GEDER

El sumo sacerdote —Basrahip o, tal vez, el Basrahip, eso era difícil saberlo— se retrepó en su taburete de hierro y cuero. Sus dedos gruesos y poderosos se frotaron la frente. A su alrededor, las velas se agitaron y sisearon, y su humo llenó la habitación de olor a grasa quemada. Geder se relamió los labios.

—Mi primer tutor fue un tralgu —comenzó.

Basrahip frunció los labios, examinó a Geder y sacudió la cabeza. «No». Geder se tragó su placer, y lo intentó otra vez.

—Aprendí a nadar en la costa.

La gran cabeza negó lentamente. «No».

—De niño tenía un perro favorito. Era un perro de caza llamado Mo.

La sonrisa del sacerdote era beatífica. Sus dientes eran tan anchos que parecían poco naturales. Señaló el pecho de Geder con un dedo grueso.

—Sí —dijo.

Geder aplaudió y se rio. No era la primera vez que el sumo sacerdote le hacía la demostración, pero siempre era una fuente de asombro. Con independencia de la mentira que profiriera, y de la voz que Geder pusiera para hacerlo, su manera de colocar el cuerpo o el tono que utilizara, el hombre inmenso sabía qué palabras eran falsas y cuáles verdaderas. No se equivocaba nunca.

—¿Y es realmente una diosa la que os permite hacer esto? —preguntó Geder—. Porque nunca me he encontrado con referencia alguna sobre ella. Se supone que el Sirviente Honesto es algo que creó Morade, como las trece razas y las sendas del dragón.

—No. Ya estábamos aquí antes que los dragones. Cuando la gran telaraña fue tejida y colgaron las estrellas de ella, la diosa estaba presente. El Sinir Kushku es un regalo a los fieles. Cuando llegó el gran colapso, los dragones temían su poder. Lucharon entre ellos, cada uno con el deseo de conseguir la amistad y el patrocinio del Sinir Kushku. El gran Morade fingió una alianza, pero la diosa sabía que en su corazón anidaba la traición. Ella nos guió a este lugar (donde podríamos estar a salvo, lejos del mundo y de sus batallas) para esperar la llegada del tiempo de nuestro regreso.

—Pero esto no se parece a ninguna de las historias que he leído —se asombró Geder.

—¿Dudas de mí? —preguntó Basrahip con voz grave y amable, y con esa extraña vibración que parecía imprimirle a toda su habla.

—En absoluto —se defendió Geder—. ¡Estoy atónito! ¿Una era completa antes de los dragones? Nadie había escrito acerca de esto. No que yo sepa.

Fuera de la pequeña habitación de piedra, las estrellas brillaban en el cielo y la media luna iluminaba la cascada de roca. En la oscuridad, Geder casi podía imaginarse que el gran dragón pétreo situado sobre el templo se movía haciendo girar la cabeza. Los extraños grillos verdes que infestaban el lugar cantaban con vibrantes coros. Geder se envolvió las piernas con los brazos, y sonrió.

—No puedo expresar cuánto me complace haber encontrado este lugar —dijo Geder.

—Eres un hombre destacado de una gran nación —respondió el sacerdote—. Me alegra que hayas venido de tan lejos para encontrar nuestro humilde templo.

Geder desestimó el comentario con un gesto de la mano, cohibido. Había tardado la mayor parte del día en explicarle que, si bien él pertenecía a la nobleza, el de príncipe era un título en particular y, allí de donde él venía, no se podía aplicar de manera tan amplia. Durante la mayor parte de su vida lo habían llamado señor, mi señor y lord y, aunque significaban lo mismo, «hombre destacado de una gran nación» lo sumía en la timidez.

Basrahip se levantó y se estiró. A lo lejos, una voz grave chilló la llamada a la plegaria nocturna. Geder esperaba que Basrahip se disculpara y corriera a ponerse al frente de los sacerdotes en los rituales. En lugar de ello, se detuvo en la entrada. Las velas proyectaban sombras sobre sus ojos.

—Dime, lord Geder. ¿Qué era lo máximo que esperabas encontrar aquí?

—Bueno, deseaba ser capaz de encontrar las montañas Sinir y un poco de material original acerca del Sirviente Honesto para un ensayo especulativo que estoy esbozando.

—¿Eso era lo máximo que esperabas encontrar?

—Sí —reconoció Geder—. Lo era.

—Y ahora que lo has encontrado, ¿será suficiente?

—Desde luego —dijo Geder.

La mirada del gigante se fijó en él, y Geder sintió que el rubor le subía por el cuello y las mejillas. Basrahip esperó durante lo que pareció medio día, y después negó con un gesto.

—No —dijo con suavidad—. No. Hay algo más.

Desde que llegara al templo, el día a día de Geder había sido asombroso, rico e inquietante, como un sueño. Durante dos días completos, desde la mañana hasta la caída de la tarde, había permanecido en el gran espacio situado entre el templo propiamente dicho y el muro con la enorme puerta. A su alrededor se sentaban una docena de sacerdotes vestidos con túnicas claras y con sus cabellos llenos de abalorios, mientras él trazaba mapas e intentaba resumir siglos de historia. A menudo le hacían preguntas, y él debía admitir su ignorancia. ¿Cómo se habían establecido las fronteras de Asterilhold y la Costa Norte? ¿Quién había reclamado las islas al sur del Birancour y al oeste de Lyoneia? ¿Por qué los primera sangre se concentraban sobre todo en Antea, los cinnae en Princip C’Annaldé, y los timzinae en Elassae, y en cambio los tralgu y los dartinae no tenían ninguna patria particular? ¿Por qué a los timzinae los llamaban «bichos», «chatarreros» a los kurtadam y «céntimos» a los jasuru? ¿Por qué nombres se conocía a los primera sangre, y quiénes los odiaban?

Parecían especialmente intrigados por los timzinae. Geder se enorgullecía de saber mucho. Ver sus limitaciones expuestas era una lección de humildad, pero la sed que aquellos hombres de piel aceitunada tenían por cada retazo de información lo hacía soportable. Quedaban fascinados con cada historia y cada anécdota que les contaba.

Se encontró contando su propio pasado. Su vida de niño en Rivenhalm. Su padre en la Corte de Camnipol. La campaña de Vanai y su final, así como el ataque de los mercenarios a Camnipol. El viaje al Keshet.

Cuando el sol ya calentaba demasiado, los sacerdotes sacaron una enorme media tienda confeccionada con un cuero extendido entre grandes vigas de madera que le brindó una sombra a Geder, y se erigía detrás de él como una gigantesca mano. Arrastraron vasijas de cerámica de boca ancha llenas de arena húmeda para mantener frescos los odres de agua enterrados allí. Geder masticó tiras de carne de cabra seca sazonada con sal y canela, y habló hasta enronquecer. Se detuvieron cuando el sol se hubo escondido detrás de las cumbres, en respuesta al áspero ladrido que los llamaba. Los sirvientes de Geder montaron el campamento ahí, y durmieron en el suelo junto a él. Después, al tercer día, cuando ya estaba seguro de que le fallaría la voz, acudió Basrahip —o el Basrahip— y le indicó con un gesto que lo siguiera. El gigantesco hombre lo condujo hacia arriba por una escalera. Era de piedra y estaba lisa como el vidrio por el roce de generaciones de pies calzados con cuero. Llegaron a un pasadizo que era tanto la entrada de una cueva como un corredor.

Geder había previsto encontrarse con la roca tallada, pero no vio ningún signo de que esas estancias hubieran sido cortadas con cincel y martillo. Podrían haber surgido así, como si las montañas hubieran sabido que serían el hogar de aquellos hombres. En los nichos había faroles de papel y pergamino que derramaban su luz por el suelo y el arqueado techo. El aire estaba cargado de un olor que Geder no conseguía identificar del todo; en parte estiércol, y en parte especias. El aire era sofocante. Trotaron a través de las vueltas y revueltas del pasadizo hasta que este se ensanchó y el sumo sacerdote se hizo a un lado.

La gran cámara era más alta que veinte hombres uno sobre otro. El techo estaba perdido en una oscuridad más profunda que la noche. Y por encima de ellos se alzaba la estatua excavada en la roca de una gigantesca araña cubierta de pan de oro e iluminada por centenares de antorchas. Al menos cincuenta hombres se arrodillaban a sus pies, todos ellos vueltos hacia Geder, con las manos plegadas sobre los hombros. Geder permaneció inmóvil y boquiabierto. Ningún rey del mundo podía ufanarse de un espectáculo mayor.

—La diosa —dijo Basrahip, y su voz resonó en la estancia, llenándola—. Señora de la verdad y gobernante ininterrumpida del mundo. Somos bendecidos con tu presencia.

Geder casi ni se percató de que la mano del gigante le tocaba el hombro y comenzaba a presionar hacia abajo de manera suave pero implacable. Cuando estuvo de rodillas, le pareció de lo más obvio.

Después lo llevaron a unas nuevas habitaciones intramuros del templo. Muchas de las puertas y ventanas que había visto cuando llegó apenas ocupaban una o dos habitaciones de profundidad. Las celdas de los sacerdotes se aferraban a la ladera de la montaña. El escudero de Geder le llevó una tina para bañarse, sus libros y el pequeño escritorio de viaje, y además encendió el farol. Esa noche Geder estaba tumbado en la oscuridad envuelto en una fina manta de lana y con el sueño a una distancia de un día a caballo de sus ojos. Estaba demasiado excitado como para dormir. Lo único que le había decepcionado era que el templo no tenía biblioteca Basrahip regresó durante la cuarta mañana, y entonces comenzó una conversación que continuó día tras día.

—No entiendo por qué os mantenéis escondidos.

—¿No? —preguntó Basrahip.

Caminaban por la delgada senda de ladrillo que conducía al pozo de agua del templo.

—El Sirviente Honesto —dijo Geder—. Es algo que todos vosotros tenéis. Si estuvierais en el mundo podríais saber cuándo un comerciante miente sobre sus costes. O cuándo son desleales los hombres. Y la vida en la Corte. Dios, lo que podríais hacer ahí.

—Por ese motivo permanecemos ocultos —respondió Basrahip—. Cada vez que hemos intervenido en los asuntos del mundo hemos recibido la misma recompensa. Espadas y fuego. Quienes no han sido tocados por la diosa viven sus vidas en el engaño. Para ellos, oír nuestras voces equivale a la muerte de aquellos que eran hasta ese momento. La diosa tiene muchos e implacables enemigos.

Geder pateó un guijarro y lo envió cuesta abajo por delante de ellos. Sentía la luz del sol sobre la cara y los hombros.

—Pero saldréis otra vez —aventuró Geder—. Dijiste que estabais esperando el momento para volver a salir.

—Lo haremos —respondió el sumo sacerdote. Alcanzaron el borde del pozo, un hoyo que se abría en la tierra con un murete de una sola hilera de piedras. Una cuerda amarrada a una estaca se hundía profundamente en él—. Cuando se hayan olvidado de nosotros.

—Eso podría haber sucedido en cualquier momento del último siglo —dijo Geder, pero el sumo sacerdote continuó como si él no hubiera mediado palabra.

—Cuando las heridas de la antigua guerra hayan sanado y podamos caminar por el mundo sin temor, ella nos enviará una señal. Separará a los puros de los impuros y pondrá fin a la edad de las mentiras.

Basrahip se puso en cuclillas, cogió la cuerda y tiró de ella, mano sobre mano hasta que empezó a salir húmeda. El cubo había sido de cobre, pero ahora estaba cubierto de moho. Basrahip lo atrajo hacia sí y bebió. De las comisuras de los labios caían pequeños arroyuelos. Geder se movió, incómodo, a su lado. El sumo sacerdote puso el cubo en el suelo y se secó la boca con el dorso de la mano.

—¿Estás preocupado, señor?

—Yo… No es nada.

La sonrisa fue grande y fría. Los ojos oscuros lo evaluaron.

—Escúchame, lord Palliako. Escucha mi voz. Puedes confiar en mí.

—Yo solo… ¿Podría beber un poco de esa agua yo también?

Basrahip levantó el cubo. Geder lo cogió con las dos manos y bebió con lentitud. El agua estaba fría, y sabía a piedra y a metal. Le devolvió el cubo a Basrahip, y este lo sostuvo durante un momento sobre la negrura del pozo antes de dejarlo caer. La cuerda comenzó a deslizarse. El ruido del metal contra el agua fue más fuerte de lo que Geder había previsto.

—Puedes fiarte de mí —repitió el sumo sacerdote.

—Lo sé —confesó Geder.

—Puedes decírmelo. No te sucederá nada malo por ello.

—¿Decirte el qué? Quiero decir que no sé bien de qué hablas.

—Sí que lo sabes —respondió el hombre, y empezó a caminar de regreso hacia el templo. Geder trotó para mantenerse junto a él—. ¿Por qué viniste en busca del Sinir Kushku? ¿Qué fue lo que te trajo aquí?

—Te refieres a…

—A través del tiempo, otros hombres nos han encontrado. Se toparon con nosotros. Tú llegaste buscando. ¿Qué fue lo que te condujo hasta aquí?

Dos de los sacerdotes más jóvenes pasaron junto a ellos en dirección al pozo. Geder hizo sonar sus nudillos y frunció el ceño. Intentó recordar qué lo había movido. ¿Cuándo fue la primera vez que oyó hablar de la leyenda? Acaso no importara.

—En el lugar de donde vengo —dijo, y las palabras le salían con lentitud— parecería que todo es mentira. No sé de verdad quiénes son mis amigos. No sé quién me dio Vanai. Ni quién me deseaba la muerte en Camnipol. En la Corte todo parece un juego, y yo soy el único que no sabe cuáles son las reglas.

—Tú no eres un hombre de engaños.

—No. Sí lo soy. Lo he sido. He mentido y he ocultado cosas. Sé lo fácil que es.

Basrahip se detuvo y se apoyó contra un bloque de piedra. El ancho rostro estaba impasible. Casi sereno. Geder se cruzó de brazos. Un temblor de ira le calentaba el pecho.

—He sido una ficha que movían otros para ganar su juego —se lamentó Geder—. Durante toda mi vida he sido aquel a quien engañan para que se siente en una letrina aserrada sobre un agujero lleno de mierda. He sido aquel de quien se han reído. Quemaron mi libro. Alan Klin quemó mi libro.

—¿Y eso te trajo aquí?

—Sí. No. Digo… Cuando era niño me contaba a mí mismo relatos como los de los viejos cuentos, en lo que yo conducía un ejército a una batalla que parecía perdida y vencía. O salvaba a la reina. O bajaba al inframundo y traía a mi madre de entre los muertos. Y cada vez que he salido al mundo, este me ha decepcionado. ¿Sabes cómo es eso?

—Lo sé —respondió el sumo sacerdote—. Tú no has venido a escribir un ensayo, lord Geder. Has venido a encontrarnos. A encontrarme.

Geder sintió que en su boca se dibujaba un pesaroso y duro gesto de desagrado.

—Sí —dijo él—. Porque quiero saber la verdad. Porque estoy absolutamente harto de preguntarme cosas. ¿Todas esas mentiras, engaños y juegos que todo el mundo teje a mi alrededor? Quiero ser el hombre que las desgarre y encuentre la verdad. Y entonces me enteré del fin de todas las dudas.

—¿Te bastaría con saberlo sin más? ¿Te traería la paz?

—Sí —respondió Geder.

Basrahip se detuvo. Estaba escuchando. Una mosca zumbó alrededor de ellos, aterrizó en la gran cabeza del gigante para beber su sudor y alzó el vuelo otra vez.

—No, no lo haría —dijo Basrahip, poniéndose de pie—. No es eso lo que deseas. Pero te vas acercando, lord Geder. Estás mucho más cerca.

—Los he oído hablar —murmuró uno de sus sirvientes—. Nos matarán a todos mientras dormimos.

Geder se sentó en la oscuridad de su celda. Se suponía que los murmullos eran lo bastante suaves como para que él no los oyera. Si hubiera estado en su catre así habría sido. En cambio, se deslizó fuera de su lecho y cruzó el suelo oscuro con paso silencioso. Se sentó junto a la entrada, con la espalda contra la pared y sus sirvientes a menos de dos metros, del otro lado de la puerta.

—Deja de decir estupideces —lo reconvino su escudero—. Solo te estás asustando a ti mismo.

—No es verdad —dijo la primera voz, más aguda y tensa en esta ocasión—. ¿Crees que quieren que la gente sepa dónde están? ¿Crees que están en el culo del mundo porque quieren compañía?

Otra voz, diferente, dijo algo, pero Geder no consiguió distinguir las palabras.

—Y dejarlos —dijo la primera voz—. Lo que oí fue que él incendió Vanai solo porque podía hacerlo, y que se reía mientras lo hacía.

—Seguid hablando así de su señoría y no serán estos monos de arena vestidos de sacerdotes los que os maten —dijo la voz de su escudero—. Me enfrentaré a cien dioses falsos antes de hacerlo enfadar.

Geder abrazó sus rodillas más estrechamente. Había esperado sentir dolor, pero este no llegó. O rabia. Se puso de pie y caminó sin intentar evitar hacer ruido. Oyó el silencio de los sirvientes del otro lado de la puerta, pero no le importaban. Ni lo que creían ni lo que eran, ni si vivían. Encontró su túnica y un par de mallas, y se las puso en la oscuridad. No se molestó en tratar de amarrarse todos los cordeles. La decencia estaba a salvo y eso era suficiente. A Basrahip no le importaría.

Cuando salió a la oscuridad iluminada por las estrellas, sus sirvientes fingieron que dormían. Pasó esquivando los cuerpos y se alejó por la estrecha senda que seguía la ladera de la montaña. El polvo le enfriaba los pies, y las piedras se los herían. En la primera celda que encontró dormía un monje, y Geder lo sacudió hasta despertarlo.

—Llévame adonde esté Basrahip —le urgió.

El sumo sacerdote descansaba en una zona más interior del templo. Sus habitaciones estaban oscuras y el camastro en el que dormía apenas alcanzaba a contenerlo. El monje que había conducido a Geder dejó la vela y se retiró de la habitación retrocediendo y haciendo reverencias. Basrahip sacó una enorme pierna de debajo de su cuerpo y se sentó. Parecía estar perfectamente despierto. Geder se aclaró la garganta.

—He estado pensando. En lo que me preguntaste. Quiero dominar la Corte. Quiero que los hombres que me utilizaron sufran. Quiero que imploren mi perdón. Quiero verlos humillados en un lugar donde el mundo pueda señalarlos con el dedo y compadecerse de ellos y reírse.

El sumo sacerdote no se movió. Después sonrió poco a poco. Levantó un dedo inmenso y lo apuntó hacia Geder.

—Sí. Sí. Eso es lo que deseas. Y ahora dime esto, amigo mío. Hermano mío. ¿Sería eso suficiente?

—Lo sería, para empezar.

El sumo sacerdote echó la cabeza hacia atrás y aulló una carcajada. Mientras reía, sus dientes brillaban a la luz de la vela, tan blancos como el marfil. Se puso de pie y se envolvió en su sábana. Geder descubrió que él también sonreía. Decir las palabras, que se las entendieran, era como quitarse una piedra de encima del pecho.

—Tenía la esperanza, lord Geder —añadió el sumo sacerdote—. Desde el momento en que te vi (un hombre destacado de un gran reino), tuve la esperanza de que este fuera el momento. De que tú fueras la señal que nos enviaba la diosa. Y lo eres. Hermano Geder, lo eres. Has encontrado tu verdad y, si la honras, yo también lo haré.

—¿Honrarla?

—Camnipol. Tu gran ciudad en el corazón de tu imperio. Prométele un templo ahí, el primer templo de una nueva era sin mentiras ni dudas. Yo mismo regresaré contigo, y a través de mí…

El gigante extendió sus manos con las palmas hacia arriba. Con la vela en el suelo, era como si estuviera ofreciendo las manos llenas de sombra. Geder no podía dejar de sonreír. Se sentía ligero y simple y vivo de una manera que no se había sentido desde cuando levantó las gemas de las cajas congeladas, medio año antes.

—A través de mí —dijo el sumo sacerdote—, ella te dará lo que deseas.