—No quiero saber nada de eso —dijo el rey Simeon. Los meses no habían sido amables con él. Ahora su piel era más gris que antes, y sus labios tenían un color azul insalubre. El sudor le perlaba la frente, aunque la habitación no estaba especialmente caliente—. Dios, Dawson. Escúchate. Llevas un día de vuelta del exilio, ¡uno!, y ya estás otra vez con lo mismo.
—Pero si Clara tiene razón, y Maas está conspirando contra la vida de Aster…
Simeon estampó la mano en la mesa. La sala de audiencias resonó con el ruido y el silencio que siguió solo era roto por el canto de los pinzones y el gorgoteo de la fuente que había del otro lado de la ventana. Los guardias apostados detrás de la pared del fondo permanecieron impávidos, como siempre. Sus armaduras exhibían los colores negro y oro de la ciudad; en sus cinturas, las espadas descansaban dentro de las vainas. Dawson se preguntó qué habrían dicho si les hubieran preguntado. Alguien tenía que hacer razonar a Simeon, aunque era obvio que ese alguien no era él.
—Si no es su vida, serán las de alguien más —se defendió Dawson.
—Soy tu rey, barón Osterling. Soy perfectamente capaz de gobernar con seguridad este reino.
—Simeon, eres mi amigo —le imploró Dawson con suavidad—. Sé como suenas cuando estás asustado hasta la médula. ¿Puedes posponerlo hasta el año entrante?
—¿Posponer el qué?
—Entregar a tu hijo. Designar a su protector. La corte se acabará dentro de tres semanas. Limítate a decir que los sucesos recientes te han distraído de la decisión. Tómate tu tiempo.
Simeon se puso de pie. Caminó como un anciano. Del otro lado de la ventana las hojas todavía estaban verdes, pero menos que antes. El verano moría, el verde no tardaría en desaparecer, y el rojo y el oro se adueñarían de los campos. Colores hermosos, sin duda, pero de muerte.
—Maas no tiene ninguna razón para desearle el mal a Aster —dijo Simeon.
—Está en contacto con Asterilhold. Está trabajando con ellos…
—Y tú trabajaste con Maccia para reforzar Vanai. Lord Daskellin bailó con la Costa Norte. Lord Tremontair mantiene asignaciones con el embajador de Borja, y el año pasado lord Aminnin pasó más tiempo en Hallskar que en Antea. ¿Debo matar a todos los nobles que tienen relaciones fuera del reino? Tú no sobrevivirías. —El aliento de Simeon era rápido y superficial. Se apoyó en el alféizar de la ventana para no perder pie—. Cuando mi padre murió, tenía un año menos que yo ahora.
—Me acuerdo.
—Maas tiene aliados. Todos lo que quieren a Issandrian y a Klin se volvieron hacia él cuando ellos se fueron.
—Los míos se volvieron hacia Daskellin.
—Tú no tienes aliados, Dawson. Tienes enemigos y admiradores. Ni siquiera pudiste mantener al joven Palliako cerca de ti cuando era el héroe del momento. Lerer prefirió enviarlo al otro extremo del mundo antes que permitir que le hicieras otro homenaje. Enemigos y admiradores.
—¿Y entre cuáles te cuentas, majestad?
—Entre las dos cosas. Desde que me quitaste a aquella muchacha cinnae en el torneo, cuando teníamos doce años.
Dawson se rio entre dientes. La sonrisa del rey apenas fue un tímido intento, y un momento después también se estaba riendo. Simeon volvió y se derrumbó sobre su silla.
—Sé que no lo apruebas, pero créeme cuando te digo que hago todo lo que puedo. Hay muchas cosas que compensar, y estoy muy cansado. Estoy insoportablemente cansado.
—Al menos, no le entregues a Aster a Maas. No me importa si en este momento es el hombre más influyente de la Corte. Búscate a otro.
—Gracias por tu consejo, viejo amigo.
—Simeon…
—No. Gracias. Eso es todo.
En la antecámara, los sirvientes le devolvieron a Dawson su espada y su daga. Parecía que habían pasado años desde que Simeon insistiera en la vieja formalidad de acudir desarmado a la audiencia privada. Hasta ese extremo habían llegado las cosas. Dawson todavía se estaba ajustando la hebilla cuando salió. El aire era cálido, y el sol brillaba con fuerza en el cielo, pero la brisa se hacía notar. El aire suave y apremiante del verano había desaparecido. La estación cambiaba otra vez. Dawson rechazó la mano que le ofrecía el lacayo y se subió al carruaje por sus propios medios.
—¿Mi señor? —preguntó el conductor.
—Al Gran Oso —ordenó Dawson.
El látigo restalló y el carruaje se alejó tambaleándose, dejando atrás las macizas torres y las marciales puertas de la Torre del Rey. Dawson se repantigó en el asiento; las sacudidas y los golpes le enviaron punzadas de dolor a la espalda. El desgaste producido por el viaje de regreso a Osterling Fells, primero, y por haberse pasado la mayor parte del día esperando a que su majestad le concediera una audiencia, después, había sido mayor que antaño.
Cuando era joven, cabalgaba desde Osterling Fells hasta Camnipol, y solo se detenía para cambiar el caballo. Llegaba antes del baile de la reina, y podía estar bailando hasta el amanecer. Casi siempre, con Clara. Parecía una historia que le hubiera oído contar a otro, salvo que él todavía podía ver el vestido que llevaba ella, y oler el perfume de su cuello. Dejó a un lado el recuerdo de la juventud de su esposa antes de que eso lo excitara. Quería caminar erguido cuando llegara al club y, si bien era viejo, no estaba muerto.
La Fraternidad del Gran Oso se alzó ante el carruaje, con su fachada de piedra negra y pan de oro de la Ciudad Inmortal. Las calles estaban repletas de coches y carruajes cuyos conductores intentaban estacionarse en el mejor sitio para que sus amos caminaran lo menos posible desde el vehículo hasta la entrada. El aire apestaba a excrementos frescos de caballo convertidos en pasta por el pisoteo de cien cascos. Dawson jugó con la idea de bajarse donde estaba y caminar hacia el club solo para escaparse, pero eso estaba por debajo de su dignidad, así que se conformó con insultar al conductor por su lentitud e incompetencia. Para cuando los lacayos del club salieron a toda prisa con un escalón para él, casi se sentía mejor.
Dentro, el club era un tejido hecho de humo de pipa, calor y música arrinconada en favor de la conversación. Dawson le entregó su chaqueta a una criada que le dirigió una reverencia y se escabulló. Cuando entró en la gran sala, media docena de hombres se volvieron hacia él, y aplaudieron su regreso con diverso grado de placer y sarcasmo. Enemigos y admiradores. Dawson hizo una reverencia que podía interpretarse como un gesto de agradecimiento o un insulto, según a quién se la dirigiera; aferró una copa de cristal con vino generoso y continuó hacia las salas más pequeñas de la izquierda.
En el centro de una de las salas había una gran mesa redonda. Una docena de hombres se sentaban alrededor de ella. Muchos de ellos hablaban a la vez. Entre la multitud de cuerpos y mentes vio el largo cabello de Issandrian y el rostro ingenuo de sir Klin. Issandrian lo vio y se puso de pie. Saludó a Dawson con una inclinación, en lugar de una reverencia. Podría haber sido un engaño producido por la luz, pero el hombre parecía disminuido. Como si el exilio realmente hubiera sido una lección de humildad para él. Los demás asistentes guardaron silencio y cayeron en la cuenta de que estaba sucediendo algo a su alrededor, aun cuando fueran demasiado lerdos como para saber de qué se trataba. Dawson desenvainó su daga e hizo un saludo de duelista. Issandrian sonrió en lo que podría haber sido un gesto de aprobación.
En el fondo de la sala había estancias para reuniones privadas, la más pequeña de las cuales apenas era más grande que un carruaje. Los sillones de piel negra absorbían la escasa luz que daban las velas. Daskellin estaba sentado en un rincón desde donde podía ver a quienquiera que entrase. Tenía la espalda contra la pared y la espada envainada, pero a mano.
—Bien —comenzó Dawson, y se sentó en el sillón de enfrente—. Veo que en mi ausencia has dilapidado todos nuestros avances.
—Yo también me alegro de verte —dijo Canl Daskellin.
—¿Cómo hemos pasado de defender con éxito Camnipol de las espadas extranjeras a apoyar a Feldin Maas? ¿Puedes explicármelo?
—¿Prefieres la respuesta larga o la corta?
—¿La larga será menos fastidiosa?
Daskellin se inclinó hacia delante.
—Maas tiene apoyos, y nosotros no. Yo los tenía. O creí que los tenía. Después cambió un balance general, o algo así, y Clark se largó a Kirancour.
—Eso te pasa por juntarte con un banquero.
—No volverá a ocurrir —dijo Daskellin con tono sombrío.
Era lo más parecido a una disculpa que Dawson esperaba conseguir. Dejó que el asunto se diluyera. Vació su vaso, se inclinó hacia la puerta y dio unos golpecitos con el puño hasta que apareció una criada y le volvió a llenar el vaso.
—Entonces, ¿dónde estamos? —preguntó Dawson cuando se hubo ido la muchacha.
Daskellin sacudió la cabeza, haciendo sonar el aire mientras exhalaba entre los dientes apretados.
—Si esto acaba en el campo de batalla, nos las arreglaremos. Todavía hay suficientes terratenientes que odian Asterilhold, y será fácil reunirlos.
—¿Y si Aster muere antes de subir al trono?
—Entonces, roguemos con fervor por que la sucesión al cetro real de su majestad todavía funcione, porque un nuevo heredero varón es nuestra mayor esperanza. He hecho que mis genealogistas estudiaran los archivos de la sangre, y Simeon tiene un primo en Asterilhold con derechos legítimos.
—¿Legítimos? —preguntó Dawson inclinándose hacia delante.
—Me temo que sí, y esto no te lo puedes imaginar. Es partidario del principio del consejo de granjeros. Perdemos el cuarto de nuestro apoyo que tiene más sentido que agallas. Los demás se congregarán alrededor de Oyer Verennin o, tal vez, de Umansin Tor, que también tienen derecho a reclamar el Trono. Si Asterilhold apoya a su hombre con la ayuda del grupo que han reunido Maas e Issandrian, nos enzarzaremos en una guerra civil y la perderemos.
Daskellin batió palmas una vez. La vela que estaba encima de él chisporroteó. En los pasillos del club, una criada gritó y un hombre se rio. El vino generoso de Dawson le sabía ahora más amargo que cuando había comenzado a beberlo. Dejó el vaso.
—¿Podría haber sido este el plan desde el principio? —preguntó Dawson—. ¿Maas estaba utilizando a Issandrian y a Klin y toda esa cháchara sobre el consejo de granjeros con esta única finalidad? Puede que durante todo este tiempo hayamos estado apuntando al blanco incorrecto.
—Es posible —contestó Daskellin—. O tal vez vio esa posibilidad y decidió aprovecharla. Tendríamos que preguntarle a Feldin, pero sospecho que podría no respondernos con la verdad.
Dawson tamborileó sobre el borde de la copa, y el cristal sonó con suavidad.
—No podemos permitir que Aster muera —dijo Dawson.
—Todo muere. Hombres, ciudades, imperios. Todo —respondió Daskellin—. El asunto es cuándo.
Dawson cenó con su familia en el comedor. Cerdo asado con manzanas, calabaza caramelizada y pan fresco horneado con dientes de ajo enteros. Un mantel de lino cubría la mesa. Los platos de cerámica eran de Far Syramys, y los cubiertos, de plata pulida. Un plato de cenizas servido sobre escoria de hierro le habría hecho el mismo efecto.
—Ha regresado Geder Palliako —comentó Jorey.
—¿De verdad? —respondió Clara—. No recuerdo adónde se había ido. No era al sur, sin duda; allá hay mucha gente que tenía amigos y familia en Vanai. No puedes esperar que te colme de honores alguien a cuyo primo acabas de matar. No sería realista. ¿Estuvo en Hallskar?
—En el Keshet —explicó Jorey con la boca llena de manzana—. Ahora su favorito es un curandero.
—Me alegro por él —dijo Clara. Hizo sonar la campanilla para que acudiera la criada, y después, con el ceño fruncido—: No necesitamos ofrecerle más banquetes, ¿no?
—No —respondió Dawson.
Desde luego, estaba al corriente de lo que estaban haciendo. Jorey sacaba a colación temas extraños y triviales. Clara parloteaba sobre ellos y lo transformaba todo en una pregunta que Dawson debía responder. Era la estrategia que usaban siempre en tiempos difíciles para levantarle el ánimo. Aquella noche la carga era demasiado pesada.
Había sopesado la idea de matar a Maas. Sería difícil, por supuesto. Un ataque directo sería imposible. En primer lugar, era algo previsible, por lo que estaría custodiado. En segundo lugar, si el intento fracasaba, atraería aún más simpatías hacia Maas en la corte. La idea de desafiarlo a un duelo y dejar que algo saliera mal le parecía interesante. Maas y él se habían batido a duelo lo bastante a menudo como para que no pareciera algo planeado, y a veces los duelistas resbalaban. Las hojas penetraban más profundamente de lo previsto. Tenía que soslayar el hecho de que Feldin era más joven y fuerte, y de que había perdido su último duelo porque Dawson era más listo. Con todo, la idea le atraía.
—El hecho es que el barco se hunde, y estamos achicando el agua con un colador —dijo Barriath en el momento en que entraba la sirvienta.
—¿Así que…? —preguntó Jorey.
—Simeon es mi rey, y bastaría una palabra suya para que yo diera mi vida por él, como todos —prosiguió Barriath—, pero ya no es dueño de sus actos. Padre detuvo la locura de Edford Charter, y ahora nos las vemos con conspiraciones desde Asterilhold. Si las detenemos, habrá otra crisis después, y otra después de esa, y otra más.
—No creo que sea una conversación apropiada para la mesa, cariño —dijo Clara mientras aceptaba una nueva copa de vino que le ofrecía la criada.
—Ah, déjalo hablar —la conminó Dawson—. En cualquier caso, este asunto ocupa todos nuestros pensamientos.
—Por lo menos espera a que el servicio se haya retirado —le reprochó Clara—. O quién sabe qué pensarán de nosotros en los barrios de la servidumbre.
La criada se retiró, ruborizada. Clara observó mientras la puerta se cerraba, y después asintió mientras se dirigía a su hijo mayor.
—Antea necesita un rey —afirmó Barriath—. Y en lugar de ello, tiene a un abuelo bondadoso. No me gusta ser quien trae las malas noticias, pero en la armada ya lo sabe todo el mundo. Si no fuera porque lord Skestinin alienta a los capitanes a aplicar el látigo y arrojar a los alborotadores a los peces, ya habríamos tenido un motín. Por lo menos uno.
—No me lo puedo creer —dijo Clara—. Amotinarse es muy grosero y estrecho de miras. Estoy segura de que nuestros hombres de la armada del rey no caerían tan bajo.
Barriath se rio.
—Madre, si realmente quieres tener una conversación poco apropiada en la mesa, puedo contarte cuán bajo caen a veces los marineros.
—Pero Simeon es el rey, y Aster es un muchacho —zanjó Jorey. Dawson pensó que se trataba de un valiente intento de evitar distraerlo del asunto una vez más—. No puedes aspirar a que se conviertan en personas diferentes de las que son.
—Estoy de acuerdo contigo, muchacho —convino Dawson—. Pero me gustaría no estarlo.
—Lo mejor —prosiguió Barriath— sería que Simeon buscara a alguien con coraje para custodiar a Aster, y después abdicara. Una regencia podría durar unos ocho o diez años, y para cuando Aster asumiera la Corona, el reino estaría en orden.
Jorey expresó su mofa con un resoplido, y el rostro de Barriath se endureció.
—Apiádate de nosotros —dijo Jorey—. Un regente que pudiera resolver todos los conflictos del reino en una década, probablemente no dejaría su regencia con tanta facilidad. Sería rey.
—Tienes razón —aceptó Barriath—. Y eso sería espantoso, ¿verdad?
—Estamos empezando a sonar de un modo espantosamente similar al de la gente a la que nos oponemos, hermano.
—Si vais a empezar a pelearos, podéis dejar la mesa ahora mismo —dijo Clara. Barriath y Jorey bajaron la vista hacia sus platos, murmurando variaciones de «lo siento, madre». Clara asintió para sí misma—. Así está mejor. Además, discutir sobre problemas como estos, que no está en vuestras manos resolver, es un derroche de energías. Tan solo tenemos que convencer a Simeon de que el pobre Feldin se ha buscado un verdadero problema con esa horrible gente de Asterilhold.
—No es tan sencillo —dijo Dawson.
—Sí que lo es —respondió Clara—. Seguramente tendrá cartas, ¿no? Eso fue lo que dijo Phelia. Que él siempre estaba metido en sus reuniones y sus cartas.
—No creo que les escriba a sus amigos extranjeros cartas con descripciones detalladas de una traición, madre —se mofó Barriath—. «Apreciado lord Fulano de Tal, me complace saber que vas a ayudarme a asesinar al príncipe».
—Sin embargo, no sería necesario que lo dijera así. No directamente —reflexionó Jorey—. Si hubiera pruebas de que Maas se escribe con ese primo que podría reclamar el Trono, tal vez bastaría.
—Siempre puedes juzgar a la gente fijándote en la gente con quien mantiene correspondencia —dijo Clara, satisfecha—. Desde luego, está el inconveniente de cómo hacerse con las cartas, pero Phelia estaba tan desesperadamente feliz de verme la última vez que no creo que resulte demasiado difícil arreglar otra invitación. No es que sea una tarea fácil, por supuesto, y por eso he recurrido al maestro de labores para que venga a enseñarnos sus patrones de tejido. El bordado es sencillo de mirar, pero el trabajo más complejo puede resultar muy abrumador. Lo que me recuerda, Dawson, cariño, que mañana necesitaré buena luz en la sala de estar. Seremos cinco porque, a fin de cuentas, resultaría un poco obvio invitar solo a Phelia. No será un problema, ¿verdad?
—¿Qué? —preguntó Dawson.
—¿La sala de estar, con buena luz? —replicó Clara, girando la cabeza hacia él y alzando las cejas sin dejar de mirar cómo cortaba la carne con el cuchillo—. Porque no se puede realizar auténticas labores en penumbras. Es…
—¿Estás cultivando tu amistad con Phelia Maas? —la interrumpió Dawson.
—Vive con Feldin —se defendió Clara—. Y con el fin de las actividades de la Corte tan cerca, no es muy prudente esperar, ¿no crees?
Había cierto brillo en sus ojos, y un punto peligroso en la comisura de sus labios. Dawson estaba seguro de que su esposa se lo estaba pasando bien. Notó cómo se le disparaba la mente para mantener el ritmo de la de Clara. Si podían convencer a Phelia de que les franqueara la entrada a unos cuantos hombres…
—¿Qué estás haciendo, madre? —preguntó Barriath.
—Salvando el reino, cariño —respondió ella—. Cómete la calabaza. Y deja de moverla por todo el plato y de fingir que te la comes. No colaba cuando eras niño, así que no entiendo por qué sigues intentándolo.
—No nos creerá —dijo Dawson—. Después de todos los reparos que he opuesto, Maas dirá que es una trampa. Pero podría bastar para que Simeon cambie de opinión y no le entregue a Aster.
—¿Más cambios de opinión del rey? —dijo Barrriath—. ¿De verdad es eso lo que necesitamos? Consigue que tome alguna decisión o mantente al margen.
—Alguien más podría tomarlas —dijo Jorey—. Alguien que no esté aliado ni con nosotros ni con Maas.
—¿Y el joven Palliako? —preguntó Clara—. Sé que parece un poco frívolo, pero se lleva bien con Jorey, y no se puede decir que forme parte de nuestro círculo íntimo.
Dawson se llevó a la boca un trozo de cerdo y lo masticó lentamente, dándose tiempo para pensar. En realidad, la carne no estaba mal. Salada y dulce, y con algo parecido al picor de la pimienta detrás de todo. En realidad estaba bastante buena. Notó que una sonrisa se le instalaba en la boca, y cayó en la cuenta de que llevaba tiempo sin sonreír.
—No lo sé —reconoció Jorey, pero Dawson desdeñó su negativa con un gesto.
—Palliako nos resultó útil cuando le puso fin a la campaña de Vanai. Y estuvo aquí para acabar con la revuelta de los mercenarios. Ya ha demostrado ser una herramienta oportuna antes —prosiguió Dawson—. No se me ocurre por qué sería diferente esta vez.