Verano en Osterling Fells. Dawson se levantaba con el sol, y se pasaba el día cabalgando sus tierras, atendiendo las tareas que los asuntos del invierno y las intrigas de la primavera habían dejado sin realizar. Había que rehacer los canales que regaban los campos del sur. Una de las aldeas del oeste se había incendiado a finales de primavera, y Dawson se encargó de reconstruirla. Habían atrapado a dos hombres cazando venados en sus bosques, y asistió al ahorcamiento. Allá adonde iba, sus súbditos le ofrecían honores, y él los aceptaba, porque era lo que le correspondía.
La hierba crecía en los caminos. Los árboles extendían sus anchas hojas, de color verde reluciente y plata, a las brisas y la luz del sol. Dos días de este a oeste, cuatro de norte a sur, con senderos de montaña para cazar, su propia cama para dormir y una bóveda de perfectos cielos azules sobre su cabeza. Dawson Kalliam no podía imaginar una prisión más lujosa donde pasar el tiempo mientras el reino se caía a pedazos.
La propiedad en sí vibraba con la actividad. Los hombres y mujeres de la casa no estaban más acostumbrados a la presencia de su señor durante los largos días de estío que a su ausencia durante los meses de invierno en los que no participaba en la partida de caza del rey. Dawson sentía el peso de su consideración. Todo el mundo sabía que lo habían enviado al exilio por toda la temporada, y no cabía duda de que las habitaciones de los sirvientes y los establos bullían con cuentos, especulaciones y cotilleos.
Sentirse agraviado al respecto tenía tanto sentido como enfadarse con los grillos por el hecho de que cantaban. Eran la gente baja, la gente menor. No entendían nada que no les pusieran delante de sus mismas narices. Dawson no tenía motivos para tratar sus opiniones sobre el ancho mundo con mayor consideración de la que tendría con una gota de lluvia o un brote de un árbol.
En cambio, de Canl Daskellin había esperado más.
—¿Otra carta, querido? —preguntó Clara mientras él avanzaba por la larga galería.
—No me dice nada. Escucha esto —dijo Dawson sacudiendo las páginas. Buscó el pasaje—. «Su majestad continúa en un estado de salud precario. Sus médicos sospechan que el peso de la revuelta de los mercenarios lo ahoga, pero espero que haya mejorado mucho para el invierno». O esto. «Lord Maas ha estado muy agresivo en su defensa del buen carácter de lord Issandrian, y está aprovechando al máximo el hecho de haber escapado a la censura». Es todo por el estilo. Provocaciones e indicios.
Clara dejó a un lado su labor. El calor de la tarde le había dejado unas perlas de sudor sobre las cejas y el labio superior, y un mechón de pelos se había liberado de su peinado. Su vestido estaba hecho de una delgada tela estival que apenas escondía las formas de su cuerpo, más blando que el de una mujer joven y más cómodo consigo mismo. Se veía hermosa a la luz dorada que derramaban las ventanas.
—¿Qué esperabas, amor? —le preguntó—. ¿Un discurso directo, expuesto sin ambigüedades?
—Para eso, bien podría no haber escrito nada —dijo Dawson.
—Sabes que eso no es verdad, amor —le replicó Clara—. Aun cuando Canl no te esté dando todos los detalles de la Corte, el solo hecho de que te escriba ya es algo. Puedes juzgar a la gente en función de a quién escriben. ¿Has tenido noticias de Jorey?
Dawson se sentó en el diván, frente a ella. Al otro extremo de la galería apareció una criada, que se retiró al verlos en la estancia.
—Me llegó una carta de él hace diez días —comentó Dawson—. Dice que en la Corte todo el mundo camina con sigilo y habla en voz baja. Nadie se cree que esto haya acabado. Simeon debía nombrar al custodio del príncipe Aster el día de su bautismo, pero ya lo ha pospuesto tres veces.
—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó Clara.
—Por el mismo motivo por el que me envió a mí al exilio por las traiciones de Issandrian —respondió Dawson—. Teme que, si nos favorece, ellos tomen las armas. Y que, si los favorece a ellos, entonces nosotros tomemos las armas. Y con Canl moviendo de los hilos, no puedo decir que se equivoque al pensar así.
—Podría ir a rogarle a Phelia —se ofreció Clara—. Más o menos ha colocado a su esposo en el puesto de Canl, ¿no es verdad? Y Phelia y yo llevamos mucho tiempo sin vernos. Sería bueno hablar con ella otra vez.
—De ninguna manera. ¿Quieres que te envíe a Camnipol sola? ¿A Feldin Maas? No sería seguro. Te lo prohíbo.
—No estaría sola. Jorey estaría ahí, y me llevaría a Vincen Coe para que me mantuviera a salvo.
—No.
—Dawson. Amor —le rogó Clara, y en su voz había una dureza que él rara vez había oído en ella—. Te permití que me detuvieras cuando había mercenarios extranjeros por las calles, pero eso ya ha pasado. Y si nadie hace nada, el abismo no volverá a cerrarse jamás. Simeon no puede hacerlo, el pobre, porque no está en disposición de ordenar algo así. Ni tampoco tú ni Feldin podéis hacerlo, porque sois hombres y no sabéis cómo hacerlo. Así es como lo hacemos: mientras vosotros sacáis las espadas, nosotras comentamos quién llevaba el vestido más encantador en el baile, hasta que vosotros envaináis vuestras espadas. El hecho de que esto te haga sentir incómodo no significa que sea difícil.
—Ya hemos hablado de esto —dijo Dawson.
Clara alzó una ceja. El silencio duró tres latidos. Cuatro.
—Entonces necesitas organizar un ejército, ¿no? —le preguntó ella.
—Está prohibido. Forma parte de las condiciones de mi exilio estacional.
—Pues bien —suspiró Clara mientras retomaba la labor—. Le escribiré a Phelia esta misma tarde y le haré saber que estoy disponible para que me invite.
—Clara…
—Tienes toda la razón. Ni se me ocurriría ir sin escolta. ¿Quieres hablar tú con Vincen Coe, o lo hago yo?
A Dawson le sorprendió la ira que brotó en su interior. Se puso de pie, y se le cayó al suelo la carta de Canl Daskellin. Sentía unos deseos irrefrenables de coger algún libro, o una baratija, o una silla, y tirarlos al patio por la ventana de la galería. Clara se concentraba en la labor, y el delgado brillo de la aguja entraba en la tela y salía, entraba y salía. Tenía los labios apretados.
—Simeon también es mi rey —le reprochó ella—. La tuya no es la única sangre noble que hay en esta casa.
—Hablaré con él —masculló Dawson, forzando las palabras a través de su garganta apretada.
—Lo siento, cariño. ¿Qué has dicho?
—Coe. Yo hablaré con Coe. Pero si no va contigo, no irás.
Clara sonrió.
—Envíame a mi doncella cuando lo hagas, cariño. Quiero que me traiga mi pluma.
El pabellón de caza estaba más allá de los grandes muros de granito y jade de la hacienda. Era un edificio largo y bajo con el tejado de paja amarrado con largas cuerdas de cuero trenzado, y cargado con los cráneos y los huesos de las presas cazadas. El patio tenía hierbas en los bordes donde las botas de los hombres no pisaban, y dianas hechas con balas de heno para que los arqueros practicaran. El aire apestaba a la mierda de perro de las perreras contiguas, y un enorme árbol se arqueaba al lado del edificio, cargado de blancas flores estivales.
Las voces condujeron a Dawson a la parte trasera del edificio. Cinco de sus cazadores estaban de pie o sentados alrededor de la mesa que formaba un antiguo tocón, sobre el cual había queso fresco y pan recién hecho. Eran hombres jóvenes, y sus torsos estaban desnudos por el calor. Por un instante Dawson sintió una profunda nostalgia. En tiempos él se parecía mucho a ellos. Fuerte, seguro de su cuerpo y capaz de perderse en las alegrías de un día cálido. Y cuando él era así, Simeon estaba a su lado. Los años los habían privado de eso a los dos.
Uno de los jóvenes lo vio, se puso de pie de un salto, y lo saludó. Los demás lo secundaron con rapidez. Vincen Coe estaba más atrás, con el ojo izquierdo hinchado y oscuro. Dawson avanzó hacia ellos, haciéndoles caso omiso a todos salvo al hombre magullado.
—Coe —lo apremió—. Conmigo.
—Mi señor —respondió el cazador, y se apresuró a ponerse junto a Dawson. Este caminó rápidamente por la ancha senda que conducía desde la hacienda hasta el estanque que había al norte. Las sombras en forma de espiral de las torres formaban franjas sobre la tierra.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Dawson—. Parece como si hubieras intentado atrapar una piedra con los párpados.
—No tiene importancia, mi señor.
—Dímelo.
—Anoche bebimos un poco de más, mi señor. Uno de los nuevos estaba eufórico, y… realizó una sugerencia que me pareció ofensiva. La repitió, y me sentí inclinado a corregirlo.
—¿Te llamó sodomita?
—No, mi señor.
—Entonces, ¿qué?
Durante la primavera, antes de que comenzase la temporada de la Corte, el estanque era tan claro como el agua de un arroyo. En otoño, después de que Dawson regresara de la Corte, solía estar tan oscuro como el té. Apenas lo había visto en la plenitud del verano, cuando el verde del agua reflejaba los árboles, y le daba una apariencia casi esmeralda. Media docena de patos cruzaban el agua y dejaban estelas en forma de V detrás de ellos. Dawson estaba en la orilla, donde la hierba tenía la humedad del limo que había debajo. El silencio incómodo de Vincen Coe se hacía más interesante a cada respiración que pasaba.
—Podría preguntarles a los demás —dijo Dawson—. Si quieres, ellos me lo dirán.
La mirada de Vincen cruzó el estanque y se dirigió a las montañas distantes.
—Cuestionó el honor de lady Kalliam, mi señor. Además, hizo algunas conjeturas que…
—Ah —dijo Dawson. Una ira amarga le surgió en el fondo de la boca—. ¿Aún está aquí?
—No, mi señor. Anoche, sus hermanos se lo llevaron de regreso a su aldea.
—¿Se lo llevaron?
—No lo dejé en condiciones de irse caminando, señor.
Dawson se rio entre dientes. Las moscas danzaban sobre el agua, frente a él.
—Quiere regresar a Camnipol —le confió Dawson—. Cree que puede hacer las paces con Maas.
El joven cazador asintió una vez, pero no dijo nada.
—Dilo —lo urgió Dawson.
—Con tu permiso, mi señor. Eso no es prudente. La primera vez es difícil, pero ya ha habido sangre. Y cada vez será más fácil.
—Lo sé, pero está decidida.
—Envíame a mí en su lugar.
—Voy a enviarte con ella —le explicó Dawson—. Jorey aún está en la ciudad. Él te podrá explicar cómo están las cosas por allá. Necesito que la protejas.
Los dos hombres estaban de pie, juntos. Unas voces les llegaban desde detrás. El adiestrador de perros le gritaba al aprendiz. Las risas de los cazadores. Todo parecía proceder de otro mundo. Un mundo que se había acabado no hacía mucho, cuando las cosas eran mejores y más seguras, y todavía estaban bien.
—No sufrirá ningún daño, mi señor —le aseguró Vincen Coe—. No, mientras yo viva.
Tres días después de que Clara partiese en el carruaje abierto en el que habían llegado, con Vincen Coe siguiéndola de cerca en su caballo, llegó el invitado indeseado.
El calor del día había sacado a Dawson de la casa. Estaba en el jardín de invierno, de apariencia sencilla cuando no era temporada. Las plantas que hacia el final del otoño ofrecerían flores de color amarillo y bermellón ahora parecían rústicas malezas verdes. Tres de sus perros jadeaban bajo el calor inclemente, con los ojos oscuros cerrados y las lenguas rosadas colgando. El invernadero estaba abierto. De haber estado cerrado habría sido peor que un horno. El jardín dormía a la espera de que le llegara el momento, y entonces se transformaría.
Cuando eso sucediera, Clara ya estaría de regreso. Habían pasado tiempo separados, desde luego. Él tenía sus asuntos en la Corte, y la partida de caza. Ella tenía su círculo, y administraba la casa. Y, con todo, cuando ella se marchó, le resultó más difícil sobrellevar la soledad con dignidad. Se despertaba por las mañanas preguntándose dónde estaría su esposa. Se acostaba por las noches deseando que ella entrara por el vestidor, llena de noticias, perspicacia y simple cotilleo vano. Entre tanto intentaba no pensar en ella, ni en Feldin Maas, ni en la posibilidad de que la utilizaran en su contra.
—Lord Kalliam.
La criada era una joven dartinae, nueva en el servicio. Sus ojos ardían con el fulgor de los de su raza.
—¿Qué sucede?
—Ha llegado un hombre que solicita audiencia, mi señor. Paerin Clark, señor.
—No lo conozco —dijo Dawson; pero media respiración después se acordó de él. Era el banquero pálido, agente de la Costa Norte y embaucador de Canl Daskellin. Dawson se quedó donde estaba. A sus pies, los perros se sentaron a mirarlos, ora a él, ora a la criada, mientras gemían con suavidad—. ¿Ha venido solo?
Los ojos de la muchacha se abrieron más, ansiosos de repente.
—Tiene una comitiva, mi señor. Un conductor y lacayos. Y, creo, su guardia.
—¿Dónde está ahora?
—En la sala de estar, mi señor.
—Dile que lo veré en un momento —dispuso Dawson—. Llévale cerveza y pan, ubica a sus hombres en la sala de servicio, y tráeme a mi guardia.
El hombre pálido alzó la vista cuando las puertas de la sala se abrieron, y se puso de pie cuando Dawson entró. El que Dawson tuviera cuatro espadachines con sus atavíos de caza detrás apenas le arrancó un arqueo de cejas. Tan solo le había dado un mordisco al pan, y la cerveza en el jarro de peltre estaba intacta.
—Barón Osterling —dijo el banquero con una reverencia—. Gracias por recibirme. Me disculpo por haber venido sin anunciarme.
—¿Ahora le haces los recados a Canl Daskellin, o él te hace los tuyos?
—Se los hago yo. La situación en la corte es delicada. Quería que estuvieras informado, pero no confía en los mensajeros y, además, hay ciertas cosas que no desea escribir de su puño y letra.
—¿Y por eso envía al amo de títeres de la Costa Norte?
El banquero se detuvo. Su piel adquirió un mínimo tono de color, pero su rostro mostraba la misma sonrisa cortés de siempre.
—Mi señor, sin ofenderte, hay una o dos cosas que sería mejor aclarar. Soy súbdito de la Costa Norte, pero no un miembro de su Corte, y no he venido en representación de mi rey. Represento al Banco Medeano, y solo a este.
—Un espía sin reino, entonces. Mucho peor.
—Lo siento, mi señor —se disculpó el banquero—. Veo que no soy bien recibido. Te ruego perdones mi transgresión.
Paerin Clark realizó una profunda reverencia y se dirigió hacia la puerta; se llevaba consigo la Corte de Camnipol. «El hecho de que esto te haga sentir incómodo no significa que sea difícil», le dijo Clara desde algún lugar de su memoria.
—Espera —ordenó Dawson, y respiró hondo—. ¿Quién lleva el vestido más bonito en ese baile dos veces maldito?
—¿Perdón?
—Has venido por algún motivo —se explicó Dawson—. No seas tan cobarde como para salir corriendo la primera vez que alguien te ladre. Siéntate. Dime lo que tengas que decir.
Paerin Clark entró y se sentó. Sus ojos parecían más oscuros, y su rostro carecía de expresión, como el de un tahúr.
—No eres tú —dijo Dawson, mientras se sentaba frente a él y arrancaba una costra del pan que había sobre la mesa—. El hombre, me refiero. Es aquello que eres.
—Soy el hombre a quien Komme Medean envía cuando hay problemas —respondió Paerin Clark—. Ni más, ni menos.
—Eres un agente del caos —reflexionó Dawson con suavidad, tratando de quitarle hierro a sus palabras—. Eres un hombre que transforma a los hombres pobres en hombres ricos, y a los hombres ricos en hombres pobres. Para los hombres como tú, la jerarquía y el orden no significan nada, y para los hombres como yo lo significan todo. No es a ti a quien desprecio. Solo aquello que eres.
El banquero entrelazó los dedos sobre una de las rodillas.
—¿Vas a oír las noticias que traigo, mi señor? ¿A pesar de tu opinión sobre mí?
—Sí.
El banquero se pasó casi una hora confiándole, en voz queda, los detalles sobre la lenta conmoción que tenía lugar en Camnipol. Tal como Dawson había sospechado, la renuencia de Simeon a entregar a su hijo en custodia de una de las casas estaba relacionada con su temor a remover el avispero. El respeto que infundía su reinado se derrumbaba por doquier. Daskellin y los aliados lo apoyaban en la medida de sus posibilidades, pero incluso entre las filas de los leales cundía la inquietud. Issandrian y Klin seguían en el exilio, pero Feldin Maas estaba por toda la ciudad. Parecía que no dormía, y adondequiera que fuera contaba siempre la misma historia: el ataque de los gladiadores había sido orquestado para hacer caer en desgracia a Curtin Issandrian con la finalidad de que el rey no enviara al príncipe a su casa. La conclusión era que la oportuna aparición de los soldados de Vanai formaba parte de un montaje de mayor envergadura.
—Un montaje mío —acotó Dawson.
—No solo tuyo, pero sí.
—Pero eso es todo una sarta de mentiras —se defendió Dawson.
—No todos se las creen. Pero algunos sí.
Dawson se frotó la frente con la palma de la mano. En el exterior, el día se inclinaba hacia la noche y la luz enrojecía. Todo aquello confirmaba sus sospechas. Y Clara se encaminaba hacia el epicentro de todo aquello. La esperanza que ella le había ofrecido le había parecido arriesgada en su momento, pero después de aquel informe le parecía una mera ingenuidad. Habría dado la mano derecha por que el banquero hubiera llegado una semana antes. Ahora era demasiado tarde. Era como desear que una piedra regresara a la mano que la había lanzado.
—¿Y Simeon? —preguntó Dawson—. ¿Está bien?
—Los tiempos difíciles lo desgastan —respondió Paerin Clark—. Y, creo, que también a su hijo.
—Yo creo que no es la muerte lo que nos mata —reflexionó Dawson—. Creo que es el miedo. ¿Y Asterilhold?
—Mis fuentes me dicen que Maas ha contactado con varios hombres importantes de la Corte. Que ha habido préstamos de oro y promesas de apoyo.
—Está organizando un ejército.
—En efecto.
—¿Y Canl?
—Lo está intentando.
—¿Cuánto tardará en estar en condiciones de presentar batalla?
—Nadie podría decirlo, mi señor. Si eres cuidadoso y tienes un poco de suerte, puede que nunca.
—No me puedo creer que sea cierto —dijo Dawson—. Por un lado tenemos a Asterilhold, y por otro, a ti.
—No, mi señor —se defendió el banquero—, no es así. Ambos sabemos que he venido con la esperanza de obtener algún beneficio, pero una guerra civil en Antea no nos lo dará. Si se desata, no tomaremos partido. Yo ya he hecho lo que estaba en mis manos. No volveré a Camnipol.
Dawson se sentó con la espalda muy recta. La sonrisa del banquero tenía un aire sospechoso, como de conmiseración.
—¿Has abandonado a Daskellin? ¿Justo ahora?
—Este es uno de los grandes reinos del mundo —dijo Paerin Clark—, pero mi empleador mueve sus piezas en tableros más grandes que este. Te deseo la mejor de las suertes, pero Antea es tu responsabilidad. No la mía. Me voy al sur.
—¿Al sur?
—Se ha producido cierta irregularidad que exige mi presencia en Porte Oliva.