XI

Qué fuerte, cómo se quedaron de atónitos los demás cuando vieron el ataúd con Cenicienta, la perra de Sorensen, encima.

Los seis que habíamos estado en el cementerio por la noche nos sentíamos soñolientos durante las clases del día siguiente, pero no andábamos cabizbajos. ¡Al contrario! La historia era susurrada al de al lado, y al otro y al otro, hasta que el profesor Eskildsen enfureció y dijo que ahora quería silencio. El silencio duró un momento hasta que al rato el secreteo empezó de nuevo y el profesor tuvo que imponerse.

Pasó una eternidad antes de acabarse la última clase y poder salir pitando cada uno por su calle hasta la serrería en desuso. Como contrapartida, el heroísmo y los sucesos de la noche en el cementerio fueron cosa de nunca acabar, se agrandaron más y más y, a medida que se repetía la historia, cada vez era noche más oscura y todo más siniestro.

Durante los días siguientes, y fueron muchos, no había persona en la ciudad que no hablara del vandalismo acaecido en el cementerio.

Dos lápidas habían sido robadas, alguien había pisoteado la sepultura de Emil Jensen y Cenicienta, la perra de Sorensen, había desaparecido. De esto último no se quejaba nadie, porque había sido, sin embargo, un escándalo que una vieja perra bastarda merodeara por el cementerio meándose en las sepulturas y abandonando cosas peores por ahí, sin que se supiera exactamente dónde.

Nadie sospechó de nosotros.

Bien es verdad que mi madre me preguntó de dónde había salido la gravilla y la tierra de encima de la alfombra de mi habitación. Pero yo dije simplemente que había estado jugando con Sofie en el descampado de detrás de su casa y que al llegar a casa me olvidé de quitarme las botas. Y mi madre me echó una reprimenda, pero nada en comparación con lo que hubiera podido ser si se hubiera enterado de lo que estuve haciendo.

Fue Cenicienta la que nos creó las mayores dificultades.

Se negaba a separarse demasiados minutos seguidos del ataúd del pequeñito Emil, que ella pensaba que seguro contenía los restos de Sorensen. Bajo ningún pretexto podíamos pensar en sacarla a plena luz del día. Si alguien nos hubiera visto con ella fácilmente habría concebido sospechas y nos hubiera relacionado con los hechos del cementerio. Sofie, que era, de todos nosotros, la que vivía más cerca, no podía sacarla después del anochecer. No tenía permiso para andar por ahí a esas horas y además sus padres opinaban que ya pasaba demasiado tiempo en la serrería en desuso. Fue Elise la que encontró la solución.

Era como si Elise empezara a querer un poco más a su hermanito muerto después de que el ataúd hubiera pasado a estar bajo nuestra custodia. Y quizá porque la perra montaba guardia junto a él, Elise la quería mucho. Sea como fuere, Elise se ofreció para sacarla cada noche y dar un paseo con ella para que se aireara un poco. Estábamos a mitad de septiembre y oscurecía a eso de las ocho y media, así que le daba tiempo a hacerlo y estar en casa antes de la hora de acostarse. De todas maneras a sus padres no parecía preocuparles que estuviera fuera hasta tarde, según dijo ella, y pareció no saber si eso le agradaba o le disgustaba.

—Hay otra cosa —añadió Elise.

La miramos expectantes. Con el nerviosismo del cementerio, nos habíamos olvidado de que le tocaba a Elise decidir qué otra cosa iría a parar al montón de significado.

—¡El pelo de Rikke-Ursula!

Yo miré a Rikke-Ursula que de inmediato alzó una mano hasta las trenzas azules y ahora abría la boca, signo de una protesta que ya sabía que sería inútil.

—¡Yo llevo tijeras! —gritó Hussain carcajeándose.

Sacó una navaja, la mantuvo en el aire y sacó las tijeras.

—Se las cortaré yo —dijo Elise.

—Yo también quiero, son mis tijeras —dijo Hussain y se pusieron de acuerdo en cortar la mitad de trenzas cada uno.

Azul. Más azul. Azulísimo.

Rikke-Ursula estaba totalmente quieta sin producir el mínimo ruido mientras le cortaban el pelo, pero las lágrimas rodaban por sus mejillas y era como si el azul de su pelo quedara reflejado en sus labios, que se mordió hasta hacerlos sangrar.

Miré hacia otra parte para no echarme a llorar yo también.

Cortarle el pelo a Rikke-Ursula era peor que cortárselo a Sansón. Sin pelo ella ya no sería Rikke-Ursula con sus seis trenzas azules, y eso significaba que desde entonces dejaría de ser ella. Y pensé que quizá precisamente por eso las seis trenzas azules eran parte de lo que importaba, pero no me atreví a pronunciarlo en alto. Tampoco por lo bajo. Porque ella era mi amiga, a pesar de que no fuera esa Rikke-Ursula que llevaba seis trenzas azules y fuera alguien tan especial y tan ella misma.

Primero Elise le cortó una trenza. Después Hussein le cortó otra. Tuvieron que forcejear porque las tijeras eran malas y su pelo era tupido. Tardaron veinte minutos en cortarle las seis. Después Rikke-Ursula parecía una persona de esas que andan extraviadas y deberían estar encerradas en un manicomio.

Las trenzas cortadas se colocaron bellamente apiñadas encima del montón de significado.

Azul. Más azul. Azulísimo.

Rikke-Ursula miró mucho rato sus trenzas.

Ya no resbalaban lágrimas por sus mejillas. En su lugar sus ojos brillaban de rabia. Se volvió tranquilamente hacia Hussain y dijo con voz amistosa y con los dientes un poco apretados:

—Tu alfombra de rezos.