GEDER

Los ritos funerarios de Phelia Maas se vieron ensombrecidos en parte por la ejecución de su marido. Puestos a elegir, Geder había optado por la ejecución, al igual que la mayoría de los grandes nombres de la Corte. El trono del rey Simeon estaba colocado en un estrado. Aster se sentaba junto a él en una versión reducida del trono. Tanto el rey como el príncipe iban vestidos de armiño negro. Luego estaba la amplia extensión de la cámara, con Feldin Maas arrodillado en el centro. Sus tobillos y muñecas estaban atadas con alambres, e incluso desde la galería que se extendía tras la cuerda de separación, Geder podía ver los moretones en las piernas del hombre y las largas costras negras de su espalda. Diez verdugos se habían colocado en círculo alrededor del prisionero. Sus máscaras eran de acero, diseñadas para parecer animales gruñendo, y sus espadas eran romas y estaban oxidadas.

Un solo tambor sonaba con golpes secos. Era el único sonido aparte de los susurros que lanzaba algún idiota en las últimas filas. Geder trató de hacerle caso omiso a la gente y de concentrarse en el espectáculo. A pesar de que había llegado tarde, los nobles reunidos le habían guardado sitio, así que tenía una vista excelente, justo en un extremo de la galería. Dawson Kalliam y sus dos hijos estaban a su lado. Geder llevaba su capa de cuero negro de Vanai, pero no le quedaba tan bien como antes. Su cuerpo había cambiado de forma durante el verano, y le colgaba de los hombros.

Lamentó no haber pensado en hacer que la cortaran de nuevo. Todo el que no estaba viendo morir a Feldin Maas parecía estar mirando a Geder.

El rey Simeon, con una expresión gris y severa, levantó el brazo. El tambor se quedó en silencio. La masa de la población que lo contemplaba todo desde los tres niveles de la galería contuvo el aliento. Incluso el idiota de la parte trasera dejó de hablar.

—Se te concede la cortesía de hacer una última declaración, traidor —dijo el rey.

Feldin Maas negó lentamente. «No».

El brazo del rey cayó. Los verdugos se movieron, cada uno de ellos hundió con fuerza la punta de su espada en la carne del hombre. Geder les había hecho creer que las hojas eran bastante romas, y la fuerza que ejercieron los verdugos con sus espadas reforzó la idea. Maas gritó una vez, pero solo una vez. Cuando los verdugos dieron un paso atrás, yacía en un charco de sangre, con las diez espadas sobresaliendo de su cuerpo. Los hombres que lo rodeaban dejaron escapar la respiración con un sonido como el del viento entre los árboles.

El rey Simeon se levantó. Detrás de él, el príncipe Aster parecía una estatua de sí mismo tallada en piedra pálida. Geder se preguntó qué sentiría un niño en su noveno día del nombre al saber que un hombre adulto había estado conspirando para matarlo, y luego ver a ese mismo hombre morir brutalmente a sus pies.

—Este es el destino correcto y adecuado para todos los que juran en falso su lealtad al Trono Escindido —dijo—. Que todos los testigos de este acto de justicia transmitan el mensaje de que los traidores a Antea sufrirán y morirán.

Por todas partes brotaron aplausos y gritos de aprobación. Geder se unió a ellos, y Dawson Kalliam se inclinó hacia él, gritando para hacerse oír.

—Esto va por ti también, Palliako.

Era una manera amable de decirle lo mismo que le había dicho antes de que empezara la ceremonia. Entonces le había dicho: «Al menos, le has dado a Simeon fuerza de voluntad».

El tambor empezó de nuevo, y el rey y el príncipe se volvieron y salieron en solemne procesión. Unos funcionarios vestidos de rojo llegaron para llevarse el cuerpo. Expondrían el cadáver de Maas, con las espadas clavadas, durante diecisiete días. Lo que quedara sería arrojado después a la División junto con las basuras de las cocinas y las aguas residuales, y ahorcarían a cualquiera que tratara de sacarlo para darle un entierro más digno. Se abrieron las puertas, que los nobles de Antea ocultaban en algún lugar detrás de Geder. Después de que el rey se marchara y terminada la ceremonia, las conversaciones se elevaron en un rugido ensordecedor. Geder no podía entender lo que decía nadie, pues el ruido lo tapaba todo, así que se limitó a seguir los movimientos de la multitud y se dirigió al exterior.

En los grandes salones de la Torre del Rey, la nobleza de Antea se rompió en mil pequeños grupos. El estruendo de las charlas dispersas era ahora menos ensordecedor, aunque no especialmente comprensible. Vio que algunos fingían no verlo, y se hizo una idea de lo que estaban diciendo: «Palliako afirma que vagó por el Keshet, pero regresó sabiéndolo todo acerca de la trama del príncipe Aster», «La quema de Vanai era parte de su plan» y «El que sus soldados leales volvieran justo antes de que los mercenarios trataran de tomar la ciudad no fue una simple coincidencia». Caminó por el pasillo lentamente, empapándose de todo aquello.

—Sir Palliako. Una palabra.

Curtin Issandrian y Alan Klin se acercaron a él como sujetalibros en la biblioteca de los condenados. Geder sonrió. Curtin Issandrian le tendió la mano.

—He venido a darte las gracias, señor. Estoy en deuda contigo.

—¿Lo estás? —preguntó Geder, dejando que la mano del hombre flotara en el aire entre ellos.

—Si no fuera por ti, yo todavía estaría aliado a un traidor secreto de la corona —dijo Issandrian—. Feldin Maas era un amigo, y dejé que la amistad me cegara frente a su verdadera naturaleza. Hoy ha sido un día terrible para mí, pero ha sido necesario. Y te doy las gracias por ello.

Geder deseaba que Basrahip hubiera estado allí, solo para saber si Issandrian era lo que pretendía ser. Pero sería en otra ocasión, no aquel día. Pasarían meses y años, y él y su Sirviente Honesto podrían desentrañar todos los secretos de la Corte. Un poco de magnanimidad ahora no le haría daño a nadie. Estrechó la mano de Issandrian.

—Eres un buen hombre, Geder Palliako —dijo Issandrian, hablando lo suficientemente alto como para lo que escuchara solo él—. Antea tiene suerte de contar contigo.

—Gracias, lord Issandrian —le siguió el juego Geder—. Quien admite que estaba equivocado es sin duda un hombre fuerte. Y te respeto por ello.

Dejaron caer las manos, y Alan Klin se adelantó, con su propia mano extendida. Geder sonrió y se la estrechó, tirando de él y acercándoselo un paso.

—Sir Klin —le sonrió—. Ha pasado mucho tiempo.

—Mucho, sin duda.

—¿Te acuerdas de aquella noche durante la marcha hacia Vanai, cuando me emborraché y quemamos aquel ensayo que te enseñé?

—Sí. Sí, así es —se rio Klin como si compartieran un momento de nostalgia.

Geder también se rio, y entonces, bruscamente, hizo desaparecer todo gesto de diversión en su propio rostro.

—Yo también.

Le soltó la mano a Klin, se volvió y se fue sintiendo que la tierra misma se levantaba para favorecer sus pasos. Fuera, el día mostraba un límpido cielo azul, y el viento frío del invierno soplaba por las calles. Su padre estaba de pie cerca de los escalones que conducían a los carros, observando el caos de los caballos, maderas y ruedas. Tenía una pipa en la mano, pero no parecía que estuviera encendida.

—¿Así que el proceso político llega a su fin lógico? —preguntó Lerer.

—¿Es que no lo ves?

—Soy demasiado viejo para ver deportes sangrientos. Si hay que hacerlo, se hace, pero no hay que convertirlo en un espectáculo.

—Pero el rey tiene que dar un escarmiento ejemplar, ¿no es así? Trata de impedir que Asterilhold interfiera en nuestros asuntos —dijo Geder. Se sentía fatal porque su padre no había asistido a la ejecución de Maas y no lo había visto morir—. Iban a matar al príncipe Aster.

—Supongo —dijo Lerer—. Pero estaré condenadamente a gusto en casa. Llevo el hedor de Camnipol en mi piel. Hace mucho tiempo que estamos lejos de Rivenhalm.

Si queremos comprender la libertad de la humanidad, primero debemos entender su esclavitud. La raíz de todas las razas, incluso de la primera sangre, existía en el reino de los dragones, y el final de ese reinado marcó por necesidad el comienzo de una historia peculiarmente humana. No es exagerado afirmar que el último suspiro del último dragón fue el primer momento de la era de la humanidad en toda su variedad. Pero, como toda libertad, estaba delimitada y definida por lo que hubo antes. Nuestro conocimiento del Imperio del Dragón es imperfecto en el mejor de los casos, pero yo sostengo que el descubrimiento de los palacios-cueva debajo de Takynpal nos da una mejor perspectiva de lo que he dado en llamar la Edad de la Formación.

Geder se inclinó hacia delante, y releyó unas páginas que había traducido antes. El tiempo había vuelto marrón el papel, y era muy frágil. No le gustaba tocarlo mucho por miedo a que las páginas se deshicieran en sus manos, pero tenía que acercarse a los textos originales como pudiera. Le pareció que tenía que haber algo, alguna palabra o frase que pudiera haberse traducido en más de un sentido, que mencionara la existencia y la historia de la diosa.

La puerta de la sala se abrió, y entró Basrahip. Todavía llevaba la túnica del templo de las montañas, pero había aceptado un par de botas de suela de cuero para caminar por las calles empedradas de Camnipol. Parecía completamente fuera de lugar entre los ricos tapices rojos y los suaves sillones tapizados de la habitación de Palliako en Camnipol. Una mala hierba del desierto en un ramo de rosas. Sonrió y se inclinó ante Geder.

—¿Has estado caminando de nuevo? —preguntó Geder.

—Conocía cuentos acerca de las grandes ciudades del mundo, pero nada de lo que había imaginado podría ser tan grande y tan corrupto —respondió el sacerdote—. Un niño de no más de siete veranos me ha mentido. Y sin ninguna razón.

—¿Qué ha dicho?

El enorme sacerdote se movió atropelladamente hacia la silla que estaba frente a Geder y se sentó en ella. La madera crujió bajo sus pies mientras hablaba.

—Que podía decirme mi futuro por tres monedas de cobre. Él sabía que era falso. Un niño.

—Era un mendigo —dijo Geder—. Por supuesto que trataba de engañarte. Necesitaba el dinero para comer. Creo que debes tener cuidado por dónde caminas. Hay partes de la ciudad que no son seguras. Sobre todo por la noche.

—Vives en una época de oscuridad, amigo mío. Pero esta ciudad será hermosa sin medida cuando sea pura.

—¿Has ido al templo?

—He ido —dijo Basrahip—. Es un edificio precioso. Estoy deseando que llegue el día en que pueda hacerlo mío.

—El papeleo no debería demorarse mucho tiempo. Antes del cierre de la Corte, sin duda, y para eso falta menos de una semana. Pero no hay mucho que hacer en Camnipol durante los meses de invierno.

—Tengo suficientes tareas.

—He estado leyendo —dijo Geder—, y hay algo que me fastidia.

—¿Sí?

—La diosa es eterna. Ya estaba allí durante el nacimiento de los dragones. Estaba allí durante todo el período del Imperio del Dragón, pero las únicas referencias que veo sobre el Sirviente Honesto o sobre Sinir Kushku solo llegan a la guerra final. Y luego hablan de ello como si Morade la hubiera creado, del mismo modo en que Asteril creó a los timzinae, o como Vailoth creó a los drowned. Simplemente no entiendo cómo puede ser correcto.

—Tal vez entonces no sea correcto —respondió el sacerdote—. No debes confiar tanto en las palabras escritas, amigo mío. Son los huevos de piedra de las mentiras. Ahora te lo mostraré. Lee algo de tu libro.

Geder pasó las páginas, las recorrió con las yemas de los dedos buscando las palabras, hasta que encontró un pasaje fácil de traducir.

Fue en el siglo IV del reinado del dragón Vailoth cuando estas políticas cambiaron.

—¿Es eso cierto? —le preguntó el sacerdote—. ¿Es falso? ¿Tiene significado lo que dices? No, viejo amigo. No es así. Tu voz no lleva nada. Solo son palabras que repites sin sentido. Escribir una cosa es matarla. La verdad solo puede ser conocida en la voz viva. Mis hermanos y yo nos escuchamos los unos a los otros. La voz de la diosa pasa de generación en generación y, desde el principio, con cada nueva lengua, hemos sabido qué hay de verdad en lo que escuchamos. Estos libros tuyos no son más que tinta sobre papel. Objetos. Sin alma. Sería más prudente que no tuvieras fe en ellos.

—Oh —se lamentó Geder—. Eso es… Nunca había visto las cosas de esa manera. ¿Eso quiere decir que…?

—¿Geder?

Lerer Palliako estaba en la puerta. Los colores de su túnica, de corte formal con botones de plata en las mangas, eran el azul y el gris de la Casa Palliako. Su mano se aferraba a la puerta, como si la necesitara para mantenerse estable.

—¿Qué te pasa, padre?

—Tenemos una visita. Tienes que venir conmigo.

Geder se puso en pie, una sensación de alarma le atenazó el estómago. Basrahip miró hacia la puerta y de nuevo a Geder.

—Quédate aquí —le rogó Geder—. Volveré tan pronto como pueda.

Lerer caminó en silencio por los pasillos. Los criados, que solían zumbar por las habitaciones como abejas en un prado, se habían ido. Se detuvo al llegar a la puerta de la sala de reuniones privada. Por un momento, Geder pensó que iba a decirle algo, pero tan solo negó con un gesto, abrió la puerta y dio un paso hacia dentro.

La sala privada había sido diseñada para ser cómoda. Las velas brillaban en los candelabros de plata pulida, duplicando su luz y llenando la habitación de calor y aromas de miel. Una chimenea apagada mostraba el hollín ennegrecido en un rincón. La luz se derramaba desde la ventana del oeste, se reflejaba en la tapicería de seda pálida de las sillas, haciendo que casi brillaran. Un niño con una túnica gris los miró solemnemente, y Geder sintió que debería haber reconocido su rostro. En la pared del fondo, una enorme pintura del tamaño de un hombre mostraba un dragón verde que se elevaba sobre las figuras que representan las trece razas del hombre. Y mirando la pintura, el rey Simeon.

El rey se volvió.

Lerer se inclinó y dijo:

—Su majestad.

Geder se inclinó unos segundos más tarde, con un gesto rápido, tratando de entender lo que veía. El muchacho era el príncipe. El príncipe Aster y el rey Simeon.

—Estoy encantado de conocerte por fin, Geder Palliako —dijo el rey. Geder se tomó el uso de su nombre de pila como un permiso para permanecer de pie.

—Yo… Hummm, gracias. También es un placer para mí conoceros, majestad.

—Eres consciente de que la tradición exige que el príncipe sea el pupilo de una casa de la más alta reputación y nobleza. Una familia que jurará protegerlo en caso de necesidad.

—Ah —dijo Geder—. ¿Sí?

—He venido a pedirte que cumplas ese papel.

—¿Mi padre, queréis decir? ¿Nuestra casa?

—No es a mí a quien quiere —dijo Lerer—, sino a ti.

—No… No sé cómo criar a un niño. Con todo respeto, su majestad. Yo no tendría ni idea de qué hacer.

—Mantenerlo a salvo —dijo el rey. Su voz no sonaba imponente. No sonaba formal. Sonaba como un hombre al borde de la mendicidad o de la oración—. Tan solo mantenerlo a salvo.

—En estos momentos, todo el mundo en la corte te quiere o te teme, hijo mío —dijo Lerer—. La mitad de ellos dicen que eres el primer héroe que ha visto Antea en una generación, y la otra mitad no lo dicen por temor a atraer tu atención. No estoy seguro de que sea una buena razón para recibir el título de protector.

—No lo estoy haciendo —se defendió Geder—. No puedo ser el protector de nadie. Tú sí lo serías, padre. Tú eres el vizconde de Rivenhalm.

—Pero tú eres el barón de Ebbinbaugh —acotó el rey Simeon.

—¿Ebbinbaugh? —preguntó Geder.

—Alguien tendrá que quedarse con los títulos de Maas —dijo Lerer—. Y parece que vas a ser tú.

—Bueno —dijo Geder, y una sonrisa se abrió en sus labios—. Bueno.

El príncipe Aster se levantó y se acercó a Geder. No era un chico grande. Geder siempre había pensado que era más alto. Tenía los ojos grises y el rostro grave de la reina muerta, pero la mandíbula de su padre.

—Te debo la vida, lord Palliako —dijo el muchacho. La cadencia de su voz hizo que sonara a frase ensayada—. Estaría encantado de tenerte como mi protector, y juro que haría honor a tu nombre como tu pupilo.

—¿Estás seguro? —preguntó Geder. La expresión formal del muchacho vaciló. Unas lágrimas aparecieron en sus ojos brillantes.

—Dicen que ya no puedo quedarme con mi padre…

Geder sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

—Yo también perdí a mi madre cuando era joven —se sinceró—. Tal vez podría ser como un tío para ti, o como un hermano mayor.

—No tengo hermanos —dijo Aster.

—¿Lo ves? Yo tampoco —se sinceró Geder. Aster trató de sonreír—. Sin embargo, es muy probable que necesitemos visitar mucho a tu padre. Y al mío. Dios, ¿tendré propiedades? Padre, tendré propiedades.

—Sí, hijo mío, las tendrás —dijo Lerer—. Creo que su majestad no quería ser el único en la sala que perdiera a un hijo.

Geder apenas lo oyó. Aquella mañana había sido un héroe. Ahora poseía una baronía y un lugar en la corte por los que muchos hombres habían luchado y muerto por conseguir. Sir Alan Klin se hundiría en el lodo cuando se enterara de que se había convertido en enemigo del protector del príncipe Aster.

—Gracias, su majestad. Acepto este deber y este honor. Conmigo, el príncipe Aster estará a salvo. Os lo juro.

El rey estaba llorando. Las lágrimas le caían por las mejillas, pero su voz no vaciló al hablar.

—Pongo mi confianza en ti, lord Palliako. Voy a… Voy a anunciarlo durante la clausura de la Corte. Haré que goces de los privilegios apropiados para tu nueva posición. Este es un día luminoso para el reino. Y te doy las gracias por ello.

Geder hizo una reverencia. Quería salir corriendo por las calles, brincando y cantando. Quería presumir delante de todos sus amigos, empezando por Jorey Kalliam y…

—¿Me prestáis al príncipe? —preguntó Geder—. ¿Solo por unos minutos? Quiero que conozca a alguien.

En la sala de estar, Basrahip se había trasladado a la silla de Geder. Sus enormes manos pasaban las páginas lentamente. En su cara ancha se veía un gesto de desdén. Geder se aclaró la garganta. El sacerdote levantó la mirada, y sus ojos pasaron de Geder al príncipe, de pie a su lado.

—Basrahip, sumo sacerdote de la diosa, ¿puedo presentarte a mi nuevo pupilo, el príncipe Aster? Príncipe Aster, este es Basrahip.

El príncipe caminó hacia delante, se detuvo a la distancia apropiada, e inclinó la pequeña cabeza. Parecía un gatito saludando a un toro.

—Estoy muy contento de conocerlo, señor —dijo el príncipe.

Basrahip sonrió.

—No —le cortó él en voz baja—. No lo estás. Pero date tiempo, joven príncipe. Date tiempo.