y salió de la estancia. El almirante Cronstedt se volvió hacia Anttonen y sacudió la cabeza con tristeza.

—Bengt, Bengt. ¿Por qué no es capaz de entenderlo? Jágerhom tiene razón. Los demás oficiales están de acuerdo con él, del primero al último. Si negociamos ahora, podemos salvar la flota y evitar el derramamiento de mucha sangre finlandesa.

El coronel Anttonen se puso firme y con ojos fríos miró más allá del almirante, como si este no estuviera allí.

—¿Qué habría pasado con Ruotsinsalmi si hubiera pensado lo mismo que ahora, señor? —dijo con aspereza—. ¿Qué habría sido de su victoria? Con derrotismo no se ganan las batallas.

—¡Ya basta, coronel! —El rostro de Cronstedt se ensombreció, y tenía la voz cargada de ira—. No toleraré la insubordinación. Las circunstancias me obligan a negociar la rendición de Sveaborg. Ya he concertado una reunión con Suchtelen para el seis de abril, y pienso asistir. No vuelva a cuestionar esta decisión. ¡Es una orden! —Anttonen guardó silencio. El almirante lo miró con los ojos aún iracundos; después soltó un bufido, se giró y le indicó la puerta, irritado—. Puede retirarse, coronel. Váyase a sus dependencias inmediatamente.

—No puede ser cierto, señor. —El capitán Bannersson no podía disimular su sorpresa y su incredulidad—. ¿Rendimos? ¿Por qué va a querer el almirante semejante cosa? Los hombres están dispuestos a luchar.

Anttonen se echó a reír, pero era una risa amarga, totalmente desprovista de alegría. Su mirada rebosaba desesperación, y sus manos jugueteaban con nerviosismo con la hoja del estoque. Estaba apoyado en una lápida tallada con complejos grabados, a la sombra de dos árboles, en un patio central de la fortaleza de Vargón. Bannersson estaba a unos pasos de él, en la oscuridad, en los peldaños que ascendían al monumento.

—Los hombres están dispuestos a pelear —replicó Anttonen—. Pero los oficiales, no. —Se echó a reír otra vez—. El almirante Cronstedt, el héroe de nuestra victoria en Ruotsinsalmi, no es más que un viejo temeroso y dubitativo. El general Suchtelen lo ha manipulado a su gusto. Los periódicos franceses y rusos que le envía, los rumores que le hace llegar desde Helsinki por boca de las esposas de los oficiales… Todo ha servido para sembrar la semilla del derrotismo. Y el coronel Jágerhom, por su parte, la ha abonado.

—Pero…, pero ¿de qué tiene miedo el almirante? —Bannersson seguía asombrado y desconcertado.

—De todo. Ve puntos débiles en nuestras defensas que nadie más ve. Teme por su familia. Teme por la flota que un día condujo a la victoria. Dice que Sveaborg está indefensa en invierno. Es débil y miedoso, y cada vez que lo asaltan las dudas, Jágerhom y sus compinches corren a decirle que tiene razón. —El rostro de Anttonen estaba desencajado de rabia. Más que hablar, gritaba—. ¡Esos cobardes! ¡Traidores! El almirante Cronstedt duda y tiembla, pero si ellos mostraran aplomo, recuperaría el valor y la cordura.

—Señor, por favor, baje la voz —lo previno Bannersson—. Si lo que dice es verdad, ¿qué podemos hacer al respecto?

Anttonen levantó los ojos y los clavó en el capitán sueco. Lo estudió con frialdad.

—Las negociaciones están previstas para mañana. Puede que Cronstedt no ceda, pero debemos estar preparados por si lo hace. Reúna a cuantos hombres leales le sea posible y dígales que estén preparados. Tal vez esto sea un motín, pero Sveaborg no se rendirá sin presentar batalla mientras quede un solo hombre de honor para disparar sus cañones. —El oficial finlandés se irguió y envainó la espada—. Mientras, hablaré con el coronel Jágerhom. Tal vez aún pueda detenerse esta locura. —Bannersson asintió, pálido como un cadáver, y dio media vuelta para marcharse. Anttonen bajó las escaleras, pero se detuvo—. Cari. —El oficial sueco se volvió para mirarlo—. Se da cuenta de que pongo en sus manos mi vida y tal vez el futuro de Finlandia, ¿verdad?

—Sí, señor. Confíe en nosotros. —Echó a andar de nuevo y abandonó el lugar.

Anttonen se quedó a solas en la oscuridad y se miró la mano con expresión ausente. Sangraba por un corte que se había hecho al agarrar la hoja de la espada. El oficial se echó a reír y levantó la cabeza para mirar la tumba.

—Diseñaste bien tu fortaleza, Ehrensvard —susurró en la noche—. Esperemos que los hombres que la guardan estén a su altura.

Jágerhom frunció el ceño al descubrir quién llamaba a su puerta.

—¿Usted, Anttonen? ¿Después de lo de esta tarde? No le falta valor. ¿Qué quiere?

—Hablar. —Anttonen entró en la estancia y cerró la puerta—. Quiero que cambie de idea. Cronstedt le hará caso. Si usted se lo desaconseja, no capitulará. Sveaborg no caerá.

—Puede. —Jágerhom sonrió y se hundió en un sillón—. Somos parientes; el almirante respeta mi opinión. Pero solo es cuestión de tiempo. Suecia no puede ganar esta guerra, y cuanto más se prolongue, más finlandeses morirán en el campo de batalla. —El aristócrata miró con calma a su camarada oficial—. Suecia está perdida. Pero Finlandia no tiene por qué seguir su camino. El zar Alejandro ha prometido que Finlandia será un estado autónomo protegido. Tendremos más libertad de la que tuvimos jamás bajo Suecia.

—Somos suecos —replicó Anttonen—. Tenemos el deber de defender a nuestro rey y nuestra patria. —Su voz estaba teñida de desdén.

—¿Suecos? —Una leve sonrisa asomó a los labios de Jágerhom—. ¡Qué tontería! Somos finlandeses. ¿Qué ha hecho Suecia por nosotros? Aplastamos con impuestos. Llevarse a nuestros hijos y dejarlos morir en el barro de Polonia, Alemania y Dinamarca. Convertir nuestra tierra en el campo de batalla de sus guerras. ¿Y por eso le debemos lealtad?

—Suecia acudirá en nuestra ayuda cuando el hielo se derrita —objetó Anttonen—. Solo tenemos que resistir hasta la primavera y esperar la llegada de su flota.

—Yo no contaría mucho con la ayuda de Suecia, coronel. —Jágerhom se había puesto de pie; tenía la voz cargada de amargura y desprecio—. ¿Acaso no conoce la historia? ¿Dónde estaba Carlos XII de Suecia durante la Gran Guerra del Norte? Cabalgó por toda Europa, pero no se dignó enviar ni un ejército a la pobre Finlandia. ¿Dónde está ahora el mariscal Klingspor, mientras los rusos asolan nuestras tierras y queman nuestras ciudades? ¿Acaso ha luchado en algún momento por Finlandia? ¡No! Se ha retirado para proteger Suecia.

—Entonces, como los suecos no nos ayudan tan rápido como quisiéramos, ¿los cambia por los rusos? ¿Por los carniceros de la Gran Guerra del Norte? ¿Por los que siguen saqueando nuestra nación hoy día? No parece un cambio muy provechoso.

—Ahora, los mismos nos tratan como enemigos, pero cuando estemos de su lado, todo será diferente. Ya no tendremos que librar una guerra cada veinte años para complacer a un rey sueco. Las ambiciones de un Carlos XII o un Gustavo III no volverán a costar miles de vidas finlandesas. Cuando el zar gobierne Finlandia, tendremos paz y libertad.

La voz de Jágerhom rebosaba emoción y seguridad. Anttonen no se dejó contagiar y siguió con actitud fría y seria. Miró a Jágerhom con tristeza, casi con lástima, y suspiró.

—Me sentía mejor cuando pensaba que era usted un traidor. No lo es. Idealista, soñador, sí… Pero no es un traidor.

—¿Soñador, yo? —Jágerhom arqueó las cejas, sorprendido—. No, Bengt. Usted es quien se engaña al albergar esperanzas de una victoria de Suecia. Yo veo el mundo tal como es y me adapto a él.

—Nos hemos enfrentado a Rusia incontables veces. —Anttonen hizo un gesto de negación—. Somos enemigos desde hace siglos. ¿Y cree que podremos coexistir en paz? Es imposible, coronel. Finlandia conoce demasiado bien a Rusia. Y Rusia no olvida. No será nuestra última guerra contra ellos, se lo aseguro. —Dio media vuelta y abrió la puerta para marcharse. Entonces le vino a la cabeza algo más, se detuvo y se giró—. No es usted más que un soñador desencaminado, y Cronstedt, un anciano débil. —Sonrió con pena—. No queda nadie a quien odiar, Jágerhom. No queda nadie a quien odiar.

La puerta se cerró sin mido, y el coronel Bengt Anttonen se encontró en la oscuridad y el silencio del pasillo. Se sentía agotado. Se apoyó contra la fría pared de piedra, sollozó y se cubrió el rostro con las manos.

—Dios mío, Dios mío —susurró con voz ronca y ahogada entre estremecimientos de su cuerpo abatido—. Los sueños de un loco y las dudas de un viejo. Entre ambos harán caer el Gibraltar del Norte.

Dejó escapar una risa entrecortada que era más bien un sollozo, se irguió y desapareció en la noche.

—Y se permitirá el envío de dos mensajeros al rey, uno por el camino del norte y otro por el del sur. Se les proporcionarán pasaportes y salvoconductos, y se les facilitará el viaje en todo lo posible. Firmado en la isla de Lonan, a seis de abril de 1808.

La voz monótona del oficial que leía el acuerdo se interrumpió de repente, y la enorme estancia quedó sumida en un silencio sepulcral. Al fondo se oyeron unos murmullos, y algunos oficiales suecos se movieron incómodos en la silla, pero nadie dijo nada.

El almirante Cronstedt se levantó muy despacio de la mesa donde estaban reunidos los oficiales del mando mayor de Sveaborg. Parecía mucho más viejo de lo que era y tenía los ojos cansados, inyectados de sangre. Quienes estaban enfrente de él vieron como le temblaban levemente las manos huesudas.

—Este es el acuerdo —empezó—. Dada la situación en que se encuentra Sveaborg, es mucho mejor de lo que esperábamos. Ya hemos gastado un tercio de la pólvora. Por culpa del hielo, nuestras defensas están expuestas a ataques desde todos los flancos. Nos vemos superados en número, y tenemos que mantener a un gran número de refugiados que está agotando nuestras provisiones. A la vista de todo esto, el general Suchtelen se encontraba en posición de exigir una rendición inmediata. —Hizo una pausa, se pasó los dedos cansados por el pelo y miró los rostros de los oficiales finlandeses y suecos sentados frente a él—. Pero no exigió tal rendición. En lugar de eso, nos ha permitido conservar tres de las seis islas de Sveaborg, y recuperaremos otras dos si antes del tres de mayo vienen a socorremos cinco buques de guerra suecos. En caso contrario, tendremos que rendimos. Pero, en uno u otro caso, después de la guerra deberemos devolver la flota a Suecia, y la tregua que establezcamos desde ahora hasta entonces evitará que sigan perdiéndose vidas.

El almirante Cronstedt se detuvo y miró a su lado. De inmediato, el coronel Jágerhom, sentado junto a él, se puso en pie.

—He aconsejado al almirante en la negociación de este acuerdo. Los términos son buenos, muy buenos. El general Suchtelen ha sido muy generoso. De todos modos, si la ayuda de Suecia no llegara a tiempo, deberemos estar preparados para rendir la guarnición. Ese es el objetivo de esta reunión, y…

—¡No! —El grito recorrió la sala y retumbó contra los fríos muros, cortando en seco el discurso de Jágerhom. Se produjo un silencio asombrado. Todas las miradas se volvieron hacia el fondo de la estancia, donde el coronel Bengt Anttonen se había levantado entre sus camaradas oficiales, pálido, hirviendo de rabia—. ¿Términos generosos? ¡Ja! ¿Qué términos generosos? —prosiguió con desprecio—. La rendición inmediata de Wester-Svartó, Oster-Lilla-Svartó y Langom; el resto de Sveaborg, más tarde. ¿Esos son términos generosos? ¡No! ¡Jamás! Solo es una rendición pospuesta un mes. Y no tenemos por qué rendimos. No nos superan en número. No somos débiles. Sveaborg no necesita provisiones, ¡solo necesita un poco de valor y un poco de fe!

La atmósfera de la sala del consejo se tomó gélida cuando el almirante Cronstedt miró al disidente con fría aversión.

—Le recuerdo las órdenes que le di el otro día, coronel. —Su voz había recuperado un atisbo de su antigua autoridad—. Estoy harto de que cuestione todas y cada una de mis decisiones. Es cierto, he hecho algunas pequeñas concesiones, pero he conservado la posibilidad de retener Sveaborg para Suecia. ¡Y es nuestra única oportunidad! ¡Siéntese, coronel!

Un murmullo de asentimiento recorrió las filas de oficiales. Anttonen los miró con desprecio y volvió a clavar los ojos en el almirante.

—Sí, señor —dijo—. Pero esa oportunidad no significa nada; es imposible. Los barcos de Suecia no llegarán antes de que se cumpla el plazo, señor. El hielo no se derretirá a tiempo.

—Le he dado una orden, coronel —rugió Cronstedt haciendo caso omiso de aquellas palabras—. ¡Siéntese!

Anttonen lo miró con ojos llameantes mientras abría y cerraba los puños con fuerza. Hubo unos largos y tensos momentos de silencio. Al final, se sentó.

El coronel Jágerhom carraspeó y agitó los papeles que tenía en la mano.

—Como estaba diciendo… Lo primero que hay que hacer es enviar mensajeros a Estocolmo. Dadas las circunstancias, la velocidad es esencial. Los rusos nos proporcionarán toda la documentación necesaria. —Recorrió la estancia con la mirada—. Si al almirante le parece bien, me gustaría proponer al teniente Eriksson y… —Hizo una pausa. Una sonrisa se le dibujó lentamente en los labios—. Y al capitán Bannersson —concluyó. Cronstedt asintió.

El aire de la mañana era frío y cortante. Amanecía, pero nadie miraba al este. Todos los ojos de Sveaborg estaban clavados en el horizonte occidental, oscuro y nublado. Durante largas horas, oficiales y soldados, suecos y finlandeses, marineros y artilleros, escudriñaron el mar, anhelantes. Miraban hacia Suecia, pidiendo en sus oraciones unas naves que sabían que no llegarían.

En Vargón, entre los que rezaban estaba el coronel Bengt Anttonen, que oteaba los mares desde las almenas con un pequeño catalejo, al igual que tantos otros. Y, como tantos otros, no divisó nada.

Anttonen frunció el ceño, guardó el catalejo y se volvió hacia el joven alférez que aguardaba a su lado.

—Es inútil —dijo—. Estoy perdiendo un tiempo muy valioso.

—Aún queda esperanza, señor. —El alférez parecía asustado y nervioso—. Suchtelen ha dado de plazo hasta mediodía. Quedan unas pocas horas. No todo está perdido, ¿verdad?

—Me gustaría decirle que no, pero estaríamos engañándonos. —El semblante de Anttonen era sombrío y adusto—. El acuerdo de armisticio dice que no basta con que los barcos estén a la vista; tienen que haber entrado en el puerto de Sveaborg a mediodía.

—¿Y qué? —preguntó el alférez, desconcertado.

—Mire allí. —Anttonen señaló más allá de las murallas, a una isla lejana que apenas se divisaba; luego movió el brazo para apuntar a otra—. Y allí. Fortalezas rusas. Han aprovechado la tregua para controlar el acceso por mar. Atacarán cualquier barco que intente llegar a Sveaborg. —El coronel suspiró—. Además, el mar sigue lleno de hielo. Pasarán semanas antes de que un barco pueda llegar aquí. El invierno y los rusos se han aliado para acabar con nuestras esperanzas.

Abatidos, el alférez y el coronel abandonaron las almenas y entraron en la fortaleza. La penumbra de los pasillos creaba un ambiente lóbrego, y reinaba el silencio.

—Ya hemos esperado demasiado, alférez —dijo Anttonen al final—. Ya está bien de albergar esperanzas vanas. Tenemos que atacar. —Miró a su acompañante a los ojos sin dejar de caminar—. Reúna a los hombres. Ha llegado el momento. Nos veremos junto a mis dependencias dentro de dos horas.

—Pero, señor… —titubeó el alférez—. ¿Cree que tenemos alguna posibilidad de triunfar? Somos muy pocos, apenas un puñado contra una fortaleza.

—No lo sé. —A la escasa luz, el rostro de Anttonen reflejaba cansancio y preocupación—. De verdad, no lo sé. El capitán Bannersson tenía contactos. Si estuviera aquí, contaríamos con más aliados. Pero yo no conozco a nuestros hombres tan bien como Cari. No sé en quiénes podemos confiar. —El coronel se detuvo y puso una mano firme en el hombro del alférez—. Pero, en cualquier caso, tenemos que intentarlo. El ejército de Finlandia ha sufrido hambre y frío, y ha visto arder su país todo el invierno. Lo único que mantiene en pie a nuestros hombres es la esperanza de recuperar lo perdido. Y sin Sveaborg, esa esperanza se desvanecerá. —Sacudió la cabeza con tristeza—. No lo podemos permitir. El fin de esa esperanza sería también el de Finlandia.

—Dentro de dos horas, señor —asintió el alférez—. Cuente con nosotros. Devolveremos al almirante Cronstedt las ganas de pelear. —Sonrió y se alejó apresuradamente.

A solas en el pasillo silencioso, el coronel Bengt Anttonen desenvainó la espada y la levantó; la escasa luz arrancó reflejos de la hoja. La contempló con tristeza y se preguntó a cuántos finlandeses tendría que matar para salvar Finlandia.

Pero no obtuvo respuesta.

Los dos guardias se agitaron inquietos.

—No sé qué decirle, coronel —dijo uno—. Tenemos órdenes de no permitir el paso al arsenal a nadie que no tenga autorización.

—Mi rango es autorización más que suficiente —replicó Anttonen—. Estoy dándoles una orden directa. ¡Abran paso!

—Bueno… —El primer guardia miró a su compañero, dubitativo—. En ese caso, supongo que sí…

—No, señor —intervino el segundo guardia—. El coronel Jágerhom nos ha ordenado que no dejemos pasar a nadie sin autorización del almirante Cronstedt. Lo siento, señor, pero eso lo incluye a usted.

—En ese caso, deberíamos ir a ver al almirante Cronstedt —replicó Anttonen con frialdad—. Le interesará saber por qué han desobedecido una orden directa. —El primer guardia dio un respingo. Los dos se retorcían de inquietud y no apartaban los ojos del airado coronel finlandés, que los miraba con el ceño fruncido—. ¡Vamos! —dijo Anttonen de repente—. Ahora.

Los disparos que siguieron inmediatamente a aquella palabra tomaron a los guardias por sorpresa. Se oyó un grito de dolor; uno se agarró un brazo sangrante, y se le cayó el arma al suelo. Sobresaltado, el segundo se volvió hacia la procedencia de los disparos, y Anttonen saltó sobre él y le aferró el mosquete con firmeza. Antes de que el guardia entendiera qué estaba pasando, el coronel ya le había arrancado el arma de los dedos. Por el pasillo de la derecha apareció un grupo de hombres armados, la mayoría con mosquetes, aunque unos pocos llevaban pistolas aún humeantes.

—¿Qué hacemos con estos dos? —preguntó el cabo ceñudo y corpulento que encabezaba el grupo.

Apuntó con la bayoneta de manera significativa al pecho del guardia que seguía en pie. El otro había caído de rodillas y se sujetaba el brazo herido con una mano. Anttonen entregó el mosquete del guardia a otro de sus hombres y miró a los prisioneros con frialdad. Alargó el brazo hasta el cinturón de uno y le arrancó una anilla con llaves.

—Atadlos —ordenó—. Y vigiladlos. Si puede evitarse, no quiero más derramamiento de sangre.

El cabo asintió y empujó a los guardias con la bayoneta para apartarlos de la entrada. Anttonen se adelantó con las llaves y, después de forcejear unos momentos con la cerradura, al final abrió la pesada puerta de madera del arsenal de la fortaleza.

Inmediatamente, los hombres la cruzaron en bandada. Se habían preparado para aquel momento, y actuaron con rapidez y eficacia. Los pesados cajones de madera crujieron cuando los forzaron a abrirse, y se oyó el choque del metal contra el metal mientras sacaban los mosquetes y se los pasaban unos a otros.

—Deprisa —ordenó Anttonen, que supervisaba nervioso la operación, junto a la puerta—. Cojan también mucha pólvora y munición. Tendremos que dejar un buen número de hombres para que protejan el arsenal de un contraataque y…

De repente, el coronel se volvió. En el pasillo acababan de oírse disparos de mosquete y el eco de pasos apresurados. Inquieto, Anttonen se llevó la mano al puño de la espada y salió del arsenal.

Y se quedó de piedra.

Los guardias que había apostado a la entrada estaban arrinconados contra la pared del pasillo con las armas a los pies. Delante de ellos, un grupo de hombres cuyo número duplicaba al de sus insurgentes lo apuntaba a él y a la puerta del arsenal con las armas. Al frente de ellos, con una sonrisa confiada, se encontraba el esbelto y aristocrático coronel F. A. Jágerhom con una pistola en la mano derecha.

—Se acabó, Bengt. Ya nos imaginábamos que intentaría hacer algo por el estilo, así que hemos estado vigilando todos sus movimientos desde que se firmó el armisticio. Su motín ha fracasado.

—Yo no estaría tan seguro —replicó Anttonen, conmocionado, pero aún resuelto—. Un grupo de mis hombres ha ido al despacho del almirante Cronstedt para hacerlo prisionero. En estos momentos estarán desplegándose y tomando el control de la artillería.

—No sea imbécil. —Jágerhom se echó a reír—. Nuestros hombres han capturado al alférez y a su escuadrón antes de que se hayan acercado al almirante Cronstedt. Su plan estaba condenado al fracaso.

Anttonen palideció. Su rostro reflejó un instante espanto y desesperación, pero pronto se convirtió en una máscara de rabia.

—¡No! —exclamó con los dientes apretados—. ¡No!

Desenvainó la espada. La luz arrancó destellos plateados de la hoja cuando Anttonen saltó contra Jágerhom.

Solo había dado tres pasos cuando la primera bala le acertó en el hombro y envió la espada al suelo. La segunda bala y la tercera le perforaron el estómago y lo doblegaron. Dio un paso más, tambaleándose, y se desplomó.

—¡Los del arsenal! —gritó Jágerhom, dedicando una mirada indiferente a Anttonen—. Suelten las armas y salgan muy despacio. Están rodeados y los superamos en número. La revuelta ha terminado. ¡No nos obliguen a derramar más sangre! —No obtuvo respuesta.

—¡Hagan lo que dice! —gritó el cabo veterano, al que habían apresado—. Son demasiados. —Miró hacia su comandante—. Dígales que se rindan, señor. No podemos hacer nada. Dígaselo, señor.

Pero el silencio se burló de sus palabras. El coronel Bengt Anttonen yacía inmóvil. Había muerto.

El motín terminó a los pocos minutos de empezar. Poco después, la bandera de Rusia se izó en las almenas de Vargón.

Y al igual que ondeaba sobre Sveaborg, no tardó en ondear sobre toda Finlandia.

Epílogo

El anciano se incorporó en la cama con esfuerzo y dolor, y miró con franca curiosidad al visitante apostado en la puerta. Se trataba de un hombre alto, de constitución recia, con fríos ojos azules y el pelo rubio sucio. Llevaba el uniforme de comandante del ejército sueco, y su porte mostraba la seguridad del guerrero curtido. Se adelantó y se apoyó al pie de la cama.

—Ya veo que no me reconoce. Supongo que habrá intentando olvidar Sveaborg y todo lo que tuvo que ver con la fortaleza, almirante Cronstedt.

El anciano sufrió un violento ataque de tos.

—¿Sveaborg? —dijo por fin con voz débil, mientras trataba de identificar al desconocido que tenía ante él—. ¿Estuvo usted allí?

—Sí, almirante. Y durante una buena temporada. Soy Bannersson. Cari Bannersson. En Sveaborg era capitán.

—Sí, sí. Bannersson. —Cronstedt parpadeó—. Ya me acuerdo de usted. Pero ha cambiado mucho.

—Así es. Usted me envió a Estocolmo, y los años siguientes luché con Carlos Juan contra Napoleón. He presenciado muchas batallas y muchos asedios, señor. Pero nunca he olvidado Sveaborg.

El almirante se sacudió con un acceso de tos incontrolable.

—¿Q-qué quiere? —consiguió jadear por fin—. Siento sonar descortés, pero estoy enfermo y me cuesta mucho hablar. —Tosió de nuevo—. Espero que me disculpe.

Bannersson recorrió con la mirada el dormitorio pequeño y sucio. Se irguió, se llevó la mano al bolsillo del pecho del uniforme y sacó un grueso sobre sellado.

—¿Sabe qué día es hoy, almirante? —dijo, enfatizando las palabras golpeándose con el sobre la palma de la otra mano.

—Seis de abril —replicó Cronstedt con el ceño fruncido.

—Sí. Seis de abril de 1820. Han pasado exactamente doce años desde el día en que se reunió con el general Suchtelen en Lonan y entregó Sveaborg a los rusos.

—Por favor, comandante… —El anciano sacudió la cabeza con lentitud—. Está despertando recuerdos que enterré hace tiempo. No quiero hablar de Sveaborg.

—¿No? —Los ojos de Bannersson relampaguearon, y apretó los labios, furioso—. Me imagino que preferiría hablar de Ruotsinsalmi. Pues no. Vamos a hablar de Sveaborg, viejo, tanto si quiere como si no.

—De acuerdo, comandante. —Cronstedt se estremeció ante la violencia de la voz de su interlocutor—. Tuve que firmar la rendición. Rodeada de hielo, Sveaborg es muy débil. Nuestra flota peligraba, y nos estábamos quedando sin pólvora.

El oficial sueco lo miró con desprecio y levantó el sobre.

—Aquí tengo documentos que demuestran hasta qué punto estaba equivocado. Hechos, almirante. Hechos objetivos. —Lo abrió sin miramientos y arrojó los papeles en la cama de Cronstedt—. Hace doce años, usted dijo que nos superaban en número —empezó a enunciar los hechos con voz dura y fría—. No era así. Los rusos apenas tuvieron hombres suficientes para tomar la fortaleza después de la rendición. Disponíamos de siete mil trescientos ochenta y seis hombres y doscientos ocho oficiales. Muchos más que los rusos.

»Hace doce años, dijo que Sveaborg no podía defenderse durante el invierno a causa del hielo. Eso es una estupidez. Tengo cartas de las mentes militares más preclaras de los ejércitos de Suecia, Finlandia y Rusia que atestiguan cuán resistente es Sveaborg, sea verano o invierno.

»Hace doce años, usted habló de la formidable artillería rusa que nos rodeaba. No había tal. Suchtelen no dispuso en ningún momento de más de cuarenta y seis piezas, de las cuales dieciséis eran morteros. Nosotros teníamos diez veces más.

»Hace doce años, dijo que se nos estaban agotando las provisiones y la pólvora. No era así. Contábamos con nueve mil quinientas treinta y cinco balas de cañón, diez mil cartuchos, dos fragatas y ciento treinta barcos de menor calado, abastecimientos de todo tipo para la flota, alimentos suficientes para muchos meses y más de tres mil barriles de pólvora. Habríamos podido esperar la ayuda de Suecia sin problemas.

—¡Basta, basta! —gimió el anciano. Se llevó las manos a las orejas—. No quiero oír más. ¿Por qué me atormenta? ¿No puede dejar descansar en paz a un anciano?

—No seguiré —replicó Bannersson con desdén—, pero aquí le dejo los papeles. Léalos usted mismo.

—Era una oportunidad. —Cronstedt se ahogaba; cada vez le costaba más respirar—. Era una oportunidad de salvar la fortaleza para Suecia.

—¿Una oportunidad? —Bannersson soltó una carcajada amarga y cruel—. Yo fui uno de sus mensajeros, almirante. Sé muy bien qué tipo de oportunidad fue la que le dieron los rusos. Nos demoraron semanas enteras. ¿Sabe cuándo llegué a Estocolmo, almirante? ¿Sabe cuándo entregué su mensaje?

El anciano levantó la cabeza y miró a Bannersson a los ojos. Tenía el rostro pálido y desencajado. Las manos le temblaban.

—El tres de mayo de 1808 —se respondió Bannerson. Cronstedt se encogió como si le hubieran asestado un golpe. El comandante sueco le dio la espalda y se dirigió a la puerta. Ya con la mano en el pomo, se volvió—. La historia olvidará a Bengt y lo que intentó hacer, ¿sabe? Y solo recordará al coronel Jágerhom como uno de los primeros nacionalistas finlandeses. Pero no sé cómo lo tratará a usted. Vive en la Finlandia rusa gracias a sus treinta monedas de plata, pero Bengt decía que no era más que un viejo débil. —Sacudió la cabeza—. ¿Qué versión es la verdadera, almirante? ¿Qué deberá decir la historia de usted?

No obtuvo respuesta. El conde Cari Olof Cronstedt, vicealmirante de la flota, héroe de Ruotsinsalmi, comandante de Sveaborg, sollozaba quedamente contra la almohada.

Murió al día siguiente.

Sea por la mano de un necio retirada en premura, bien Culpa, Aflicción o Desprecio, por Muerte o Amargura, no vuelvas a mentar su nombre si ha de avergonzar a otros hombres.

Entierra el agravio en la tumba y no alientes temor ni busques quien cargue con culpas que enturbien la razón; para desdicha de fineses, la de uno en Sveaborg ruinó mieses.

Relatos del alférez Stál,

JOHAN LUDVIG RUNEBERG