Empleamos el viernes por la tarde para poner orden en la serrería.
Era el 14 de diciembre. No faltaba mucho para la Navidad, pero no pensábamos en ella. Teníamos cosas más importantes que hacer.
Hacía cuatro meses que pasábamos el tiempo en la serrería en desuso y se notaba. El serrín se había mezclado con tierra, envoltorios de chucherías y otras tantas porquerías. El suelo de cemento agrietado había perdido su uniformidad para formar ondulaciones y montículos entre los pedazos de tablones que habíamos esparcido por doquier para jugar a la-tierra-está-envenenada y para sentarnos en ellos. Las arañas parecían no haber interrumpido su actividad a causa de nuestra presencia. Al contrario, era como si hubiéramos favorecido sus posibilidades de captura; todas las esquinas y rincones estaban repletos de ellas. Los cristales de las ventanas, los que quedaban enteros, estaban si cabe más sucios que cuando llegamos.
Tras pelearnos un poco por quién haría qué, nos pusimos manos a la obra.
Frederik y el piadoso Kai recogieron los envoltorios de chucherías. Sebastian, Ole y el gran Hans trasladaron los tablones adonde estaba el resto. Y Maiken, Elise y Gerda treparon por doquier y sacudieron las telarañas. Lady Guillermo, Laura, Anna-Li y el roña de Henrik quitaron toda la suciedad que pudieron de los cristales, y Dennis arrancó los restos de cristales rotos, agrietados cuartos y mitades, para que no impidieran la vista. Rikke-Ursula y yo misma nos turnábamos para rastrillar el serrín y dejarlo dispuesto en una uniforme capa a rayas, con un rastrillo que nos prestó Sofie. Al final la serrería quedó muy bonita.
Una cosa con la que no pudimos hacer nada fue el hedor que había empezado a despedir el montón de significado.
Hedor nada agradable. Desagradable. Repulsivo.
Olor en parte debido a los bienes que la finada Cenicienta había legado a Jesús y a la cruz, y en parte a las moscas que zumbaban alrededor tanto de su cabeza como de su cuerpo. Otro olor todavía más nauseabundo fluía del ataúd del pequeño Emil.
El hedor me hizo recordar algo que Pierre Anthon había gritado unos días antes.
—¡Un olor nauseabundo es tan aceptable como un buen olor! —Ya no le quedaban ciruelas para tirar, así que para acompañar sus palabras golpeaba con la palma de la mano en la rama donde estaba sentado—. Es a podrido a lo que huele. Y cuando algo se descompone se está convirtiendo en algo nuevo. Y lo nuevo que se crea huele bien. Por eso no hay diferencia entre algo que huele bien y algo que huele mal, los dos forman parte del eterno carrusel.
Yo no le di respuesta, tampoco Rikke-Ursula y Maiken que iban conmigo. Sólo nos encogimos un poco y nos apresurarnos hacia la escuela sin comentar lo que acabábamos de oír.
Ahora me hallaba en la ordenada serrería tapándome la nariz y supe de pronto que Pierre Anthon tenía razón: algo que olía bien pronto se convertiría en algo que despediría un olor nauseabundo. Y algo que olía mal iba en camino de convertirse en algo que olería bien. Pero también sabía que yo prefería algo que olía bien a algo que olía mal. ¡Lo que no sabía era cómo explicárselo!
Era hora de darle un final al significado.
¡Hora ya! ¡La hora final! ¡El último momento!
Ya no era tan divertido como antes.
En todo caso no para Jan-Johan.
Ya el viernes empezó a lamentarse mientras limpiábamos sin que sirviera de nada que Ole lo mandara callar.
—Me chivaré —respondió Jan-Johan.
Entonces se hizo el silencio.
—No te chivarás —dijo Sofie con frialdad, pero él no se dejó impresionar.
—Me chivaré —repitió—. ¡Me chivaré! ¡Me chivaré! ¡Me chivaré! —repetía como una canción sin melodía.
Jan-Johan quería chivarse diciendo que la historia que habíamos inventado para que explicara a sus padres era pura mentira. Que no era verdad ni mucho menos que él hubiera hallado el desaparecido cuchillo de su padre y que se hubiera cortado el dedo al arrancarlo de la madera donde estaba clavado.
Era insoportable escuchar esos continuos lamentos, así que Ole dijo gritando que se callara o le caerían un par de tortas. Ni eso le hizo efecto. Y Ole tuvo que atizarle un par de ellas, pero eso sólo transformó los lamentos en un agudo aullido que no cesó hasta que Richard y Dennis sujetaron a Ole diciendo que ya era suficiente. Entonces mandamos a Jan-Johan a casa con el encargo de que volviera al día siguiente a la una.
—¡Si no apareces te daremos una paliza! —le gritó Ole.
—No —dijo Sofie meneando la cabeza—. Si no apareces, te cortaremos la mano entera.
Nos miramos. Nadie tuvo duda alguna de que Sofie lo decía en serio. Ni tampoco Jan-Johan. Agachó la cabeza y salió corriendo a todo gas de la serrería.
El sábado, cuando faltaban cinco minutos para la una, apareció Jan-Johan.
Esa vez no corría sino que caminaba lentamente, casi tambaleándose, hacia la serrería. Lo sé porque Ole y yo estábamos esperándole afuera tiritando, azotados por un viento helado y con las manos en los bolsillos. Preparados para ir a por él si no venía por su propia voluntad.
Jan-Johan empezó a lamentarse nada más vernos. Yo recordé el empecinado silencio de Sofie esa vez de la pérdida de su inocencia, y ella le dijo que guardara silencio y se calmara. ¡Vaya llorica estás hecho!
¡Llorica! ¡Gallina! ¡Janne-Johanne!
No sirvió de nada.
Y los lamentos de Jan-Johan empeoraron cuando entramos en la nave de la serrería y vio el cuchillo clavado en el tablón encima del banco de serrar donde había que guillotinar el dedo. Fue lady Guillermo la que nos proporcionó esta magnífica palabra que expresaba lo que iba a acontecer. A Jan-Johan le importaba un pimiento la palabra. Aullaba a viva voz y ridículamente y era imposible entender esos sonidos que no llegaban a ser palabras claras. Pero entendimos una de ellas:
—Mamá, mamá —chillaba.
Se tiró al serrín y rodó con las manos apretadas entre las piernas y todavía no habíamos empezado.
Era lastimoso.
¡Llorica! ¡Gallina! ¡Janne-Johanne!
Peor que lastimoso, porque él era el líder de la clase y sabía tocar la guitarra y cantar las canciones de los Beatles; pero en un tris tras se había convertido en una chillona bola lactante a la que apetecía chutar.
Uno de los Jan-Johan se había transformado en otro, y a nosotros nos gustaba el primero. Pensé entonces que quizá fuera ese otro el que Sofie había visto esa tarde de su inocencia, con la diferencia de que esa vez era él el que estaba situado encima, y entonces un escalofrío me recorrió el cuerpo tan sólo con la idea de cuántas personas diferentes puede haber en una sola persona.
Poderoso y miserable. Distinguido y basto. Valiente y cobarde.
Era imposible tener todo eso bajo control.
—Es la una —dijo Sofie interrumpiendo mis pensamientos, lo que tal vez me salvó porque ya no estaba segura de qué derroteros tomarían éstos.
Jan-Johan lanzó un prolongado aullido quejoso y rodó por el serrín sin miramiento alguno por el dibujo a rayas del rastrillado de Rikke-Ursula y mío.
—Elise, Rosa y Fréderik, idos afuera y ocupaos de que no se acerque alguien lo bastante para que pueda oír algo —dijo Sofie con sangre fría.
La puerta se cerró tras salir los tres; Sofie se volvió hacia Ole y el gran Hans.
—Ahora os toca a vosotros.
Jan-Johan se levantó de un salto y se agarró a un pilar rodeándolo con los brazos. Ole y el gran Hans tuvieron que forcejear un rato antes de que pudieran despegar sus brazos. Cuando consiguieron separarlo, Richard y el piadoso Kai tuvieron que echarles una mano para conseguir arrastrarlo debido a lo mucho que se retorcía.
—Mirad, se está haciendo pis —irrumpió Richard de repente, y era verdad.
Gerda se rió entre dientes. Los demás miramos con asco ese irregular y oscuro reguero que quedaba en el serrín.
Aunque al fin consiguieron tumbarlo en el banco de serrar, no se le podía mantener quieto. El gran Hans tuvo que echarse encima de su barriga. Funcionó, pero todavía apretaba los puños negándose rotundamente a abrir la mano, y eso a pesar de los argumentos físicos que le propinaban tanto Ole como el gran Hans.
—Si no quieres poner el dedo en el banco, tendré que cortártelo en la posición en que lo tienes —dijo Sofie tranquilamente.
Había algo de horrible en esa tranquilidad. Aun así nos la contagió a todos. Lo que iba a acontecer era un sacrificio necesario en la lucha por el significado. Todos debían poner de su parte. Cada uno de nosotros habíamos aportado algo. Ahora le tocaba a Jan-Johan.
No era tan malo.
Cuando Jan-Johan todavía bramaba a grito pelado, Hussain levantó su brazo que acababa de liberarse del yeso y dijo:
—No hay de qué tener miedo. Sólo se trata de un dedo.
—Sí, nadie muere de eso —dijo el gran Hans desde encima de su barriga y le obligó a abrir la mano derecha.
—Y si no hiciera daño —añadió Anna-Li calmada—, no significaría nada.
El cuchillo penetraba en el dedo chirriando tan horriblemente que me arrancó un jadeo. Miré las sandalias verdes y aspiré profundamente. Durante un segundo se hizo un silencio total. Después Jan-Johan chilló tan fuerte que nunca antes había oído algo similar. Me tapé los oídos y aun así resultaba insoportable.
Cuatro veces tuvo Sofie que apretar el cuchillo; era muy difícil acertar con él revolviéndose de aquel modo. La tercera y la cuarta vez miré. A pesar de todo era interesante ver cómo el dedo se convertía en una hilacha y un muñón. Después todo se cubrió de sangre; fue acertado haber mandado afuera a la guapa Rosa porque hubo mucha sangre.
Había durado una eternidad y acabó en seco.
Sofie se incorporó despacio, secó el cuchillo con una mano de serrín y lo clavó en la madera donde había estado. Las manos se las secó en el pantalón tejano.
—Ya está —dijo y se volvió para recoger el dedo.
Lady Guillermo y Maiken le hicieron un vendaje provisional a la mano, el piadoso Kai acercó la carretilla de los periódicos y cuando a Jan-Johan le fallaron las piernas, el gran Hans lo trasladó afuera y lo subió a la carretilla.
Jan-Johan sollozaba tanto que casi no podía tomar aire para respirar y había aparecido una gran mancha marrón y maloliente por detrás de sus pantalones.
—¡Recuerda que tú eres el siguiente que escogerá! —gritó Ole para animarlo un poco, aunque no hubiera un siguiente.
A menos que se pensara en Pierre Anthon.
El piadoso Kai puso en marcha la bicicleta y la carretilla de los periódicos triscaba ágil detrás, alejándose del lugar con el sollozante Jan-Johan.