CITHRIN

El viento hacía repiquetear los postigos y siseaba entre las hojas de las ventanas. El sol de la mañana era demasiado brillante. Solo por existir, el mundo hacía que Cithrin quisiera vomitar. Daba vueltas en su cama con una mano sobre la garganta. No quería ponerse de pie y, sin duda, no iba a ir al Gran Mercado. El solo intento la habría matado.

Había una vaga inquietud que murmuraba en el fondo de su mente, una razón por la que permanecer ahí supondría un problema. Se suponía que debía ir al café porque…

Porque…

Cithrin dijo algo obsceno. Luego, sin abrir los ojos, lo repitió lentamente, alargando los sonidos. Tenía que reunirse con un representante del gremio de curtidores para hablar sobre una póliza para sus comercios cuando los barcos zarparan otra vez. Ya faltaría poco. Días quizá. No más de dos semanas. Luego, las tres veces condenadas naves zarparían y navegarían siguiendo la costa hacia el norte mientras el tiempo lo permitiera. Harían sus paradas en el norte, harían los negocios que pudieran, y después se resguardarían para pasar el invierno, a la espera de que los barcos procedentes de Far Syramys llegaran a la gran isla de Narinisle, y vuelta a empezar. Y así continuaría todo hasta el fin del mundo, tanto si Cithrin salía de la cama como si no lo hacía.

Se incorporó. El desorden reinaba a su alrededor. El suelo estaba cubierto de botellas y pellejos de vino vacíos. Otra ráfaga golpeó las ventanas, y ella notó cómo el aire entraba y salía de la habitación. Era nauseabundo. Se puso de pie con lentitud y cruzó la estancia en busca de un vestido que no apestara a sudor. En algún momento de la noche debía de haber chocado contra la bacinilla, ya que había un charco de orina que comenzaba a manchar las tablas de madera del suelo. Las únicas ropas que no tenían un aspecto inmundo eran los pantalones y la áspera camisa que había usado cuando era Tag el carretero. Serían suficientes para asegurar su cometido. Todavía había media docena de monedas de plata en su bolsa. Las vació todas en el bolsillo de Tag.

Cuando llegó al pie de la escalera se sentía más humana. Salió a la calle un momento, y entró en el banco por la puerta principal.

—Roach —dijo, y el pequeño timzinae se puso firmes de un salto.

—Magistra Cithrin, el capitán Wester y Yardem acaban de salir a recoger los pagos del cervecero del norte del rompeolas y de los dos carniceros del barrio de la sal. Barth y Corisen Mout han ido con ellos. Enen está durmiendo en la parte trasera porque le tocó la guardia nocturna, y Ahariel ha ido a buscar unas salchichas y vuelve enseguida.

—Necesito que me hagas un encargo —le rogó Cithrin—. Ve al café y dile al hombre del gremio de curtidores que no voy a reunirme con él. Dile que no me siento bien.

Las membranas nictitantes del muchacho se abrieron y cerraron con nerviosismo.

—El capitán Wester me dijo que debía quedarme aquí —replicó Roach—. Enen está durmiendo, y él quería que hubiera alguien despierto en caso de que…

—Yo me quedaré aquí hasta que alguno regrese —lo tranquilizó Cithrin—. Tal vez me sienta como si me estuviera muriendo a raudales, pero todavía puedo gritar llegado el caso.

Roach seguía dubitativo. Cithrin sintió una punzada de fastidio.

—Yo le pago el sueldo a Wester —prosiguió ella—, y también te pago a ti. Ahora ve.

—Sí… sí, magistra.

El muchacho salió disparado hacia la calle. Cithrin se quedó en la entrada durante un instante, viendo moverse las oscuras piernas de Roach mientras corría. Lo vio esquivar un carro cargado con pescado fresco, doblar la esquina y desaparecer. Cithrin contó hasta doce con lentitud, dándole tiempo a reaparecer. Cuando vio que no lo hacía, salió a la calle y cerró la puerta. Iba en contra de la dirección del viento, que levantaba granos de polvo y paja, pero ella entornó los ojos y prosiguió el camino hacia la taberna.

—Buenos días, magistra —dijo el tabernero, mientras los ojos de Cithrin se ajustaban a la penumbra—. ¿Ya estás de regreso?

—Eso parece —respondió ella, mientras buscaba unas monedas de plata en los bolsillos—. Tomaré lo que se pueda pagar con esto.

El tabernero cogió las monedas y las movió en su mano como si estimara su peso.

—Tus muchachos sí que saben beber vino —dijo.

—Ellos no beben —sonrió ella—. Es todo para mí.

El hombre rio. Era una nueva clase de mentira que acababa de descubrir, decir una verdad con ligereza y dejar que todo el mundo creyera que se trataba de una broma. «Ellos no beben; es todo para mí. Ven, invierno; tengo tantas probabilidades de estar en el cepo como libre. No importa nada de lo que haga».

El tabernero volvió con dos botellas oscuras de vino y un pequeño barril de cerveza. Cithrin se puso el barril bajo el brazo, cogió una botella con cada mano y esperó a que el hombre le abriera la puerta. Ahora el viento le daba de espalda y la empujaba como si quisiera llevarla a casa de nuevo. El cielo era azul y lo remataba una capa de nubes blancas, pero olía a lluvia. Se estaba acabando el verano, y los otoños de Porte Oliva tenían fama de inclementes. No había por qué quejarse por algún que otro chaparrón.

No regresó a las habitaciones principales. En cambio, se dirigió a su puerta privada. Le resultó difícil subir la escalera maniobrando con el barril bajo el brazo. Al llegar arriba su codo golpeó con la esquina del muro. El impacto fue lo bastante fuerte como dejarle un hormigueo en los dedos, pero no soltó la botella.

Se había olvidado del charco de meados, pero ya se sentía lo suficientemente bien como para abrir la ventana y lanzar los contenidos de la bacinilla hacia el callejón. Limpió el resto con una muda sucia, que lanzó también por la ventana. El día anterior había comido un poco de una salchicha repleta de cartílago y una rebanada de pan. Sabía que debía de estar hambrienta, pero no lo estaba. Se quitó las botas de carretero, abrió la primera de las botellas y se tumbó, con la espalda contra la pequeña cabecera de la cama.

Ella no estaba acostumbrada a un vino tan dulce, pero podía sentir su picor. El estómago se le rebeló durante un instante, retorciéndose como un pez en el fuego, y ella comenzó a beber más lentamente hasta que se calmó. Sintió un latido en la cabeza: el inicio de una migraña. El viento se detuvo, y la dejó en silencio. Oyó las voces de los dos guardias kurtadam que llegaban desde debajo.

La mujer —Enen— rio. La calidez y la calma se deslizaron por la sangre de Cithrin. Se bebió un último y largo trago, directamente a morro, se dio la vuelta y dejó la botella en el suelo. La oscuridad que había detrás de sus ojos era cómoda y profunda. El rugido del viento que regresaba parecía llegarle desde muy lejos, y su mente, tal como estaba, chispeó y se deslizó. Se establecían conexiones de maneras improbables e irrepetibles.

Tenía la sensación de que el magíster Imaniel le había dado algo para el capitán Wester. Pensaba que era algo relacionado con el tráfico de los canales de Vanai y su relación con los muelles de Porte Oliva, y con hierbas y especias metidas en la nieve. La conciencia de Cithrin se desvaneció en la oscuridad, sin haberle dado tiempo de trazar el límite entre la vigilia y la duermevela. El tiempo se detuvo. Comenzó cuando empezó a notar vagamente unas voces enfadadas, muy lejos, y se detuvo otra vez.

—Levántate.

Cithrin se obligó a abrir los ojos. El capitán Wester estaba en la entrada, con los brazos cruzados. La luz era tenue, y la ciudad estaba bajo el ocaso y las nubes.

—Sal de la cama —le ordenó él—. Ahora.

—Vete.

—¡Te he dicho que te levantes de esa maldita cama!

Cithrin se incorporó a medias sobre un brazo. La habitación se movía.

—¿Para hacer qué? —preguntó ella.

—Has faltado a cinco reuniones —la reprendió Marcus—. Va a correrse la voz y, cuando eso comience, será tu fin. Así que levántate y haz lo que tengas que hacer.

Cithrin lo miró fijamente, con la boca pastosa por la incredulidad y la creciente ira.

—No hay nada que hacer —dijo ella—. Ya está. Es el fin. Tuve mi oportunidad y la perdí.

—Conocí a Qahuar Em. No merece la pena hacer tantos pucheros por él. Ahora…

—¿Qahuar? ¿A quién le importa Qahuar? —dijo Cithrin mientras se sentaba. No recordaba haber derramado vino sobre su túnica, pero sintió el tirón de la tela ahí donde el vino seco se había pegado a su piel—. Fue el contrato. Lo intenté y perdí. Tenía el mundo en mis manos y lo perdí. He fracasado.

—¿Has fracasado?

Cithrin abrió los brazos, abarcando la habitación, la ciudad, el mundo. Señalando lo evidente. Wester se acercó. En la tenue luz sus ojos parecían brillantes como las piedras de un río, su boca dura como el hierro.

—¿Has visto a tu esposa y a tu hija quemarse hasta morir delante de ti, por tu culpa? —preguntó él. Como ella no respondió, él asintió—. Pues entonces podría haber sido peor. No estás muerta. Hay trabajo que hacer. Levántate y hazlo.

—No estoy autorizada. Recibí una carta de Komme Medean en la que me decía que no estoy autorizada a hacer negocios en su nombre.

—¿Y entonces vas y te echas a gimotear en una cama en su nombre? Él debe de estar de lo más entusiasmado. Sal de la cama.

Cithrin se tumbó y se puso la almohada sobre el pecho. Desprendía un olor horrible, pero la abrazó igualmente.

—Tú no me das órdenes a mí, capitán —dijo, convirtiendo la última palabra en un insulto—. Yo te pago a ti, así que tú haces lo que yo te digo. Ahora vete.

—No te dejaré que arruines todo aquello por lo que has trabajado.

—He trabajado para mantener a salvo el dinero del banco, y lo he hecho. Así que tienes razón. Yo gano. Ahora vete.

—Pero quieres conservarlo.

—Y las piedras quieren volar —dijo ella—, pero no tienen alas.

—Encuentra un modo —le replicó él, casi con amabilidad.

Fue demasiado. Cithrin gritó sin palabras, furiosa, se sentó y le arrojó la almohada con toda su fuerza. Ya no quería llorar más, y allí estaba, llorando.

—¡He dicho que fuera! —gritó—. ¡Aquí nadie te quiere! Tu contrato está cancelado. Coge tu sueldo y tus hombres, y cierra la puerta al salir.

Wester dio un paso atrás. Cithrin sintió un vacío en el pecho y trató de tragarse sus palabras. Él se inclinó, recogió la almohada con dos dedos y se la pasó. La almohada describió un lento arco y aterrizó sobre la cama, al lado de Cithrin, con un ruido blando como el que hace alguien al recibir un puñetazo en el vientre. Empujó uno de los odres de vino vacíos con la punta de su bota y respiró profundamente.

—Recuerda que intenté hablar contigo para que actuaras de manera razonable —dijo él.

Se volvió. Se fue.

Ella había previsto el dolor y se preparó para que la golpeara, por lo que no fue la angustia de saber que él la abandonaría lo que la sorprendió. La sorpresa era que, aun sabiéndolo, aun estando preparada para ello, la desesperación pudo abrumarla. Sentía como si se le hubiera muerto algo a medio camino entre su garganta y su corazón, y se había enroscado en su cuerpo, pudriéndose. Ella lo oyó bajar la escalera, cada paso más silencioso que el anterior. Cithrin manoteó su almohada mugrienta y comenzó a gritarle. Gritó y le pareció que se pasaba días enteros solo gritándole, mientras su cuerpo temblaba de hambre y agotamiento, y por el veneno del vino y la cerveza. Los músculos de su espalda y su vientre amenazaban con acalambrarse, pero no podía dejar de gritar y llorar, del mismo modo que no podía escoger dejar de respirar.

En el piso de abajo había voces. Marcus Wester y Yardem Hane. Oyó a Yardem tronar algo que ella reconoció por su cadencia como un «Sí, señor», aunque las sílabas anteriores y posteriores le resultaron incomprensibles. Después, una voz más alta, tal vez de Roach.

Se marcharían. Todos ellos.

No importaba.

Nada importaba. Sus padres llevaban muertos tanto tiempo que ya no se acordaba de ellos. El magíster Imaniel y Cam y Besel estaban muertos. La ciudad de su niñez, incendiada y destruida. Y el banco, la única cosa que había hecho por sí misma, se lo quitarían tan pronto como llegara el auditor. No entendía que la marcha de unos cuantos guardias pudiera ser importante.

Pero lo era.

Lenta, muy lentamente, la tormenta que había en su interior se aquietó. Ahora estaba a oscuras, y las minúsculas gotas de lluvia tamborileaban como dedos contra la ventana. Tendió la mano hasta la botella de vino que había junto a la cama y se sorprendió de que estuviera vacía. Pero aún quedaba otra botella. Y el barril de cerveza. Estaría bien. Solo necesitaba recuperar sus fuerzas. Unos minutos más. No necesitaba nada más.

Aún no se había levantado cuando oyó los pasos. Primero el paso firme y pesado en la base de la escalera, y después, incluso antes de alcanzar el rellano, el ruido de un algo pesado que se movía. Algo golpeó la pared de la casa, y Yardem gruñó. Se oyó un ruido que podría haber sido la lluvia cayendo desde el tejado, pero parecía estar más cerca que eso. Brilló una luz. Un farol en manos de Wester. Y detrás de él, Yardem Hane y los dos guardias kurtadam que luchaban con una tina de casi un metro y medio de largo.

—La deberíamos haber traído primero y llenado después —se lamentaba Enen con voz congestionada.

—Ya lo sabemos para la próxima —respondió Marcus.

Cithrin vio a los tres guardias que dejaban la tina en el suelo de la otra habitación. Le llegaba a las rodillas a Marcus y chorreaba agua.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Cithrin, con una voz más fina y débil de lo que pretendía.

Sin hacerle el menor caso, Yardem le tendió una jofaina al capitán y comenzó a encender las velas y las lámparas de la habitación principal. Los dos kurtadam la saludaron y bajaron la escalera. Cithrin se sentó y colocó una mano sobre la cama para estabilizarse. Marcus avanzó hacia ella y, antes de que Cithrin pudiera detenerlo, la agarró del pelo y la arrastró fuera de la cama. Sus rodillas golpearon el suelo con un ruido sordo y una punzada de dolor.

—¿Qué haces? —gritó.

—Que conste que primero he intentado hablar contigo —se justificó Wester, y la empujó dentro de la tina. El agua estaba templada—. Quítate esos harapos o te los quitaré yo.

—No me voy a…

Bajo la luz cada vez mayor de las velas, la expresión de Wester era dura e implacable.

—Ya he visto muchachas antes. No me vas a dejar boquiabierto.

Aquí está el jabón —dijo él, y le puso la jofaina en la mano—. Y asegúrate de lavarte el pelo. Está tan grasiento que podría prenderse fuego.

Cithrin miró la jofaina. Era más pesada de lo que había supuesto, y tenía un tapón. No recordaba la última vez que se había lavado. Cuando él volvió a hablar, su voz era de resignación.

—O lo haces tú o lo hago yo.

—No mires —dijo ella, y mientras lo decía cayó en la cuenta de que estaba realizando un pacto cuyos términos aún desconocía. Todo lo que sentía era el alivio de que no la hubieran abandonado.

Marcus suspiró de impaciencia, pero se volvió hacia la escalera. Yardem tosió discretamente y salió de la habitación. Cithrin se quitó la ropa de carretero y se arrodilló en la tina. Notaba el aire frío contra la piel. A su lado flotaba un cazo de madera tallada, y lo utilizó para enjuagarse. No se había dado cuenta de lo sucia que se sentía hasta que estuvo limpia por completo.

Oyó una voz conocida a los pies la escalera.

—¿Está ahí? —preguntó Cary.

—Sí —respondió Marcus—. De momento, limítate a tirársela.

La actriz refunfuñó, y Marcus se inclinó hacia delante y atrapó un rollo de cuerda y ropa en aire.

—Estaremos abajo —dijo Cary, y la puerta de calle de Cithrin se abrió y se cerró. Marcus desató la cuerda y extendió el brazo hacia atrás con una toalla. Cithrin la cogió de su mano.

—También hay un vestido limpio —añadió él—. Avísame cuando estés presentable.

Cithrin salió de la tina tiritando y se secó a toda prisa. El agua estaba negra, y en la superficie flotaba una capa de espuma mugrienta. No bien se hubo enfundado el vestido, Cithrin lo reconoció como una de las prendas de Cary. Olía a pinturas y a colorete.

—Ya estoy presentable —avisó.

Yardem salió del dormitorio. Había hecho un saco con una sábana y lo había llenado con los odres de vino y las botellas vacías. El barril y la botella restantes compartían el destino de los recipientes. Cithrin extendió un brazo, lista para indicarle que los dejara, que todavía no había acabado con esos dos. El tralgu inclinó una oreja y su pendiente tintineó. Ella lo dejó pasar.

—He mandado que te traigan comida —comentó Marcus—. ¿Tienes aquí todos los libros del banco?

—Uno de los libros mayores está en la cafetería —respondió ella—. Y copias de unos cuantos contratos.

—Enviaré a alguien para que los traiga. Dejaré un guardia al pie de la escalera y otro bajo la ventana. Aquí no va a entrar ninguna bebida que sea más fuerte que el café. Te vas a quedar aquí hasta que des con la manera de conservar tu banco.

—No la hay. Me han prohibido hacer más transacciones o negocios.

—Y Dios sabe que no deseamos quebrantar ninguna regla —dijo Marcus—. Si necesitas algo, cualquier cosa, dínoslo. A todo el mundo le gusta emborracharse por pura autocompasión alguna que otra vez, pero ya está. Seguirás sobria hasta que hagas lo que tengas que hacer, ¿entendido?

Cithrin se acercó a él y lo besó. Sus labios estaban inmóviles y titubeantes, y la barba de varios días, áspera. Era el tercer hombre a quien besaba en su vida. Sandr, Qahuar y el capitán Wester. Él retrocedió.

—Mi hija no era mucho más joven que tú.

—¿Le habrías hecho esto a ella? —preguntó Cithrin señalando la tina.

—Habría hecho cualquier cosa por ella —respondió él. Y después—: Haré que se lleven la bañera, magistra. Ya que de todos modos tenemos que traerte los libros, ¿quieres que te traigamos un poco de café?

—A estas horas ya estará cerrado. Es de noche.

—Pediré que hagan una excepción.

—Entonces sí.

Él asintió con la cabeza, salió y bajó la escalera. Cithrin se sentó en su pequeño escritorio. El sonido de la lluvia en el tejado, mezclado con las voces de abajo. Por supuesto, no había nada que hacer. Todos los esfuerzos y las mejores intenciones del mundo no podían cambiar ni uno solo de los números grabados en sus registros. De todos modos, les echó un vistazo. Yardem y los dos kurtadam acudieron para llevarse la tina. Roach apareció con un cazo de sopa de pescado y nata que sabía a pimienta negra y a mar. Le habría ido muy bien un jarro de cerveza, pero sabía perfectamente que no le serviría de nada pedirlo. De momento, el agua bastaría.

Sentía la mente frágil, como algo que podía desmoronarse ante cualquier pequeño empujón, pero intentó imaginarse que ella era el auditor de Carse. ¿Qué vería él cuando se enfrentara con toda aquella documentación? Recorrió el inventario inicial. Seda, tabaco, gemas, joyas, especias, plata y oro. El anteano rollizo había robado un poco en la balsa del molino, y su estimación de pérdidas estaba incluida ahí, con los números en trazos negros sobre el papel de color crema. Así que ahí estaba el principio. Ahora, tenía que recapitular lo que había hecho con eso.

Mientras volvía las páginas la acometió una sensación de nostalgia. El seco sisear del papel, y allí había otro artefacto de la edad dorada que acababa de tocar a su fin. El contrato y el recibo de cuando le había comprado las habitaciones al jugador. La autorización en papel cebolla y el sello que señalaban la apertura del banco. Siguió los detalles con la punta de un dedo. Todavía no había pasado una estación completa desde que empezara. Parecía como si hubiera pasado más tiempo. Le parecía toda una vida. Después estaban los convenios de consignación del comerciante de especias y los vendedores de telas. Su valoración, la de ellos y el ingreso final por la venta. El problema siempre lo habían constituido las joyas. Se descubrió preguntándose si acaso habría habido alguna forma mejor de deshacerse de ellas. Si hubiera esperado a que llegaran los barcos procedentes de Narinisle, o si las hubiera colocado en consignación en un negocio de exportaciones, entonces no habría saturado el mercado. Bueno, otra vez sería.

Un trueno distante retumbó a través del constante tamborileo de la lluvia. Roach, empapado hasta las escamas, llegó con la caja fuerte de la cafetería, una enorme taza de barro con café y una nota en la que el maestro Asanpur le decía que la cafetería parecía demasiado grande sin ella. Casi bastó para que ella volviera a romper en llanto, pero eso habría confundido al chico timzinae, así que se obligó a mantener la compostura.

El mejor negocio que había hecho era el semimonopolio horizontal formado por la destilería, la fábrica de barriles y las tabernas. Todos los miembros de la cadena de producción estaban de acuerdo con el banco, por lo que en cuanto llegaban el grano y el agua a la destilería, todo el comercio salía beneficiado, y la ponía en condiciones de garantizar el negocio hasta el siguiente eslabón. Si podía llegar a un acuerdo con unos cuantos agricultores para tener acceso exclusivo a sus cultivos de granos, entonces sería un mecanismo fijo de producción de oro.

Pero eso le estaría reservado a la próxima persona, quienquiera que fuese. Cithrin bebió un sorbo del café. Con todo, había sido una buena idea, y estaba bien llevada a cabo. En un año, cuando recuperara los restos de la inversión de sus padres en el banco, tendría que averiguar si se podía diseñar una versión más modesta de ese mismo plan. Creía que sería doloroso pasar de ser la magistra Cithrin Bel Sarcour a convertirse de nuevo en pupila del banco. Pero una vez que hubiera pasado su bautismo de fuego, podría ingresar en el mundo de los negocios por su cuenta…

La piel del brazo se le estremeció, y el fino vello se le erizó. Le cosquilleó el cuello. Una sensación como de fuego frío le recorrió la columna vertebral. Cerró los libros que había escrito, los puso a un lado y volvió a los más antiguos, a los que habían sido escritos por manos que ya habían muerto. Los registros de Vanai. La pequeña nota en tinta roja que indicaba su llegada al banco. Cerró el libro con manos temblorosas.

El capitán Wester tenía razón.

Había una manera.