El estandarte se desplegó sobre la mesa, y el resto de la tela bermeja flotó hasta formar un montón en el suelo. El óctuple sello oscuro sobre centro pálido se había plegado sobre sí mismo, por lo que Geder se inclinó y acabó de extenderlo. Lerer se pasó la mano por la barbilla. Primero se acercó, después se alejó, se acercó una vez más y, por último, se detuvo junto al hombro de su hijo.
—Entre mi gente, este es el estandarte de tu raza —dijo Basrahip—. El color representa la sangre de la cual provienen todas las razas de la humanidad.
—¿Y esa rosa de los vientos que hay en centro? —preguntó Lerer.
—Ese es el símbolo de la diosa —respondió Basrahip.
Lerer gruñó. Avanzó una vez más y tocó la tela con dedos cuidadosos. Geder sintió que sus propios dedos se movían imitando los de su padre. Basrahip le había contado cómo los sacerdotes recogieron la tela de araña y cómo aprendieron a teñirla. El estandarte representaba el trabajo de diez vidas completas, y pasar sus manos por él había sido como tocar el viento.
—¿Y querías colgar esto en… eh… Rivenhalm?
—No —respondió Geder—. Pensaba izarlo en el templo, aquí en Camnipol.
—Oh. Está bien —asintió Lerer—. El templo.
El camino de regreso desde el templo escondido de las montañas de Sinir había sido mil veces más placentero que el viaje de ida. Al final de cada día, Basrahip se sentaba con él junto al fuego y escuchaba cualquier anécdota o historia que Geder pudiera recordar. Se reía de las divertidas, y se ponía pensativo con las trágicas. Hasta los sirvientes, que al principio no conseguían ocultar su incomodidad ante la compañía del sumo sacerdote, se habían calmado mucho antes de llegar a la frontera entre el Keshet y Sarakal. A Geder le sorprendió un poco el que Basrahip estuviera al tanto de qué trayecto recorrerían. El sacerdote le había explicado que aunque el mundo humano se había rehecho, colapsado y vuelto a rehacer incontables veces desde que el templo de la diosa araña se hubo retirado del mundo, los caminos del dragón no habían cambiado. Tal vez él no supiera dónde acababa un país y dónde comenzaba otro, ni cuál era el curso de un río, porque esas cosas cambiaban con el tiempo. Pero los caminos eran eternos.
Cuando se detuvieron en Inentai para darles un descanso a los caballos y reabastecerse, Basrahip había vagado por las calles como un niño, con la boca abierta de asombro ante cada nuevo edificio. A Geder se le ocurrió en ese momento que, en cierto modo, el sacerdote y él no eran tan diferentes. Basrahip había vivido una vida de cuentos sobre el mundo, pero nunca en el mundo propiamente dicho. Y la vida de Geder había sido muy semejante, solo que su templo personal y privado había sido construido con libros y tallado con sus deberes y obligaciones. No obstante, en comparación, Geder era un hombre de mundo. Había visto a los kurtadam y a los timzinae, a los cinnae y a los tralgu. Basrahip solo conocía a los primera sangre y, de hecho, solo a aquellos que se le parecían y a los aldeanos de cerca del templo. Ver a un primera sangre con piel oscura o con pelo claro era para él una revelación tan profunda como el descubrimiento de una nueva raza.
Mientras lo veía moverse por las calles y caminos, primero de manera titubeante y después cada vez con mayor seguridad, Geder alcanzó a entender a qué se refería su padre cuando hablaba del placer de observar cómo descubre el mundo un niño. Geder se descubrió prestándole atención a cosas que había soslayado y dado por sentadas solo porque asombraban a su nuevo amigo y aliado. Cuando llegaron a Camnipol, al final del verano, Geder casi lamentó que el viaje tocara a su fin.
Aparte de eso, su padre parecía extrañamente incómodo con sus descubrimientos.
—Supongo que no has escogido un sitio para este nuevo templo, con la diosa perdida y todo eso.
—Estaba pensando en un lugar cerca de la Torre del Rey —dijo Geder—. Está el viejo salón del gremio de tejedores. Lleva años vacío. Estoy seguro de que les gustará que alguien se los quite de encima.
Lerer refunfuñó una evasiva. Basrahip empezó a plegar otra vez el estandarte del templo. Lerer saludó al sacerdote con una inclinación, agarró a Geder por el codo y lo condujo con suavidad hasta el pasillo como quien no quiere la cosa. Geder no era consciente de que su padre lo estaba alejando de Basrahip. La oscura piedra absorbía toda la luz del día, y los sirvientes sintieron de repente que requerían su presencia en otros sitios.
—Ese ensayo… —comenzó Lerer—. ¿Todavía trabajas en él?
—No, la verdad es que no. Se ha desbordado. La idea era dar con la región más probable que se pudiera asociar con Morade y la caída del Imperio del Dragón. Pero ahora tengo a la diosa, la historia del templo y mucho más. Apenas he comenzado a entenderlo. No tiene sentido que escriba más hasta que sepa sobre qué estoy escribiendo, ¿no te parece? ¿Y tú cómo estás? ¿Hay noticias nuevas?
—Me hacía ilusión leer ese ensayo —respondió Lerer, casi para sí mismo. Alzó la vista con una sonrisa forzada—. Estoy seguro de que todos los días llegan noticias nuevas, pero de momento he conseguido evitar oírlas. Esos cabrones y sus juegos cortesanos. Podría vivir hasta que volvieran los dragones, y aun así no les perdonaría lo que te hicieron en Vanai.
Aquella palabra consiguió que a Geder se le hiciera un nudo en el estómago. Las líneas de las comisuras de los labios de Lerer eran la pena y la ira grabadas en su piel. Geder tuvo el irreal impulso de extender el pulgar y alisarlas de nuevo.
—En Vanai no sucedió nada malo —dijo Geder—. Sí, vale, se incendió. Eso no fue bueno. Pero no es tan malo como parece. Está bien, quiero decir. Al final.
Lerer lanzó una mirada escrutadora al interior de Geder. Este tragó. No tenía ni idea de por qué le latía el corazón con tanta rapidez.
—Al final. Como dices tú —replicó Lerer, y le puso una mano en el hombro a Geder—. Cuánto me alegro de que estés de vuelta.
—Y yo de haber regresado —contestó Geder, demasiado rápido.
El mayordomo se anunció mediante una tos queda, y avanzó por el pasillo.
—Perdonadme, mis señores, pero ha llegado Jorey Kalliam, y pregunta por sir Geder.
—¡Oh! —exclamó Geder—. Todavía no ha visto a Basrahip. ¿Dónde está? No lo habrás dejado en el jardín, ¿verdad?
La mano de Lerer cayó del hombro de su hijo. Geder tuvo la sensación de que, de algún modo, había dicho algo incorrecto.
—Su señoría está en la sala principal —anunció el mayordomo.
Cuando entró Geder, Jorey se levantó de la silla junto a la ventana. La temporada que llevaba en la ciudad le había redondeado un poco las facciones. Geder sonrió y los dos hombres se quedaron mirándose. Geder interpretó su propia incertidumbre en la expresión de Jorey. ¿Debían darse la mano, abrazarse o saludarse de un modo formal? Cuando Geder se rio, Jorey, que sonreía con timidez, lo secundó.
—Veo que has vuelto de los territorios salvajes —comenzó Jorey—. Los viajes te sientan bien.
—¿De verdad? Creo que estuve a punto de echarme a llorar por poder dormir de nuevo en una cama de verdad. Salir de campaña puede ser una sucesión de incomodidades e indignidades, pero al menos nunca tuve que preocuparme de que me asesinaran unos bandidos.
—Hay cosas peores que un bandido bueno y honesto. Aquí te echamos de menos. ¿Oíste lo que pasó?
—Todos exiliados —respondió Geder, intentando aparentar un tono hastiado—. No sé si podría haber sido de ayuda. Apenas tomé parte, salvo que evité que se cerrara la puerta.
—Ese era el mejor papel posible en toda esa confusión —respondió Jorey.
—Tal vez sea así.
—Bien.
Sobrevino un silencio incómodo. Jorey volvió a sentarse, y Geder avanzó. La sala principal era pequeña, como todas las salas que tenían los Palliako en Camnipol. Las sillas eran de cuero, y estaban rígidas y cuarteadas por el tiempo. El olor del polvo nunca se iba del todo. De la calle llegaban los ruidos de los cascos contra el empedrado, y los conductores que reñían. Jorey se mordió el labio.
—He venido a pedirte un favor —comenzó, y sonó como una confesión.
—Tomamos Vanai juntos. La incendiamos juntos. Salvamos Camnipol —dijo Geder—. No tienes que pedirme favores. Solo dime lo que necesitas que haga.
—Se supone que eso lo hará más fácil, ¿no? Pues muy bien. Mi padre cree que ha descubierto una conjura contra el príncipe Aster.
Geder se cruzó de brazos.
—¿Lo sabe el rey?
—El rey ha escogido no saberlo. Y ahí es donde entras tú. Creo que puedo reunir pruebas. Cartas. Pero me temo que si se las llevo al rey Simeon, pensará que las he falsificado. Necesito a otra persona. Alguien en quien él confíe o, por lo menos, de quien no desconfíe.
—Desde luego —aceptó Geder—. Por supuesto. ¿Quién es el traidor?
—El barón de Ebbinbaugh —respondió Jorey—. Feldin Maas.
—¿El aliado de Alan Klin?
—Y el de Curtin Issandrian, si vamos al caso, sí. La esposa de Maas es prima de mi madre, algo que Dios sabe que no parece un gran nexo de unión, pero es lo que hay. Ella, la esposa, quiero decir. No mi madre. Ella parece saber más de lo que dice. No hay duda de que está asustada. En este momento, mi madre le ha organizado unas lecciones con el maestro de labores con el fin de ganarse su confianza.
—¿Pero ella no ha confesado nada? ¿Te dijo con certeza qué está ocurriendo?
—No, todavía estamos en el territorio de las sospechas y los temores. No hay ninguna prueba. Pero…
Geder levantó la palma de la mano hacia Jorey.
—Quiero presentarte a alguien —le confesó.
La última vez que Geder había estado en la mansión Kalliam había sido adornada para una celebración en su honor. Sin las flores y los gallardetes y el crepé, se hacía visible la austeridad y la magnificencia de la arquitectura. Los sirvientes, con sus libreas, tenían la rígida actitud de un guardia privado. El cristal de las ventanas no tenía ni una mota de polvo. Las voces de mujeres que llegaban de la sala de estar eran amables y apropiadas, aunque no entendía sus palabras exactas. Basrahip se sentó en un taburete en un rincón. Sus anchos hombros y su expresión vagamente divertida lo hacían parecer un niño que volviera a visitar una casa de juegos que le había quedado pequeña. El corte austero y la tela basta y sin color de su túnica lo identificaban como alguien que no pertenecía a la Corte.
Jorey estaba sentado ante un escritorio, jugueteando con una pluma, sin escribir nada realmente. Geder caminaba de un lado a otro detrás de un largo sillón tapizado en damasco. Deseaba que le gustaran las pipas. La ocasión parecía exigir la gravedad del humo.
El volumen del coro de voces femeninas se elevó y el duro golpeteo de unos zapatos formales llegó desde la entrada, más fuerte primero y más suave cuando pasaron. No habían entrado. Geder se acercó a la puerta, pero Jorey le hizo una seña para que retrocediera.
—Madre saldrá afuera a hablar con las demás —dijo él—. Regresará en un momento.
Geder asintió y, fieles a lo que había dicho Jorey, las voces se redujeron a un dueto. Cuando las mujeres entraron en la habitación, Jorey se puso de pie. Basrahip lo siguió un momento después. Geder había bailado con la baronesa Osterling Fells en su celebración, pero entre los meses y el torbellino de bebida y confusión que había sido el momento, no la habría reconocido. Ahora podía ver cómo habían influido sus rasgos en los de Jorey, sobre todo alrededor de los ojos. La sorpresa rozó su expresión y se desvaneció; menos que el aleteo de una polilla. Detrás de ella vio a una mujer de apariencia enclenque, con el rostro enjuto y ojos oscuros. Debía de ser Phelia Maas.
—Oh, disculpadme —se excusó Clara Kalliam—. No pretendía interrumpir, cariño.
—En absoluto, madre. Esperábamos que os unierais a nosotros. ¿Te acuerdas de Geder Palliako?
—¿Cómo podría olvidarme del hombre que sostuvo la puerta oriental? No te he visto en la Corte esta temporada, señor, pero entiendo que has estado de viaje. ¿Alguna clase de expedición? Permíteme presentarte a mi prima Phelia.
La mujer de ojos oscuros entró en la sala y le extendió la mano a Geder. Su sonrisa demostraba alivio, como si hubiera estado temiéndose algo que ahora creía que no había sucedido. Geder hizo una reverencia y vio cómo se alzaban las cejas de lady Kalliam al notar la presencia del sacerdote en el rincón.
—Señoras —prosiguió Jorey—. Este es Basrahip. Es un hombre santo a quien Geder ha traído de su viaje al Keshet.
—¿De verdad? —preguntó lady Kalliam—. No sabía que coleccionaras sacerdotes.
—Yo tampoco me lo esperaba —terció Geder—. Pero, por favor, señoras, ¿no os sentáis?
Según su plan, Geder sentó a Phelia Maas en el sillón, de espaldas a Basrahip y después se sentó frente a ella. Jorey regresó a su sitio ante el escritorio y su madre escogió una silla que, por suerte, no impedía a Geder ver al sacerdote.
—Maas —dijo Geder, como si recordara algo. En realidad, había planeado exactamente lo que iba a decir—. Tuve un Alberith Maas a mi servicio en Vanai. ¿Un pariente tuyo?
—Sobrino —dijo Phelia—. Sobrino de mi esposo. Alberith te ha mencionado a menudo desde su regreso.
—Entonces, ¿eres la baronesa de Ebingabugh? —preguntó Geder—. Sir Klin fue mi comandante en la campaña de Vanai. Tu esposo y él son amigos, ¿no es así?
—Oh, sí —dijo Phelia con una sonrisa—. Klin es un amigo querido y cercano de Feldin.
Detrás de ellas, Basrahip tenía la mirada fija en algún punto entre él y los demás. Su rostro estaba impasible, como si escuchara con atención algo que solo él podía oír. Negó una vez con la cabeza. «No».
—Ha habido una disputa, ¿verdad? Estoy seguro de haber oído algo así —dijo Geder, fingiendo un conocimiento casual que no tenía. El rostro de la mujer se inmovilizó, salvo por los ojos, que miraron a Geder primero, a lady Kalliam después y de nuevo a Geder. El modo en que sostenía las manos y la posición de la comisura de sus labios denotaban temor. Geder sintió que un agradable calor le crecía lentamente dentro del pecho. Iba a funcionar. Junto a él, la madre de Jorey lo miraba interesada.
—Estoy segura de que no has oído bien —decía Phelia—. Alan y Feldin se llevan mejor que bien.
«No».
—Siempre me ha caído bien, sir Klin —dijo Geder, por el simple placer de poder mentirle a una mujer que no podía mentirle a él—. Me sentí muy mal cuando oí que lo habían culpado por la revuelta. Espero que tu esposo no haya sufrido por ese asunto.
—No, no, gracias. Tuvimos mucha suerte.
«Sí».
—Sir Palliako —dijo lady Kalliam—, ¿a qué debemos el placer de tu compañía?
Geder miró a Jorey, y después a lady Kalliam. Había pensado hacer unas cuantas preguntas inofensivas, obtener el conocimiento que pudiera, descubrir lo que se pudiera descubrir. Había pensado en avanzar lentamente. El modo en que la mujer se ponía cada vez más tensa, la fragilidad de su sonrisa, el aroma del miedo que le llegaba de ella, dulce como el de las rosas, indicaban que no decía la verdad. No podía asustarla tanto como para que abandonara el lugar, pero sí podía asustarla mucho. Geder le sonrió a lady Kalliam.
—Bueno, la verdad es que albergaba la esperanza de que me presentarais a la baronesa de Ebbinbaugh. Quisiera hacerle algunas preguntas. He pasado toda la temporada de viaje —dijo con tono cordial—. He estado estudiando la revuelta. Sus raíces. Sus consecuencias.
El color había abandonado el rostro de Phelia Maas. Su respiración era rápida y superficial, como la de un gorrión atrapado en un puño, a punto de morir de miedo.
—No puedo imaginarme qué pueda haber para estudiar —dijo ella, con voz menguante y débil.
Geder descubrió que le resultaba más fácil sonreír cuando su sonrisa no era sincera. Fuera, una campana de viento recitaba su percusión errática e idiota. Tanto Jorey como su madre permanecían en perfecta inmovilidad. Geder entrelazó los dedos sobre una de sus rodillas.
—Lo sé todo, lady Maas —dijo él—. El príncipe. La revuelta. La campaña de Vanai. La mujer.
—¿Qué mujer? —exhaló ella.
Geder no tenía la menor idea de qué mujer podía ser esa, pero sin duda había alguna mujer en medio de todo aquello. No importaba.
—Di algo. Escoge cualquier detalle. Incluso cosas que no imaginarías nunca que alguien más pueda saber y yo te diré si son verdad o no.
—Feldin no tuvo nada que ver con ello —lo defendió ella. Geder no necesitó mirar a Basrahip.
—Eso no es verdad, lady Maas. Sé que estás asustada, pero he venido a ayudaros a ti y a tu familia. Puedo hacerlo. Pero necesito saber que puedo fiarme de ti. ¿Lo ves? Dime la verdad. No importa, porque se trata de cosas que yo ya sé. Dime cómo comenzó. Solo eso.
—Fue el embajador de Asterilhold —aclaró ella—. Se comunicó con Feldin hace un año.
«No».
—Me estás mintiendo, baronesa —dijo Geder, con mucha suavidad—. Inténtalo de nuevo.
Phelia Maas se estremeció. Parecía una de esas cosas hechas de hebras de caramelo, casi demasiado delicada como para soportar su propio peso. Abrió la boca, la cerró, tragó.
—Había un hombre. Iba a formar parte del consejo de granjeros.
«Sí».
—Sí. Ya sé a qué te refieres. ¿Puedes decirme cómo se llama?
—Ucter Anninbaugh.
«No».
—No se llamaba así. ¿Puedes decirme cómo se llama?
—Ellis Newport.
«No».
—Yo puedo ayudarte, baronesa. Puede que yo sea el único hombre en Camnipol que pueda hacerlo. Dime su nombre.
Sus ojos muertos se dirigieron a los de él.
—Torsen. Torsen Aestilmont.
«Sí».
—Ahí lo tienes —zanjó Geder—. No ha sido tan difícil, ¿verdad? ¿Comprendes ahora que tu esposo y tú no tenéis ningún secreto para mí?
La mujer asintió una vez. Su mentón comenzó a contraerse de manera espasmódica, sus mejillas enrojecieron, y un latido después, estaba berreando como un niño. La madre de Jorey se abalanzó hasta su lado y le puso un brazo sobre los hombros. Geder se sentó y observó. Su corazón latía con rapidez, pero sus miembros estaban flojos y relajados. Cuando le negó a Alan Klin el secreto de las riquezas de Vanai, se había sentido estimulado, jubiloso. Cuando tomó la decisión de quemar Vanai, había sentido una franca ira. Quizás hasta satisfacción. Pero no estaba seguro de haberse sentido nunca, antes de ahora, saciado.
Se levantó y caminó hasta donde estaba Jorey. Los ojos del hombre estaban abiertos como platos. Impresionado casi hasta el extremo de la credulidad. Geder abrió sus brazos.
«¿Lo ves?».
—¿Cómo lo has hecho? —susurró Jorey—. ¿Cómo lo has sabido? —En su voz había un temor reverencial.
Basrahip estaba a menos de tres pasos de distancia. La enorme cabeza de toro todavía estaba inclinada. Los grandes dedos curvados unos sobre otros, una mano entrelazada con la otra. Los sollozos de Phelia Maas eran como una tormenta en el mar, y el arrullo de promesas y consuelo que lady Kalliam le murmuraba no habían echado ni una pizca de aceite en el agua. Geder se acercó al gigante, y se inclinó tanto a él que sus labios rozaron las orejas del hombre.
—Construiré todos los templos que desees, eternamente.
Basrahip sonrió.