Del piadoso Kai no esperábamos mucho, pero nos dejó a todos con la boca abierta: quería la cabeza de Cenicienta.
Resultaba rarísimo.
Principalmente porque Cenicienta no pertenecía a ninguno de nosotros.
Ciertamente tal vez significaba más para Elise, pero ella ya había entregado el ataúd de su hermanito. Sólo faltaban la guapa Rosa y Jan-Johan, y ¿por qué razón entregar la cabeza de la perra iba a significar más para uno de ellos dos que para los demás?
El piadoso Kai insistía.
—Acaba ya con eso, Kai —dijo Ole.
—La cabeza de Cenicienta —exigió él.
—Sé serio, Kai —dijo Elise.
—La cabeza de Cenicienta —exigió otra vez el piadoso Kai.
—Haz una propuesta admisible —dijo Maiken.
—La cabeza de Cenicienta —continuó exigiendo el piadoso Kai, inflexible dijéramos lo que dijéramos.
En realidad sabíamos muy bien el porqué.
Desde que Jesús fue arrastrado al montón de significado, y de eso hacía cinco días, Cenicienta había usado la cruz de madera como su váter personal, tanto para lo menor como para lo mayor. Jesús crucificado había perdido ya buena parte de su divinidad con sus dos piernas rotas, pero ahora con la continúa actividad de la perra pronto no quedaría mucha esperanza de recuperarla. ¡Pero aun así!
Al final le dijimos al piadoso Kai que escogiera algo que tuviera un especial significado para la guapa Rosa o para Jan-Johan.
—Vale —dijo—. Entonces que la guapa Rosa le corte el cuello a Cenicienta.
Ahí nos pilló a todos. La guapa Rosa no soportaba ver sangre y por eso la acción adquiría un especial significado para ella. No se hable más.
Esa vez lloraron dos.
La bella Rosa lloró y suplicó piedad diciendo que era incapaz de hacerlo, que se desmayaría a la mitad y quizá tendría un ataque epiléptico, tendría que ir a emergencias y no sería ya nunca más la misma. Elise lloró como nunca lo había hecho sobre la tumba de su hermanito.
No nos apiadamos de ninguna de las dos.
Por un lado, la bella Rosa debía calmarse. La cabeza de Cenicienta era un sacrificio sustancialmente menor que el que muchos de nosotros tuvimos que hacer. Por otro lado, todos habíamos sospechado que Elise no había hecho un gran sacrificio, y que en realidad se había alegrado de que se desenterrara el ataúd de su hermano. El piadoso Kai obtuvo dos sacrificios con una sola oración.
El padre de Jan-Johan era carnicero y tenía la tienda en la misma casa donde vivía la familia. Y después de un par de intentos fallidos logró zafarse con un largo cuchillo de cortar carne recién afilado, se lo trajo a la serrería y lo clavó en uno de los pilares donde esperaba reluciente a que la guapa Rosa se concentrara. Fue más rápido de lo que habíamos imaginado.
Cuando salimos de la serrería esa tarde de otoño fría y ventosa, Cenicienta había finado y su cabeza nos miraba colérica desde encima de todo el montón, mientras su cuerpo seguía encaramado al ataúd del pequeño Emil, ahora más rojo que blanco y desconchado.
Blanco. Rosado. Rojo como muerto.
A la guapa Rosa se la había visto extrañamente impasible durante todo el día en la escuela. Más tarde afirmó que estuvo a punto de desmayarse, que había sido peor que repugnante y que había apagado la luz de la serrería para no ver la sangre.
Eso de apagar la luz tal vez había sido bastante buena idea, porque al ver ella el ataúd con la sangre y el cuerpo de Cenicienta sin cabeza, se desplomó sin previo aviso. El gran Hans y Ole la trasladaron al otro extremo de la serrería y colocaron algunos tablones de madera delante para que impidieran la visión del ataúd y Cenicienta. A ella no se atrevieron a tumbarla afuera por si pasaba alguien en ese momento.
Jan-Johan miró el cuchillo que volvía a estar clavado en el pilar, ahora totalmente oscuro de sangre seca.
—¡Quién hubiera creído que vivía una matarife dentro de la guapa Rosa! —irrumpió éste carcajeándose.
Quizá no se habría reído tanto si hubiera sabido cuál iba a ser la contribución de la guapa Rosa.