Cithrin estaba de pie sobre el rompeolas, con la ciudad a sus espaldas y el ancho mar azul y el cielo delante. En la orilla, donde el agua poco profunda y clara de la bahía se tornaba de un azul profundo, había cinco barcos. Los altos mástiles parecían árboles que se elevaban desde el agua. Las velas arriadas abultaban en las vergas. Los pequeños botes de la flota pesquera se apresuraban hacia el puerto o esquivaban el tráfico mientras docenas de botes guía corrían hacia los barcos, compitiendo para ser los primeros en llegar y tener el honor de guiarlos al interior del puerto.
Los barcos mercantes de Narinisle habían llegado. Cinco naves juntas y con banderas de Birancour y Porte Oliva. Cuando zarparon, eran siete. Las otras dos se habían perdido en una tormenta o durante un ataque, o se habían apartado por propia decisión. Podían llegar al día siguiente, la semana siguiente, o nunca. Sobre los muelles, debajo del sitio desde el que miraba Cithrin, los comerciantes aguardaban en una agonía de esperanza y temor, a la espera de que los barcos se acercaran lo suficiente como para identificarlos. Y entonces, cuando las naves estuvieran en sus atracaderos, los afortunados patrocinadores subirían a bordo, compararían sus contratos y conocimientos de embarque y sabrían sus beneficios. Los desafortunados esperarían en los muelles o en las tabernas del puerto, e interrogarían a los marineros en busca de noticias.
Entonces, cuando los capitanes de los barcos hubieran respondido a sus patrocinadores, cuando los trabajadores hubieran comenzado la larga tarea de trasegar las mercancías desde las naves a los almacenes, cuando el frenesí del comercio y las mercancías y el intercambio de dinero hubiese pasado sobre Porte Oliva como el viento sobre el agua, entonces llegaría el momento de comenzar la preparación del viaje para el año siguiente. Los astilleros harían sus reparaciones. Los nuevos patrocinadores ofrecerían sus contratos y condiciones a los capitanes. E Iderrigo Bellind Siden, gobernador principal de Porte Oliva, consultaría con los capitanes y los maestros de los gremios y, con elegancia, aceptaría las propuestas para transformar Porte Oliva, una ciudad portuaria del montón, en el epicentro del comercio durante la siguiente generación.
Y en su mano, escrita en tinta verde sobre un papel tan liso como la nata, sostenía una carta que le prohibía tomar parte en todo aquello. La abrió, y la examinó una vez más. Estaba cifrada, desde luego, pero ella había pasado el tiempo suficiente con los libros y los papeles del magíster Imaniel como para poder leerla con tanta facilidad como si estuviera escrita en lengua común.
Magistra Cithrin Bel Sarcour, cesarás toda negociación y comercio en nuestro nombre de manera inmediata. Paerin Clark, auditor en jefe y representante de la compañía controladora, se reunirá contigo tan pronto como sea posible. Hasta ese momento, no realizarás ningún otro contrato, ni depósito ni préstamo. Esto es incondicional.
Estaba firmada por el propio Komme Medean, con la caligrafía serrada y temblorosa causada por su gota. No se la había enseñado a nadie. Durante ocho días, desde que le llegara la orden, había luchado contra ella. Era la primera que recibía de la compañía controladora, y era exactamente lo que había previsto. Acudiría el auditor, tal como había planeado desde el principio. Recuperaría los fondos del banco que se habían perdido en Vanai. Sería el fin de todos sus ensueños de mantener vivo el banco o de conducirlo a un sitio seguro, tal como estaban haciendo los botes guía con los barcos mercantes. Sería ella misma otra vez. Ya no sería Tag el carretero, ni una contrabandista oculta en las sombras, ni la magistra Cithrin. Sola, sin Besel ni Cam ni el magíster Imaniel. Sin Vanai.
Y, con todo respeto, ella prefería que no fuera así.
Mientas exhalaba el aire de un modo demasiado leve como para considerarlo un suspiro, Cithrin rasgó la carta por la mitad. Y luego lo hizo otra vez, y otra y otra más. Cuando los pedazos fueron tan pequeños como los números y símbolos individuales del código, los dejó caer por encima del rompeolas y se quedo observándolos mientras giraban y vibraban en su camino hacia el mar.
Allá abajo, los botes guía se amontonaban alrededor de las naves mercantes. Se imaginaba las voces de los hombres que les gritaban a los capitanes, y las de los capitanes que gritaban sus respuestas. Mientras observaba, el primero de los barcos inició el corto y último trayecto de su viaje anual. Cithrin se volvió y regresó a su banco. La puerta principal estaba abierta a la brisa. Cuando entró, Roach se puso de pie de un salto, como si hubiera estado haciendo algo inapropiado. Detrás de él, Yardem se desperezó y abrió la boca en un enorme bostezo.
—¿Dónde te metes? —preguntó el capitán Wester.
—Estaba viendo cómo llegaban los barcos, igual que todo el mundo en esta ciudad —respondió. Se sentía inexplicablemente ligera. Casi mareada.
—Bueno, esta mañana tu cafetero ya ha enviado a tres personas a buscarte. Vinieron a buscarte aquí.
—¿Qué les dijiste?
—Que estabas ocupada, pero que esperaba que regresaras a la cafetería después de mediodía —explicó Wester—. ¿Mentía?
—¿Tú? Jamás —dijo ella, y se rio al ver la sospecha en la cara de él.
A pesar del calor, Cithrin llevó a la reunión del palacio del Gobernador un vestido azul oscuro con mangas y cuello alto. Llevaba el pelo dentro de un gorro, sujeto mediante un alfiler de plata y lapislázuli, una de las últimas piezas de joyería que conservaba de Vanai. Habría sido más apropiado para un día fresco de otoño, y le hacía correr un hilillo de sudor por la espalda, pero la idea de ponerse algo más revelador frente a Qahuar Em le parecía incómoda. Además, por supuesto, llevar el collar o el broche que él le había regalado habría sido inapropiado.
Cuando la saludó en el pasillo, fuera de las habitaciones privadas, su reverencia fue formal. Solo el ángulo de su sonrisa y la alegría de sus oscuros ojos verdes le daban una pista de las noches que habían pasado juntos. Él vestía una túnica de color arena con botones de esmalte blanco hasta el cuello, y ella se descubrió consciente de las formas de su cuerpo debajo de las ropas. Se preguntó qué pasaría con la relación ahora que la rivalidad tocaba a su fin. La criada, una cinnae de cabellos claros, se inclinó ante ellos cuando los vio entrar.
Una sola mesa teñida de color oscuro dominaba la habitación. Detrás de ella había un grupo de ventanas que daba al exterior, a las ramas de un árbol. El balanceo de las ramas le daba a la habitación una sensación de sombra y de frescor que no merecía. El mercenario cinnae se puso de pie cuando Cithrin entró, y se sentó de nuevo cuando ella hizo lo propio. Ni la tralgu ni el representante de las casas comerciales locales estaban presentes.
—Buen año —dijo el cinnae—. ¿Has estado en los barcos, magistra?
—No he tenido la oportunidad —respondió Cithrin—. He tenido una agenda muy apretada.
—Deberías buscar un hueco. Este año había cajas con las fruslerías más fascinantes. Pequeños globos de vidrio de colores que tintinean cuando los frotas. Son preciosos. Le he comprado tres a mi nieta.
—Espero que el mundo haya sido amable contigo, señor —dijo Qahuar Em. Su voz era casi cortante. «¿Por qué podrías estar enfadado?», se preguntó ella.
—Muy bien —respondió el cinnae ignorando el tono—. Excelentemente bien, gracias.
La puerta privada se abrió, y entró el gobernador. Su cara redonda estaba cubierta de sudor, pero alegre. Cuando comenzaron a ponerse de pie, él hizo un gesto con la mano para indicarles que tomaran asiento de nuevo.
—No hace falta ninguna ceremonia —dijo, y se puso cómodo en su propia silla—. ¿Puedo ofreceros algo de beber?
Qahuar Em sacudió la cabeza, y el mercenario cinnae hizo lo propio un instante después, como si hubiera estado esperando a ver qué hacía Qahuar. El estómago de Cithrin se puso en alerta. Allí estaba pasando algo que ella no entendía.
—Gracias a ambos por venir —dijo el gobernador—. Os agradezco mucho el trabajo que habéis hecho todos, así como vuestra dedicación a Porte Oliva, a mí y a la reina. Me entusiasma lo indecible el que unas mentes tan privilegiadas presten atención al bienestar de la ciudad. Esta es siempre la parte más difícil, ¿no es así? ¿Tomar una decisión?
Su melancólico suspiro dejó ver que lo estaba disfrutando. Cithrin respondió con una sonrisa tensa. Qahuar no la miraba a los ojos.
—He analizado las propuestas con muchísimo cuidado —prosiguió el gobernador—. En mi opinión, cualquiera de ellas habría sido una manera excelente de incrementar la prosperidad de la ciudad. Pero creo que la flexibilidad que confiere un contrato por cinco años, como el que ofrecen los caballeros aquí presentes, nos sería de mayor utilidad que los ocho que exige el Banco Medeano.
Cithrin sintió que le faltaba el aliento. A pesar del calor, algo frío se le instaló en la garganta y en el pecho. Qahuar Em no iba a ofrecer cinco años, sino diez.
—Ocho años es un período muy largo —asintió el mercenario cinnae. Su expresión de seriedad no alcanzaba a ocultar su placer.
—Entre eso, y que las tasas anuales eran algo más elevadas —prosiguió el gobernador—, siento muchísimo tener que declinar tu propuesta, magistra Cithrin.
—Lo comprendo perfectamente —dijo Cithrin, como si hablara otra persona—. Ahora que se ha resuelto, ¿puedo preguntar qué tasas ha ofrecido maese Em?
—Oh, se trata de una sociedad —respondió el cinnae—. No es solo su clan, ¿sabes? Él y yo estamos juntos en esto.
—No creo que sea necesario ahondar en los detalles —atajó Qahuar Em, sin mirarla todavía. Sus tentativas de ahorrarle más humillaciones eran peores que los alardes del mercenario.
—Como si no fuera a saberse —dijo el gobernador—. Por cortesía y por respeto, magistra, las tasas solicitadas fueron del diez por ciento sin garantía, y el catorce por ciento con ella.
Los números incorrectos. Eran los números incorrectos. Se suponía que serían un dieciséis y un diecinueve, no un diez y un catorce. La oferta que encontró en la oficina de Qahuar era una trampa, y Cithrin había caído en ella.
—Gracias, mi señor gobernador —dijo Cithrin con una inclinación de la cabeza—. La compañía controladora agradecerá mucho tu franqueza.
—Espero que no haya resentimientos —dijo el gobernador—. El Banco Medeano es nuevo en nuestra ciudad, pero también muy respetado.
—No los habrá en absoluto —le aseguró Cithrin. Con el vacío que le había aparecido en el pecho, estaba asombrada de que sus palabras no resonaran con un eco. Aquello no podía estar sucediendo—. Muchas gracias por haber tenido la cortesía de recibirme. Pero supongo, caballeros, que tendréis que discutir los detalles.
Todos se pusieron de pie cuando ella lo hizo, y el gobernador le tomó la mano entre sus empalagosos dedos y se la llevó los labios. Ella mantuvo su sonrisa divertida y de mujer de mundo derrotada, una máscara de quien deseaba haber sido. Le hizo una reverencia al mercenario cinnae, y otra a Qahuar Em. El vacío que había dentro de ella se agitó, y algo doloroso brotó en su lugar.
Caminó con cuidado desde la habitación, por la escalera, a través del recibidor y la entrada hacia la plaza. El cielo era de un blanco opalescente, y la brisa que le tocaba la mejilla era tan cálida como el aliento. El sudor le humedecía las axilas, la espalda y las piernas. Se detuvo unos minutos, confusa y aturdida. No debía ocurrirle ahí. Necesitaba volver adentro. Había detalles que necesitaba cuadrar, contratos que firmar y refrendar. Había un gran proyecto por realizar. No debía estar ahí fuera. Debía estar dentro.
El primer sollozo fue como una arcada: repentino, reflejo y violento. «Aquí no —pensó—. Oh, Dios, si va a suceder, no dejes que ocurra aquí donde todo el maldito mundo pueda verme». Se alejó dando largas y rápidas zancadas. Los muslos le presionaban contra el tejido para ganar cada centímetro. Llegó al laberinto de calles. Encontró un callejón, siguió sus curvas y contracurvas hasta un rincón sombrío, y allí se quedó, acuclillada sobre el mugriento empedrado. Ya no podía contener los sollozos. Se tapó la boca con el brazo para acallarlos.
Había perdido. Todas sus expectativas, todos sus planes. Había perdido. Le habían dado su contrato a otro, y la habían dejado como una zorra estúpida, fea y mestiza, llorando en un callejón hasta quedarse sin lágrimas. ¿Cómo había pensado que podría ganar? ¿Cómo pudo creérselo?
Cuando la peor parte hubo pasado, se puso de pie otra vez. Se secó las lágrimas y se limpió los mocos con la manga, se sacudió la suciedad del vestido y se alejó caminando hacia sus habitaciones. La humillación se le subió al hombro y comenzó a susurrarle al oído. ¿Cuánto les había contado a sus socios? ¿Había alardeado de que ella se le había abierto de piernas? Probablemente Qahuar le hubiera descrito cada porción de su piel al viejo mercenario cinnae antes de entrar en aquella sala. Él lo había sabido todo desde antes de que ella lo hiciera, desde antes de que lo planeara. ¿Había advertido a los sirvientes de que no interfirieran en su incursión nocturna a la oficina? ¿La habían estado espiando desde las sombras, riéndose de la muchacha idiota que se creía tan lista?
Una vez en el banco, oyó las voces de los guardias —Marcus, Yardem y la nueva mujer kurtadam— a través de la puerta. Ni estaban enfadadas ni reían. Los tulipanes se mecían con la brisa, los pétalos rotos y separados, el rojo trocándose en negro en la base. Deseaba entrar, pero su mano no cogía el pestillo. Estuvo de pie ante la puerta durante lo que le parecieron horas, deseando entrar con lo más parecido a amigos, familia o amor que tenía: sus empleados. Deseaba que Yardem Hane saliera a buscarla. Que Cary llegara caminando por la calle. Que Opal se levantara de su tumba oceánica y la estrangulara hasta matarla dondequiera que estuviese.
Cithrin subió la escalera. Se quitó el vestido y se sentó en la cama, enfundada en su combinación. El sudor no se le secaba, ni la enfriaba.
Había perdido. Aun ahora, no tenía sentido. No podía resignarse a creerlo. Había perdido. Las lágrimas ya se habían ido. El dolor se había ido, aunque tenía la sensación de que solo descansaba, de que dormía como un gato después de cazar su presa. Volvería. De momento, no sentía nada. Se sentía muerta.
Había perdido. Además, el auditor estaba en camino.
El sol trazó su curva en lo alto. Cithrin se sentó. Los sonidos de la calle cambiaron. El tránsito del día, aturdido por el calor, daba paso lentamente a las voces más brillantes y enérgicas del final de la tarde. Necesitaba orinar, pero lo pospuso. Le resultaba imposible pensar en que pudiera haber más humedad en su cuerpo después de haberse empapado en su sudor y sus lágrimas. Y, con todo, su cuerpo realizaba las funciones tanto si ella las aprobaba como si no lo hacía. Cuando la necesidad se hizo demasiado intensa como para hacerle caso omiso, buscó su bacinilla y la utilizó. Una vez se hubo puesto en marcha le resultó más fácil moverse. Se quitó la combinación, la dejó hecha un bulto en el suelo y buscó un vestido bordado de tejido ligero, más atractivo porque ya estaba en sus manos. Se lo puso, bajó la escalera y salió a la calle sin molestarse en cerrar la puerta al salir.
La taberna tenía todos los postigos abiertos, y la brisa marina pasaba por ellos. No había velas ni faroles encendidos a fin de evitar incluso esa pequeña cantidad de calor extra, por lo cual las habitaciones estaban en penumbras pese a la luz del día. La camarera era una chica a quien Cithrin reconoció, de cara gruesa, con el pelo negro como la noche y largo hasta los omóplatos. Un perro pequeño brincaba nerviosamente alrededor de los tobillos de la muchacha. Cithrin se dirigió hacia la mesa del fondo, su mesa. Ahí había alguien, medio oculto por la áspera tela.
Qahuar Em.
Cithrin se obligó a avanzar. Se sentó frente a él. Un postigo flojo golpeó dos veces contra el marco de la ventana. La expresión del hombre era apacible y denotaba arrepentimiento. Sobre la mesa descansaba una jarra medio vacía de cerveza.
—Buenas tardes.
Ella no respondió. Él chasqueó la lengua contra los dientes.
—Esperaba poder invitarte a comer, y a una botella de vino. Y ofrecerte una disculpa. Fue un gesto poco amable de parte del gobernador tratarte de ese modo.
—No quiero nada que venga de ti —dijo ella.
—Cithrin…
—No quiero verte; ni tampoco quiero volver a saber de ti mientras viva —continuó ella, haciendo cada palabra fría y cortante de manera deliberada—. Y si te acercas a mí, le pediré al capitán de mi guardia que te mate. Y lo hará.
La expresión de Qahuar se endureció.
—Ya veo. Admito que estoy decepcionado, magistra. Esperaba más de ti.
—¿Tú esperabas más de mí?
—Sí. No habría imaginado que fueras la clase de mujer que sucumbe a una rabieta. Pero es obvio que me he equivocado. Te recuerdo que fuiste tú quien se metió libremente en mi cama. Fuiste tú la que cruzaste mis habitaciones a hurtadillas. Me parece mezquino y vil que me culpes por haberlo previsto.
«Tú no sabes de qué se trataba —pensó Cithrin—. No sabes lo que significó para mí. Van a quitarme mi banco».
Qahuar se puso de pie y dejó tres monedas pequeñas sobre la mesa. La luz captó la aspereza de su piel de bronce, y lo hizo parecer mayor. Ese verano era el decimoctavo solsticio de Cithrin, y el trigésimo quinto de él.
—Somos comerciantes, magistra —añadió él—. Te pido disculpas si las noticias te han llegado de una manera tan desagradable, pero no puedo disculparme por llevarles este acuerdo a los ancianos de mi clan. Espero que tengas una tarde de lo más agradable.
Empujó el banco, la madera chirrió contra la piedra del suelo y él pasó junto a ella.
—Qahuar —lo apremió ella de modo cortante.
Él se detuvo. Ella se recompuso. Las palabras estaban hechas de plomo, casi demasiado pesadas para subir por su garganta.
—Siento haberte traicionado —se disculpó ella—. Haber intentado traicionarte.
—No lo sientas. Así es el juego que jugamos.
No mucho después llegó la criada de la taberna y recogió las monedas y la jarra de Qahuar Em. Cithrin levantó los ojos y la miró.
—¿Lo de siempre?
Cithrin negó con la cabeza. Tenía un nudo entre la garganta y el estómago, sólido como la piedra. Levantó una mano, sorprendida de descubrir que el gorro seguía en su cabeza. Se lo quitó, se soltó el pelo, y sostuvo el alfiler de plata y lapislázuli. Casi parecía resplandecer por sí solo en la penumbra. La criada parpadeó al verlo.
—Es muy hermoso —observó.
—Cógelo —la conminó Cithrin—. Tráeme algo por lo que creas que vale.
—¿Magistra?
—Vino generoso. Cerveza. No me importa. Tú tráelo.