CLARA ANNALIE KALLIAM
BARONESA DE OSTERLING FELLS

—Mi señora —dijo el esclavo que atendía la puerta, a la vez que hacía una reverencia.

—Buenos días, Andrash —lo saludó Clara, estirando los músculos de la espalda—. No puedo ni empezar a decirte lo bueno que es estar de vuelta en la ciudad. Me encanta la hacienda, por supuesto, pero lo cierto es que no la construyeron para el verano. Vincen se… ¿Te acuerdas de Vincen? Él se encargará de las cosas que hemos traído, si puedes hacer que alguien lo ayude.

—Sí, mi señora. Tus hijos están aquí. Creo que en el jardín de verano.

—¿Hijos?

—El capitán Barriath llegó hace varios días —dijo el esclavo.

—Jorey y Barriath en la misma casa. Bueno, eso no puede haber sido agradable.

El esclavo sonrió.

—Es bueno tenerte de regreso, mi señora.

Clara palmeó el brazo del anciano y abandonó el calor y la calidez de su plaza privada para adentrarse en las penumbras y la frescura de la mansión propiamente dicha. De inmediato notó cómo habían decaído las cosas. Las flores de los floreros del recibidor se habían marchitado. El suelo tenía una capa de arenilla que el viento había traído, pero aún no se había llevado. El aire se sentía encerrado y sofocante, del modo en que se pone cuando las ventanas han estado cerradas durante demasiados días seguidos. O bien Jorey había sido demasiado amable con la servidumbre de la casa, o bien se estaba haciendo mayor y tan distraído como su padre. En cualquier caso, había que hacer algo.

Oyó las voces de los muchachos antes de llegar al jardín. La voz de Jorey era más aguda, más estridente y más exigente. Barriath tendía a escupir sus argumentos como si le supieran mal. Desde el momento en que Jorey tuvo palabras para ello, los dos habían sido como el fuego y la lluvia, pero eran leales entre sí. Clara había tenido una relación muy semejante con su propia hermana. «Nadie puede hacerle daño, salvo yo, y yo la destruiré». El amor era así con mucha frecuencia.

Clara se detuvo en los peldaños que llevaban al jardín.

—Porque es simplista, por eso —respondió Jorey—. Hay cientos de cosas que ocurren y todas están ligadas unas a otras. Ahora que no va a haber un consejo de granjeros, ¿estamos frente a otra revuelta agrícola? Si la Costa Norte realmente está al borde de otra serie de guerras de sucesión, ¿Asterilhold apartará la atención de nosotros? ¿Los nuevos diseños de los barcos de Hallskar suponen que haya más piratería en Estinport y menos en Tauendak? No puedes tomar todo eso, y prensarlo hasta que parezca una sola cosa. El mundo es más complejo que eso.

—Hay menos elecciones de las que crees, hermano —replicó Barriath—. No encontrarás a nadie que esté contra los granjeros y, a la vez, apoye a Asterilhold. Si quieres a unos, tienes que llevarte al otro. Ninguna familia prohibirá a la vez el mestizaje de razas y el comercio con Borja. El rey no es como un escultor que trabaje con una roca nueva y pueda hacer todo lo que su imaginación le dicta. Es como un hombre que caminara por el patio de un escultor y escogiera de lo que ya hay allí.

—¿Y crees que el príncipe es la única forma en que puede mostrar su favor?

—La única que importa —respondió Barriath—. Si su majestad le diera todo el apoyo y las concesiones a Daskellin, y enviara a Aster con Maas para que este lo custodiara, todavía estaría diciendo que a largo plazo sería la visión de Maas la que daría forma al reino. Por eso Issandrian…

—Pero si el rey…

Las dos voces se entrecruzaban, ninguno de los muchachos escuchaba al otro, y los hilos de sus argumentos se enredaban en un nudo único y feo. Clara salió al jardín y puso los brazos en jarras en un gesto de fingida acusación.

—Si así es como recibís a vuestra pobre madre, os debería haber dado para que os criaran los lobos —dijo ella.

Sus muchachos sonrieron y se acercaron a abrazarla. Ya eran hombres de brazos fuertes, que olían a almizcle y aceite para el cabello. Parecía que había sido la semana anterior cuando todavía podía alzarlos en sus brazos. Entonces comenzaron otra vez, pisándose las palabras al hablar, solo que ahora la aglomeración de palabras parecía centrarse en ella y en el porqué de su presencia allí, en lugar de hacerlo en la política cortesana. Clara les sonrió a ambos y bajó al exuberante jardín. Al menos, la fuente estaba cuidada. El agua caía salpicando por el torso de una cinnae de bronce contemplativa aunque escasa de ropas. Clara se sentó en el borde de la fuente y empezó a quitarse la chaqueta de viaje.

—Tu padre, pobrecito, se está subiendo por las paredes en casa. Como favor personal a él y a mí misma, he venido para mantener un poco las apariencias de normalidad. Esta estúpida disputa me ha costado ya la mayor parte de la temporada y, sencillamente, tengo que ver a la querida Phelia.

Jorey se apoyó en un muro cubierto de hiedra. Con los brazos cruzados y su expresión de enfado, parecía la imagen de su padre. Barriath se sentó junto a ella y se rio.

—Te he echado de menos. Ninguna otra mujer llamaría «una estúpida disputa» al primer conflicto armado que ven las calles de Camnipol en cinco generaciones.

—Siento tanto como cualquier otro lo que le pasó al querido lord Faskellin —dijo Clara con tono cortante—. Pero te desafío a que lo llames de otro modo que no sea estúpido.

—Paz, Madre, paz —la aplacó Barriath—. Tienes mucha razón, desde luego. Es solo que nadie más lo expresa de ese modo.

—Bueno, no se me ocurre por qué no lo hacen —se defendió Clara.

—¿Sabe padre que irás a visitar a Maas? —preguntó Jorey.

—Sí que lo sabe. Antes de que empiece, debo ir custodiada todo el tiempo, así que por favor no me molestes con tus cuentos de terror sobre lord Maas y todas las horribles cosas que pretende hacerme.

Sus dos hijos se miraron.

—Madre —comenzó Jorey, y ella lo interrumpió con un gesto que descartaba lo que fuera a decir. Clara se volvió de manera intencionada a su hijo mayor.

—Supongo que te has tomado una licencia de la flota, Barriath querido. ¿Cómo están el pobre lord Skestinin y esa arpía teñida con la que tuvo la infeliz idea de contraer matrimonio?

Las calles de la ciudad estaban repletas y animadas. Las ruedas de los carruajes repiqueteaban sobre el empedrado. En el mercado, los carniceros vendían carne, y los panaderos, pan. Delincuentes de poca monta levantaban la mierda de los callejones y del empedrado, vigilados por espadachines que llevaban los colores del rey, aunque no precisamente su librea. Los cerezos que bordeaban las calles mostraban frutos verdes con una auténtica inminencia de rojos. Los obreros iban y venían por la División reparando y haciendo el mantenimiento de los mismos puentes de los cuales se los colgaba. No había creído posible que la ciudad tuviera el mismo aspecto que en otros tiempos mejores, que sonara como lo había hecho, que oliera como entonces y, con todo, que estuviese doblegada bajo el peso del miedo. Se había equivocado.

Se notaba en detalles mínimos. Comerciantes que se reían demasiado rápido, riñas sobre precedencia y derecho de paso, y la expresión pétrea en todos los habitantes de la ciudad cuando creían que nadie los estaba observando. Hasta los caballos se olían algo, y tenían los enormes y líquidos ojos un pelín más abiertos, y el paso un poco inquieto.

Clara había decidido coger un palanquín abierto a los lados, con cuatro porteadores junto a los cuales caminaba Vincen Coe. A ese pobre hombre le había ocurrido algo en el ojo justo antes de abandonar Osterling Fells, y el cardenal había empezado a exudar algo amarillo y verde que le corría por la mejilla. Vestía ropas de cuero cocido tachonado de acero, y llevaba una espada y una daga. Era más de lo que llevaría un cazador, y con la herida reciente parecía más un matón.

La mansión de Feldin Maas compartía un jardín privado con la Casa Issandrian. Ambas puertas tenían el mismo diseño en hierro, de tan mal gusto como las propias casas, pintadas y adornadas con tal profusión que parecían la creación de un pastelero loco. Desde luego, a Curtin Issandrian lo habían mandado al exilio igual que a su Dawson, y se había llevado a su familia y servidumbre con él. Su tío Mylus, de joven, había sufrido un golpe en la cabeza que lo había dejado con la mitad de la cara flácida y vacía. La plaza le recordaba a Clara a su tío Mylus: del lado izquierdo todo era bullicio y acción, mientras que el derecho estaba vacío y muerto.

Phelia estaba de pie al final de los peldaños de la entrada. Su vestido era de terciopelo púrpura con un hilo de plata que le recorría las mangas y el cuello. Le debería haber quedado hermosísimo. Clara le entregó su chal al lacayo y subió para encontrarse con Phelia. Su prima le tomó las manos y le ofreció una sonrisa tensa.

—Oh, Clara —dijo Phelia—. No puedo decirte cuánto te he echado de menos. Este ha sido un año de lo más horrible. Por favor, entra.

Clara saludó con una inclinación de cabeza al esclavo de la puerta. No era el dartinae a quien ella estaba acostumbrada a ver, sino un jasuru de aspecto grave. No le devolvió el saludo. Ella entró en el ambiente relativamente fresco del recibidor de los Maas.

—¡Eh! ¡Detente! ¡Tú!

Clara se giró, sorprendida de que alguien se dirigiera a ella de un modo tan grosero, solo para descubrir que a quien le habían llamado la atención era a Vincen Coe. El jasuru estaba de pie con una palma sobre el pecho de Vincen. El cazador permanecía inmóvil.

—Viene conmigo —informó Clara.

—Nadie entra armado —gruñó el esclavo.

—Puedes esperar aquí, Vincen.

—Con todo respeto, mi señora —dijo el cazador con la mirada aún fija en los ojos del jasuru—, pero no lo haré.

Clara se llevó una mano a la mejilla. Phelia se había puesto pálida, y sus manos se movían rápidamente de un lado a otro, como pájaros.

—Entonces deja tus armas aquí —lo conminó Clara. Y después, dirigiéndose a su prima—: Supongo que podemos confiar en las reglas de la hospitalidad, ¿no es así?

—Por supuesto —dijo Phelia—. Sí, por supuesto. Desde luego.

Vincen Coe permaneció en silencio un instante. Clara tuvo que admitir que Phelia habría sonado más convincente si no lo hubiera repetido tres veces. Las manos de Vincen se dirigieron a su cinturón, desabrocharon la hebilla y le tendieron la espada y la daga, aún envainadas, al esclavo de la puerta. El jasuru las cogió y le franqueó el paso con un ademán.

—Me parece que has perdido peso desde la última vez que te vi —dijo Clara, mientras caminaba junto a Phelia—. ¿Estás bien?

La sonrisa que recibió por respuesta fue tan crispada que sus bordes se quebraron.

—Ha sido muy difícil. Desde que el rey proscribió a Curtin y a Alan… y a vosotros, por supuesto. Desde entonces, ha sido muy duro. Feldin ya casi no duerme. Desearía que esto no hubiera sucedido nunca.

—Hombres —dijo Clara, y le dio un suave golpecito a Phelia en el brazo. La mujer se inclinó hacia el lado opuesto y después, como si cayera en la cuenta de que no debía hacerlo, permitió el contacto con una inclinación de la cabeza—. Dawson ha estado fuera de sí. En realidad, por el modo en que se aferra a cada trocito de rumor, una pensaría que esto es el fin del mundo.

—Yo amo al rey, y Dios es testigo de que soy leal al Trono —aseguró Phelia—, pero Simeon ha manejado esta situación muy mal, ¿no te parece? Se le va de las manos una reyerta ¿y lo soluciona enviando gente al exilio? Lo único que ha conseguido es que todo el mundo sienta que está sucediendo algo terrible. No tiene por qué ser así.

Phelia subió por una gran escalera de peldaños negros muy pulidos. Clara la siguió. Desde el final de la estancia que estaban abandonando, Clara oyó voces de hombre que discutían, pero no pudo distinguir las palabras. Una de las voces era la de Feldin Maas, pero si bien la otra le parecía conocida no conseguía hacerla coincidir con un nombre. Hizo un leve gesto para llamar la atención de Vincen Coe y le indicó con la cabeza la dirección desde provenían las voces.

«Ve y averigua lo que puedas».

Él negó con la cabeza una sola vez. «No».

Clara alzó las cejas, pero en ese momento llegaron al rellano. Phelia la condujo a la gran sala de estar.

—Puedes esperar aquí —lo conminó Clara en la entrada.

—Si así lo deseas, mi señora —dijo Vincen Coe, y se volvió para quedarse con la espalda contra la pared, como un guardia durante su turno, sin mostrar el menor indicio de que bajaría la escalera para investigar. Era todo muy fastidioso.

Con respecto a la última vez en que Clara la vio, la sala de estar había sido reformada en matices de rojo y dorado, pero conservaba ese diván bajo, junto a la ventana, que ella prefería. Y, como buena anfitriona, Phelia le había preparado una pipa. Clara cogió la cazoleta de hueso y madera noble, y colocó un poco de tabaco dentro.

—Ya no sé qué hacer —dijo Phelia, y se sentó en el diván. Estaba inclinada hacia delante, con las manos juntas entre las rodillas, como un niño—. Me digo que las cosas no están tan horrorosamente mal, pero después me despierto en la oscuridad de la noche y no puedo volver a dormirme. Feldin nunca está junto a mí. Viene a la cama conmigo, pero en cuanto me duermo regresa a sus cartas y sus reuniones.

—Son tiempos difíciles —dijo Clara. Encendió su pipa con una delgada vela plateada que estaba ahí a tal fin, y succionó el humo.

—A Curtin iban a encomendarle la custodia del príncipe, ya lo sabes. Pero ahora que no está, todo el mundo anda a la rebatiña. Me parece que… Creo que Feldin podría ser el elegido. Yo podría tener que ayudar a criar a un príncipe —añadió Phelia con una risilla nerviosa—. ¿Me imaginas criando a un príncipe?

—Aster es un muchacho —dijo Clara—. Yo he tenido tres. Lo peor no es criarlos, sino ocuparte de que no toquen nada que pueda romperse.

—Los hombres no son muy distintos —observó Phelia—. Nunca reparan en lo que puede romperse.

Clara le dio una calada a la cánula de su pipa y dejó escapar una nube de humo dulce y gris antes de hablar.

—Ese es el problema, ¿no? Tenemos un problema y se ha propagado desde nuestra Corte hacia la Costa Norte y Asterilhold. Es probable que Sarakal y Hallskar se acaben percatando de ello.

—Lo sé.

—Pues bien, querida —prosiguió Clara, mientras mantenía la ligereza del tono de su voz—, ¿cómo vamos a resolverlo?

—No sé por qué deberíamos preocuparnos tanto. Durante eras completas, tanto Asterilhold como Antea y la Costa Norte respondían ante los grandes reyes. No solo se contraía matrimonio con los de la propia nobleza, sino también con los nobles de otros reinos. Si piensas en ello…

—Eso es absolutamente cierto —le dio la razón Clara mientras se sentaba junto a su prima. Phelia pellizcaba su vestido con la punta de los dedos, ocupándose de hebras y pelusas que no existían.

—No entiendo por qué tiene que haber tanto escándalo de espadas y arcos, y todo eso. No es posible que alguien lo desee, ¿o sí? En todo caso, ¿qué se gana con pelear? Es como si fuéramos prácticamente un único reino.

—Sí, pero mientras haya un trono en Camnipol y otro en Kaltfel, seguirán con sus bravuconerías —dijo Clara—. Es lo que saben hacer, ¿no te parece?

Phelia se sobresaltó. Tenía los ojos más abiertos de lo que deberían, y sus manos aferraron las rodillas hasta dejar los nudillos sin sangre. Bueno, eso sí era interesante. Clara carraspeó y continuó, simulando no haberse percatado de ello.

—El problema es cómo darle a cada uno un modo de mantener su honor intacto sin exigirle demasiado a cambio. Sé que Dawson no logrará entrar en razones hasta que podamos hallar una vía que no suponga rebajarse ante nadie. Supongo que a Feldin le pasa lo mismo.

—Pero si ha ganado. Feldin siente que ha ganado y si el príncipe se viene a vivir con nosotros…

Clara esperó.

—Sabes que admiro a Dawson —prosiguió Phelia—. Siempre ha sido un incondicional. Aun cuando era descortés con Feldin, el motivo era más el modo en que vive Dawson, en el mundo donde le gustaría vivir. Jamás pensé que fuera por ira ni resentimiento.

—Bueno, yo no diría que mi querido marido sea un hombre sin resentimientos, pero entiendo a qué te refieres.

Phelia emitió una risilla nerviosa. Sus hombros estaban encorvados como los de quien se prepara para recibir un golpe.

—¿Has oído que Rania Hiren está embarazada? —preguntó Phelia. Clara pensó en ello durante menos de un latido y, al final, permitió que su prima cambiara de tema.

—No. ¿Otra vez? ¿Cuántos lleva?

—Ocho, si contamos los vivos. Tres nacieron muertos.

—Me sorprende que tenga tanta energía —observó Clara—. Además, su esposo debe ser un hombre de cierta calidad. Rania es el alma más buena que hay bajo el sol, pero es cierto que después de los mellizos empezó a parecerse un poco a una fregona. Ella no tiene la culpa, por supuesto. Es solo su piel.

—Sin embargo, yo tengo el mismo tipo de piel —dijo Phelia—. Me aterra pensar qué aspecto tendré después de haber alumbrado a mi primer hijo.

—Eres joven, querida. Estoy segura de que podrás recuperar tu tipo. Me imagino que sería una grosería por mi parte preguntarte cómo te va en ese asunto en particular.

Phelia se sonrojó, pero también se relajó. Los cotilleos de alcoba y las complejidades de la carne femenina podían ser indiscretos, pero eran más seguros que la política y los rumores de guerra. Clara permitió, durante una hora, que la conversación no se ocupara de nada en particular, dejándole siempre a Phelia la oportunidad de retomar los asuntos de sus esposos y de la amenaza que pendía sobre la ciudad como el humo de un incendio. Phelia no la aprovechó ni una sola vez. Y eso, por sí solo, ya decía mucho.

Cuando llegó el momento de despedirse, Clara encontró a Vincen Coe justo donde lo había dejado, mirando el aire vacío con un gesto duro. Mientras bajaban la escalera, Phelia cogió a Clara por el brazo, y se inclinó hacia ella con cada paso. La visita parecía haberla tranquilizado tanto como había intranquilizado a la propia Clara. En la puerta, Vincen le pidió sus armas al jasuru mientras Clara se despedía de Phelia con un abrazo. Los porteadores le llevaron la litera, y el lacayo le devolvió el chal a Clara. Solo cuando hubo abandonado la plaza privada Clara cayó en la cuenta de que había robado de forma inadvertida la pipa de Phelia. Vació la cazoleta del lado opuesto al de Vincen para evitar que las cenizas cayeran sobre él.

—Supongo que lo estabas escuchando todo desde el otro lado de la puerta —dijo ella lo bastante alto como para sobreponerse al ruido de la calle.

—En absoluto, mi señora.

—Por favor, Vincen —clamó ella—, no soy tonta. ¿Cuánto has escuchado?

Un instante después, el cazador se encogió de hombros.

—Casi todo, mi señora. Habló en voz más baja mientras discutía sus problemas de fertilidad y tú te reías de sus comentarios sobre la amante de lord Sonnen.

—Entonces oíste la primera parte. ¿Sobre mi esposo y el suyo?

—Sí señora.

—¿Por qué crees que le preocupaba tanto el que Asterilhold y Antea tuvieran una historia común, y fueran «prácticamente un único reino»?

—Supongo, mi señora, que espera que vuelvan a serlo.

Él la miró y su expresión —cauta, calmada y seria— le dijo que estaban de acuerdo. Fueran cuales fuesen el laberinto de sangre y matrimonios, los precedentes y la política, Antea y Asterilhold jamás podrían unirse mientras Simeon y Aster siguieran con vida. Y Phelia, sin querer decirlo, pensaba que la unificación era posible, e incluso probable. Y era muy probable que Aster acabara viviendo bajo su propio techo.

De ello parecía seguirse que Feldin Maas y sus patrocinadores extranjeros pretendían asesinar al príncipe Aster.

—Bueno —dijo Clara con un suspiro—. Hasta aquí han llegado los intentos de hacer las paces.