UN AFICIONADO A TODO COLOR
Al principio no le contaba mis historias a nadie más que a mí.
La mayoría existían solo en mi mente, pero en cuanto aprendí a leer y escribir empecé a poner algunos fragmentos sobre papel. La muestra de escritura más antigua que conservo debe de ser de tiempos de la guardería o del primer año de colegio: una enciclopedia del espacio exterior redactada con letras mayúsculas en el típico cuaderno de tapas jaspeadas en blanco y negro. En cada página hay un dibujo de un planeta o una luna y unas pocas líneas sobre su clima y sus habitantes. Planetas reales como Venus o Marte coexisten felizmente con otros sacados de Flash Gordon y Rocky Jones, y con otros que me había inventado.
No está nada mal mi enciclopedia, pero quedó inconclusa. Se me daba mucho mejor empezar historias que terminarlas. Solo eran cosas que me inventaba para entretenerme.
Porque, en efecto, desde muy pequeño aprendí a entretenerme solo. Nací el 20 de septiembre de 1948 en Bayonne (Nueva Jersey) y fui el primogénito de Raymond Collins Martin y Margaret Brady Martin. No recuerdo haber tenido compañeros de juegos de mi edad hasta los cuatro años, cuando nos mudamos a un piso de protección oficial. Antes vivíamos en casa de mi bisabuela, donde, además de mis padres y yo, vivían mi bisabuela, su hermana, mi abuela y su hermano. Hasta que nació mi hermana Darleen, dos años más tarde, fui el único niño de la casa. Tampoco había niños en el vecindario. La abuela Jones era una mujer testaruda que se negó a vender su casa incluso cuando todo Broadway se había convertido ya en una avenida comercial, así que la nuestra era la única casa baja en veinte manzanas de edificios altos a la redonda.
Cuando yo tenía cuatro años, Darleen dos, y a Janet le faltaban tres para nacer, mis padres se mudaron a un piso propio. Era un piso nuevo de protección oficial en la Calle 1. Las palabras protección oficial evocan imágenes de edificios altos y deteriorados que se yerguen en un lúgubre erial de cemento gris, pero los LaTourette Gardens no eran los Cabrini-Green. Nuestros edificios eran de tres plantas con seis viviendas en cada una. Había parques con columpios y canchas de baloncesto, y al otro lado de la calle, un parque bordeaba las aguas oleosas del Kill van Kull. No era un mal sitio donde crecer. Y, a diferencia de la casa de la abuela Jones, había niños en el vecindario.
Jugábamos en los columpios y nos tirábamos por los toboganes; en verano nos metíamos en el agua, y en invierno hacíamos batallas de bolas de nieve; trepábamos a los árboles y patinábamos; jugábamos a stickball en la calle… Cuando no jugaba con otros niños, tenía tebeos, televisión y juguetes para pasar el rato. Soldaditos de plástico verde; vaqueros con sombreros, chalecos y pistolas, todo intercambiable; caballeros, dinosaurios y astronautas. Como cualquier chaval estadounidense que se precie, me sabía los nombres de todos los dinosaurios (brontosaurio, maldita sea, y que nadie me lo discuta). Los nombres de los caballeros y de los astronautas me los inventaba.
En el colegio Mary Jane Donohoe de la Calle 5 aprendí a leer con Dick, Jane, Sally y su perro Spot. Corre, Spot, corre. Mira cómo corre Spot. ¿Nunca se han preguntado por qué Spot no hace otra cosa que correr? Es evidente: para escaparse de Dick, Jane y Sally, la familia más sosa del mundo. Yo también quería escapar de ellos, bien lejos, y refugiarme en mis cómics. Bueno, en los tebeos, como los llamábamos entonces. Mi primer contacto con las obras fundamentales de la literatura occidental llegó de la mano de los Clásicos ilustrados. También leía Archie, El tío Gilito y Cosmo} el alegre marciano. Pero mis favoritos eran los de Superman y Batman, sobre todo cuando aparecían en el World’s Finest Cómics, donde formaban equipo una vez al mes.
Las primeras historias que recuerdo haber terminado las escribí en hojas arrancadas de los cuadernos del colegio. Eran cuentos de miedo sobre un cazador de monstruos, y se las vendía a los niños del vecindario a un centavo la página. La primera aventura ocupaba una página, y con ella gané un centavo. La segunda tenía dos, y la vendí por dos centavos. En el acuerdo de venta se incluía una lectura dramatizada; yo era el mejor lector del vecindario, y mis aullidos de hombre lobo se cotizaban mucho. La última aventura de la serie del cazador de monstruos tenía cinco páginas y la vendí por cinco centavos: el precio de un Milky Way, mi chocolatina favorita. Recuerdo que en aquel momento pensé que había llegado a la cumbre de la gloria: escribir un cuento y comprar un Milky Way. La vida me sonreía…
Hasta que mi mejor cliente empezó a tener pesadillas y le contó a su madre lo de mis cuentos de monstruos. Su madre fue a hablar con la mía, que a su vez habló con mi padre, y se acabó lo que se daba. Pasé de los monstruos a los astronautas (Jarn de Marte y su pandilla; más adelante entraré en detalles) y dejé de enseñar mis cuentos a los demás.
Pero seguí leyendo cómics. Los guardaba en una estantería hecha con una caja de naranjas, y con el tiempo, mi colección creció hasta llenar los dos estantes. A los diez años leí mi primera novela de ciencia ficción y empecé a comprar ediciones de bolsillo. Fue toda una carga para mi situación económica. A los once años, al borde de la bancarrota, llegué a una conclusión trascendental: ya era «demasiado mayor» para leer cómics. Para los críos estaban bien, pero yo era casi un adolescente. Así que vacié mi caja de naranjas, y mi madre regaló todos mis cómics al hospital de Bayonne para que los niños enfermos tuvieran algo que leer.
(Malditos niños enfermos, ¡devolvedme mis cómics!).
Mi fase de demasiado-mayor-para-leer-cómics duró cosa de un año. Cada vez que entraba en el kiosco de Kelly Parkway para comprar un Ace Double, allí estaban los nuevos cómics, ante mis narices. No podía evitar ver las tapas, y algunas parecían tan interesantes… Había historias nuevas, héroes nuevos, editoriales nuevas…
El primer número de la Liga de la Justicia hizo añicos todo un año de madurez.
Siempre me había gustado el World’s Finest Comics, donde Superman y Batman formaban equipo, pero es que en la Liga se reunían todos los héroes importantes del universo DC. En la cubierta de aquel primer número aparecía Flash jugando al ajedrez contra un alienígena de tres ojos. Las piezas tenían la forma de los miembros de la Liga, y cada vez que el alienígena se comía una, el héroe real desaparecía.
Tenía que leerlo.
Antes de que me diera cuenta, la caja de naranjas volvió a llenarse. Por suerte.
De lo contrario, tal vez no habría estado delante del estante de cómics en 1962, cuando tropecé con el cuarto número de un cómic raro que tenía la audacia de calificarse como «el mejor cómic del mundo». No era de DC. Era de una editorial * de mala muerte, conocida por sus cómics de terror que daban más risa que miedo…
Pero iba de un equipo de superhéroes, que era lo que más me gustaba. Lo compré, aunque costaba doce centavos (¡los cómics tenían que costar diez!), y en aquel momento cambió mi vida.
Era el mejor cómic del mundo, sin duda. Stan Lee y Jack Kirby estaban a punto de reinventar el universo de los cómics. Los 4 Fantásticos rompía esquemas.
Sus identidades no eran secretas. Uno era un monstruo (La Cosa, que se convirtió de inmediato en mi favorito) en tiempos en que los héroes tenían que ser guapos. Eran una familia, y no una liga, una sociedad ni un equipo. Y como cualquier familia, se peleaban constantemente. Los héroes DC de la Liga de la Justicia solo se diferenciaban por el uniforme y el color del pelo (vale, Atomo era bajito, el Detective Marciano era verde y la Mujer Maravilla tenía tetas, pero aparte de eso eran todos iguales); en cambio, cada uno de los cuatro fantásticos tenía personalidad propia. La caracterización había llegado a los cómics, y en 1961, aquello fue un descubrimiento y una revolución.
Las primeras palabras mías que aparecieron en letra impresa fueron «Queridos Stan y Jack».
Fue en el número 20 de Los 4 Fantásticos, fechado en agosto de 1963, en la sección de cartas de los lectores. Mis comentarios eran perspicaces, analíticos e inteligentes, y venían a decir que Shakespeare ya podía retirarse porque había llegado Stan Lee. Al final de mis palabras laudatorias, Lee y Kirby pusieron mi nombre y dirección.
No mucho después me llegó una carta en cadena al buzón.
¿Una carta para mí? Aquello sí que era asombroso. El acontecimiento tuvo lugar en el verano entre el primer y el segundo año de instituto, que cursaba en los maristas. Todas las personas que conocía vivían en Bayonne o en Jersey City; es decir, nadie me escribía cartas. Pero me llegó una lista de nombres, y la carta decía que enviara veinticinco centavos al primer nombre de la lista, lo borrara y pusiera el mío al final, y que luego enviara cuatro copias; de aquel modo, en pocas semanas recibiría un total de sesenta y cuatro dólares. Aquello me pagaría los cómics y los Milky Ways durante años, así que pegué con cinta adhesiva una moneda de veinticinco en una cartulina, la metí en un sobre, la envié al primer nombre de la lista y me senté a esperar que me llegaran las ganancias.
No me llegó ni una moneda, demonios.
Pero me llegó una cosa mucho más interesante. Resultó que el primer nombre de la lista era el de un tipo que publicaba un fanzine de historietas y lo vendía a veinticinco centavos. Sin duda confundió mi moneda con un pedido. El fanzine que me envió estaba impreso en violeta desvaído (era, como descubriría más tarde, un ditto: una impresión generada en una multicopista con púrpura de anilina), con textos malos y dibujos peores, pero no me importó. Tenía artículos, editorial, cartas de los lectores, pin-ups y hasta tiras cómicas de aficionados protagonizadas por héroes de los que nunca había oído hablar. Y había también reseñas de otros fanzines, algunos de los cuales parecían muy interesantes. Envié más monedas pegadas a cartulinas y no tardé en encontrarme inmerso en el naciente mundo del fándom del cómic de los sesenta.
Hoy en día, los cómics son un gran negocio. La Comicon de San Diego se ha convertido en una feria gigantesca que atrae a diez veces más visitantes que la WorldCon anual de ciencia ficción. Siguen apareciendo pequeñas editoriales independientes, y el mundo del cómic tiene revistas profesionales y catálogos propios, pero ya no existen auténticos fanzines como los de antaño. Los mercaderes se apoderaron del templo hace tiempo. El colmo de la canallada es que los cómics de la edad dorada se compran y se venden sellados en plástico, con la finalidad de que sus propietarios no puedan leerlos y no se reduzca su valor como objetos de coleccionismo (no sé a quién se le ocurrió semejante idea, pero a ese sí que tendrían que sellarlo en plástico). Y ya nadie los llama tebeos.
Hace cuarenta años, todo era muy distinto. El fándom del cómic estaba en mantillas. Las Comicon estaban empezando (asistí a la primera, en 1964; tuvo lugar en una habitación de Manhattan y la organizó un aficionado llamado Len Wein, quien más adelante dirigiría tanto DC como Marvel y crearía el personaje de Lobezno), y había cientos de fanzines. Unos cuantos, como Alter Ego, los publicaban adultos que tenían su trabajo, su vida y su esposa; pero la mayoría los escribían, dibujaban y editaban chavales de mi edad. Los mejores, los más profesionales, se imprimían en ófset o en linotipia, pero eran los menos. Los de segunda categoría eran los mimeografiados, como casi todos los fanzines de ciencia ficción de la época. Pero la mayoría se hacían con dittos, hectógrafos o xerografía. The Rocket’s Blast, que a la larga se convertiría en uno de los fanzines más importantes del fándom del cómic, en sus comienzos se reproducía en papel carbón, que da una idea del tiraje que tenía.
En casi todos los fanzines había un par de páginas de anuncios en las que los lectores ofrecían números atrasados o solicitaban los que querían comprar. En uno de esos anuncios vi que un tipo de Arlington (Tejas) vendía el número 28 de The Brave and theBold, el número en el que se presentaba la Liga. Envié la correspondiente moneda de veinticinco centavos pegada con cinta adhesiva, y el tipo de Tejas me mandó el cómic acompañado por una cartulina en la que había un guerrero bárbaro bastante bien dibujado. Así comenzó mi larga amistad con Howard Waldrop. ¿Cuánto hace de eso? Bueno, digamos que John F. Kennedy viajaría a Dallas poco después.
Mi relación con aquel mundo extraño y maravilloso no se limitó a la lectura de fanzines. Ya había salido en Los 4 Fantásticos, así que no supuso una gran dificultad conseguir que las revistas de aficionados me publicaran cartas. No tardé mucho en ver mi nombre impreso por doquier. Lee y Kirby publicaron más cartas mías. Poco a poco me deslicé por la pendiente que llevaba de las cartas a los artículos cortos, hasta llegar a tener una columna fija en un fanzine llamado The Comic World News, en la que sugería cómo podrían «salvarse» las historietas que no me gustaban. También hice dibujos para el mismo fanzine, pese al pequeño inconveniente que suponía no saber dibujar. Hasta conseguí una cubierta: un dibujo de la Antorcha Humana escribiendo el nombre del fanzine con letras de fuego. La Antorcha era una forma vagamente humana rodeada de llamas, así que resultaba más fácil de plasmar que los personajes que tenían nariz, boca, dedos, músculos y esas cosas.
Cuando cursé el primer año de instituto, en los maristas, todavía quería ser astronauta. Y no un astronauta cualquiera, sino el primero en pisar la Luna. Aún recuerdo el día en que uno de los curas nos preguntó qué queríamos ser de mayores, y la clase entera se desternilló con mi respuesta. En tercero, otro cura nos puso como tarea investigar la profesión que habíamos elegido, y yo indagué sobre los escritores de ficción (y así descubrí que un escritor ganaba 1200 dólares de media al año vendiendo cuentos, lo que me resultó casi tan deprimente como las carcajadas de dos años antes). En el intervalo había encontrado algo que me había impactado profundamente, una cosa que cambió mis sueños de manera definitiva. Esa cosa fue el fándom del cómic. En mi segundo y mi tercer año con los maristas empecé a escribir relatos para fanzines.
Tenía una máquina de escribir vieja que había encontrado en el desván de mi tía Gladys, y pasé tanto tiempo haciendo el tonto con ella que me convertí en un as escribiendo con un dedo. La mitad negra de la cinta bicolor estaba tan gastada que el texto casi no se leía, pero yo lo compensaba aporreando las teclas con tanta fuerza que las letras quedaban grabadas en el papel. La parte interior de las es y las os solía caerse y dejaba un agujero. En comparación, la mitad roja de la cinta estaba relativamente nueva, así que utilizaba el rojo para dar énfasis, ya que nunca había oído hablar de las cursivas. Tampoco sabía nada de márgenes, doble espacio ni papel carbón.
Mis primeras historias las protagonizaba un superhéroe que había llegado a la Tierra desde el espacio exterior, como Superman. Pero, a diferencia de este, mi personaje no tenía un supercuerpo. De hecho, no tenía cuerpo. Era un cerebro metido en una pecera. Ya, no es el concepto más original del mundo. Los cerebros que vivían en tarros eran el pan de cada día tanto en la ciencia ficción como en los cómics, aunque por lo general desempeñaban el papel de villanos. El hecho de que mi cerebro metido en un tarro fuera el bueno de la historia me parecía una vuelta de tuerca genial.
Mi héroe, claro está, tenía un cuerpo robótico que se ponía para combatir el crimen. De hecho, tenía un montón de cuerpos robóticos. Algunos tenían propulsores que le permitían volar; otros, orugas de tanque para rodar, y otros, piernas articuladas para caminar. Tenía brazos acabados en dedos, brazos acabados en tentáculos, brazos acabados en aterradoras pinzas de metal y brazos acabados en pistolas de rayos. Mi cerebro del espacio exterior usaba un cuerpo diferente en cada historia, y si el villano se lo machacaba, siempre tenía otros de repuesto en su nave espacial.
Lo llamé Garizan, el Guerrero Mecánico.
Escribí tres historias sobre Garizan; todas muy cortas, pero completas. Hasta hice los dibujos. Un cerebro en una pecera es casi tan fácil de dibujar como una silueta en llamas.
A la hora de enviar las historias de Garizan, elegí uno de los fanzines menos importantes del momento; supuse que sería más probable que me las aceptaran. Acerté. El editor se lanzó sobre ellas dando saltos de alegría. Tampoco piensen que fue un triunfo tan exagerado: muchos fanzines de los primeros tiempos tenían una necesidad crónica y desesperada de material con el que llenar sus páginas de color violeta y aceptaban publicar cualquier cosa que tuvieran la suerte de recibir, incluso unas historias protagonizadas por un cerebro metido en una pecera. Yo me moría por ver impresos mis relatos.
Por desgracia, el fanzine y su editor no tardaron en desaparecer sin publicar ni una mísera historia de Garizan. No me devolvió los manuscritos y, como yo aún no dominaba los secretos del papel carbón, no tenía copias.
Cualquiera habría pensado que aquello me desalentaría, pero, en realidad, el mero hecho de que me aceptaran las historias había obrado tales maravillas en mi confianza que ni siquiera me afectó su desaparición. Volví a la máquina de escribir y me inventé un nuevo héroe. Este se llamaba Manta Raya, y era un justiciero enmascarado nocturno, un aspirante a Batman que combatía el crimen con un látigo. En la primera aventura lo enfrenté a un villano llamado el Verdugo que tenía una pistola que disparaba diminutas hojas de guillotina en vez de balas.
«Contra el Verdugo» me salió mucho mejor que ninguna historia de Garizan, así que cuando terminé me subí el listón y lo mandé a un fanzine de más calidad. Ymir, editado por Johnny Chambers, era una de tantas publicaciones de aficionados del área de la Bahía de San Francisco, un semillero del naciente fándom del cómic.
Chambers aceptó mi relato… y más aún, ¡lo publicó! El cuento apareció en el número 2 de Ymir, en febrero de 1965: nueve páginas de superheroísmo en glorioso violeta. Don Fowler, uno de los dibujantes amateur más destacados de entonces (en realidad, era el seudónimo de Buddy Saunders), aportó al número una impresionante portada en la que se veía al Verdugo disparando miniguillotinas contra Manta Raya, y también añadió unas bonitas ilustraciones para adornar el relato. Los dibujos de Fowler eran tan descaradamente superiores a nada que pudiera hacer yo que, en aquel momento, decidí abandonar mis patéticos intentos de dibujar y centrarme en la prosa o, como se llamaban en los primeros tiempos del fándom del cómic, las historias de texto, para distinguirlas de las historietas de verdad, las ilustradas, mucho más populares entre mis amigos fans.
Manta Raya regresó con un segundo relato, tan largo (unas veinte páginas a un espacio) que Chambers decidió publicarlo en dos partes. La primera mitad de «La isla de la muerte» apareció en el número 5 de Ymir, y terminaba con un «Continuará». Pero no continuó. Ymir no volvió a publicarse, y la segunda mitad de la segunda aventura de Manta Raya siguió el mismo camino que las tres historias perdidas de Garizan.
Entretanto, yo me había subido aún más el listón. El fanzine más prestigioso de aquellos primeros tiempos del fándom del cómic era Alter Ego, pero estaba dedicado casi por completo a artículos, críticas y entrevistas. Para publicar relatos e historietas de aficionados lo mejor era Star-Studded Comics, editado por tres aficionados téjanos llamados Larry Herndon, Buddy Saunders y Floward Keltner, que se hacían llamar «el Trío de Tejas».
Star-Studded Comics apareció en 1963 luciendo una cubierta impresa a todo color que era una auténtica maravilla comparada con las de la mayoría de fanzines de la época. Las páginas de los tres primeros números estaban reproducidas en el habitual violeta desvaído del ditto, pero en el cuarto, el Trío de Tejas se pasó al ófset para el contenido, lo que convirtió Star-Studded Comics en el fanzine más vistoso de la época con diferencia. Al igual que Marvel y DC, el Trío tenía su propio catálogo de superhéroes fijos: Powerman, el Defensor, el Cambiante, el Doctor Destino, el Ojo, el Gato Humano, el Hombre Astral y otros. Don Fowler, Grass Green, Biljo White, Ronn Foss y otros grandes dibujantes aficionados colaboraban con ellos, y Howard Waldrop les escribía relatos (Waldrop era una especie de cuarto miembro del Trío de Tejas, que era más o menos como ser el quinto Beatle). Dentro del fándom del cómic de 1964, Star-Studded Comics era lo más.
Yo quería formar parte de aquello, y tenía una idea increíblemente original: los cerebros metidos en tarros como Garizan y los justicieros enmascarados como Manta Raya estaban muy vistos, pero a nadie se le había ocurrido poner a un héroe sobre esquíes. (En mi vida había esquiado, y sigo sin haber esquiado). Un bastón de mi héroe era un lanzallamas, mientras que el otro hacía doble servicio como metralleta. En vez de enfrentarlo a un estúpido supervillano cualquiera, lo puse a luchar contra comunistas para darle más «realismo». Pero lo mejor de mi relato era el final, en el que el Salteador Blanco sufría un destino trágico y sobrecogedor. Estaba seguro de que aquello haría que el Trío de Tejas reparara en mí.
Titulé el relato «La extraña saga del Salteador Blanco» y se la envié a Larry Herndon. Además de ser un tercio de la augusta tríada editorial de Star-Studded Comics, Herndon había sido una de las primeras personas con las que había mantenido correspondencia después de entrar en el mundo de los aficionados al cómic. Estaba seguro de que mi cuento le gustaría.
Y le gustó…, pero no para Star-Studded Comics. Me explicó que el fanzine estrella del Trío ya tenía cubierto el cupo de personajes. Keltner, Saunders y él no querían añadir más, sino desarrollar los ya creados. Pero a todos les gustaba mi estilo. Les encantaría que escribiera para Star-Studded Comics… siempre que fuera sobre los personajes ya existentes.
Así fue como «La extraña saga del Salteador Blanco» se publicó en Batwing, el fanzine que Larry Herndon editaba en solitario, mientras que yo aparecí en Star-Studded Comics con dos relatos sobre creaciones de Howard Keltner. El primero que se publicó fue un cuento sobre Powerman, «¡Powerman contra la Barrera Azul!», que apareció en el número 7 de Star-Studded Comics, en agosto de 1965, y fue bien recibido. Pero con el que me gané la reputación en el fándom fue con «Solo los niños temen a la oscuridad», mi relato sobre el Doctor Destino, publicado en el número 10 de Star-Studded Comics.
El Doctor Destino era un justiciero místico que luchaba contra espíritus, licántropos y otras amenazas sobrenaturales. Pese a la similitud entre los nombres, tenía poco que ver con el Doctor Extraño de Marvel. Keltner lo había creado inspirándose en un héroe de la edad dorada llamado Mr. Justice. Mi Salteador Blanco no le llegaba ni a la suela de los zapatos al Doctor Destino, pues este moría hacia la mitad de su primera historia en vez de al final. Era un viajero llegado del futuro que salió de su máquina del tiempo justo en mitad de un atraco, le pegaron un tiro y murió. Pero al morir antes de haber nacido creó un desequilibrio en el cosmos, de modo que tenía que recorrer el mundo desfaciendo entuertos hasta que le llegara la hora de nacer.
No tardé en descubrir mi afinidad con el Doctor Destino. A Keltner le gustó el tratamiento que le di y me animó a escribir más historias, así que cuando se llevó el personaje a su nuevo fanzine le hice un guión titulado «La espada y la araña», que dibujó con gran talento un ilustrador entonces desconocido, Jim Starlin, quien también adaptó a cómic «Solo los niños temen a la oscuridad», pero remarco en que «La espada y la araña» estuvo primero.
Para entonces, los aficionados al cómic habían creado sus propios premios: los Alley. El nombre venía de Alley Oop, «el personaje de cómic más antiguo» (aunque, seguramente, Yellow Kid habría tenido mucho que objetar). Igual que los Hugo, los Alley se otorgaban en dos categorías: Alleys de oro para los profesionales y Alleys de plata para los aficionados. «Solo los niños temen a la oscuridad» fue nominado para el Alley de plata al mejor relato… y, para mi sorpresa y alegría, ganó (de manera un tanto inmerecida, ya que Howard Waldrop y Paul Moslander me daban cien vueltas). Por mi mente pasaron visiones de relucientes trofeos plateados, pero no recibí nada. La organización que los patrocinaba no tardó en desmoronarse, y se acabaron los premios Alley. Pero el reconocimiento dio alas a mi confianza y me animó a seguir escribiendo.
Cuando mis relatos del Doctor Destino aparecieron impresos, mi vida había sufrido algunos cambios radicales. En junio de 1966 terminé mis estudios en los maristas, y en septiembre dejé mi casa por primera vez en la vida y me subí a un autobús con destino a Illinois, a la Escuela Medill de periodismo de la Universidad Northwestern.
La universidad era un mundo nuevo, tan emocionante como aterrador. Me alojé en una residencia para estudiantes de primer año llamada Bobb (mi madre siempre se confundía y pensaba que Bob era el nombre de mi compañero de cuarto), en aquellas extrañas tierras del Medio Oeste donde las noticias llegaban demasiado pronto y nadie sabía preparar una pizza decente. Las clases eran un desafío, y tenía que trabar nuevas amistades, enfrentarme a nuevos cretinos y adquirir nuevos vicios (los naipes en primero de carrera, la cerveza en tercero…).
Y en las aulas había… chicas. Seguía comprando cómics cuando encontraba, pero pronto empecé a saltarme números, y mi interacción con el fándom cayó en picado. Tenía tantas cosas nuevas que asimilar que no tenía tiempo ni para escribir. Durante el primer año solo terminé un relato: un cuento de ciencia ficción pura titulado «El entrenador y el ordenador», que se publicó en el primer (y único) número de un ignoto fanzine llamado In Depth.
Me licencié en periodismo, pero también hice cursos de historia. En segundo me inscribí en Historia de Escandinavia porque me pareció que estaría muy bien estudiar a los vikingos. El profesor Franklin D. Scott era un docente entusiasta que invitaba a los alumnos a su casa para que probaran comida escandinava y glug (un vino especiado en el que flotaban pasas y frutos secos). Leímos sagas nórdicas, eddas islandeses y poemas del poeta patriota finlandés Johan Ludvig Runeberg.
Me encantaron las sagas y los eddas, que me recordaban a Tolkien y a Howard, y me impresionó enormemente el poema Sveaborg de Runeberg, un emocionante lamento por la gran fortaleza de Helsinki, la Gibraltar del Norte, que se rindió de manera inexplicable durante la guerra de 1808 entre Rusia y Suecia. Cuando llegó el momento de escribir el trabajo, elegí como tema Sveaborg. Y entonces se me ocurrió una idea. Le pregunté al profesor Scott si me permitiría entregar un relato sobre Sveaborg en lugar de un trabajo convencional. Para mi satisfacción, le pareció bien.
Saqué un sobresaliente gracias a «La fortaleza». Y más aún: al profesor Scott le gustó tanto el cuento que lo envió a The American-Scandinavian Review por si lo querían publicar.
La primera carta de rechazo que recibí en mi vida no me la envió Damon Knight, ni Frederik Pohl, ni John Wood Campbell hijo, sino Erik J. Friis, director editorial de The American-Scandinavian Review, que lamentaba «mucho» tener que devolverme «La fortaleza». «Es un muy buen artículo —me escribió en una carta fechada el 14 de junio de 1968—, pero, por desgracia, demasiado largo para nuestra publicación».
Pocas veces habrá habido un escritor más emocionado por una carta de rechazo. Un editor de verdad había leído un cuento mío y le había gustado lo suficiente para enviarme una carta personal en vez de la típica nota estándar. Sentí como si se abriera una puerta. Aquel otoño, cuando volví a Northwestern para el tercer año, me matriculé en escritura creativa… y me encontré rodeado de aspirantes a poetas modernos que escribían verso libre y poemas en prosa. A mí me gustaba la poesía, pero no la de aquel tipo. No tenía ni idea de qué decir sobre las obras de mis compañeros, y ellos no sabían qué decir de mis cuentos. Soñaba con vender relatos a Analog y a Galaxy, incluso a Playboy, mientras que mis compañeros aspiraban a colocar un poema en TriQuarterly, la prestigiosa revista literaria de Northwestern.
Con poca frecuencia, algún compañero presentaba un relato corto: estudios de personajes sin trama; muchos, en presente; algunos, en segunda persona; de cuando en cuando, uno que no aprovechaba las ventajas de las mayúsculas. (Para ser justos, hubo excepciones. Recuerdo una: un escalofriante cuento corto de terror que tenía lugar en unos antiguos grandes almacenes, escrito en un tono casi lovecraftiano. Aquel relato fue el que más me gustó de todos los que leí durante el curso; al resto de la clase le pareció espantoso, claro).
Pese a todo, completé cuatro relatos cortos (y cero poemas) en el curso de escritura creativa. «El factor de seguridad añadida» y «El héroe» eran cuentos de ciencia ficción. «Y la muerte, su legado» y «Protector» seguían las corrientes literarias convencionales, pero tenían un toque político (corría 1968, y se palpaba la revolución); el primero surgió a partir de un personaje que había ideado cuando estaba en los maristas, en mi época de entusiasmo por James Bond (Ursula Andress no tenía nada que ver con ese entusiasmo, por supuesto que no, ni tampoco las escenas de sexo que salían en las novelas; lo negaré tantas veces como haga falta). Maximilian de Laurier debía ser un «asesino elegante» que iría por el mundo matando a dictadores perversos en parajes exóticos. Su arma era una pipa que le servía también como cerbatana.
Cuando llegué a plasmarlo en papel, del personaje solo quedaba el nombre. Mis tendencias políticas habían cambiado, y el asesinato ya no me parecía tan atractivo después de 1968. Nunca vendí ese cuento, pero pueden leerlo aquí, solo treinta y cinco años después de que lo escribiera.
Al resto de la clase le gustaron más las historias de argumento convencional, aunque tampoco mucho más que las de ciencia ficción. El profe, un joven modernillo que conducía un Porsche antiguo y usaba chaquetas de pana con parches de cuero en los codos, se mostró igual de frío. Pero también pensaba que lo de las notas era una gilipollez, así que acabé el curso con buenas calificaciones y cuatro cuentos terminados.
A mis compañeros no les habían gustado mis relatos, pero seguía albergando la esperanza de que le interesaran a algún editor. Los enviaría, y a ver qué pasaba. Conocía el procedimiento: localizar las direcciones en Writers Market, poner una cinta nueva en la Smith-Corona, teclear un manuscrito en limpio y a doble espacio, enviarlo con una breve carta de presentación y un sobre franqueado con mi dirección para que me lo devolvieran si no lo querían, y esperar. No era tan difícil.
A finales del tercer año en Northwestern empecé a enviar los cuatro cuentos de las clases de escritura creativa. Cuando una revista me devolvía uno, lo enviaba a otra el mismo día. Empecé por las que pagaban mejor y de ahí fui bajando, tal como recomendaban en todas las publicaciones para escritores. Y prometí solemnemente que no me rendiría jamás.
Menos mal. «El factor de seguridad añadida» cosechó él solito treinta y siete rechazos antes de que me quedara sin revistas a las que enviarlo. Nueve años después, cuando ya vivía en Iowa y daba clases en vez de que me las dieran, un colega llamado George Guthridge leyó el cuento y me dijo que tenía una idea para arreglarlo. Con mi bendición, Guthridge reescribió «El factor de seguridad añadida», lo transformó en «Nave de guerra» y lo envió firmado por los dos. «Nave de guerra» cosechó cinco rechazos más antes de tocar puerto en F&SF. Esos cuarenta y dos rechazos siguen siendo mi récord personal, y no tengo ningún interés en batirlo.
El resto de relatos también fueron acumulando rechazos, aunque a un ritmo menor. Pronto me di cuenta de que la mayoría de las revistas no compartían el entusiasmo de The American-Scandinavian Review por los cuentos ambientados en la guerra entre Rusia y Suecia de 1808, y «La fortaleza» volvió al cajón. Revisé «Protector» y le cambié el título por «Los protectores», pero no sirvió de nada. En cuanto a «El héroe», volvió de Playboy y de Analog, fue a Galaxy…
… y desapareció. En la segunda parte les contaré qué fue de él. Mientras, si se atreven, echen un vistazo a mis primeros trabajos.