Henrik era un auténtico tío pelota.
Exigió los guantes de boxeo de Ole. Lo único que esto tenía de gracioso era que Ole les tenía bastante aprecio a sus guantes de boxeo, y que al ser rojos hacían juego con la bandera danesa.
Como contrapartida, Ole reflexionó durante ocho días antes de expresar su petición.
Si no hubiera sido porque era Ole y si su ocurrencia no hubiera sido tan grandiosa, nos hubiéramos enojado todos con él. Porque mientras él pensaba empezó a hacerse sentir de nuevo el griterío de Pierre Anthon subido al ciruelo.
—Se va a la escuela para después tener trabajo, y se trabaja para tener tiempo para no hacer nada. ¿Por qué entonces no hacer nada desde el principio? —chilló y nos escupió un hueso de ciruela.
Fue como si el montón de significado se encogiera y perdiera un poco de su significado, y eso era del todo insoportable.
—Espera y verás —grité lo más fuerte que pude y al instante tuve que saltar a un lado para esquivar una ciruela escurridiza que pasó silbando.
—No hay nada que esperar —gritó Pierre Anthon, ofensivo—. ¡Y no hay nada que ver! ¡Y cuanto más se espera, por supuesto, menos queda por ver!
Me tapé los oídos con las manos y me apresuré a llegar a la escuela.
Allí tampoco ocurría nada divertido porque los profesores estaban enfadados con nosotros. No cabía la menor duda de que las sospechas por la desaparición de la serpiente sumergida en formol habían recaído en nuestra clase. ¿Cómo podía haber sido Henrik tan tonto de hacerse con ella justo al terminar nuestra clase de biología?
Tendríamos que quedarnos una hora más cada día al terminar las clases hasta que dijéramos dónde estaba. Es decir, todos excepto Henrik, porque su padre estaba seguro de que no podía haber sido él.
¡Henrik tío roña! ¡Pelota! ¡El pelota de Henrik!
Cómo lo maldijimos ansiando que llegara el día en que el montón estuviera acabado y Pierre Anthon lo hubiera visto, para poder revelar la correcta encadenación de los hechos y que el pelota de Henrik tuviera su merecido.
Mientras tanto iba por ahí alardeando.
¡Se pavoneaba, se deleitaba, se escurría!
En todo caso hasta que el gran Hans se encargó de él y le calentó cara y orejas, y él pidió clemencia y la tuvo porque su padre, entretanto, había levantado el castigo.
—El hermanito de Elise —dijo Ole al fin y fue como si una ráfaga de viento barriera la serrería.
Era por la tarde. Estábamos sentados al pie del montón de significado y todos sabíamos lo que implicaban las palabras de Ole. El hermanito de Elise murió con sólo dos años. Y estaba enterrado en la cuesta del cementerio. Lo que Ole había dicho suponía que teníamos que desenterrar el ataúd con el hermanito de Elise dentro, acarrearlo cuesta abajo y llevarlo todo el trayecto hasta la serrería para depositarlo en el montón de significado. También implicaba que debía ocurrir por la noche, al amparo de la oscuridad, si no queríamos ser descubiertos.
Miramos a Elise.
Quizá con la esperanza de que dijera algo que imposibilitara la acción.
No dijo nada. Su hermanito había estado enfermo desde que nació, y, durante todo ese tiempo, sus padres no habían hecho otra cosa que cuidarlo mientras Elise vagabundeaba por ahí, sacaba malas notas y se convertía en una mala compañía. Finalmente tuvo que irse a vivir con sus abuelos hasta que murió su hermanito hacía medio año, y Elise había vuelto con sus padres.
No creo que ella se pusiera realmente triste por la muerte de su hermanito. Tampoco creo que le entristeciera la idea de colocarlo en lo alto del montón de significado. Creo simplemente que Elise tenía más miedo, de sus padres que de todos nosotros y que por eso después de estar callada mucho rato dijo:
—No podemos.
—Por supuesto que sí —dijo Ole.
—No, esas cosas no se pueden hacer —Elise frunció el ceño.
—Da igual que se puedan hacer o no. Lo hacemos y ya está.
—Es una profanación —disparó el piadoso Kai, protestando más que Elise—, vamos a invocar la ira y el castigo de Dios —explicó—. Los muertos deben descansar en paz.
Paz. Más paz. Camposanto de paz.
Las objeciones del piadoso Kai no sirvieron de nada.
—Tenemos que ser seis —dijo Ole infatigable—. Cuatro para cavar por turnos y dos para montar guardia.
Nos miramos unos a otros. Nadie se apuntó voluntario.
—Lo echaremos a suertes —dijo Ole.
Discutimos largo y tendido sobre cómo lo haríamos. Al fin nos pusimos de acuerdo en que lo echaríamos a suertes y que sacaríamos cada uno una carta de la baraja. Los cuatro que sacaran las cartas más altas se encargarían de lo del cementerio. Sí, sólo cuatro, porque por supuesto Ole y Elise eran dos de los seis.
Yo dije que podía muy bien ir corriendo a casa para traer una baraja, pero se estaba haciendo tarde y decidimos hacerlo al día siguiente. Como contrapartida la tumba se abriría la noche del día siguiente. A menos que lloviera.
Siempre me ha gustado jugar a las cartas y siempre he tenido varias barajas. Tan pronto hube cenado, me fui a mi habitación, cerré la puerta y saqué todas mis barajas.
Tenía las clásicas con dibujos en azul y rojo que no iban bien para la ocasión. También tenía las cartas miniatura que tampoco me parecieron las correctas. Ni las que tenían cabezas de caballo por detrás, ni las de payasos, ni las que tenían sotas y reyes que se asemejaban a sultanes árabes. Al final sólo quedaba una baraja. Sin embargo ésa iba bien, porque el reverso de las cartas era negro con un fino borde dorado y casi no las había usado, así que los bordes dorados estaban intactos y relucientes. Sería ésta.
Guardé las demás en su sitio y esparcí las de borde dorado sobre mi escritorio. Examiné cada una de las cartas durante un buen rato. Había algo funesto en ellas. No sólo en sus imágenes, con esa reina parecida a una bruja y el rey con esos ojos perforadores, y no sólo por sus picas excesivamente negras y los tréboles parecidos a garras, sino también por los diamantes azules y rojos y los corazones que más que nada me hacían pensar precisamente en lo que no quería.
Y también empecé a temblar sólo de imaginar que el ataúd del hermanito de Elise iba a ser desenterrado.
Desenterrar. Enterrar. Y montones de algo que yo no quería pensar.
Tenía dos posibilidades.
Apartar un dos de la baraja y metérmelo en el bolsillo y luego apañármelas para cambiarlo por la carta que yo sacara mañana. O marcar una de las cartas del número dos para poder localizarla en el momento de sacarla, sin que los demás lo notaran.
A pesar de no saber cómo marcaría la carta para que los otros no se dieran cuenta, escogí esta segunda opción. Porque si antes de empezar el sorteo le daba a alguien por contar las cartas, me descubrirían al instante. Así que era más seguro marcarla.
Tras largas ponderaciones, rasqué el borde dorado de las cuatro esquinas de un dos de picas. Para más seguridad hice lo mismo con las tres cartas restantes que llevaban el número dos. Con un poco de benevolencia podría parecer desgaste casual. Ahora me encontraba en el lado seguro. No sería yo la que fuera a desenterrar al hermanito de Elise en plena noche.
Al día siguiente reinaba un extraño y quedo desasosiego en la clase.
Nadie hacía bromas, nadie pasaba mensajes ni nadie lanzaba aviones de papel. Ni siquiera en la clase de matemáticas con el sustituto. Y a pesar de ello formamos un terrible barullo; sillas que se balanceaban hacia atrás y hacia delante; pupitres empujados primero a un lado y después al otro; bolígrafos que rascaban el canto de las mesas y lápices que eran mordidos en la punta.
Las clases avanzaban a paso de tortuga y, sin embargo, demasiado aprisa.
La tarde nos ponía de los nervios. A todos, excepto a mí. Yo sonreía tranquila en mi sitio e incluso gané un par de pluses para mi cartilla de notas, era la única que podía concentrarse en responder las preguntas del profesor Eskildsen sobre el tiempo, el viento y el agua en América, tanto del norte como del sur. De vez en cuando, como por azar, deslizaba el dedo por las esquinas de las cartas negras con borde dorado que yacían en la mochila para asegurarme de que seguía notando rasposas cuatro de ellas.
Cuando sonó el timbre tras acabar la última clase, ya teníamos las cosas guardadas en las mochilas, y desaparecimos de tres en tres en diferentes direcciones para encaminarnos a la serrería en desuso. Nos servimos de cuatro rutas diferentes y además salimos a intervalos en grupos pequeños. Los adultos no debían sospechar ni empezar a husmear.
Transcurrieron sólo veinte minutos desde la salida del primer grupo hasta la llegada de los tres del último grupo. Saqué las cartas negras de mi mochila y se las entregué a Jan-Johan. Él las examinó largo rato y yo tuve que desviar la mirada para no descubrirme con la vista demasiado fija en sus manos, por las que pasaban las cartas marcadas. No pude abstenerme de sonreír cuando al fin, satisfecho, se dispuso a barajarlas escrupulosamente.
Después se deshizo de ellas y las depositó en una tabla apoyada entre dos banquetas de serrar.
—Bien —dijo—. Para que no se hagan trampas cojamos, todos, la carta de encima del montón. Dos es el número más bajo, el as es el más alto. Poneos en fila…
Dijo algo más, pero yo ya no lo oí. De pronto fue como si tuviera que mear a mares, me quedé helada y creí que iba a enfermar. ¡Si hubiera escogido la otra solución, ahora tendría un dos en el bolsillo!
Pero ya era irremediable. Tuve que ponerme en la cola detrás de Rikke-Ursula y hacer como si nada.
Todos pateaban nerviosos y daba la impresión de que la cola se movía también estando parada. Sólo Ole y Elise parecían no inmutarse, de pie a nuestro lado mirando, riendo y bromeando sin importarles que nadie siguiera sus bromas.
Gerda sacó la primera carta y no pareció sentirse ni aliviada ni defraudada, simplemente la apretó contra su pecho nada más mirarla. El gran Hans soltó una carcajada y mantuvo un tres en el aire para que todos pudiéramos verlo. Sebastian se rió pero no tan fuerte; le había tocado el ocho de diamantes. Uno tras otro avanzaban hacia la cabecera de la cola, algunos daban gritos de alegría, unos pocos se quedaban silenciosos, mientras la mayoría hacían como Gerda y apretaban la carta contra su pecho mientras los demás sacaban carta.
Llegó el turno de Rikke-Ursula. Titubeó un instante, después levantó la carta de encima y dejó escapar un suspiro de alivio. Había sacado un cinco. Entonces me tocó a mí.
Supe de inmediato que la carta que estaba encima no era un dos. El primer canto áspero que podía ver no tenía demasiadas cartas encima. Por un instante especulé sobre cómo podría volcar el montón para que pareciera un accidente y después recoger las cartas y de forma casual hacer que el dos quedara encima. Pero Richard me metía prisa por detrás y no pude hacer más que levantar la carta con el borde dorado entero y brillante en cada esquina.
El as de picas.
Trece de trece son trece.
No me desmayé.
Pero el resto del sorteo transcurrió sin que yo tuviera conciencia de nada. Salí de mi ensimismamiento cuando me hallaba formando parte de un círculo junto con Ole, Elise, Jan-Johan, Richard y el piadoso Kai. A partir de ahí fue Ole el que lo decidió todo.
—Nos encontraremos a las once en el cobertizo para las bicicletas de casa de Richard. Desde allí no hay mucho camino hasta el cementerio.
—No es una buena idea —dijo el piadoso Kai con voz temblorosa—. A mí me pueden expulsar de la congregación.
—A mí tampoco me parece una buena idea. —Elise también estaba echándose para atrás—. ¿No podrías dar con otra cosa? Mi reloj, por ejemplo. —Y estiró el brazo para que todos pudiéramos ver su reloj de pulsera rojo que su padre le había comprado aquella vez que se trasladó a vivir a casa de los abuelos.
Ole meneó la cabeza.
—¿Mi discman? —Elise se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta donde sabíamos que escondía el milagro con el cual nadie de la clase podía competir.
En realidad no creo que a Elise le entristeciera que desenterráramos a su hermanito. Creo que tenía miedo de que sus padres lo descubrieran y la mandaran lejos para siempre. Porque cuando Ole le respondió que ni hablar, ella no insistió, sólo dijo:
—Tenemos que recordar con exactitud dónde están plantadas las flores para poderlas colocar de nuevo en su lugar después.
Ole ordenó a Jan-Johan que trajera una pala consigo, la otra la podíamos tomar prestada del cobertizo de las herramientas de los padres de Richard. El piadoso Kai debía traer la carretilla de los periódicos y Elise y yo una linterna cada una. Ole se encargaría de la escoba para dejar el ataúd limpio de tierra.
Al terminar el piadoso Kai tenía un aspecto descompuesto, y creo que habría llorado si Ole no hubiera recordado en ese momento que la cita era a las once en el cobertizo para las bicicletas de casa de Richard.