Gerda no era muy ingeniosa y sólo pidió que Maiken entregara su telescopio. Todos sabíamos que Maiken había tardado dos años y gastado todos sus ahorros en comprarlo y que lo usaba al caer la noche, los días que el cielo estaba despejado, porque ella quería ser astrónoma, pero, aun así, realmente no le importaba tanto como para sentirlo de verdad.
Hubo más bufidos cuando le tocó escoger a Maiken.
Sin necesidad de pensárselo dos veces, miró a Frederik a la cara y dijo:
—La Dannebrog.
Frederik empequeñeció, menguó su estatura y su cara enrojeció a la vez que meneaba la cabeza impetuosamente diciendo que no y que no.
Frederik tenía el pelo castaño y los ojos marrones y siempre llevaba camisa blanca y pantalones azules con raya que los demás chicos hacían lo posible por cargarse. Y, como sus padres, que estaban casados y no divorciados y nunca lo estarían, Frederik creía en Dinamarca y la Casa Real y no tenía permiso para jugar con Hussain.
Dannebrog había caído del cielo en mil doscientos y algo, afirmó Frederik, para que el Rey danés pudiera vencer al enemigo en Latvia. Quién mandaba al Rey danés meterse con Latvia era una cuestión a la que Frederik no sabía responder, y tampoco le hubiera servido de nada si lo hubiera podido hacer.
En todo caso, a nosotros nos traía sin cuidado tanto el Rey como Latvia y aullamos:
—La Dannebrog, la Dannebrog, Frederik irá a por la bandera y la traerá al montón.
No era una canción demasiado interesante, pero la cantamos una y otra vez divirtiéndonos de lo lindo con ella. Quizás nos divertía más aún la aterrorizada expresión de Frederik.
En el jardín, delante de la pequeña casa roja donde Frederik vivía con sus padres casados, y para nada divorciados, se hallaba el asta más alta de todo Tæring. Y en ella ondeaba la Dannebrog todos los días señalados desde el amanecer hasta el atardecer, ya fuera el cumpleaños de la Reina o el de Frederik, festividades de guardar o domingo. En casa de Frederik era obligación del hombre, además de un placer, el izar la bandera, y desde que él había cumplido los catorce, no hacía mucho, había relevado con orgullo a su padre de esa obligación y placer, tomándolo a su cargo.
Era evidente que Frederik no quería entregar la bandera. Pero nosotros no nos dejamos ablandar y no cedimos un ápice. Al día siguiente la Dannebrog pasó a formar parte del montón de significado.
Cantamos el himno nacional, en posición de firmes mientras Frederik ataba el trozo de tela rojo y azul a la barra de hierro que Jan-Johan había hallado en la parte trasera de la serrería y que ahora se disponía a clavar en mitad del montón.
La Dannebrog era mucho más grande de cerca que ondeando en el asta del jardín y todo este asunto me desasosegó un poco, pensando en la historia y la nación y todo eso. Pero no pareció que molestara a nadie más, y entonces pensé en el significado y pude darme cuenta de que Maiken había dado en el blanco: con la Dannebrog ondeando allí, el montón de significado tenía aspecto de algo realmente importante.
¡Algo! ¡Mucho! ¡Significado!
A nadie se le había ocurrido que Frederik pudiera ser malvado. Pero nuestro respeto por él aumentó cuando le exigió a lady Guillermo su diario.
Lady Guillermo era, cómo lo diría yo, lady Guillermo.
Y el diario de lady Guillermo era algo muy especial, encuadernado en piel oscura y hecho con papel francés, pulcras páginas escritas con letra apretada sobre algo que parecía papel de envolver comida pero que al parecer era mucho más fino.
Ahora lady Guillermo decía uf no. Y que él no podía y lo acompañó de unas cuantas gesticulaciones de manos que después las chicas intentamos imitar mientras reventábamos de risa.
Pero no le sirvió de nada.
El diario fue a parar al montón, aunque sin la llave porque a Frederik se le olvidó pedírsela, y perdió así, con la misma rapidez con que lo había adquirido, su recién ganado respeto.
Lady Guillermo dijo con voz nasal y condescendiente que con su diario el montón de significado había alcanzado un definitivo y nuevo plateau —él tenía especial predilección por palabras francesas que los demás no siempre comprendíamos—. Sin importar lo que significara, fue a causa de ese plateau que le presentó sus excusas a Anna-Li por pedirle que entregara su certificado de adopción.
Anna-Li era coreana a pesar de ser danesa y haber conocido sólo a sus padres daneses. Anna-Li no decía nunca ni palabra y no se inmiscuía en nada, sólo parpadeaba y miraba al suelo cuando alguien le hablaba. Ni siquiera entonces respondía. Fue Rikke-Ursula la que protestó.
—Esto no vale, Guillermo. Un certificado de adopción es como un certificado de nacimiento. Una no puede desprenderse de él.
—Tendréis que disculparme, en serio —dijo lady Guillermo con fingida indulgencia—. Mi diario es mi vida. Si éste puede ir a parar al montón, también es válido para el certificado de adopción. ¿No se trata de que el montón adquiera significado?
—No de esta forma —dijo Rikke-Ursula y meneó la cabeza blandiendo sus seis trenzas azules al aire.
Lady Guillermo persistió con su amabilidad y no hallamos más objeciones, sólo atinamos a quedarnos ahí pasmados reflexionando.
Entonces, para nuestra estupefacción, Anna-Li profirió retahílas seguidas:
—No importa —empezó diciendo—. O mejor dicho, importa mucho. Pero de eso se trata, si no el montón de significado no tendrá significado y Pierre Anthon llevará la razón en lo de que nada importa.
Tenía razón.
El certificado de adopción fue a parar a todo lo alto del montón, y cuando ella dijo que la pequeña Ingrid debía entregar sus muletas nuevas, nadie se opuso.
La pequeña Ingrid tuvo que usar las muletas viejas a partir de entonces.
El significado estaba cogiendo fuerza y nuestro júbilo fue infinito cuando la pequeña Ingrid susurró afable que Henrik debía entregar la serpiente sumergida en formol.