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Solo los niños temen a la oscuridad

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Entre las sombras silenciosas, cambiantes, formas grotescas van a la deriva, siluetas fantasmales rondan en la oscuridad, y enormes demonios alados acechan en el cielo. En la penumbra fantasmal, aterradora, habitan espantos sin alma.

Bien conocen estas tierras de maldad…

Corlos es el mundo por donde vagan.

Encontrado en una caverna en Europa Central, otrora templo de una oscura secta.

De autor desconocido.

Oscuridad. La oscuridad lo envolvía todo. Lúgubre, premonitoria, omnipresente. Cubría la llanura como un gran manto sofocante. La luz de la luna no la atravesaba ni había estrellas que brillaran en lo alto; solo existía la noche, siniestra y eterna, y los remolinos de niebla asfixiante se agitaban y cambiaban a cada movimiento. Algo chilló a lo lejos, pero no podía distinguirse su figura. La niebla y las sombras lo ocultaban todo.

Con una excepción. Había un objeto visible. En medio de la llanura, desafiando a las tétricas y lejanas montañas negras, se alzaba una altísima torre de paredes lisas, semejante a una aguja dispuesta a clavarse en el cielo exánime. Se elevaba miles y miles de metros hasta el lugar donde los rojos relámpagos acariciaban eternamente la lisa roca negra. En la única ventana de la torre brillaba una luz escarlata y mortecina, una isla solitaria en un mar de noche.

Debajo, entre los remolinos de niebla, había cosas que se agitaban inquietas, y el rumor de movimientos extraños rompía el silencio mortal. Los perversos habitantes de Corlos estaban intranquilos porque, si la luz brillaba en la torre, significaba que su dueño estaba en casa. Y hasta los demonios saben qué es el miedo…

En lo alto de la torre negra, desde la ventana solitaria, un ser sombrío contemplaba las llanuras sumidas en la oscuridad y las maldijo con vehemencia. El ser, furioso, dio la espalda a las nieblas turbulentas de la noche eterna y se volvió hacia el interior iluminado de la fortaleza. Un gemido quebró el silencio. Encadenada con grilletes a la pared de mármol, una figura horripilante se debatía en vano. La escena disgustó al ser, que levantó la mano y lanzó un rayo de energía negra contra el monstruo encadenado a la pared.

Un aullido de dolor atravesó la noche infinita, y los grilletes se quedaron colgando, inmóviles. El demonio encadenado había desaparecido. Ningún sonido perturbaba la soledad de la torre ni a su sombrío habitante. Este se sentó en un gigantesco trono con forma de murciélago, tallado en brillante roca negra. Miró hacia la ventana y vislumbró los entes que se agitaban entre las nubes oscuras.

Al cabo de un rato, el ser gritó, y el sonido descendió rebotando a lo largo de los miles de metros de la siniestra torre. Se oyó hasta en la oscuridad absoluta de las mazmorras, y los demonios allí encarcelados se estremecieron ante el presagio de un sufrimiento aún mayor, porque aquel grito era rabia en estado puro.

Un rayo de energía negra salió disparado desde un puño alzado hacia la noche. Se oyó un grito en el exterior, y una figura invisible cayó retorciéndose de los cielos. El ser rugió.

—Qué presa tan patética. Las hay mejores en el reino de los mortales, que una vez fue mi dominio, y volverá a serlo. ¡De nuevo cazaré almas humanas! ¿Cuándo se cumplirá el mandamiento? ¿Cuándo se realizará el sacrificio que me liberará de este exilio interminable?

Un trueno retumbó en la oscuridad. Los relámpagos rojos juguetearon entre las montañas negras. Y los moradores de Corlos se estremecieron de terror. Saagael, Príncipe de los Demonios, Señor de Corlos, Monarca de Ultratumba, volvía a estar furioso e inquieto. Y cuando el Señor de la Oscuridad estaba disgustado, sus súbditos se escabullían, aterrados, por la niebla.

Durante eras, la arena y la vegetación habían mantenido oculto, desierto y solitario el gigantesco templo. El polvo de los siglos se había acumulado en el suelo, y un silencio de eones acechaba desde los recovecos lóbregos y sombríos. Era oscuro y malévolo, y por ello se había considerado tabú, generación tras generación, y seguía aislado después de tantos siglos.

Pero después de aquella soledad eterna, las enormes puertas negras talladas con símbolos espantosos y olvidados se abrieron de nuevo con un crujido. Unas pisadas levantaron el polvo de tres milenios, y el eco de los pasos turbó el silencio de la oscuridad. Dos hombres se adentraron lentamente en el antiguo templo, nerviosos, escudriñando la penumbra con miradas cautas.

Iban sucios, desaliñados y sin afeitar, y sus rostros eran máscaras de brutalidad y codicia. Vestían ropa andrajosa, y cada uno llevaba un cuchillo largo y afilado junto al revólver descargado, ya inútil. Eran hombres perseguidos que llegaban al templo con sangre en las manos y miedo en el corazón.

El más alto, un tipo flaco llamado Jasper, examinó el templo sombrío y desierto con ojos fríos y calculadores. El lugar le resultaba macabro incluso a él. Aunque en el exterior el sol abrasaba la selva, allí dentro la oscuridad lo envolvía todo, pues las escasas ventanas estaban teñidas de un tono morado que apenas dejaba pasar la luz. El resto era todo de piedra, piedra negra como el ébano, labrada siglos atrás. Las paredes estaban decoradas con murales extraños y repulsivos, y la atmósfera era densa y rancia; olía a muerte. Hacía tiempo que el mobiliario se había convertido en polvo, excepto el enorme altar negro situado al fondo de la estancia. Antiguamente había habido una escalera que llevaba al piso superior, pero el paso del tiempo la había destruido, y nada quedaba de ella.

Jasper se quitó la mochila y se volvió hacia su compañero, un hombre bajo y grueso.

—Hasta aquí hemos llegado, Willie. —Su voz era un gruñido ronco y gutural—. Pasaremos la noche aquí.

Willie miraba nervioso a izquierda y derecha, y se humedecía los labios resecos con la lengua.

—No me gusta. Este sitio me da escalofríos. Está muy oscuro; es espeluznante. Y mira eso de las paredes. —Señaló uno de los murales más terroríficos, pero Jasper dejó escapar una profunda risotada amarga y cruel.

—En algún lugar tenemos que quedamos, y los nativos nos matarán si nos encuentran ahí fuera. Saben que les hemos robado los rubíes sagrados. Venga, Willie, esto no tiene nada de malo, y a los nativos les da miedo acercarse aquí. Sí, está un poco oscuro, ¿y qué? Solo los niños temen a la oscuridad.

—Sí… Sí, claro, tienes razón —titubeó Willie. Se quitó la mochila, se acuclilló en el suelo al lado de Jasper y se dispuso a preparar algo de comer. Jasper salió, se adentró en la selva y regresó a los pocos minutos con una brazada de leña. Encendieron una pequeña hoguera y, agachados en silencio, despacharon la colación en un abrir y cerrar de ojos. Después, junto al fuego, se pusieron a hablar en susurros sobre qué harían con sus recién adquiridas riquezas cuando volvieran a la civilización.

El tiempo pasó, lento pero inexorable. El sol se ocultó tras las montañas del oeste, y la noche cayó sobre la selva.

Con la noche, el interior del templo se tomó aún más ominoso. La oscuridad que parecía brotar de los muros les quitó las ganas de charlar. Jasper bostezó, extendió el saco de dormir en el suelo polvoriento y se tumbó. Levantó la vista hacia Willie.

—Yo me rindo por hoy. ¿Y tú?

—También. —Titubeó un momento—. Pero no quiero dormir en el suelo. Está muy sucio. Seguro que hay bichos… No sé, pulgas, gusanos, arañas… Se me van a comer a picotazos.

—¿Dónde, pues? Aquí no hay ni un mueble.

Los ojos oscuros de Willie recorrieron la estancia.

—Ahí —dijo—. Ahí quepo; ese trasto es ancho. Y los bichos no podrán subir.

—Como quieras. —Jasper se encogió de hombros. Se giró y no tardó en quedarse dormido.

Willie se dirigió a la gran piedra tallada, extendió encima de ella el saco de dormir y se subió torpemente. No pudo evitar un escalofrío al contemplar los grabados del techo. Pocos minutos después, el fornido torso del hombre empezó a subir y bajar con regularidad al ritmo de sus ronquidos.

Al otro lado de la estancia oscura, Jasper se volvió, se incorporó y escudriñó las sombras en dirección a su compañero dormido. Las ideas se le agolpaban febrilmente en la cabeza. Los nativos les pisaban los talones, y un hombre podría moverse mucho más deprisa que dos, sobre todo si el segundo era un cretino tan gordo y lento como Willie. Aparte, estaban los rubíes: una riqueza deslumbrante, mayor de lo que nunca había soñado. Podían ser suyos. Todos suyos.

Jasper se levantó sin hacer ruido y, sigiloso como un lobo, cruzó las sombras hasta llegar donde yacía Willie. Se llevó la mano a la cintura y desenvainó un cuchillo largo y fino que brilló en la oscuridad. Cuando llegó a la tarima se detuvo para observar a su camarada. Este se agitó en sueños. La imagen de los deslumbrantes rubíes que Willie llevaba en la mochila acudió de nuevo a la mente de Jasper. El cuchillo brilló en el aire y descendió.

El gordo dejó escapar un único gemido, y su sangre se derramó por el antiguo altar de sacrificios.

En el exterior, un relámpago rasgó el cielo despejado, y el trueno retumbó ominoso sobre las colinas. La oscuridad del templo pareció acrecentarse, y una especie de aullido grave recorrió la estancia. Sin duda se trataba del viento que silbaba a través de la vieja torre, pensó Jasper mientras buscaba las gemas en la mochila de Willie. Pero lo extraño era que parecía susurrar una palabra, una llamada.

«Saagael —parecía decir con suavidad—. Saaaaaagael…»

El sonido se intensificó; pasó de susurro a grito y de grito a rugido, hasta que invadió por completo el templo. Jasper miró a su alrededor, molesto. No entendía lo que estaba sucediendo. Una larga grieta se abrió por encima del altar, a través de la cual se veía como se arremolinaba la niebla y se movía algo. La oscuridad manó de la grieta, una oscuridad más negra, más densa y más fría que nada que Jasper hubiera visto jamás. Ondulante, sinuosa, la negrura absoluta se acumuló en un rincón de la estancia. Allí pareció crecer, cambiar de forma, endurecerse, coagularse…

Y, de pronto, desapareció. En su lugar quedó una figura vagamente humana: grande, poderosa, ataviada con prendas de color gris oscuro. Llevaba un cinturón y una capa, ambos de la piel de alguna criatura maligna jamás vista en la faz de la tierra. Una capucha le cubría la cabeza, y bajo ella solo había oscuridad, una oscuridad en la que se distinguían dos pozos de noche aún más negros y profundos que el resto. Un broche enorme en forma de murciélago, tallado en piedra oscura y brillante, le sujetaba la capa.

—¿Q-quién eres? —tartamudeó Jasper en un susurro.

Una carcajada grave, hueca e inquietante resonó hasta en los rincones más ocultos del templo y se extendió por la noche.

—¿Quién soy? Guerra, Peste, Sangre… Soy Muerte, Oscuridad y Terror. —La carcajada resonó de nuevo—. Soy Saagael, Príncipe de los Demonios, Señor de la Oscuridad, rey de Corlos, indiscutido Monarca de Ultratumba. Soy Saagael, a quien tus antepasados llamaban el Destructor de Almas. Y tú me has invocado.

Jasper tenía los ojos como platos, estaba aterrorizado; los rubíes, olvidados, yacían desparramados por el suelo. La aparición levantó una mano, y la oscuridad y la noche se condensaron a su alrededor. Una energía maligna recorrió el aire. Y para Jasper solo hubo ya oscuridad, eterna y definitiva.

A medio mundo de distancia, una figura espectral ataviada de oro y verde pegó un respingo en mitad del vuelo. El cuerpo se le puso rígido y alerta. Una sombra de intensa preocupación le recorrió el rostro blanco como la muerte, mientras su mente insondable y fantasmal sintonizaba de nuevo con la esencia más pura de su ser. El Doctor Destino reconoció aquella extraña sensación: le indicaba la presencia de un mal sobrenatural sobre la faz de la tierra. Únicamente tenía que seguir las emanaciones escalofriantes que lo atraían como un imán hacia el origen de tan abominables actividades.

A la velocidad del pensamiento, la figura espectral atravesó el aire hacia el este, en línea recta y firme en dirección al origen del mal. Sobrevoló montañas, valles, ríos y bosques a velocidad cegadora. En el horizonte aparecieron grandes ciudades costeras con rascacielos que acariciaban las nubes; pero también quedaron atrás, y ya solo hubo olas furiosas debajo de él. Había cruzado un continente en un instante, y en el siguiente, un océano. Los límites terrenales de la velocidad y la materia carecen de importancia para un espíritu. Y, de pronto, se hizo de noche.

Una selva espesa y asfixiante apareció bajo el Fantasma Dorado. La oscuridad hacía aún más siniestro su follaje. Luego, una franja de desierto, un río de aguas turbulentas, y más desierto. Y de nuevo, la selva. Los asentamientos humanos aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. La noche se abría al paso de la veloz figura.

El Doctor Destino se detuvo. El antiguo templo apareció de pronto ante él, gigantesco y ominoso, con sus altos muros que ocultaban secretos sombríos y malignos. Se aproximó con cautela. Allí había un aura de intensa maldad, y la oscuridad aferrada al templo era aún más densa y espesa que la selva que lo rodeaba.

Despacio, con precaución, el Vengador Astral se acercó a una de las paredes altas y negras. Dio la impresión de que su figura se desdibujaba y desaparecía cuando atravesó la pared sin esfuerzo y se introdujo en la oscuridad del otro lado.

El Doctor Destino se estremeció al contemplar el interior de aquel santuario horrible. Le resultaba espantosamente familiar. Los murales oscuros y espantosos, las hileras de bancos de ébano tapizados de fieltro, la estatua gigantesca que lo contemplaba desde encima del altar… Todo indicaba que aquel lugar impuro era el templo de una secta olvidada largo tiempo atrás que había adorado a una de las oscuras deidades que acechaban desde el más allá. Cuando murió la última, el mundo se convirtió en un lugar más puro.

Sin embargo… El Doctor Destino se detuvo, pensativo. A su alrededor todo parecía nuevo, sin estrenar. Vio con espanto que… ¡había sangre fresca en el altar de sacrificios! ¿Acaso habría revivido el culto? ¿Volvían a tener fieles los moradores de las sombras?

Se oyó un sonido tenue en un rincón, cerca del altar. Como un relámpago, el Doctor Destino se volvió en busca de su origen. Algo se movía levemente en la oscuridad, y el Fantasma Dorado se acercó al instante.

Era un hombre… o lo que quedaba de él. Alto, delgado y musculoso. Yacía en el suelo sin moverse, y miraba sin ver. Le latía el corazón; los pulmones se movían con la respiración, pero aquello era todo. La criatura no tenía voluntad que la animara ni instintos que la impulsaran. Yacía inmóvil, en silencio, con los ojos clavados en el techo; no era más que un cascarón vacío y desechado.

Era un ser sin mente… y sin alma.

La ira y el horror ardían en el pecho del Vengador Astral. Se giró para escudriñar las sombras en busca de la presencia malévola que percibía con tanta intensidad. Jamás se había tropezado con un aura de maldad pura y extrema tan absorbente.

—Sé que estás aquí. ¡Percibo tu presencia maligna! —gritó—. ¡Sal y muéstrate, si te atreves!

Una carcajada cavernosa y perturbadora brotó de las paredes oscuras y retumbó por toda la estancia.

—¿Se puede saber quién eres tú? —El Doctor Destino no se movió. Sus ojos espectrales recorrieron el templo buscando el origen de aquella risa escalofriante. La carcajada resonó de nuevo, atronadora, preñada de maldad—. Bien pensado, ¿qué importa? Eres temerario, mortal, ¡te atreves a desafiar a fuerzas que ni siquiera alcanzas a comprender! Aun así, cumpliré tu deseo. Voy a mostrarme. —La risa sonó de nuevo, aún más fuerte—. ¡No tardarás en lamentar tus insensatas palabras!

Desde arriba, donde los peldaños de ébano pulido que ascendían en espiral se perdían en las alturas más recónditas de la torre negra del templo, una oscuridad viscosa y fluida pareció rezumar escalera abajo. Descendió como una enorme nube de negrura absoluta salida de la pesadilla de un demente hasta que, a mitad del trayecto, se solidificó y cobró forma. La figura que se irguió en los peldaños parecía vagamente humana, pero esa semejanza solo la hacía más espantosa. Su carcajada volvió a inundar el templo.

—¿Te place mi aspecto, mortal? ¿Por qué no respondes? ¿O acaso acabas de descubrir qué es el miedo?

La respuesta fue inmediata, alta, clara, desafiante.

—¡Eso nunca, ser oscuro! Me llamas mortal y esperas que tiemble ante tu sola presencia. Pero te equivocas, porque soy tan eterno como tú. He luchado contra hombres lobo, vampiros y hechiceros, ¡así que no me inquieta enfrentarme a un demonio de tu ralea! —Y el Doctor Destino se lanzó hacia la grotesca aparición de las escaleras.

Bajo la capa oscura, los dos pozos de negrura refulgieron un instante con un brillo escarlata; luego, la carcajada resonó de nuevo, más cruel que nunca.

—Vaya, espíritu, ¿quieres luchar contra un demonio? ¡Muy bien! ¡Pues lucharás! ¡Ya veremos quién sobrevive! —Hizo un gesto impaciente con la mano.

El Doctor Destino había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de la escalera cuando la grieta situada sobre el altar se abrió de repente ante él y un ser enorme y malévolo le cortó el paso. Le doblaba la estatura; su boca era una maraña de colmillos refulgentes, y los ojos, dos siniestros puntos rojos. El aire que rodeaba al monstruoso ser hedía a muerte.

Casi sin detenerse para evaluar la situación, el Fantasma Dorado se lanzó contra el repugnante recién llegado y le hundió el puño en la carne fría y húmeda. Muy a su pesar, el Doctor Destino se estremeció. El monstruo era de una masa blanda pero increíblemente fuerte, fétida y tan repulsiva que ponía los pelos de punta.

El ser acusó el golpe. Las zarpas demoníacas desgarraron con fuerza brutal el hombro del Depredador Místico, dejando a su paso una estela de dolor. El Doctor Destino comprendió de repente, alarmado, que aquella criatura no pertenecía al mundo real, al que era invulnerable, sino que era un engendro del más allá, y por tanto, tan capaz de herirlo como el Doctor a él.

Un brazo enorme golpeó al Doctor Destino de pleno en el pecho y lo lanzó trastabillando hacia atrás. Farfullando y babeando asquerosamente, el demonio saltó hacia él con las zarpas por delante. El Doctor perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra el suelo de piedra fría. La cosa aterrizó sobre él. Unos colmillos amarillentos, brillantes, relampaguearon en busca de su cuello.

El Doctor Destino liberó el brazo izquierdo para detener la cara del demonio que se cernía sobre él. Los músculos espectrales se tensaron, y el puño derecho hizo blanco con fuerza brutal, destrozando como un martillo la horripilante faz. La cosa lanzó un aullido de dolor, rodó hacia un lado y se puso en pie. El Fantasma Dorado también se levantó rápidamente.

Observándolo con mirada hambrienta, el demonio se arrojó de nuevo contra el Superespíritu con los brazos abiertos para apresarlo. El Doctor Destino esquivó el ataque con un elegante movimiento a un lado, agachándose bajo los brazos extendidos. En cuanto la criatura lo sobrepasó a toda velocidad, el Doctor Destino alzó el vuelo. El demonio se detuvo y se dio la vuelta, y el espectro cayó encima de él con los pies por delante. El ser rugió de rabia al estrellarse contra el suelo. El Doctor Destino reunió todas sus fuerzas y clavó el tacón de la bota en el cuello del demonio. La cabeza del monstruo se hinchó como una sandía y estalló. La sangre oscura y espesa formó un charco en el suelo de piedra, y la mole demoníaca no volvió a moverse. El Doctor Destino se hizo a un lado, tambaleándose agotado.

La carcajada diabólica le resonó en los oídos, provocando que volviera a ponerse en guardia.

—¡Muy bien, espíritu! ¡Me has divertido! ¡Has superado a un demonio! —El destello escarlata relució de nuevo bajo la capucha—. Pero, verás, no soy un demonio cualquiera. ¡Soy Saagael, el Príncipe Demonio, el Señor de la Oscuridad! ¡Ese súbdito mío al que tanto te ha costado vencer no es nada comparado conmigo! —Saagael señaló al demonio caído—. Me has mostrado tu poder, así que te diré en qué consiste el mío. Esa cáscara vacía que has encontrado es obra mía; por algo me llaman el Destructor de Almas, y ha pasado mucho tiempo desde la última vez que ejercité mi poder. Para ese mortal no habrá otra vida, ni salvación, ni condena; no verá la inmortalidad. Ha desaparecido como si no hubiera existido jamás. He erradicado su alma. ¡Ese destino es peor que la muerte!

—¿Quieres decir que…? —El Fantasma Dorado lo miraba incrédulo. Sintió un escalofrío.

—¡Sí! —gritó triunfalmente el Príncipe Demonio—. Ya veo que me has entendido. Reflexiona pues, ¡y tiembla! No eres más que un espíritu, una entidad incorpórea. Nada puedo contra la envoltura física de un mortal, pero a ti, a un espíritu, puedo destruirte por completo. Aunque será divertido tenerte a mi merced, impotente y aterrado, mientras esclavizo al mundo entero, de modo que por ahora te mantendré con vida. ¡Sé testigo del destino del planeta que dominé en el pasado, antes de los albores de la historia, y que ahora volveré a dominar!

El Señor de la Oscuridad hizo un amplio movimiento con las manos, y la luz desapareció por completo del templo. Una negrura espesa lo invadió todo, y poco a poco, una visión fue cobrando forma ante los ojos asombrados del Doctor Destino.

Vio como los hombres se volvían contra los hombres, llenos de odio y rabia. Presenció guerras, holocaustos, sangre… La muerte, sonriente y espantosa, estaba en todas partes. El mundo estaba sumido en el caos y la destrucción. Después presenció la llegada de las inundaciones, el fuego y la peste; vio como el hambre se extendía sobre la tierra. El miedo y la superstición alcanzaron cotas jamás vistas. Vio iglesias derribadas y cruces que ardían contra el cielo nocturno. En su lugar levantaron estatuas formidables a repulsiva semejanza del Príncipe Demonio. En todas partes, los hombres se inclinaban ante grandes altares oscuros y entregaban sus hijas a los sacerdotes de Saagael. Las criaturas de la noche cobraron fuerza de nuevo y recorrieron la tierra, sedientas de sangre. Las puertas atrancadas no servían de protección. Los sirvientes de Saagael gobernaban la tierra, y su oscuro señor daba caza a las almas de los hombres. Las puertas de Corlos se abrieron, y una gran sombra se cernió sobre el mundo. No desaparecería ni en un millar de generaciones.

De pronto, tan repentinamente como había surgido, la visión se esfumó, y solo quedó la oscuridad densa y la horrible risa retumbante, más cruel que nunca, que llegaba a la vez de todas partes y de ninguna, cuyo eco iba y venía hasta los confines del enorme templo.

—Márchate antes de que me canse de ti, espíritu. Tengo que hacer preparativos, y no quiero verte en mi templo cuando regrese. Y presta atención: ya ha llegado la mañana, pero fuera reina la oscuridad. ¡De hoy en adelante, la noche dominará la tierra para toda la eternidad!

La oscuridad se despejó levemente, y el Doctor Destino pudo ver otra vez. Estaba solo en el templo desierto. Saagael había desaparecido, así como los restos del demonio derrotado. Allí, en el silencio, la oscuridad y el polvo, solo quedaba junto a él el ser que tiempo atrás había sido un hombre llamado Jasper.

Llegaron desde todas partes, desde la calurosa selva cercana y el ardiente desierto que se extendía más allá de ella, desde las grandes ciudades de Europa y el gélido norte de Asia. Eran los duros, los brutales, los crueles, los que llevaban mucho tiempo anhelando el advenimiento del Príncipe Demonio y lo recibían con los brazos abiertos. Eran estudiosos de lo oculto; se habían sumergido en las artes negras y en los pergaminos antiguos en cuya existencia no creían los hombres juiciosos; conocían secretos oscuros de los que otros hablaban en voz baja. Saagael no era un misterio para ellos, porque sus conocimientos se remontaban a eras olvidadas, anteriores a la historia, en las que el Señor de la Oscuridad había dominado la tierra.

Llegaron a su templo procedentes de todos los rincones del orbe para arrodillarse ante su efigie. Hasta un dios oscuro necesita sacerdotes, y ellos estaban deseosos de ponerse a su servicio a cambio del conocimiento prohibido. Cuando la larga noche se instaló en la tierra y empezó el banquete del Príncipe Demonio, supieron que había llegado su hora. Así, los impíos, los oscuros y los malvados abarrotaron el gran templo como antaño y resucitaron la temida secta de Saagael. Entonaron sus cánticos de adoración, leyeron sus libros negros y aguardaron la llegada de su señor, porque Saagael seguía ausente. Hacía mucho que no cazaba almas humanas, y su hambre era insaciable.

Pero sus sirvientes se impacientaban y decidieron invocarlo. Las antorchas se encendieron en la negra estancia, y centenares de acólitos se sentaron para entonar un himno de alabanza. Leyeron en voz alta los textos blasfemos tal como no habían osado hacer en muchos años y cantaron su nombre.

—¡Saagael! —El cántico se hacía cada vez más intenso y resonaba en las profundidades del templo—. ¡Saagael! —clamaron más alto, cada vez más alto, hasta que toda la sala retumbó con su grito—. ¡Saagael! —El rugido salió a la noche y llenó tierra y aire con la espantosa llamada.

Una joven atada al altar de sacrificios se debatía contra sus ligaduras, con el espanto pintado en los ojos desorbitados. El sumo sacerdote, un hombre gigantesco y monstruoso, de oscuros ojillos de cerdo, cuya boca semejaba un brutal tajo escarlata, se aproximó a ella. Llevaba en la mano un cuchillo de plata largo y reluciente que brillaba a la luz de las antorchas.

Se detuvo y levantó la mirada hacia la estatua gigantesca e imponente del Príncipe Demonio que se erguía sobre el altar.

—Saagael —entonó. Su voz era un susurro grave, escalofriante, que helaba la sangre—. Príncipe de los Demonios, Señor de la Oscuridad, Monarca de Ultratumba, a ti te invocamos. Tus seguidores te llamamos, oh Destructor de Almas. Escúchanos y acude. Acepta nuestra ofrenda: ¡el alma y el espíritu de esta doncella!

Bajó la mirada. El cuchillo se elevó lentamente y descendió. Los presentes guardaron silencio absoluto. La hoja del arma centelleó. La chica gritó.

Justo en aquel instante, algo agarró la manga de la túnica del sacerdote y le retorció el brazo. Un espectro apareció ante el altar, y la noche retrocedió ante la luz del intruso verde y dorado. Unos dedos blancos atraparon el cuchillo cuando cayó de la mano del sacerdote. Sin pronunciar una palabra, levantó la hoja y se la clavó en el corazón. La sangre manó; un grito ahogado rompió el silencio reinante, y el cadáver cayó al suelo.

El recién llegado se volvió y, con parsimonia, desató las ligaduras de la muchacha, que se había desmayado. Los congregados empezaron a gritar, iracundos y temerosos.

—¡Sacrilegio! ¡Protégenos, Saagael!

En aquel momento, como si una densa nube se hubiera formado sobre ellos, la oscuridad cubrió la estancia y las antorchas se apagaron una por una. La negrura lo invadió todo, se estremeció y cobró forma. Los mortales presentes lanzaron un aullido triunfal.

Bajo la capucha, fuegos escarlata ardían en la oscuridad.

—Has ido demasiado lejos, espíritu —tronó la voz del Príncipe Demonio—. Has atacado a los mortales que sabiamente han decidido servirme. ¡Lo pagarás con tu alma!

El aura negra que envolvía al Señor de Corlos se intensificó y obligó a retroceder a la luz que emanaba de la musculosa figura vestida de verde y dorado.

—¿Tú crees? —replicó el Doctor Destino—. No soy de la misma opinión. Has presenciado una pequeña parte de mi poder, ¡pero tengo mucho más que no te he mostrado! Naciste de la oscuridad, de la muerte y de la sangre, Saagael. Encamas todo lo que es malvado e impío. Pero a mí me creó la Voluntad de Poderes, contra la que no puedes nada, que sería capaz de destruirte con un mero pensamiento. ¡Te desafío! ¡A ti, a los que son como tú y a las alimañas que te sirven!

La luz que rodeaba al Fantasma Dorado resplandeció y llenó la estancia como un sol, haciendo retroceder la negrura del Príncipe Demonio. Fue como si, de repente, el Señor de Corlos sintiera un atisbo de duda. Pero se recuperó y, sin dignarse a añadir palabra, alzó una mano enguantada. A ella acudieron los poderes de la oscuridad, la muerte y el miedo.

Y entonces, un gigantesco rayo de energía negra y palpitante hendió el aire, malévolo e impuro, directo y veloz.

El Fantasma Dorado permaneció inmóvil con las manos en las caderas. El rayo le acertó de pleno, y la luz y la oscuridad centellearon un instante. Después, la luz se apagó, y la figura se desplomó sin sonido alguno.

Una espantosa risa burlona llenó la estancia, y Saagael se volvió hacia sus adoradores.

—Así caen quienes desafían al poder oscuro, quienes se enfrentan a la voluntad de… —Se interrumpió. Con el rostro congelado por el terror y el asombro, sus discípulos miraban detrás de él. El Príncipe Demonio se volvió.

La figura dorada estaba poniéndose en pie. La luz brilló una vez más, y durante un momento, el temor sacudió al Señor de Corlos. Pero volvió a sobreponerse, y otro rayo formidable de energía negra golpeó al Doctor Destino. El Vengador Astral volvió a caer de rodillas. Un instante después, ante el creciente horror de Saagael, la figura se levantó una vez más y avanzó hacia él en silencio.

Saagael, presa del pánico, golpeó con un tercer rayo a aquel ser, que por tercera vez se levantó. Un murmullo horrorizado surgió de la multitud. El Fantasma Dorado avanzó hacia el Príncipe Demonio y levantó un brazo resplandeciente.

—Lástima, Saagael —dijo por fin—. He visto lo peor que puedes hacerme, y sigo vivo. ¡Ahora, Oscuro, serás tú quien sienta mi poder!

—¡¡¡Nooo!!!

El espantoso grito recorrió la estancia. La figura del Señor de la Oscuridad se estremeció, palideció y se disolvió en una gran nube negra. La grieta de encima del altar negro se abrió de nuevo. Al otro lado, la niebla se arremolinaba, y seres misteriosos se movían en la noche eterna. La nube negra se expandió, flotó hacia la grieta y desapareció. Un instante después, la grieta desapareció también.

El Doctor Destino se volvió hacia los mortales que llenaban la estancia, los asombrados y descompuestos sirvientes de Saagael. Un aullido de terror recorrió sus filas, y huyeron despavoridos del templo. Solo entonces, la figura se volvió hacia el altar, se estremeció y cayó. Justo encima de ella, algo se agitó en el aire, cruzó la estancia y desapareció entre las sombras.

Un instante después, un segundo Vengador Astral salió de un oscuro rincón del templo, se dirigió al altar y se inclinó sobre el primero. Una mano espectral limpió la capa de maquillaje blanco que cubría la cara de la figura caída, y una voz sobrecogedora rompió el silencio.

—Dijo que eras una cáscara, una cosa vacía, y estaba en lo cierto. Recobré mi forma ectoplásmica y escondí mi cuerpo físico en las sombras para usarte como si fueras un traje. Él no podía hacer nada contra tu ser corpóreo, así que salía de ti justo antes de que los rayos te golpearan y luego volvía a entrar. Y ha dado resultado. ¡Era posible engañarlo! ¡Era posible asustarlo!

El sol estaba saliendo por el este. Dentro del sombrío santuario, los bancos de ébano y las escaleras labradas se pudrieron, se desmoronaron con rapidez y se convirtieron en pilas de polvo. Pero algo seguía en pie.

El Doctor Destino se acercó al altar negro. Las fuertes manos agarraron las piernas de la estatua de Saagael; los poderosos músculos se tensaron, y la estatua se tambaleó y cayó. Se hizo pedazos junto a la cáscara hueca de lo que tiempo atrás se llamó Jasper y que yacía enfundada en un traje verde y dorado.

El Doctor Destino examinó la escena. Una sonrisa irónica le bailaba en los rasgos, blancos como la muerte.

—Destruyó tu mente y tu alma, pero al final fuiste tú, un hombre, quien provocó la caída del Señor de la Oscuridad.

Miró a la muchacha del altar, que empezaba a salir del abismo de terror que la había dejado inconsciente, y se acercó a ella.

—No me temas. Te llevaré a casa.

Ya era de día. Las sombras se habían esfumado. Había terminado la noche eterna.

Próximo episodio: El Doctor Destino contra el Demonio.