MARCUS

Qahuar Em se rascó la barbilla. Tenía la cabeza inclinada y aspecto pensativo. Marcus mantuvo una expresión insulsa. La mesa que los separaba era de roble pulido con dibujos pirograbados. No tenía el fieltro verde de banquero que usaba Cithrin. Marcus había esperado verlo, pero quizá las costumbres eran diferentes en Lyoneia. La pequeña caja que había sobre la mesa era de hierro negro, su tapa tenía bisagras al costado y la imagen de un dragón en el frente. Si el diseño que ella había escogido tenía algún significado, él no lo sabía.

—Lo siento —se disculpó Qahuar Em—. Esto me confunde.

—No tiene nada de extraño —le explicó Marcus—. Los bancos y las casas comerciales se guardan cosas de valor mutuamente todo el tiempo, según me han dicho.

—Cuando se trata de aliados, y uno tiene gente en una ciudad y el otro no —dijo Qahuar—. Ninguna de estas condiciones es aplicable a este caso.

—Circunstancias excepcionales.

—Que no me vas a explicar.

—No —coincidió Marcus.

Qahuar extendió el brazo y cogió la pequeña caja. Cabía fácilmente en la palma de su mano. La tapa se abrió con un crujido y descubrió una llave de metal más corta que el hueso de un dedo. Marcus se rascó una oreja y esperó a que el hombre hablara.

—¿Por qué tengo la sospecha de que esto estará relacionado con algo desagradable y vergonzoso? —preguntó Qahuar, dejando claro con su tono que vería con buenos ojos una respuesta, aunque no la esperaba.

—Estoy autorizado a firmar una declaración que tengo aquí a pedido de la magistra Bel Sarcour —aclaró Marcus—. Presiona la llave contra la cera y yo pondré mi pulgar sobre ella, y así no habrá dudas de que hablamos de la misma llave. Todo lo que quieras.

La caja se cerró otra vez. Las puntas casi escamadas de los dedos tamborilearon sobre el roble con un sonido semejante al de los primeros goterones de una tormenta de verano.

—Estoy preparado para recibir un no por respuesta —dijo Marcus.

—La magistra y yo no nos separamos en los mejores términos —dijo Qahuar pronunciando sus palabras con cuidado—. Te envió a ti en lugar de venir ella misma. Me resulta difícil creer que se fíe de mí.

—Puedes fiarte de un enemigo de maneras en las que no puedes hacerlo de un amigo. Un enemigo nunca traicionará tu confianza.

—Creo que ella diría que yo traicioné la suya, y yo puedo argumentar que ella traicionó la mía.

—Eso prueba lo que he dicho. En ese momento os comportabais de manera amigable —dijo Marcus con una sonrisa que ambos sabían que no era intencionada.

Llegó un suave golpecito de la puerta. Una jasuru vestida con una túnica gris y escarlata saludó a los dos hombres con una inclinación de la cabeza.

—Los hombres del astillero, señor.

Qahuar asintió. La mujer se retiró y cerró la puerta con un suave clic.

—¿Eso va bien? —preguntó Marcus.

—Bastante bien. Tardaremos al menos otro año en tenerlo todo en orden, pero el tiempo se mueve en ambas direcciones. Determinados actos pueden surtir efecto mucho antes de que tengan lugar.

—¿Cartas airadas del rey de Cabrai, por ejemplo?

—En ocasiones desearía haber perdido —se resignó Qahuar. Y añadió—: Por más de una razón. Capitán, tú y yo somos hombres de mundo. Creo que nos entendemos. ¿Responderías una pregunta?

—¿Te importaría si miento?

—En absoluto. Tu nombre es muy conocido por todo el oeste. Si dirigieras una compañía podrías pedir el precio que quisieras, pero trabajas como capitán de la guardia de una sucursal de banco. No estás dispuesto a aceptar sobornos. Y (discúlpame que te lo diga) yo no te gusto mucho.

—Nada de lo que has dicho es una pregunta.

—¿Estás enamorado de ella?

—He amado a muchas personas, y esa palabra nunca ha significado lo mismo —respondió Marcus—. Mi tarea es protegerla, y esta vez voy a cumplir con ella.

—¿Esta vez?

Marcus se encogió de hombros y se quedó en silencio. El cabrón ya había conseguido que dijera más de lo que pretendía decir. Marcus tenía que admitirlo; Qahuar era bueno en lo suyo. El medio jasuru se puso de pie, con los labios fruncidos. De manera lenta y deliberada, colocó la caja en el bolsillo de su cinturón.

—Espero no arrepentirme de esto —dijo.

—Y yo espero que no te importe de un modo o de otro —replicó Marcus—. Para lo que pueda servir, sin embargo, te agradezco que la aceptes.

—¿Sabes que no lo hago como un favor para ti?

—Sí.

Qahuar Em extendió una mano grande. Marcus se puso de pie y la tomó con la suya. Tuvo que esforzarse para no apretarla un poco fuerte solo para mostrarle que podía. Los brillantes ojos verdes del hombre parecían divertidos. Y puede que un poco más tristes.

—Es una mujer con suerte —dijo Qahuar.

«Dios, esperemos que así sea», pensó Marcus, aunque no llegó a decirlo.

El otoño había llegado a Porte Oliva de un día para el otro. Los árboles que habían estado exuberantes y plenos dejaban caer sus hojas con el centro aún verde. Los vientos del crepúsculo eran ruidosos. La bahía se volvió del color del té, y a mediodía apestaba como una pila de abono. Los hombres de la reina que patrullaban las calles vestían abrigos de lana y gorros verdes que les cubrían las orejas. Marcus caminó por las estrechas calles cercanas al puerto sintiendo el primer frío de la noche, y llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, tal vez le gustaba esa ciudad.

Encontró a maese Kit y a los demás en un patio iluminado con antorchas entre una taberna y una posada. Smit y Hornet todavía estaban dándoles los últimos retoques a los soportes del escenario mientras maese Kit les ladraba instrucciones sin siquiera haberse puesto su disfraz. Una joven iba y venía detrás de él. Era rubia y tenía unos grandes ojos que dejaron a Marcus pensando en bebés, además de un vestido ajustado que resaltaba su figura. Tenía las manos entrelazadas delante del cuerpo, y sus dedos luchaban unos contra otros como luchadores en una aglomeración.

Marcus caminó hasta donde estaba maese Kit. En lugar de saludar, señaló a la mujer con la cabeza.

—¿Es nueva?

—Sí —dijo el viejo actor—. Albergo esperanzas acerca de esta.

—También las albergabas acerca de la última.

—Es cierto. Tengo ciertas expectativas depositadas en esta —dijo maese Kit—. Se hace llamar Charlit Soon, y me parece que ensaya de maravilla. Esta noche veremos cómo le va con público. Si se queda hasta mañana, creo que ya tendré completa la compañía.

—¿Y cuántos años tiene? ¿Doce?

—Tiene sangre cinnae que se remonta a algunas generaciones —aclaró maese Kit—. O esa es la historia que le han contado, en todo caso. Ella se la cree, y hasta puede que sea cierta.

—¿Pero tú no te la crees?

—Me reservo mi opinión.

Como si los hubiera oído, la nueva actriz les lanzó una mirada y después miró hacia otro lado. Sandr salió de un salto de la trasera del carro y saludó a Marcus con la mano. O bien sus temores se habían desvanecido o bien era un actor pasable. Marcus le devolvió el saludo. Mikel, delgado y larguirucho como siempre, salió de la taberna con un cubo de serrín. Cary lo seguía con una escoba.

—He oído el rumor de que podríais dejar Porte Oliva.

—Es una posibilidad —reconoció maese Kit—. Hemos actuado aquí casi una temporada teatral completa. Creo que las ciudades pueden hartarse de las obras. Creo que si les muestras demasiadas, la gente se duerme en los laureles. No quiero que lo que hacemos pierda la magia. Estaba pensando llevar la compañía a la corte de la reina en Sara-su-mar.

—¿Antes del invierno o después?

—Lo sabremos después de que Charlit haya actuado unas cuantas noches —respondió maese Kit—. Pero probablemente antes. Cuando los barcos zarpen hacia Narinisle.

—Bueno, haz lo que debas, pero me dará mucha pena verte partir.

—Supongo que te quedas por el futuro previsible, ¿no? —dijo Kit. Mikel empezó a dispersar el serrín sobre las losas que empedraban el patio para absorber la humedad. Cary barría detrás de él. Parecía algo extraño. El patio volvería a llenarse de barro, meadas y lluvia.

—Puedo contar el futuro previsible por días —respondió Marcus—. Semanas, en el mejor de los casos.

—Serías bienvenido si quisieras viajar con nosotros —lo invitó maese Kit—. Y también Yardem y Cithrin. Creo que todos echamos de menos lo de ser guardias de caravana, pero solo un poco. Nunca habíamos desempeñado ese papel, y espero que no volvamos a hacerlo.

—¿Maese Kit? —llamó Sandr desde detrás del carro—. Falta una de las espadas.

—Creo que está con la túnica de salteador de Smit.

—No, no está.

Maese Kit suspiró, y Marcus le dio una palmadita en el hombro antes de dejarlo hacer su trabajo.

Las llamas de los faroles y el calor del almacén hacían que el interior de la taberna estuviese más templado que las calles. Los aromas del cerdo asándose y de la cerveza competían con el olor menos placentero de los cuerpos apiñados. Mientras caminaba a través de la multitud, Marcus llevaba una mano sobre sus monedas. Con tantas distracciones y tanta gente, en un espacio tan reducido, le habría sorprendido que no hubiera por lo menos un raterillo en busca de un poco de suerte. Primero vio a Yardem, sentado en una mesa del fondo, y después, al acercarse, a Enen y Roach, Cithrin y… Barth. Así se llamaba. Los primera sangre eran Corisen Mout y Barth, y el primero tenía el incisivo roto. Marcus se sentó a la mesa, presa de un placer inconmensurable.

Cithrin arqueó las cejas a modo de pregunta.

—Ya está —le contó Marcus—. ¿Y tú? ¿Ha ido todo bien con el gobernador?

—Bien —respondió Cithrin—. Pagué la tasa y dejé la caja.

—¿Y el resguardo?

—Lo he quemado —dijo Cithrin—. No he dejado rastros. Mientras el gobernador no sienta demasiada curiosidad y fuerce la cerradura, estamos todo lo preparados que podemos estar.

Un sirviente llegó deprisa, colocó una jarra de cerveza sobre la mesa frente a Marcus y cogió la de Cithrin para llevársela. Ella lo detuvo. Él inclinó la cabeza y salió disparado otra vez.

—¿Y cuáles son las probabilidades de que los bajos instintos del gobernador puedan con él? —preguntó Marcus en lugar de «¿Cuánto has bebido?». Si ella hubiera corrido el riesgo de perder el control, Yardem la habría detenido. Tal vez ya lo había hecho.

—La vida es un riesgo permanente —dijo ella mientras Roach, sentado junto a ella, bebía cerveza de su propia jarra.

—Yardem nos estaba hablando acerca de las formas que adoptan las almas de las personas —dijo Barth—. ¿Sabías que tu alma es un círculo?

Marcus le dirigió a Yardem una mirada de reproche. Lo más parecido a una disculpa que obtuvo fue el movimiento de una oreja.

—No escuches nada de lo que te diga, Barth. Es religioso. Se pone nervioso cuando las cosas van bien.

—No sabía que las cosas fueran bien, señor —respondió Yardem con sequedad.

Durante la siguiente hora, Marcus bebió de su jarra de cerveza, se comió un plato de cerdo asado con una salsa negra lo bastante picante como para sacarle lágrimas de los ojos, y escuchó la charla de la mesa. Barth siguió a Yardem en el tema de las almas y el destino; pero Enen, Roach y Cithrin chismorreaban sobre asuntos más prácticos: cuántos pagos llegarían al banco propiamente dicho y cuántos a la habitación de la cafetería, cómo asegurarse de que nadie atacara a quien llevara los pagos de la cafetería por la ciudad, o si era conveniente llevar a cabo convenios con los hombres de la reina para que los ayudaran a hacer cumplir sus contratos privados. Todos los negocios y las reflexiones de un banquero con su gente. Cithrin hablaba como una mujer segura de su destino, y Marcus la admiraba por ello.

El golpeteo de un palo sobre una sartén los interrumpió.

—¡El espectáculo va a comenzar! —se elevó la voz de Mikel por sobre el bullicio de la taberna—. ¡Venid y ved el espectáculo! ¡El espectáculo va a comenzar!

Marcus dejó caer unas cuantas monedas sobre la mesa, se levantó y, medio en broma, le ofreció la mano a Cithrin.

—¿Me acompañas? —preguntó.

Ella aceptó la mano con una formalidad burlona.

—Para eso hemos venido, ¿no? —respondió ella. Marcus los condujo a todos, a ella y a los miembros de su nueva compañía, al agradable frescor del patio para ver la obra. Se había congregado una multitud respetable. Muy bien podría haber cincuenta personas, y tal vez fueran más las que se detendrían al entrar o salir de la taberna. Hubo unos cuantos aplausos, entre ellos los de Marcus, cuando maese Kit salió dando grandes zancadas sobre las tablas con su pelo como alambre peinado hacia atrás y una espada en la cintura. Sandr salió un momento después, haciendo como que se hurgaba los dientes con una daga roma.

—Tú, Pintin, has sido mi segundo durante todos estos largos años —declamó maese Kit levantando el mentón como parodia del heroísmo—. Me has seguido desde los tiempos de mi mayor gloria hasta las profundidades de mi desesperación. Ahora, una vez más, los perros de la guerra andan sueltos y debemos huir de ellos. Los ejércitos del oscuro Sarakal se abatirán sobre la ciudad mañana.

—Entonces, mejor nos vamos esta noche —dijo Sandr. La multitud se rio entre dientes.

—Cierto, no es asunto nuestro alzarnos y participar en una lucha ya condenada. La ciudad caerá sin duda y, antes de que lo haga, hay que poner a salvo a lady Daneillin, la última de su casa y la belleza más sutil de Elassae. Esa es nuestra gran tarea, Pintin. Nuestra compañía huirá en la noche con la gran dama que está a nuestro cargo.

—Sí, pero hay un problema —replicó Sandr con su voz de Pintin—. Los hombres estaban sobre las murallas de la ciudad viendo quién podía mear más lejos. Parece que el magistrado pensó que estaba lloviendo. Están todos en la prisión de la ciudad.

Maese Kit se detuvo. La presunción de su mandíbula se fundió.

—¿Qué? —chilló en un cómico falsete. Hubo más risas. La audiencia se estaba calentando.

Marcus se inclinó hacia Yardem Hane.

—Sin embargo, yo no soy así —observó él—. Toda esa charla tan dramática metiendo la barriga. Yo no soy así.

—En absoluto, señor —respondió Yardem.

Dos días después, Cithrin estaba sentada ante la mesa de la cafetería, frente a Marcus. Una lluvia ligera tamborileaba del otro lado de las puertas y ventanas abiertas. Las piedras de la entrada del Gran Mercado se habían oscurecido hasta parecer casi negras. Detrás de él, dos kurtadam hablaban sobre las últimas noticias procedentes de la Costa Norte. Era casi seguro que iba a haber otra guerra de sucesión. Marcus se dijo que no le importaba, y a grandes rasgos era cierto. El mundo olía a café y gotas de lluvia.

—Si tenemos dinero disponible, estoy pensando en patrocinar uno de los barcos de Narinisle el año próximo —dijo Cithrin.

Marcus asintió.

—La idea de la nueva flota generará incertidumbre, sobre todo al principio. Si tiene éxito, incluso durante el primer par de años, aumentará el tráfico a través de Porte Oliva. Eso podría ser muy beneficioso para nosotros, siempre que estemos en condiciones. Que nos conozca todo el mundo. Que se fíen de nosotros.

—Suponiendo… —acotó Marcus.

Cithrin tragó. Había perdido peso en las últimas semanas, y su piel, aunque siempre clara, se estaba volviendo pálida. A Marcus le resultaba extraño que ninguno de los hombres que acudían a pedirle un préstamo o a ofrecerle depositar sus riquezas parecieran notar la ansiedad que la carcomía. No dormía lo suficiente. Pero tampoco bebía hasta perder el conocimiento. Él lo consideraba un gesto de fortaleza.

—Todo eso suponiendo… —convino ella. Y luego—: ¿Alguna vez desearías que nos hubiéramos escapado? ¿Que nos hubiéramos llenado los bolsillos y… huido?

—Pregúntamelo de nuevo cuando se haya marchado el auditor —replicó Marcus.

Ella asintió. El anciano cinnae medio ciego avanzó cojeando desde el fondo. La lluvia no parecía hacerle ningún favor a sus caderas.

Cithrin levantó la taza vacía, y el maestro Asanpur inclinó la cabeza con gesto cómplice antes de volverse por donde había venido.

—El magíster Imaniel siempre decía que lo más difícil era esperar. Que la manera más fácil de perder era perder la paciencia. Hacer algo por el mero hecho de hacerlo, y no porque fuera lo correcto. Siempre me pareció evidente cuando él lo decía. Cam y él fueron lo más parecido a unos padres que he tenido. Había vivido en el banco casi desde que aprendí a caminar. Él lo sabía todo sobre el dinero y el riesgo, y sobre cómo aparentar una cosa cuando en realidad eres otra.

—Creo que habría sido un buen general.

—No —replicó ella—. No lo sé. Tal vez. Pero no le gustaban los soldados. No le gustaba la guerra. Recuerdo que solía decir que había dos maneras de hacerle frente al mundo. O bien lo hacías con una espada en la mano, o bien con una bolsa llena.

—¿En serio? Y yo que pensaba que con la guerra se podía hacer dinero.

—Y se puede —reconoció Cithrin—. Pero solo si estás en el lugar adecuado. En un sentido más amplio, en la lucha siempre hay más pérdida que ganancia. El modo en que decía las cosas sonaba como si fuéramos lo único que mantenía las espadas envainadas. Guerra o comercio. Daga y dinero. Esas eran las dos clases de personas.

—Parece que lo echas de menos.

Cithrin asintió, se encogió de hombros, y volvió a asentir.

—Sí, pero no de la forma en que creí que lo haría. Creía que todo se reduciría a querer preguntarle las cosas que él sabía, pero la mayoría de las veces, cuando pienso en él, me gustaría oír el sonido de su voz. Además, ni siquiera pienso en él tan a menudo como esperaba.

—Has cambiado desde que lo viste —dijo Marcus—. Es una de las cosas que Yardem solía decirme que realmente tenía sentido. Decía que uno no pasaba la tristeza como si fuera una tarea que había que hacer. Uno no puede darse prisa y acabar pronto. Lo mejor que se puede hacer es cambiar de la forma en que siempre lo haces, y llega un momento en que no eres la misma persona que sufría.

—¿Y eso te dio resultado?

—Todavía no —respondió Marcus.

El maestro Asanpur regresó con una taza llena en la mano temblorosa. La colocó delante de Cithrin con un ligero tintineo de cerámica fina. Ella sopló dispersando el vapor con el aliento. Cuando lo probó, su sonrisa encendió el rostro del anciano cinnae.

—Gracias, maestro —dijo ella.

—Gracias a ti, magistra —respondió él, y se alejó cojeando a cerrar los postigos para defenderse del frío.

El golpeteo de la lluvia se hizo más intenso, y las fuertes descargas momentáneas parecían pequeñas detonaciones de blanco contra el gris. Ella tenía razón. La espera antes de una batalla era la parte más difícil. A menos que durante la batalla te abrieran el vientre con una daga. Entonces esa era la parte más difícil. O cuando salías indemne y veías a tus hombres muertos a tu alrededor. Entonces lo más difícil era eso.

Yardem apareció del otro lado de la plaza, una sombra más oscura en un mundo hecho de sombras. No corría, ni siquiera se daba prisa. Marcus observó al tralgu, impertérrito bajo la lluvia, mientras pasaba junto a los hombres de la reina y el mercado. A cada paso que daba se hacía más sólido. Más real. Al llegar a la puerta agachó la cabeza.

—Señor.

—Está bien —dijo Marcus con la garganta y el pecho tensos—. Está bien.

Cithrin se puso de pie. Parecía tranquila. Habría sido necesario haber vivido con ella casi todo un año para ver el temor en sus ojos y en el ángulo de su barbilla.

—Entonces, ¿ha llegado el auditor? —preguntó ella.

Yardem agitó sus orejas y asintió.

—Ha llegado, señora.