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Yo había puesto el despertador para que sonara a las diez y media, pero no hizo falta. Nunca llegué a conciliar el sueño, me quedé tumbada con los ojos abiertos durante una buena hora y media antes de que llegara la hora de levantarse. Puntualmente, a la que faltaban cinco minutos para las diez y media, salté de la cama, cerré el despertador, me puse los pantalones vaqueros y un jersey. Enfundé los pies en mis katiuskas y agarré la linterna que había dejado preparada sobre la mesa. La televisión del salón se oía muy baja. Por suerte nuestra casa estaba en la planta baja. Sin esfuerzo pude descolgarme por la ventana de mi dormitorio, poner un libro entre las dos hojas de la ventana para que no se cerrara y ya iba de camino hacia allí.

Hacía más frío del que yo pensaba.

Me estaba quedando helada sólo con mi liviano jersey y tuve que sacudirme en los brazos para mantener el calor del cuerpo. Había valorado quedarme en casa.

Pero ¿de qué habría servido habiendo advertido Ole que si alguien no acudía a la cita en casa de Richard, los demás se volverían a sus casas y ese alguien tendría que apañárselas para hacer el trabajo solo la noche siguiente? La idea de hallarme a solas en el cementerio por la noche era suficiente para que arrancara a correr. Y eso me fue bien también para quitarme el frío.

Faltaban sólo diez minutos para las once cuando llegué al cobertizo de las bicicletas de Richard. Jan-Johan y el piadoso Kai ya estaban allí. Elise no tardó en aparecer, seguida de Richard, que surgió de la puerta trasera de la cocina. A las once en punto llegó Ole.

—Vayámonos —dijo él cuando se hubo asegurado de que todo estaba en orden: dos palas, las linternas y la carretilla de los periódicos del piadoso Kai.

Ninguno de nosotros abrió la boca mientras nos escurríamos por las calles, camino del cementerio.

La ciudad también guardaba silencio.

Nunca había demasiada vida por las noches en Tæring y aún menos tarde por la noche un martes corriente. Caminábamos pegados a los setos de la calle de Richard, giramos hacia abajo por la calle donde Sebastian y Laura vivían, pasamos corriendo por delante de la panadería y tomamos el sendero de detrás de la casa de Rikke-Ursula, que vivía en la calle principal, para llegar a la cuesta del cementerio sin habernos cruzado más que con dos gatos en celo que Ole ahuyentó de una patada.

La cuesta del cementerio era empinada y el sendero entre las tumbas era de gravilla. Tuvimos que dejar el carrito de los periódicos al lado del portón de hierro forjado. Al piadoso Kai no le hizo ninguna gracia, pero Ole le juró que le pegaría si salía con más majaderías.

Las calles resultaban lívidas y bastante lúgubres bajo la amarillenta luz de las farolas. Grandes abetos escondían el cementerio del camino y lo protegían suficientemente de miradas curiosas, eso por si pasaba alguien, pero también impedían que penetrara la luz de las farolas que ya empezábamos a echar en falta. No había más luz que la que daba la media luna y la pequeña lámpara romboidal de la entrada de la iglesia. Además, por supuesto, de los débiles focos de nuestras dos linternas penetrando la oscuridad.

Oscuro. Más oscuro. Temiblemente oscuro.

Nunca me había gustado estar en el cementerio. Y a esa hora era del todo insoportable. Aunque nos deslizábamos con sumo cuidado, la gravilla crujía estridente bajo nuestras pisadas. Conté para mis adentros una y otra vez hasta cien, primero en progresión ascendente y luego descendente y vuelta a empezar, y así una y otra vez.

Cincuenta y dos, cincuenta y tres, cincuenta y cuatro…

Estuvimos tanteando en la oscuridad hasta que Elise encontró la dirección correcta y pudo conducirnos a la tumba de su hermanito. Setenta y siete, setenta y ocho, setenta y nueve… Aquí estaba: 3-1-1990/21-2-1992, Emil Jensen, nuestro amado hijo y hermanito, ponía en la lápida.

Miré a Elise y me atreví a apostar que ella no estuvo de acuerdo en eso del hermanito. Aunque yo podía muy bien darme cuenta de por qué debía ir a parar al montón. A pesar de todo un hermanito era algo especial. A pesar de no haber sido del todo amado.

La lápida era de mármol, blanca de verdad y bella, con dos palomas en la parte superior y flores rojas y amarillas plantadas al pie. Estuve a punto de echarme a llorar y tuve que mirar el cielo, las estrellas y la media luna, y pensar en lo que Pierre Anthon había dicho por la mañana: que la Luna daba la vuelta alrededor de la Tierra en 28 días, mientras la Tierra tardaba un año en dar la vuelta alrededor del Sol.

Eso me hizo contener las lágrimas, pero no me atreví ya a mirar más la lápida y las palomas. Ahora Ole nos mandaba a Elise y a mí, a cada una en una dirección para montar guardia. Las linternas se las quedó él. Los muchachos las necesitaban para ver dónde cavaban, dijo, y tuvimos que encontrar el camino entre las tumbas y la iglesia sólo con la luz de la luna, bajo la cual todo tenía un aspecto fantasmal y casi azulado. Elise montó guardia en la entrada trasera, al otro lado de la iglesia, no muy lejos de la casa del cura, muy alejada de donde yo estaba. Conversar era por supuesto imposible. Ni siquiera podíamos tranquilizarnos la una con la presencia de la otra.

Intenté concentrarme en estudiar la iglesia que era áspera y blanca y con una puerta tallada en madera clara; y muy arriba, vidrieras de colores que a esa hora de la noche eran más negras que otra cosa. Al mismo tiempo me puse a contar. Uno, dos, tres.

Me llegaba un extraño ruido sordo de la tumba a mis espaldas, cada vez que la pala daba en la tierra. Golpe seco seguido de un silbido cuando la tierra se deslizaba pala abajo. Golpe, silbido, golpe, silbido. Al principio los palazos eran seguidos, luego sonó un restallido, los muchachos habían golpeado en el ataúd y ahora procedían a ir despacio. Yo sabía que ahora paleaban alrededor del ataúd para sacar la menor cantidad de tierra posible. Ese pensamiento me produjo un escalofrío que me recorrió la espalda. Tirité y no quise pensar más en ello. Y en lugar de eso miré los abetos y me puse a contarlos.

Había dieciocho grandes y siete pequeños y recorrían el sendero que iba desde la calle hasta arriba, en la iglesia. Las ramas se agitaron levemente con un viento que yo no podía percibir. Me hallaba, claro, al abrigo de los muros del cementerio. Di dos diminutos pasos al frente, uno al lado y dos hacia atrás. Y vuelta a empezar, esa vez hacia el otro lado. Y de nuevo, componiendo en mi mente una pequeña danza. Uno, dos al lado. Uno, dos, hacia atrás. Uno, dos, al lado…

Me paré bruscamente.

Había oído algo. Como pasos en la gravilla. Miré fijamente hacia el sendero pero no pude ver nada. Si tuviera la linterna ahora. Lo oí otra vez.

Krrruuunchh.

Venían del final del sendero, de abajo, cerca de la puerta. De inmediato sentí un incontenible deseo de mear, y estaba a punto de salir corriendo hacia los muchachos cuando recordé lo que Ole me había dicho. Y además sabía que me daría una si salía corriendo. Tomé una profunda bocanada de aire, junté las manos y proferí un aullido grave soplando en la raja entre los dos pulgares y dentro del hueco de la mano.

—Uuuuuuh —sonó despacio.

La gravilla crujió otra vez y yo puse todas mis fuerzas en otros: «Uuuuuh. Uuuuuh.»

Y Ole ya estaba a mi lado.

—¿Qué ocurre? —susurró.

Yo estaba tan asustada que no acertaba a pronunciar palabra; levanté el brazo y señalé al sendero.

—Ven —dijo Ole, y dado que yo tenía tanto miedo a no obedecerlo como a ese o eso que producía el ruido crepitante, lo seguí hasta detrás de los troncos de abeto donde la oscuridad era más densa.

Dimos unos pasos y nos detuvimos. Ole oteaba. Yo me quedé detrás de él sin poder ver nada. Pero estaba claro que tampoco había nada que ver porque Ole continuó avanzando sigilosamente. Nos movíamos muy despacio para no hacer ningún ruido. Mi corazón latía y los latidos resonaban en mis oídos y sentí que pasaban horas mientras andábamos entre los troncos de abetos.

De golpe Ole apartó las ramas a un lado y pasó al sendero.

—Ja —se rió y yo miré avergonzada por encima de sus hombros.

Era Cenicienta, la vieja perra de Sorensen, que después de la muerte de su dueño se negaba a vivir en otro lugar que no fuera en su tumba. La perra había sentido curiosidad por el ruido de la pala y subía la cuesta pausada y yertamente arrastrando sus patas aquejadas de reuma. Por fortuna no le dio por ladrar. Sólo nos miró con interés y husmeó mis piernas. Le acaricié la cabeza y volví a mi puesto.

Poco después fue Ole el que silbó.

Habían terminado el trabajo de cavar y el pequeño yacía encima de la gravilla con un aspecto terriblemente triste y solitario, pero no había tiempo para pensar en eso porque acababa de surgir otro problema. Los muchachos habían devuelto al hoyo toda la tierra que habían sacado y a pesar de ello sólo habían quedado cubiertas las tres cuartas partes del mismo.

Una ley física que no habíamos aprendido: cuando un cuerpo se desentierra, el nivel de tierra del lugar que ocupaba disminuirá proporcionalmente al volumen del susodicho cuerpo.

Toda persona que se acercara a la sepultura del pequeño Emil Jensen podría darse cuenta de que el pequeñito ya no yacía allí. Fue entonces cuando Elise se echó a llorar desconsoladamente y sin parar, a pesar de que Ole le dijera que callase.

Nos quedamos helados y sin saber qué hacer. Entonces se me ocurrió que podíamos hacer rodar algunas lápidas de las otras sepulturas y echarlas al hoyo para después cubrirlas con tierra. El enterrador las echaría en falta pero nunca descubriría que estaban en la sepultura de Emil Jensen. Eso si acertábamos a colocar todas las flores tal y como estaban cuando llegamos.

Nos costó un buen tiempo y fue más que agotador despegar dos lápidas y hacerlas rodar hasta la sepultura del pequeño Emil Jensen. Principalmente porque no nos atrevimos a coger las que estaban cerca, por si alguien, a pesar de todo, se daba cuenta de que se había removido la tierra no hacía mucho. Pero al final las tiramos al hoyo y con cantidad de tierra encima, y la gravilla también, y luego las flores, que habían sufrido un poco de desgaste durante el proceso, pero que a pesar de los pesares, después de sacudirlas un poco con la escoba de Ole quedaron en un estado pasable.

Dieron las doce en el reloj del Ayuntamiento exactamente cuando terminamos y nos dábamos la vuelta para mirar el ataúd.

Me quedé de una pieza e, incluso en la oscuridad, pude ver la cara pálida de los muchachos. El reloj del Ayuntamiento lanzaba un tañido profundo y hueco, y cada campanada rugía como un grito fantasmal sobre las sepulturas.

¡Gooom! ¡Gooom! ¡Gooom!

Ninguno de nosotros se movió.

No me atrevía ni a mirar ni a cerrar los ojos y fijé la mirada en Jan-Johan como si fuera la única imagen que le permitiera captar a mi retina. No conté las campanadas, pero pareció que eran mucho más de doce. Después de lo interminable que se hizo la última campanada, el silencio nos cubrió de nuevo.

Nos miramos nerviosos los unos a los otros, después Jan-Johan carraspeó y señaló el ataúd.

—Prosigamos —dijo y me percaté de lo hábil que había sido evitando pronunciar la palabra ataúd.

El ataúd debió de haber sido muy bonito, completamente blanco cuando introdujeron en él al hermanito de Elise. Ahora lo blanco estaba hinchado de forma repulsiva y se resquebrajaba y no quedaba ni rastro de lo bonito que había sido. Un gusano se arrastraba por un poco de tierra pegada a una esquina de la caja y el piadoso Kai se negó a cogerla antes de que Ole lo hubiera sacudido. Luego la alzaron entre los cuatro: Ole y el piadoso Kai por un lado, Richard y Jan-Johan por el otro. Elise, que dejó de llorar cuando el reloj daba las doce, iba delante alumbrando con una de las linternas y yo detrás con la otra.

El ataúd era más pesado de lo que habían creído los chicos y éstos resoplaban y sudaban, pero Ole no los quería dejar descansar antes de haber bajado hasta la calle. A mí no me pareció mal. Yo no veía ninguna razón para permanecer en el cementerio más de lo estrictamente necesario.

Tras de mí crujía la gravilla.

Cenicienta, la perra de Sorensen, renqueaba lenta detrás nuestro como si fuera la única con pena de todo el cortejo. Al principio nos resultaba muy agradable y nos hacía sentir casi un poco más valientes, pero cuando llegamos a la calle y ya con el ataúd en la carretilla de los periódicos y la perra que continuaba siguiéndonos, nos intranquilizamos un poco.

No era conveniente que mañana por la mañana el enterrador descubriera que además de las dos lápidas, también Cenicienta estaba ausente. Pero por el momento no había nada que hacer. Tan pronto como uno de nosotros volvía al cementerio con ella, daba la vuelta para seguirnos de nuevo. Después de intentarlo cuatro veces nos rendimos y decidimos dejar que nos siguiera hasta que se cansara por sí misma y desistiera. No ocurrió, así que cuando llegamos a la serrería e hicimos girar el código del candado para abrir la puerta, fue ella la primera que se coló dentro.

Yo encendí la luz y los muchachos avanzaron hacia dentro con el ataúd en brazos. A la luz del intenso neón éste dejo de ser tan horripilante. Se trata sólo de un niño muerto con madera a su alrededor, pensé, y miré el ataúd más pausadamente, ahora al pie del montón porque era muy pesado para subirlo arriba de todo.

Estábamos demasiado cansados para preocuparnos por Cenicienta y por esa razón dejamos a la perra ser eso, perra; suspiramos, cerramos y volvimos aprisa a la ciudad. Al final de mi calle me despedí y me apresuré a llegar a casa con más coraje del que llevaba al salir.

El libro seguía estando entre las dos hojas de la ventana; entré y me metí en la cama sin despertar a nadie de la casa.