CLARA

Por un lado, habían confundido totalmente quién y qué era Geder Palliako. Pero por otro, parecía estar de su lado. De momento, al menos.

Con todo, el corazón de Clara sufría por Phelia.

El dormitorio estaba a oscuras. Unas pesadas cortinas ahuyentaban la luz del día. Phelia estaba tumbada boca arriba, y los rastros de sal de las lágrimas secas le marcaban el rabillo del ojo. Clara estaba sentada junto a ella, y le masajeaba los hombros y los brazos del modo en que lo hacían los médicos cuando alguien recibía un golpe en la cabeza o noticias impactantes. Cuando Phelia habló, la histeria había desaparecido. Ya era imposible fingir que las cosas acabarían bien, y Clara percibió en la voz de la mujer cuán aliviada se sentía por haber perdido esa esperanza.

—¿Es verdad que mantendrá a Feldin a salvo? —le preguntó Phelia—. Si le doy las cartas, ¿seguro que se encargará de que Simeon no lo mate?

—Eso es lo que ha dicho —afirmó Clara.

—¿Te fías de él?

—Apenas lo conozco, querida.

De nuevo sobrevino el silencio.

—Pero el rey ya lo sabe, de todos modos —prosiguió Phelia—. Si solo quiere saber qué miembros de la corte de Asterilhold estaban implicados… Quiero decir, teniendo en cuenta lo que Palliako ya sabía, Aster nunca estuvo en peligro. No de verdad.

—Es una forma de verlo.

Geder Palliako se había pasado una hora convenciendo a Phelia para que lo admitiera todo. La complicidad de Feldin en la revuelta mercenaria, sus relaciones con Asterilhold, y sus alianzas con los grupos de presión que luchaban por establecer un consejo de granjeros. Cada una de esas cosas, por sí sola, podía considerarse traición. Si las juntaban todas, Clara no veía que hubiera lugar para la misericordia. Y eso no era precisamente lo que Phelia necesitaba oír en ese momento.

—¿Cómo se nos pudo ir todo esto de las manos? —le preguntó Phelia a la oscuridad. Suspiró. Fue un sonido breve y duro—. Dile que lo haré. Lo llevaré al estudio privado de Feldin. Tengo una llave, pero además habrá un guardia. Y tiene que jurar que solo comportará el exilio.

—De acuerdo.

Phelia cogió la mano de Clara, y se la sostuvo como si fuera lo único que impedía que cayera por un precipicio.

—No me hagas ir sola, por favor. ¿Vas a ir conmigo?

No había nada que Clara deseara menos. Los ojos de Phelia brillaron en la penumbra de la habitación.

—Por supuesto, querida —la tranquilizó—. Por supuesto que voy a ir contigo.

Clara se encontró con los hombres en la sala de fumadores. Aguardaban con tal ansiedad que ella se vio a sí misma como si fuera una partera que acudía a anunciarles la buena nueva de un nacimiento. Dawson dejó de ir y venir cuando la vio entrar. Geder y Jorey apartaron la vista de un juego de cartas al que jugaban casi por inercia. Solo el silencioso sacerdote parecía despreocupado, pero ella supuso que esa serenidad tan poco natural formaba parte de su trabajo. Hasta Vincen Coe estaba ahí, pensativo, en las sombras, como casi siempre. El aire estaba viciado y caliente, como si ya lo hubieran respirado todo antes.

—Ha aceptado llevar a lord Palliako hasta las cartas —dijo Clara—, pero solo si él jura que Simeon no hará ejecutar a Feldin, y si yo voy con ella.

—De ningún modo —se negó Dawson.

—Va a perder el control, esposo —dijo Clara—. Ya sabes cómo es. Llevaré a Vincen conmigo y no nos pasará nada. Los cuatro…

—Cinco —la interrumpió Geder—, con Basrahip.

—Yo también iré —se ofreció Jorey.

—No hace falta, cariño —respondió Clara—. Feldin me lo permite solo porque soy mujer y me encuentra inútil y encantadora. Vincen es un criado. Lord Palliako y…

—… Basrahip —completó el sacerdote.

—Sí, eso. Phelia vino conmigo a una clase de labores y me quería enseñar una muestra, así que yo fui a su casa con ella. En el camino nos encontramos con lord Palliako y su amigo, y Phelia los invitó a acompañarnos para que nos contara las historias de sus viajes estivales. Todo fue perfectamente inocente.

—Lo que no entiendo es por qué no me dejáis participar en esto —se quejó Jorey—. O a Barriath.

—Porque sois los hijos de tu padre, y yo soy solo su esposa. Tienes mucho que aprender acerca del lugar que ocupan las mujeres. Ahora bien, propongo que lo hagamos antes de que Phelia cambie de parecer, la pobrecita.

Al salir hacia el carruaje, Clara se sintió orgullosa de Phelia. De cómo se contenía. El cortés saludo que le dirigió a Dawson cuando se marchaban. El sol otoñal ya estaba cerca del horizonte y, a medida que el conductor avanzaba por las calles, la llama parecía bailar sobre los tejados. La ciudad le pareció a Clara más nítida de lo habitual, las voces y los sonidos de las ruedas más agudos y más reales de lo acostumbrado. Los paramentos de los edificios que dejaban atrás exhibían ricas texturas. Pasaron junto a un joven tralgu que empujaba un carro cargado de uvas, y Clara sintió que podía contar cada grano de fruta. Sentía como si se hubiera despertado dos veces sin haber llegado a dormir. Se preguntaba si así era como se sentían los soldados en la mañana de una batalla. Parecía probable.

Geder Palliako sonreía por todo. Todavía lo veía como al pálido y rollizo muchacho que había cabalgado a la guerra en la compañía de su hijo. En realidad, había regresado más delgado de sus viajes, y tenía la piel tostada por el sol. Más aún, le habían cambiado los ojos. Incluso cuando regresó de la ciudad que había destruido había cierta timidez en ellos. Pero esta había desaparecido, y ella pensó que estaba menos guapo sin ella. Se descubrió preguntándose dónde se habría metido durante todas esas semanas en que él afirmaba haber estado en el Keshet. Cuando se encontró con la mirada del sacerdote, este le sonrió. Ella giró la cabeza en otra dirección.

El jardín privado ya no estaba medio muerto. Había tantos faroles y tantas velas brillando en las ventanas de la mansión de Curtin Issandrian como en la de Feldin Maas. El carruaje se detuvo con una inclinación, y un lacayo se apresuró a ponerle un escalón. Primero bajó Phelia, y después, ella. Geder Palliako era el único hombre de sangre noble. Vincen Coe y el sacerdote se detuvieron, inseguros por un instante. El sacerdote sonrió y le cedió el paso al cazador con un gesto.

El esclavo de la puerta era un hombre diferente. Un primera sangre, pero con músculos tan grandes que podría haber sido un mellizo del sacerdote. Vincen y Geder le entregaron sus espadas y sus dagas. El sacerdote no portaba armas.

—El barón deseaba verte en cuanto llegaras —lo interpeló el esclavo de la puerta—. Se encuentra en la sala de estar.

Ningún trato honorífico, nada de «mi señora». A juzgar por el respeto que infundía su tono, podría haber estado hablándole a cualquiera. Clara se preguntó a qué clase de hombres habría puesto Maas a su servicio, y se respondió ella misma de inmediato. Mercenarios. Guerreros. Espadas y arcos. La clase de hombres que matan por dinero. Y ella estaba adentrándose en el campo enemigo. Al cruzar el umbral, trastabilló. Phelia la miró con gesto alarmado. Clara sacudió la cabeza y avanzó con decisión. Se negaba a aceptar el apoyo y el consuelo de alguien que estaba en la posición de su prima. Habría sido descortés.

Phelia los condujo en silencio por el amplio pasillo, hacia la sala donde había recibido a Clara durante su última visita. El aire estaba cargado de aromas de flores recién cortadas y guirnaldas de hiedra con los colores del otoño. La luz de las velas suavizaba las esquinas y templaba los colores de los tapices y del pasillo alfombrado. Geder tosió. Un sonido breve y nervioso.

Phelia llegó al pie de la escalera, giró a la derecha y ellos la siguieron. Había un pasillo corto al final del cual había un recodo. Allí había menos velas encendidas. Las sombras se hicieron más intensas y los envolvieron. Al fondo de la estancia aparecieron una delgada escalera de servicio y numerosas puertas cerradas. No había por qué adentrarse tanto.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz masculina.

En un recoveco, un hombre vestido con cueros de cazador se puso de pie. Era el guardia.

—Mi esposo me ha mandado llamar —le explicó Phelia—. Me han dicho que está en su oficina privada.

—No lo está —respondió el guardia—. ¿Quiénes son estos?

—Las personas que mi esposo me pidió que trajera —dijo Phelia con aspereza. Clara podía oír el miedo y la desesperación en su voz. Sintió una oleada de orgullo por el valor de la mujer.

—Está aquí —comentó el sacerdote. Su voz tenía un extraño y desagradable matiz pulsante—. Has cometido un error. Está en la habitación que está detrás de ti.

—Te digo que allí no hay nadie.

—Escucha. Escucha. Has cometido un error —repitió el sacerdote—. Está en la habitación de ahí detrás. Si llamas a la puerta responderá.

A juzgar por la expresión del rostro del guardia, Clara estaba bastante segura de que ya habrían reducido a golpes a cualquiera que no fuera la señora de la casa. Habría llamado a los refuerzos. En lugar de eso, el hombre se volvió para golpear la puerta de roble. Vincen Coe lo sorprendió y, sin darle tiempo a reaccionar, le rodeó el cuello con un brazo y lo levantó en vilo. El hombre tosió y pataleó, con una mano clavada en el brazo de Vincen. Clara cerró los ojos; le pareció que oírlo era peor que verlo. Transcurrió un lapso interminable antes de que el guardia se quedara inmóvil. Vincen depositó el cuerpo en el suelo y se levantó con la espada desnuda del hombre en la mano. Phelia extrajo una llave de una de sus mangas, la colocó en la cerradura y un instante después todos estaban en el estudio de Feldin Maas.

Vincen llevó una vela del pasillo y encendió las lámparas con ella. La habitación se fue iluminando poco a poco, como una especie de amanecer sombrío y silencioso. Había estantes de madera oscura y un fino escritorio con un tintero de metal y el penacho blanco de una pluma. Era un espacio mayor que el previsto por Clara. En ausencia de ventanas, unas marcas claras y oscuras en forma de retícula le hicieron pensar en que la habitación había sido una bodega. Phelia avanzó hacia los estantes como si caminara dormida. De entre el desorden de rollos y códices, cogió una sencilla caja de madera cuya tapa tenía bisagras de cuero y estaba cerrada con un gancho. Se la tendió a Geder Palliako.

—Están cifradas —afirmó ella—. No conozco el código.

Geder sonrió al coger la caja, como un niño con un regalo inesperado. En cuanto se la hubo dado, Phelia se encerró en sí misma, como si sus huesos se hubieran tornado blandos y más pequeños.

—Gracias, querida —dijo Clara—. Era el único modo. Sabes que lo era.

Le dolió ver su encogimiento de hombros.

—No entiendo cómo ha llegado tan lejos. De verdad que no lo entiendo. Si hubiera podido…

El rugido fue inhumano. De furia, fuego y asesinato transformados en sonidos. Clara gritó antes de saber qué era.

—¿Qué demonios ha sido eso?

Feldin Maas estaba de pie en la puerta con la espada desnuda en su mano. Lo acompañaban otros dos hombres. Bloqueaban la entrada.

«Si cierra esa puerta —pensó Clara—, estaremos atrapados. Y si nos atrapa, estaremos muertos».

—No, Feldin —dijo Phelia—. Es lo correcto. Es lo que tenemos que hacer. Lord Palliako me ha prometido misericordia. De cualquier modo, ya lo sabía todo.

—¿Los has traído aquí? ¿Me has traicionado?

—Yo…

La espada de Maas hendió el aire, rápida como un rayo. Desde detrás de su prima, Clara no vio como se hundía la punta en su víctima, pero oyó el sonido que produjo al hacerlo. Vio el horrible juego de expresiones en la cara de Maas: sorpresa, horror, tristeza y rabia. Antes incluso de ver la sangre, Clara supo que la mujer estaba muerta.

Vincen Coe pasó junto a ella como una exhalación, gritando y blandiendo la espada robada como una hoz en un prado. Maas retrocedió al pasillo, solo a causa de la fuerza animal del ataque. La puerta quedó libre por un instante. Geder Palliako estaba de pie sobre la mujer caída, con la mandíbula floja y la cara pálida. Clara lo empujó hacia la puerta.

—¡Vamos! —gritó ella—. ¡Antes de que nos deje encerrados!

Geder y el sacerdote se apresuraron. El sonido del entrechocar de espadas casi hizo detenerse a Clara. «Voy a rendirme», pensó. No le harían daño a una mujer. Un reflejo. Contra lo que le dictaba el instinto, huyó hacia donde se luchaba.

Si el pasillo hubiera sido más ancho, Feldin y sus dos guardias ya habrían rodeado a Vincen y lo habrían liquidado. En cambio, el cazador fintaba con firmeza y rapidez, llenaba el espacio con su hoja y los mantenía a raya. El sudor le caía por el rostro, y su respiración era rápida. Feldin lo miraba con ojos de duelista, aguardando una oportunidad.

—¡Corre! —gritó Vincen—. ¡Los detendré mientras pueda!

Geder Palliako no necesitó que se lo dijeran dos veces. Se volvió y echó a correr por la estancia hasta la escalera y las puertas dobles. Ella alcanzó a ver la caja de madera en su mano. Corrió cuatro pasos detrás de él, pero se volvió. El sacerdote se puso justo detrás de ella, y se retiró de la lucha, pero sin huir. Vincen hacía valer los hombros como si de un peón se tratase.

—Oh —se oyó a sí misma—. Oh, no. Esto no.

La hoja de Feldin osciló hacia arriba con fuerza, e hizo que la espada de Vincen se desviase. El guardia situado a la izquierda de Feldin lanzó una estocada. Vincen gruñó, y dio un salto hacia atrás. En la hoja del guardia había sangre. La sangre de Vincen, que se derramaba por el suelo.

—No puedes vencer —dijo el sacerdote, con voz fuerte y pulsante. Clara levantó la vista hacia él con lágrimas en los ojos, pero él sonrió y sacudió su enorme cabeza—. Lord Maas, escucha mi voz. Escúchame. No puedes vencer.

—¡Voy a arrancarte las tripas! —gritó Maas.

—No, no vas a hacerlo. Todo lo que amas ha desaparecido. Todo lo que deseabas se ha perdido. No puedes vencer. La batalla ha acabado. Ya lo has perdido todo. No tienes ningún motivo para luchar.

Feldin se lanzó hacia delante, pero hasta Clara pudo ver el cambio en su posición. Sus movimientos eran más vacilantes, y cargaba el peso sobre la pierna trasera, como si fuera reacio a continuar una pelea en la que, hacía solo un momento, estaba venciendo. Vincen retrocedió. Cojeaba de manera ostensible. Tenía los cueros rojos y húmedos. Feldin no avanzó.

—La has visto morir, lord Maas —dijo el sacerdote—. La has visto caer. Se ha ido y no puedes traerla de regreso. Escucha mi voz. Escúchame. Has perdido la batalla. Nada de lo que hagas importa ya. Puedes sentirlo. Esa sequedad en tu garganta. La sientes. Sabes lo que significa. No puedes vencer. No puedes vencer. No puedes vencer.

Uno de los guardias avanzó esgrimiendo la espada, pero no dejaba de mirar a Feldin, cuyos ojos estaban fijos en la nada. Vincen comenzó a acercarse a él, pero Clara se adelantó de un salto, le puso una mano sobre el hombro y lo hizo retroceder.

—Puedes sentir la desesperación en tu vientre, ¿no es así? La sientes —prosiguió el sacerdote. Su voz sonaba afligida, como si se arrepintiera de cada palabra que pronunciaba. Cada sílaba pulsaba y resonaba dentro de sí misma—. Lo sientes en tu corazón. Te ahogas en ello y no se va a acabar. No hay esperanza. No ahora. Nunca. No puedes vencer, lord Maas. No puedes vencer. Ya no te queda nada. Lo has perdido todo, y lo sabes.

—¿Lord Maas? —lo interpeló su guardia.

La punta de la espada de Feldin bajó hacia el suelo como si estuviera trazando una línea vertical en el aire vacío. Era difícil distinguirlo bajo la luz de las velas, pero ella creyó ver lágrimas en su rostro vacío. Los guardias se miraron entre sí, confusos e inquietos. Feldin dejó caer su espada, se giró y se alejó por el pasillo. Clara temblaba. El enorme sacerdote le puso una mano sobre el hombro, y la otra sobre el de Vincen Coe, y les dijo:

—Debemos marcharnos antes de que cambie de opinión.

Retrocedieron por el pasillo, dejando un rastro de sangre. Los guardias dieron unos pocos pasos inseguros hacia ellos, y después siguieron a su señor en su retirada. Le recordaron a Clara a perros de caza a los que les hubieran dado órdenes contradictorias. Cuando llegaron a la puerta doble, Vincen tropezó. El sacerdote lo levantó y cargó con él sobre un hombro. Tardaron unos minutos en encontrar una salida, y, lo que les pareció una eternidad, en atravesar los oscuros jardines y llegar a los confines de la propiedad de Maas, que estaban señalados por un espeso seto. Una vez allí, el sacerdote se arrodilló y dejó el cuerpo de Vincen Coe en el suelo. Había voces en la noche. Gritando y llamando. Buscándolos, pensó Clara.

—Por aquí debajo —los instó el sacerdote—. Cuídalo. Traeré el carro.

Clara se arrodilló y se abrió paso a través de las ramas y las hojas. En su parte inferior, el seto tenía algo de espacio, pero era solo un poco. Vincen Coe se arrastró detrás de ella, clavando los codos en las hojas muertas y la tierra vieja. Su cara tenía el color de la ceniza, y de vientre para abajo estaba mojado y resbaladizo. En la oscuridad, la sangre no era roja sino negra. Ella lo arrastró hacia sí todo cuanto le fue posible sin disponer de un punto de apoyo. De repente se acordó de cuando tenía trece años y se escondió en los jardines de su padre mientras uno de sus tíos iba y venía fingiendo no saber dónde estaba. Clara sacudió la cabeza. El recuerdo era demasiado inocente para un momento como ese.

Vincen se puso de espaldas con un quejido.

—¿Cuán malo es? —susurró ella.

—Desagradable —respondió Vincen.

—Si Maas usa sus perros, nos encontrará.

Vincen negó con la cabeza, y las hojas que tenía debajo del cuerpo crujieron de forma casi imperceptible.

—A estas alturas, estoy seguro de que toda la propiedad apesta a mí —dijo él—. Tardarán el resto de la noche en averiguar cuál es la sangre más fresca.

—Veo que aún te sientes lo bastante bien como para bromear.

—Sí, mi señora.

Clara hizo un esfuerzo y se levantó para espiar por entre las hojas. Los gritos habían arreciado. Y, a menos que se equivocara, se oía un entrechocar de espadas. Estaba segura de haber oído la voz de Jorey dando una orden. En los cerrados límites de su refugio, sentía tanto como oía la respiración rápida y superficial del cazador.

—Aguanta un poco más —le suplicó ella—. Solo un poco más.

Cuando él extendió su mano hacia ella, Clara pensó que podía ser el último gesto de un hombre agonizante, pero los dedos de él se curvaron sobre la nuca de ella, y la acercó con fuerza y decisión a su rostro. Sintió los ásperos labios contra los suyos, sorprendentes e íntimos y fuertes. Clara estaba estupefacta, pero al instante pensó que de perdidos al río. El joven podría estar muerto en apenas unos minutos, así que ¿qué mal podría haber en ello?

Cuando la liberó, la cabeza de él cayó los tres centímetros que la separaban del suelo y Clara se limpió la boca con el reverso de una mano llena de tierra. Sentía los labios agradablemente magullados, y la mente por momentos escandalizada, halagada y divertida.

—¡Compórtate! —exclamó ella en tono reprobatorio.

—Sí, mi señora —obedeció el cazador—. Contigo no suelo hacerlo.

Sus ojos temblaron y se cerraron. Su respiración continuaba siendo dolorosa y rápida. Clara yacía en la oscuridad, deseando que continuara, hasta que oyó unas voces que reconoció como pertenecientes a su casa, y comenzó a gritar pidiendo ayuda.