Era primavera, pero ese año no se nos metió en el cuerpo.
Íbamos a pasar a octavo y estaba al caer el tener que escoger nueva escuela y nuevas asignaturas. Cómo demonios lo haríamos teniendo a Pierre Anthon recordándonos que las cosas carecían de sentido, era algo de lo que no teníamos ni idea. Nos diseminaríamos a los cuatro vientos y perderíamos la conexión con el significado que primero hallamos y más tarde perdimos sin saber del todo adonde había ido a parar.
Casi como para hacernos creer que no estábamos en primavera, continuábamos sufriendo los crudos efectos invernales. Nieve tardía que caía y se fundía, volvía a caer y volvía a fundirse. Todavía nevó una última vez y se fundió pero más rápido. Los erantis y las campanillas blancas se escondían, todavía cerradas y heladas, bajo la nieve, y cuando la última capa desapareció del todo, se abrieron entre las pocas hebras de hierba que habían sobrevivido al invierno en Tæring, anunciando lo nuevo y la primavera.
Los de 7° A no percibimos ni lo nuevo ni la primavera.
¿Qué significado tenía la primavera si pronto llegaría el otoño y todo lo que brotaba se marchitaría? ¿Cómo podíamos sentirnos dichosos ante el renacer de las hayas y el regreso de los estorninos, o ante la creciente altura del sol en el cielo por cada día que pasaba? Pronto daría todo la vuelta y seguiría el rumbo opuesto hasta la oscuridad de los días y el frío, sin una flor ni hojas en los árboles. La primavera sólo nos recordaba que pronto desapareceríamos nosotros también.
Cada vez que levantaba un brazo era un aviso de que pronto bajaría y el gesto quedaría en nada. Cada vez que sonreía y reía me acosaba el pensamiento de cuántas veces lo haría con esa misma boca, esos mismos ojos, hasta que un día ya no se abrirían más, y entonces otros llorarían y reirían hasta ser también ellos enterrados bajo tierra. Sólo el paso de los planetas por el cielo parecía ser eterno, y ni eso, porque una mañana Pierre Anthon explicó a grito pelado que el universo se comprimía hasta que un día llegaría al colapso total, un Big Bang a la inversa. Todo quedaría tan reducido y apretado que sería como nada. Ni siquiera los planetas resistían ser sometidos a tamaños razonamientos. Y así era con todo. No existía nada que resistiera.
Resistir. Persistir. Todas las cosas, ninguna, nada.
Andábamos por ahí como si no existiéramos.
Los días se parecían. Y aunque durante toda la semana esperábamos el fin de semana, éste siempre nos decepcionaba y ya era lunes de nuevo; y todo volvía a empezar; y eso era la vida y nada más. Empezamos a entender lo que Pierre Anthon intentaba decirnos. Y también por qué los adultos tenían ese aspecto. Aunque hubiéramos jurado que nunca nos pareceríamos a ellos, había ocurrido. Y ni siquiera habíamos cumplido los quince.
Trece. Catorce. Adultos. Muertos.
Sólo Sofie seguía respondiendo a Pierre Anthon cuando pasábamos por delante de Tæringvei, 25 y del retorcido ciruelo.
—¡Esto es el futuro! —gritó Pierre Anthon de nuevo y manoteó como si nos mostrara que todo estaba ya hecho y no quedaba nada para nosotros que no fuera Tæring y la falta de sentido.
Los demás agachábamos la cabeza. Sofie no.
—El futuro es aquello en lo que lo convertimos —gritó como respuesta.
—Monsergas —chilló Pierre Anthon—. ¡No hay nada que pueda convertirse en algo! Porque nada importa.
—¡Existen cantidad de cosas que importan! —Sofie, rabiosa, le tiró una mano de piedras pequeñas. Algunas le dieron pero no lo suficientemente fuerte como para hacerlo desistir—. Ven a la serrería y verás las cosas que tienen significado.
Me di cuenta de que Sofie creía de verdad lo que estaba diciendo.
Para ella el montón de significado era el significado. O quizá sea más correcto decir que para ella significaba algo que para nosotros ya no.
—¡Vuestros cachivaches no significan nada! De otra manera la prensa mundial se habría quedado y, gente de todo el mundo peregrinaría a Tæring para hacerse con un poco de vuestro significado.
—¡No quieres ver el montón de significado porque no te atreves! —gritó Sofie lo más alto que pudo.
—¡Si vuestro montón de basura tuviera el más mínimo significado, no sería yo el que no quisiera reconocerlo! —dijo Pierre Anthon condescendiente y añadió, sosegado, casi compasivo—: Pero no lo tiene porque de otra manera no lo habríais vendido, ¿verdad?
Por primera vez desde aquello de la inocencia, vi lágrimas en los ojos de Sofie.
Se las secó con el puño, tan rápido que yo más tarde dudé de si lo que había visto era real. A eso último ella no le respondió. Y desde aquel día Sofie daba un rodeo para llegar a la escuela.
Faltaba sólo una semana para el 8 de abril.
Faltaba sólo una semana para que el museo empaquetara, precintara y se llevara el montón de significado.
Faltaba una semana para que Pierre Anthon se quedara para siempre con la verdad.
Los demás, tácitamente, nos habíamos dado por vencidos, pero, aun así, sería insoportable que Sofie se rindiera. Y eso era lo que estaba a punto de ocurrir. Al menos era lo que yo creía. Pero Sofie no se rindió. Sofie perdió el juicio.