XVIII

No sé lo que hubiera pasado si Jan-Johan no se hubiera chivado. Sucedió que la policía fue a la serrería antes de que tuviéramos ocasión de llevar a Pierre Anthon allí.

Seguíamos allí cuando llegó. Todos.

Lo que luego dijeron por escrito a nuestros padres fue que, además de veinte impasibles alumnos de séptimo, encontraron un maloliente montón con un contenido singular y macabro; entre otras cosas había un perro decapitado, un ataúd de niño, posiblemente con contenido (en consideración a que constituía una prueba no quisieron abrirlo), un dedo sangrante, una figura de Jesús víctima del vandalismo, una Dannebrog, una serpiente sumergida en formol, una alfombra de rezos, un par de muletas, un telescopio, una bicicleta amarillo neón, etcétera.

Fue el «etcétera» lo que nos ofendió. Como si se pudiera reducir el significado a un «etcétera».

Etcétera. Y más cosas. Y otras cosas que no hace falta nombrar, al menos por ahora.

No tuvimos posibilidad de protestar porque el escándalo que se formó fue de abrigo.

Que faltaran pocos días para la Navidad nadie lo consideró una atenuante.

A la mayoría de nosotros nos impusieron arresto domiciliario, algunos recibieron una paliza, y Hussain ingresó de nuevo en urgencias y allí se encontró con Jan-Johan. En eso, al menos, tuvieron suerte porque pudieron compartir habitación y hablar allí y quedarse en cama. Yo sólo podía, desde la cama, mirar la pared y la alfombra rayada, desde el momento en que la policía me acompañó a casa y le entregó una carta a mi madre, el sábado por la tarde, hasta que el lunes tuve permiso para ir a la escuela bajo la orden de que al terminar debía ir directamente a casa. Y eso era sólo el principio.

En la escuela nos dieron un rapapolvo más.

Pero nosotros estábamos obcecados y no nos dábamos por vencidos. Es decir, casi: algunos lloraron y pidieron perdón. El roña de Henrik sollozó y dijo que todo fue culpa nuestra, y que él no quiso participar en nada. Ni siquiera en lo de la serpiente en formol.

—Perdón, perdón —gritaba el piadoso Kai al rato. Era para ponerse mala oyéndolo y Ole, al final, se vio obligado a pellizcarle fuerte en el muslo.

—Lo siento, no lo haré nunca más —chilló Frederik, y aun estando sentado estiró tanto la espalda que pareció que estaba de pie. En todo caso, hasta que Maiken atinó a clavarle la punta de un compás en el costado.

Sofie trasladaba su mirada de desprecio de un renegado a otro. Y se comportaba con absoluta calma. Cuando el profesor Eskildsen, tras reprendernos sin interrupción durante treinta y ocho minutos, golpeó su mesa diciendo que qué provecho habíamos sacado de todo eso, fue ella la que respondió.

—Significado. —Asintió como para sí misma—. Vosotros no nos habéis enseñado nada. Así que lo hemos aprendido solos.

Sofie fue enviada de inmediato al despacho del subdirector.

Las malas lenguas contaban que en el despacho del subdirector ella sólo repitió la misma palabra, a pesar de que éste le impuso un castigo y la amonestó tan fuerte que pudo oírse desde el patio de la escuela.

Cuando Sofie volvió a entrar en la clase, tenía una luz extraña en los ojos. La contemplé largo rato. Aparte de un ligero sonrojo en las mejillas en la región cercana a la raíz del pelo, su rostro reflejaba palidez e impasibilidad, quizá con una pizca de frialdad pero también con el rescoldo de una viva llama. Sin saber a ciencia cierta el qué, presentía que esa llama interna estaba vinculada al significado. Decidí no olvidarlo pasara lo que pasara. Aunque esa llama ardiendo no fuera algo que pudiera depositarse en el montón, y aunque yo, de una u otra manera, tampoco pudiera referírsela a Pierre Anthon.

En el recreo pateamos por todo el patio mientras discutíamos qué haríamos.

Hacía frío y los guantes y los gorros calentaban poco rato; el asfalto del patio estaba cubierto por una ligera capa de aguanieve que nos dejaba las botas mojadas y asquerosas. Pero no nos quedaba otra; formaba parte de nuestro castigo eso de tener que pasar los minutos de recreo afuera.

Algunos eran más partidarios de que contáramos toda la historia y dejáramos claro que Pierre Anthon tenía la culpa de todo y después devolviéramos las cosas a su lugar de origen.

—Así quizá me den permiso para izar la bandera de nuevo —dijo Frederik esperanzado.

—Y yo pueda volver a la iglesia —disparó el piadoso Kai.

—Quizá sea esto lo mejor —parecía que Sebastian se alegraba con la idea de poder ir a pescar otra vez.

—No —estalló Anna-Li sorprendiéndonos una vez más—. Todo lo que hemos hecho perdería el significado.

—¡Y a mí nadie me devuelve a Oscarito, verdad! —añadió Gerda disgustada y tenía razón. Oscarito había sucumbido a la primera helada la noche del 3 de diciembre.

—¡Pobrecita Cenicienta! —suspiró Elise pensando que quizá hubiera muerto sin provecho alguno.

Yo no dije nada. Era invierno y en esa estación del año mis sandalias verdes no me servían de nada. La mayoría de nosotros todavía estábamos unidos. Y Sofie tuvo absoluto respaldo cuando escupió en el asfalto delante de las botas del piadoso Kai.

—¡Gallinas! —gruñó—. ¿Tan fácilmente os dais por vencidos?

Frederik y el piadoso Kai rascaban el asfalto con los talones de las botas. Sebastian se encogió.

—Hay tanto escándalo, además hemos hecho algo indebido —se lanzó Frederik cauteloso.

—¿Acaso no se trata de significado lo que tenemos en la serrería? —Miró a Frederik a los ojos hasta que él bajó la mirada asintiendo—. ¡Si renunciamos al significado, no nos queda nada!

¡Nada! ¡Ninguna cosa! ¡Nada en absoluto!

—¿Estamos de acuerdo? —Paseó la mirada por nosotros con la llama en su rostro ardiendo más que nunca—. ¿No es el significado más importante que todo lo demás?

—Por supuesto —dijo Ole, y aprovechó la ocasión para propinarle a Frederik un fuerte empellón que casi lo tira al suelo.

Los demás asentimos murmurando: claro, por supuesto y naturalmente y no podía ser de otra manera. Porque así era.

—Queda un problema por resolver —continuó Sofie—. ¿Cómo conseguir mostrarle el montón de significado a Pierre Anthon?

No tuvo necesidad de explicar lo que estaba pensando. La policía había bloqueado la serrería y el montón de significado como pruebas del caso. Y todos estábamos sujetos a arresto domiciliario.

Tocó el timbre, la única posibilidad de seguir discutiendo el tema era en las próximas pausas de un cuarto de hora.

Sofie halló la solución a la primera parte del problema.

—Con un poco de suerte podremos burlar el cerco policial —dijo—. La serrería tiene una ventana en el techo del desván, justo en el lateral opuesto a la calle y a la entrada. La policía no monta guardia en ese lado. Si conseguimos una escalera, podremos encaramarnos y entrar por ahí.

Con el arresto domiciliario era peor. A pocos les apetecía provocar a sus enojados padres precisamente ahora.

—Quizá podríamos pedirle a Pierre Anthon que acuda solo a la serrería y lo vea todo —propuso Richard.

—Nunca lo conseguiríamos —dijo Maiken—. Creería que intentamos burlarnos de él.

Yo tuve una idea.

—¿Y si Tæring Martes publicara una historia sobre nosotros y el montón? Seguro que él sentiría curiosidad y se acercaría a verlo.

—¿Pero cómo conseguimos que el periódico hable de nosotros? —dijo Ole. La policía mantenía en secreto lo de la serrería precisamente por nuestros nombres y edad.

—Llamamos al periódico fingiendo ser ciudadanos escandalizados que han sabido de esa profanada figura de Jesús, etcétera. —Yo misma me reí de la ocurrencia.

—¡No digas eso de etcétera! —gritó Gerda pensando seguramente en Oscarito allí tieso en su jaula en lo alto del montón.

—¡No seré yo quien llame!

—¿Pues quién entonces?

Nos miramos unos a otros. No entendía por qué todos acabaron mirándome a mí, eso me ocurría por no mantener la boca cerrada.

—Boca cerrada. Callada. No decir.

Podría haberme tragado la lengua.

Esa tarde no estuve a solas en casa ni un solo instante. Sin embargo al tercer día se me presentó la ocasión: mi hermano fue a jugar fútbol y mi madre tenía que salir a comprar. Tan pronto como mi madre se alejó en su bicicleta cogí el teléfono de la cocina y marqué el número.

Tæring Martes —dijo una chillona voz de mujer.

—Quiero hablar con el redactor jefe —dije, más porque no sabía por quién preguntar que otra cosa. Hablaba con un jersey encima del auricular. Pero no valió.

—¿A quién tengo que anunciar? —preguntó la voz femenina demasiado curiosa.

—Hedda Huid Hansen.

Fue el único nombre que me vino a la mente, aunque enseguida me arrepentí porque la idea era que la llamada fuera anónima. Pero se trataba del nombre de la esposa del pastor y no del mío, así que no tenía por qué preocuparme. Y al menos me pondrían, como mínimo, con el redactor jefe.

—Soborg —dijo él con profunda voz rugiente.

La voz me tranquilizó. Sonaba rara y amistosa como la de mi abuelo, así que fui a por todas.

—Le habla Hedda Huid Hansen. Sí, querría que tratara usted el tema confidencialmente, pero creo que hay algo de lo que su periódico tendría que encargarse. —Tomé una profunda bocanada de aire como si estuviera conmocionada—. Sí, usted habrá oído algo referente a los terribles sucesos ocurridos en la iglesia y entornos estos últimos días. Primero el cementerio fue arrasado y dos lápidas robadas, después nuestro Jesús crucificado fue robado de la iglesia, incluso siendo domingo. —Aspiré otra vez produciendo un sonido sibilante—. De lo que estoy segura es de que usted no ha oído que estas joyas nacionales acaban de ser halladas. Junto a un pequeño ataúd que quizá contenga algo y a una serpiente en formol, a una bicicleta amarillo neón y —entonces bajé la voz— a un perro decapitado, a un hámster muerto, a un dedo índice ensangrentado y cantidad de cosas más. Ah, y también a un par de sandalias verdes.

No pude evitar añadir esto último, aunque en verdad no fue inteligente. Por fortuna el redactor jefe no lo asoció con nada en especial.

—Eso es horrible.

—Sí, horripilante, ¿cierto? En la serrería en desuso. Y se dice que existe un grupo de niños que han sido los que han reunido todos esos, sí, cómo llamarlos, objetos, porque se dedicaban a juntar significado. Sí, realmente aquello de la serrería debe de ser algo parecido a ¡un montón de significado! —y arrastré el aire entre los dientes así que silbó otra vez.

El redactor jefe repitió que eso era, en verdad, una historia horrible, pero después dijo que en esos días con la Navidad a la vuelta de la esquina no podía prescindir de personal. Aunque nada más colgar se aseguró de que la serrería en desuso de la que hablaba Hedda Huid Hansen estaba en Tæring Markvei, totalmente en un extremo de la ciudad.

Creo que el redactor jefe pensó que toda esa historia era un embuste, pero tenía la esperanza de haberle provocado la suficiente curiosidad para que pusiera a un periodista a investigar. Para más seguridad llamé a Sofie. Quizá valiera la pena estar al tanto de si se acercaba alguien a la serrería.

Se celebró la fiesta de Navidad en la escuela (en la que se nos prohibió participar) y llegó la noche anterior a la Nochebuena (ahí empezaron nuestros padres a ablandarse), y llegó Nochebuena (con alivio constatamos que no nos habían hecho menos regalos que a nuestros formalitos hermanos y hermanas, o que en años anteriores). Pero la auténtica Navidad no llegó hasta el día anterior a la Nochevieja, cuando pudo leerse en Tæring Martes que los demonios habían hallado el camino a Tæring.

Esos demonios éramos nosotros.

La página tres contenía una detallada descripción del montón de significado.

Debido a la prohibición de revelar la identidad de los autores no se daban nuestros nombres, sólo ponía que se sospechaba de uno de los cursos superiores de la Escuela Tæring. Nos sentimos no poco halagados, y eso a pesar de que Pierre Anthon todavía no se había personado por las cercanías de la serrería. Tan pronto como empezó la escuela el 4 de enero, nos paseamos por el patio con la espalda bien erguida y dándonos aires de importancia para que a los de la otra clase de séptimo y a los cursos por debajo del nuestro no les cupiera la menor duda de que estábamos en posesión de algo que ellos no sabían. También los hubo, y muchos, que intentaron tirarnos de la lengua, pero lo único que les decíamos era que habíamos hallado el significado.

Fue Sofie la que nos instruía. Debíamos responder con la palabra significado y nada más y eso hicimos.

—¡Hemos hallado el significado!

Era también lo que respondíamos a los profesores y a nuestros padres y a la policía y a todos los que nos preguntaban por qué una y otra vez.

Y fue también lo que respondimos a los grandes periódicos cuando aparecieron.