VIII

En la sala de biología había seis cosas dignas de contemplar: el esqueleto al que llamábamos señor Hansen, ese medio hombre al que se le podían extraer los órganos, el cartel con los órganos genitales y reproductores femeninos dibujados, un cráneo reseco y agrietado que llevaba el nombre de La mano llena de Hamlet, una marta disecada y la serpiente sumergida en formol. De todas ellas, la serpiente era la más interesante; el hallazgo de la pequeña Ingrid era genial.

Henrik no estaba de acuerdo.

Más que nada porque la serpiente era una cobra que a su padre le había costado tiempo, muchísimas cartas y negociaciones traer para que formara parte de la colección de la escuela. Y también porque era asquerosa y te daban escalofríos por toda la espalda cada vez que la mirabas. Con su forma prehistórica y sus apretadas escamas, el cuerpo enroscado en una interminable espiral en el fondo del recipiente, la cabeza alzada y despierta, ese cuello dentado y dilatado como en pleno ataque de rabia, y a cada momento parecía que la saliva paralizante iba a salir despedida de su roja, pálida boca de bufido.

Nadie por voluntad propia tocaba el recipiente.

Es decir, a no ser que obtuviera diez coronas por ello.

Henrik se mantenía firme, tozudo y tonto en la postura de que la serpiente no era adecuada para el montón de significado. Pero ayudó el que, en la pausa, Hussain sostuviera en alto el recipiente con la serpiente por encima de la cabeza de Henrik mientras decía que lo estrellaría contra su frente si él no la trasladaba al montón.

Los demás también nos sentíamos impacientes y defendimos que debía hacerse de inmediato. Queríamos acabarlo para poder cerrar la boca a Pierre Anthon. Las ciruelas estaban casi del todo maduras y ahora él nos escupía los huesos pegajosos mientras vociferaba sus ocurrencias.

—¿Qué pretendéis vosotras las chicas teniendo novio? —había vociferado la misma mañana que pasé por el número 25 de la calle Tæring del brazo de Rikke-Ursula—. Primero te enamoras, después te echas novio y luego el enamoramiento se esfuma y te separas.

—¡Cierra el pico! —chilló Rikke-Ursula, muy, muy alto.

Quizá se sintió especialmente herida porque precisamente acabábamos de hablar de Jan-Johan y de los sentimientos que no se podían gobernar.

Pierre Anthon se rió y continuó amistoso:

—Y así una y otra vez hasta que estéis tan hartas que preferiréis fingir que el chico que en ese momento tenéis a vuestro lado es el único. ¡Qué pérdida de energía!

—Ahora cerrarás el pico de una vez —grité yo y eché a correr. Porque aunque yo no tuviera novio ni tampoco supiera quién podría ser si en ese momento tuviera que escoger uno, deseaba con ansia tenerlo y pronto. Y Pierre Anthon no tenía derecho a destruir mi amor antes de estrenarlo.

Rikke-Ursula y yo corrimos el resto del trayecto hasta llegar a la escuela, y entramos del peor humor que podíamos recordar haber tenido juntas. Ni siquiera ayudó el que la guapa Rosa nos recordara que Pierre Anthon había sido novio de Sofie durante catorce días y que incluso se habían besado antes de dejarlo, y que después Sofie fue novia de Sebastian mientras que Pierre Anthon estuvo con Laura.

Esa historia sonaba demasiado a algo que yo no quería escuchar, y quizá también a lo que Pierre Anthon había dicho desde el árbol.

No sé exactamente cuándo Henrik vio la ocasión de hurtar la serpiente de la sala de biología, ni cómo consiguió llevarla a la clausurada serrería sin ser visto. Lo único que sé es que Denis y Richard le ayudaron y que la serpiente cabeceaba repulsivamente como si estuviera viva cuando la depositaron en lo alto del montón dentro del recipiente.

A Oscarito tampoco le gustó.

El hámster chilló lastimosamente y se acurrucó en el rincón de su jaula más alejado del bicho. Gerda lloró y dijo que cubrieran la serpiente con papel para que no tuviéramos que verla.

Pero precisamente el chillido de Oscarito hacía más valiosa la serpiente y nadie estuvo de acuerdo en cubrirla.

En su lugar dirigimos la mirada expectante hacía Henrik.