CITHRIN

Paerin Clark. Ella debía de haber oído aquel nombre en algún momento durante los años que había pasado en Vanai. Las sílabas le resultaban vagamente familiares, sin detalles, como un nombre sacado de un cuento o de un mito. Drakis Stormcrow. El Guardián Resucitado. Aesa, la Princesa de las Espadas.

Paerin Clark.

Cithrin tiró de su falda, manteniendo las líneas de lo pulcro y recto. El corazón le latía contra las costillas como un pájaro atrapado. Su vientre era un nudo sólido que oscilaba entre el cólico y la náusea. Ella quería algo de beber. Algo poderoso que le relajara los músculos, que la calmara, y que le infundiera valor. En cambio, se comportó como le había enseñado maese Kit. Los hombros y la espalda baja, y la espalda floja. Rogó para sus adentros que se pareciera a una mujer en plena posesión de sus facultades, en vez de una niña a medio crecer y con la ropa de su madre.

El hombre de aspecto inofensivo que se sentaba en el escritorio de ella, en sus habitaciones, cruzó las piernas y entrelazó los dedos sobre las rodillas. Tenía las primeras entradas en la cabeza, y era estrecho de hombros. Podría haber sido cualquiera. Podría no haber sido nadie. Su cuaderno estaba abierto sobre la mesa, con una pluma de acero encima, pero no estaba tomando notas. Ni siquiera escribía cifras. Le hizo preguntas con suavidad, y sonrió cuando ella habló. Su acento tenía un deje de la Costa Norte. Mientras otros ceceaban, él siseaba.

—Pero entonces, ¿el magíster Imaniel no formó parte de esto?

—No, nunca —lo exculpó Cithrin—. Nuestra única intención era llevarnos los activos del banco de Vanai a Carse. El magíster Imaniel sabía que estábamos haciendo precisamente eso. Si la nieve no se hubiera adelantado en el paso de Bellin, habríamos seguido ese plan.

—¿Y la decisión de desviarse hacia el sur?

—Fue del capitán Wester.

—Cuénteme más detalles al respecto.

No se oían más voces que las suyas. El capitán Wester y los guardias se habían ido, invitados por Clark a salir de la casa. La docena de espadas y arcos que formaba la escolta habían tomado posiciones. El silencio no presagiaba nada bueno. Era escalofriante. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas como un millar de diminutos dedos que hurgasen en los cristales, y los truenos murmuraban siniestros a lo lejos. Cithrin contó al detalle todo lo que podía contar. Que los habían interceptado las fuerzas de Antea, y que habían escondido el contrabando en el barrio de la sal de Porte Oliva.

—¿Y solo el capitán Wester y su tralgu estaban actuando como guardias en este momento?

—No sé si yo llamaría a Yardem «su tralgu».

—¿Eran los únicos guardias?

—Sí —respondió Cithrin.

—Gracias.

Le refirió el ataque de Opal, el temor de Marcus a salir de la ciudad, y su temor a quedarse. Cuando describió cómo había falsificado los documentos se cuidó de mantener un tono calmado y carente de emociones. El magíster Imaniel siempre le decía que si parecías culpable, todo el mundo tendría la impresión de que algo habrías hecho por lo que sentirte culpable. Cuando ella reconoció que le había entregado los documentos falsos al gobernador de Porte Oliva, el auditor no hizo ningún comentario, ni siquiera cambió de expresión. Una vez que le hubo contado la historia de la fundación de la sucursal falsa del banco, y comenzado a hablar de sus inversiones, préstamos, remesas y comisiones, sintió que empezaba a relajarse.

Habló durante la mayor parte de la tarde. Acabó por enronquecer, y comenzó a dolerle la espalda por estar demasiado tiempo en la misma posición. Si Paerin pasaba por el mismo tormento, no lo demostró.

—¿El capitán Wester le aconsejó seguir estas estrategias?

—No, no lo hizo. Ni él lo intentó, ni yo se lo pedí.

—¿Por qué no?

—Porque no es banquero. Le di un presupuesto que pensé que era apropiado para proteger el oro hasta aquí, y para mover las cantidades sustanciales dentro de la ciudad, pero eso es todo.

—Ya veo. Bueno. Gracias, señora Bel Sarcour. Ha sido la historia más interesante que he escuchado en mucho tiempo. Supongo que todos los libros y registros están aquí.

—Sí. También ocupo una habitación en un café en el Gran Mercado, pero todos esos registros se han traído hasta aquí.

—Excelente.

—También me gustaría hacer una sugerencia. Si me lo permite.

Paerin Clark alzó las cejas. Cithrin respiró hondo.

—Debido a las circunstancias, aquí en la ciudad me han identificado de manera inequívoca con el banco. Con la sucursal creada hace tan poco tiempo, creo que a nadie le interesa cambiar el estado de las cosas. Una vez que se haya completado su auditoría, espero que considere mantener la imagen pública de la sucursal.

Clark tomó la pluma y el cuaderno cerrado, aún sin título.

—Creo que ha entendido mal la situación —comenzó—. Esta… vamos a llamarla desventura… ha avergonzado al Banco Medeano en general, y a Medean Komme en particular. Se han interrumpido las negociaciones en Herez y la Costa Norte, y ha hecho que sus activos, entre los que me cuento, hayan tenido que abandonar algunas negociaciones realmente importantes. A juzgar lo que me ha dicho, espero que la haya engañado un capitán mercenario por razones que todavía no he comenzado a investigar. Pero soy muy, muy bueno en lo mío. Si me ha omitido alguna información, la encontraré. Dedicaré todo el tiempo que sea necesario a revisar todas las transacciones que haya realizado. Ya tengo tres hombres en la ciudad preguntando por sus actividades. Si hay algo que no está en los libros, también lo encontraré. Y la prisión pública de Porte Oliva no es ni de lejos lo peor que le puede pasar a partir de entonces. Ahora, antes de empezar, tengo una última pregunta. Se lo preguntaré solo una vez. Si me dice la verdad, estoy en condiciones de asegurarme de que la traten con misericordia. Si me miente, puedo hacer que su vida sea insoportable. ¿Lo ha entendido?

Debería haber tenido miedo. Eso fue lo que Clark pretendía, sin duda. En su lugar, una extraña paz fluyó en su interior. Trataba de intimidarla. Era condescendiente con ella. La estaba infravalorando. Así que enterró sus últimas reservas. Aquel hombre era un idiota, y todo lo que ella le hiciera a él estaría justificado.

—Entiendo —asintió. Lo vio vacilar, pues había escuchado algo en la voz de ella que no había esperado. Cithrin sonrió—. ¿Qué quería preguntarme?

—¿Qué es lo que no me está diciendo? —preguntó.

«Que voy a por ti —pensó Cithrin—. Que voy a ganar».

—Si tiene alguna pregunta, maestro Clark, estoy a su disposición —dijo Cithrin—. Pero mis números cuadran.

A la semana siguiente, ella vivió en el exilio, sentada en la taberna o paseando por las calles de la ciudad durante el día, durmiendo por la noche en una posada situada no muy lejos de su banco. El auditor la convocaba a diario con una lista de preguntas y aclaraciones. ¿Por qué la tasa de interés estaba especificada en ese contrato, pero no en aquel otro? ¿Por qué se había retirado del banco una suma determinada, y cuándo sería devuelta? ¿Por qué había aceptado ese préstamo cuando había rechazado otro que aparentemente podría producir mayor margen de ganancia? Sentada en sus habitaciones —de ella, maldita fuera—, Cithrin le permitía que la sometiera a examen. Ella sabía todas las respuestas, y después de unos días se convirtió en una especie de juego para ver si Clark conseguía pillarla en falta. Él era inteligente, y conocía su negocio. Cithrin incluso se dio cuenta de que lo respetaba. Él se dedicaba a aquel trabajo desde que Cithrin era poco más que una niña.

Pero ella también.

Los barcos salieron para Narinisle. Llevaban aceite prensado, vino, telas de algodón, y los sueños y las esperanzas de las casas comerciales de Porte Oliva. Pero no llevaban ningún acuerdo de capital del Banco Medeano de Porte Oliva, debido a que la auditoría aún seguía su curso. El año siguiente, tal vez.

Desde el rompeolas, Cithrin contemplaba la partida de las naves, remolcadas más allá de los peligros de la bahía, y luego las velas que se levantaban y se hinchaban como las flores en primavera. Se quedó en silencio mientras se desvanecían en la línea gris entre el mar y el cielo, y luego contempló la bruma. Las gaviotas chillaban y giraban en el aire, quejándose o celebrándolo. A su lado, el capitán Wester se cruzó de brazos.

—Esta mañana ha venido otra a la taberna —dijo—. Tu tabernera y su hijo.

—¿Qué les dijiste?

—Yardem habló con ellos. Le dijo lo mismo que a los demás. Que las auditorías suelen ser normales cuando se abre una nueva sucursal, y que por favor estén de acuerdo con todo lo que les pregunte ese hombre. Ella no parecía muy contenta. Quería hablar contigo. No me gustó cuando dijo que si comparaba las notas de ambos el auditor lo tendría más difícil. Acusó a Yardem de acusarla de algo.

—Lo siento —se disculpó Cithrin—. Me gustaría dejar todo esto si pudiera.

—Lo sé.

Cithrin se arrebujó en su capa y se dio la vuelta. Atrás quedaba el mar sin límites; frente a ella, la ciudad. Su ciudad. No estaba segura de cuándo se había convertido en suya.

—Con suerte, todo volverá a la normalidad dentro de poco tiempo.

Él caminaba a su lado. No podía decir si ella seguía su paso o si él seguía el de ella.

—Todavía tienes la opción de irte lejos. Puedo ir a recuperar la llave. Y tú puedes recuperar la caja del palacio del Gobernador. No sería tan malo. Carse es una ciudad bastante decente. Allí estarías a salvo, incluso aunque hubiera problemas sucesorios. Nadie se plantea invadir Carse. Tómate un año, y toma tu dinero. Puedes hacer cualquier cosa.

—No podría hacer eso —se quejó Cithrin.

—Me parece acertado.

Caminaron por la larga escalera pintada de blanco y por la muralla hacia el barrio de la sal. En algún momento a lo largo del camino pasaron por el lugar donde había muerto Opal, pero ella no lo reconoció, y no preguntó. Un pequeño perro de pelaje áspero trotó hacia ellos, les ladró y salió corriendo cuando Marcus fingió que se agachaba a por una piedra para lanzársela.

—Ten en cuenta que no has estado bebiendo.

«Ahogaría a un bebé por una botella de vino —pensó Cithrin—, pero voy a necesitar mi ingenio, y no habrá ningún aviso».

—No lo echo de menos.

—No has dormido.

—Tampoco lo echo de menos.

La posada que se había convertido en su hogar mientras el propio banco permanecía ocupado se ubicaba en el cruce de las dos calles principales de Porte Oliva. Sus paredes blancas y el techo de madera parecían distantes debajo de las nubes densas. Cuando se acercaron, un hombre salió de la puerta. Ella vio que Marcus se ponía alerta sin cambiar el paso. Sintió un ardor en la garganta.

El hombre se acercó a ellos. Era uno de los guardias de Paerin Clark.

—¿Quiere verme? —preguntó Cithrin.

—Como siempre, señorita —dijo el guardia—. Creo que ya ha terminado.

Cithrin respiró hondo. El momento había llegado.

—¿Puede venir conmigo el capitán?

—No veo por qué no.

El camino de vuelta al banco era corto, pero a Cithrin le pesaba cada paso que daba. Pensó que el vestido que llevaba era el primero que había comprado cuando llegó a Porte Oliva, el que ella misma había comprado en Hallskar a cambio de una rebaja de cinco monedas. El vestido de una mujer verdaderamente peligrosa. Ella trató de tomárselo como un buen augurio.

Un niño kurtadam vendía cucuruchos de almendras con miel, y Cithrin se detuvo a comprarle uno. Se metió dos en la boca, y le dio una a Marcus. El guardia de Paerin esperó, y ella le ofreció el cucurucho. Sonriendo, tomó dos. Así que estaba dispuesto a aceptar regalos de ella. Eso solo podía significar o bien que era un cabronazo frío hasta la médula, o bien que las noticias del auditor eran buenas. No, pensó: significaba que el guardia creía que eran buenas.

Durante veinte días se le había negado su habitación. Mientras subía la escalera, decidió que estaba dispuesta a tragarse su indignación, pero cuando llegó arriba, todo estaba exactamente igual que antes. A juzgar por todos los rastros que había dejado de sí mismo, Paerin Clark podría ser un fantasma.

Estaba sentado en su escritorio. Escribía símbolos ilegibles de cifrado garabateados con la punta de la pluma sin necesidad de consultar con ningún libro de códigos. Saludó con la cabeza a Cithrin y luego a Marcus, terminó la línea que estaba escribiendo y se volvió hacia ellos.

—Señora Bel Sarcour —comenzó—. Tengo una última pregunta para usted. Espero que no le importe.

Su tono había cambiado de manera notable. Podía oír el respeto en él. Eso era justo. Ella había ganado.

—Por supuesto.

—Estoy bastante seguro de que he adivinado la respuesta, pero hay una cantidad colocada a un lado en los libros más recientes. Seiscientas doce piezas de plata.

—La ganancia del trimestre para la sociedad de cartera —dijo.

—Sí —afirmó el auditor—. Eso es lo que he pensado. Por favor, tomen asiento ambos.

Marcus le tendió a Cithrin la silla, pero se quedó de pie detrás de ella.

—Tengo que decir que estoy impresionado con todo esto. El magíster Imaniel la enseñó muy, pero que muy bien. Por supuesto, hemos sufrido alguna pérdida. Pero en general, los contratos que ha hecho parecen sólidos. Creo que la aconsejaron mal con el proyecto de la flotilla de la ciudad, pero como declinaron su oferta no tenemos que preocuparnos por eso.

Cithrin se preguntó qué le parecía mal al auditor en el asunto de la flotilla, pero él seguía hablando.

—Ahora estoy redactando mi informe para la sociedad de cartera. La principal conclusión a la que he llegado es que en todo lo que ha hecho ha pensado honestamente en los intereses del banco en su conjunto. Por desgracia, nos obliga un contrato en Porte Oliva cuya duración no coincide con la que nos parecería deseable, pero sé que lo está haciendo lo mejor que puede. Y mientras que algunos aspectos de su comportamiento han estado ciertamente fuera de la ley, no le veo ninguna ventaja al hecho de entablar acciones legales.

—¿Eso quiere decir que lo hemos conseguido? —preguntó Marcus.

—Exactamente —dijo Cithrin.

—Es bueno saberlo.

Paerin tamborileó con los dedos contra la parte superior de la mesa y frunció el ceño. Unas líneas profundas marcaron su frente alta.

—No quiero seguir adelante, y no puedo, por supuesto, dar ninguna garantía, pero en Carse puede haber un lugar para una mujer de su talento. Tendría que discutirlo con Komme Medean y con los demás directores. Pero si desea emprender una carrera como banquera, creo que podría encontrar acomodo entre nosotros.

«Todavía tienes la opción de irte lejos», le había dicho Marcus hacía menos de una hora. Y aún tenía esa opción. Pero era el momento de quemar las naves.

—Preferiría empezar aquí —dijo Cithrin—. ¿Ha pensado en mi propuesta?

Paerin Clark la miró sin comprender. Entonces asintió, avergonzado.

—Sí, eso. No. Vamos a poner un miembro reconocido del banco a cargo de la sucursal hasta que se disuelva. No es posible mantenerla en el cargo actual.

Marcus se echó a reír.

—¿Me convierte en mala persona el hecho de que esperara oírle decir eso? —preguntó.

Cithrin no le hizo caso. Cuando habló por fin, se enderezó y miró al auditor a los ojos.

—Ha pasado algo por alto, mi señor. Hay un libro de registros de Vanai que no figura entre estos. Sin embargo, es viejo. No tiene que ver directamente con la auditoría.

Paerin Clark movió la silla para mirarla. Cruzó los brazos sobre el pecho.

—Es el libro que registra mi condición de tutelada del banco —prosiguió Cithrin—. Demuestra mi edad, y la fecha en la que puedo empezar a firmar contratos legalmente vinculantes. Eso sería el próximo verano.

—No veo cómo…

Cithrin señaló los libros, las pilas de papeles y pergaminos, y todo el entramado de su banco.

—Ninguno de estos contratos es legal —se explicó—. No estoy legalmente autorizada para firmar ningún acuerdo. Aún me faltan diez meses para poder hacerlo.

La expresión de Paerin Clark era la misma sonrisa suave que había mostrado el primer día. Serían imaginaciones suyas, pero le pareció ver una pálida sombra en su mirada. Cithrin tragó, relajando el nudo de su garganta.

—Si la información de ese libro se hace pública —dijo ella—, el banco tendrá que apelar al recurso directo ante el gobernador para hacer cumplir cualquiera de los contratos o para recuperar las sumas que se prestaron. Me he reunido con el gobernador, y creo que es poco probable que tome dinero de sus ciudadanos para dárselo a un banco que tiene prisa para abandonar su ciudad.

—¿Y dónde está ese libro en cuestión? —preguntó Paerin Clark.

—Depositado en una caja fuerte en poder del gobernador, a mi nombre, y separado de la sucursal. Y la llave de la caja está bajo la custodia de un hombre a quien no le importa que el banco tenga éxito aquí. Si le digo que la abra, ya puede empezar a quemar todos estos documentos en la chimenea.

—Es un farol. Si esto sale a la luz, la encontrarán culpable de falsificación y robo. Falsos testimonios. Se pasará el resto de la vida en la cárcel, y perderá todo el dinero.

—Yo puedo sacarla de aquí —dijo Marcus—. ¿Le gustaría que la mitad de los hombres de la reina de esta ciudad se rieran de usted? Puedo sacarla de Birancour y llevármela a una casa decente donde pasar lo más frío del invierno.

—Somos el Banco Medeano —afirmó Paerin Clark—. No se nos escapará.

—Y yo soy Marcus Wester. He matado a reyes, y se me da fatal lanzar faroles. Amenácela de nuevo, y…

—Basta ya. Los dos —ordenó Cithrin—. Aquí está mi oferta. Mantenga la sucursal, pero instale a un notario de la sociedad de cartera. Diga que es para ayudarnos con las cargas del trabajo. Yo seré el rostro y la voz, y el notario supervisará todos los acuerdos.

—¿Y si me niego?

Ella quería echar un trago. Quería una cama caliente y los brazos de un hombre a su alrededor. Quería saber a ciencia cierta que estaba haciendo lo correcto.

—Puedo hacer que la sucursal arda por los cuatro costados.

El mundo en equilibrio sobre el filo de una hoja. El auditor cerró los ojos, y se echó hacia atrás en la silla. «Ah, bueno —pensó Cithrin—. La vida de fugitiva no fue tan mala el invierno pasado. Al menos esta vez podré llevar mi propia ropa».

Paerin Clark abrió los ojos.

—Usted no va a firmar nada —dijo—. Todos los acuerdos los firmará el notario, y solo el notario, sin cuya presencia no habrá negociaciones. Sí él revoca algo, usted lo aceptará. El control recaerá en la sociedad de cartera. Usted será una figura decorativa. Nada más.

—Viviré con ello —dijo. Y después añadió para sus adentros—: Hasta que lo cambie, viviré con ello.

—Y me traerá el libro perdido en el que se prueba su edad. Antes de que yo abandone la ciudad.

—No —dijo Marcus—. Si se lo da, ella no tendrá nada con lo que negociar. Usted podría echarse atrás, y a ella no le quedaría nada.

—Tendrá que confiar en mí.

Cithrin tragó. Quería vomitar. Quería cantar.

Ella asintió. Paerin Clark se quedó inmóvil durante un buen rato, luego cogió los papeles que había estado escribiendo, suspiró, y los rompió en pequeños pedazos.

—Parece que tengo que escribir un informe algo diferente —sonrió con ironía—. Felicidades por su nuevo banco, magistra.