Geder no sabría decir a ciencia cierta por qué había abandonado la senda del dragón. Al principio, el único motivo era que el viento y el tiempo habían acumulado polvo del desierto y nieve compactada sobre el camino, aun entre los escasos caravasares dispersos que se hacían pasar por ciudades en el Keshet. Después, el último de los grandes lugares de reunión quedó atrás, y el jade del camino se hizo más escaso, en tanto que el marrón de la tierra y el amarillo de las hierbas del desierto se hicieron más comunes. Después, la senda se convirtió apenas en una extensión en la que el matorral y las hierbas eran más bajos, con sus raíces trabadas varios centímetros por debajo de la superficie.
Y después desapareció, y Geder comenzó a cabalgar por las montañas y los valles del extremo oriental del mundo. Los árboles eran delgados y retorcidos, con una corteza gruesa y casi filamentosa que parecía diseñada para imitar la piedra. Por las noches, pequeñas lagartijas con colas de un amarillo brillante corrían por el suelo y entre las tiendas. A menudo, al amanecer se encontraba con algunas de ellas muertas en los morrales de los caballos. El agua empezó a escasear lo suficiente como para que en cada lodoso hilillo de agua que encontraban sus cinco sirvientes llenaran todo lo que podía contener humedad y, a pesar de ello, las provisiones de agua de Geder se redujeron a menos de la mitad. Todas las noches oía a los sirvientes hablar de salteadores de caminos y espíritus inmundos que vagaban por los lugares vacíos del mundo. Aunque no aparecieron nuevos peligros, seguía sin dormir bien.
Geder había pasado la mayor parte de su vida dentro de los límites de Antea. Para él, los viajes consistían en ir de Rivenhalm a Camnipol o, con la partida de caza de invernal del rey, a Kavinpol, Sevenpol o Estinport. Había estado una vez en Kaltfel, la ciudad real de Asterilhold, cuando era crío, para observar cómo una oscura relación se formalizaba en un matrimonio. Y había ido de campaña a Vanai a las órdenes de lord Ternigan y, después, de sir Alan Klin. Jamás se había imaginado que viajaría solo (o casi solo) por territorios tan yermos y apartados que los aldeanos del lugar nunca hubieran oído hablar de Antea ni del Trono Escindido. Pero cuando llegó a un grupo de cabañas amontonadas alrededor de un pobre lago de apariencia hambrienta, los cautelosos hombres que salieron a recibirlo sacudieron la cabeza y se encogieron de hombros.
Lo mismo habría dado que les dijera que venía de las estrellas o de las profundidades de la tierra. Para ellos habría sido igual, o tal vez habría tenido más sentido. Los habitantes de las montañas eran primera sangre, pero de una complexión verde oliva uniforme, con ojos oscuros y cabellos gruesos como el alambre, que los hacían parecer miembros de una gran familia. Algunos conocían las lenguas civilizadas lo suficiente como para comerciar con los puestos de avanzada, pero en su mayoría hablaban un dialecto local que Geder apenas conseguía distinguir gracias a algunos de los antiguos libros que había leído. Sentía que había cabalgado hacia el oscuro pasado.
—Sinir —dijo Geder—. ¿Estas son las montañas Sinir?
El joven miró atrás, hacia la docena de hombres que habían llegado a la aldea, y se relamió los labios.
—Aquí no —respondió el hombre—. Al este.
Por un lado, todos los hombres con quienes se encontraba en las vacías y escarpadas montañas parecían reconocer la palabra, parecían saber a qué se refería cuando les preguntaba. Por otro lado, hacía dos semanas que las montañas Sinir estaban justo un poco hacia el este, retrocediendo ante él como un espejismo. Las estrechas y polvorientas sendas serpenteaban por los valles y las empinadas faldas rocosas. Eran poco más que caminos de cabras, y más de una vez Geder se preguntó si ya había dejado atrás toda población humana, solo para encontrar otra aldea, pequeña y desesperada, al girar el siguiente recodo.
—¿Puedes mostrármelas? —preguntó Geder—. ¿Puede llevarme allá uno de tus hombres? Te pagaré con cobre.
No era que el cobre tuviera ningún efecto en particular sobre esta gente. Las monedas no tenían más valor allí que los guijarros, y unas piedras pequeñas, sobre todo si hubieran sido brillantes, habrían funcionado igual. Su capa de cuero negra le habría sido de más utilidad, pero no quería separarse de ella. Además, ninguna de las personas con quienes había coincidido desde que abandonó el Keshet para adentrarse en esos territorios sin cartografiar había mostrado el menor interés por sus ofertas. Preguntaba por hábito. Porque siempre lo había hecho antes. No albergaba ninguna esperanza real de que aceptaran el intercambio.
—¿Por qué quieres ir allá? —preguntó el joven.
—Estoy buscando algo —respondió Geder—. Un lugar antiguo. Muy antiguo. Tiene que ver con los dragones.
El hombre se relamió los labios otra vez, titubeó y asintió.
—Conozco el lugar del que hablas. Pasa la noche aquí, y mañana podré llevarte allá.
—¿En serio?
—Quieres ir al antiguo templo, ¿verdad? Donde viven los hombres santos.
Geder se inclinó hacia atrás. Era la primera vez que oía hablar de un templo o de sacerdotes, y el corazón se le aceleró. En algunos de los ensayos sobre la caída del Imperio del Dragón se recopilaban cuentos y referencias relativos a cámaras en las que los dragones dormían un sueño permanente, ocultos en los confines más lejanos del mundo. Aquella podría ser una cámara oculta con libros, pergaminos, leyendas y tradiciones. Si podía convencer a la clase sacerdotal del lugar para que le permitieran leer los libros o comprar unas copias… Intentó pensar qué podía ofrecer a cambio.
—¿Príncipe?
—¿Qué? —preguntó Geder—. Ah, sí. Sí, el viejo templo. Sí, quisiera ir ahí. ¿Es necesario esperar hasta la mañana? Podríamos salir ahora mismo.
—Por la mañana, señor —le respondió el joven—. Pasa la noche con nosotros.
La aldea constaba de un par de docenas de cabañas apiñadas en un bosquecillo de fresnos. Apenas tendría un centenar de habitantes, que vivían en una miseria árida y silenciosa. Sobre sus cabezas, muy alto, los halcones chillaban y planeaban en espiral hacia el sol. Geder y su escudero montaron la tienda junto a la orilla del lago, justo fuera del radio de la aldea, y organizaron los turnos de guardia nocturna de los sirvientes. Con cinco tal vez no hubiera ni para empezar si los lugareños se ponían farrucos, pero si bastaban como medida disuasoria, bienvenidos fueran.
Una anciana se acercó a su campamento al atardecer. Llevaba un cazo con raíces machacadas y trozos de carne. Se lo agradeció y le entregó algunas monedas de cobre que aún le quedaban. Después enterró la comida sin siquiera tocarla. El calor del día subía desde el suelo, y el frío de la noche llegaba desde el agua. Geder se tumbó en su catre, con la mente perfectamente despierta e inquieta. La peor parte del día era el largo y lento período de temores mientras esperaba la llegada del sueño. La escasa comida, la embrutecedora monotonía del camino y la profunda soledad lo carcomían, sí, pero en los momentos de silencio que mediaban entre el instante en que se tumbaba en la oscuridad y el auténtico olvido, todo aquello de lo que estaba huyendo parecía alcanzarlo.
Se imaginaba lo que habría sucedido en Camnipol. Habrían erradicado al grupo de conspiradores responsables del intento de derrocamiento, y ahorcado a sus miembros en las calles. Eso habría dejado esperanzas. O tal vez otra oleada de mercenarios hubieran asesinado a la mitad de la Corte. Se preguntaba si el padre de Jorey Kalliam le habría dado a este el mismo consejo que a Geder. ¿A qué parte del mundo habría ido Jorey si hubiera decidido evadirse de la conmoción reinante en Camnipol?
Geder se imaginaba de regreso en un reino completamente cambiado. ¿Y si Asterilhold había contratado a los mercenarios para dar el primer golpe previo a una invasión total? Cuando Geder regresara ya no existirían ni Antea, ni el Trono Escindido ni Rivenhalm. Su padre podría estar muerto.
O tal vez Klin y sus hombres hubieran recuperado el favor de la Corte. Geder se imaginaba cabalgando a través de la puerta oriental, solo para descubrir que los guardias tenían órdenes de apresarlo y arrojarlo a la cárcel pública. Estaba de pie sobre una plataforma, mirando un mar de rostros chamuscados y quemados —Vanai, aniquilada por una orden suya— antes de caer en la cuenta de que en realidad estaba soñando.
Por la mañana, los sueños se desvanecieron y sus sirvientes le llevaron un par de puñados de manzanas deshidratadas y una taza de latón con agua. Media docena de hombres se había reunido en la embocadura del sendero. Detrás de ellos esperaba un carro bajo cargado con cestas de judías secas y tres cabras recién sacrificadas. Al parecer eran ofrendas para el templo. El hombre de más edad aplaudió rápido y fuerte, y los demás cogieron unas cuerdas gruesas y comenzaron a arrastrar el carro a través del fino polvo. Geder los siguió a caballo; era el único miembro del grupo que iba montado.
El sendero que siguieron serpenteaba por las colinas y se aferraba a bordes de grietas y acantilados. La roca cambió. Se hizo más escarpada y filosa, como si los siglos de erosión no hubieran conseguido vencerla. Geder se descubrió especulando sobre la relación existente entre el paisaje y las sendas del dragón. ¿Era posible que le hubieran otorgado la misma permanencia a aquellas tierras quebradas? ¿Era eso lo que distinguía las montañas Sinir de las otras que las rodeaban?
Las formas de algunas rocas resultaban especialmente orgánicas. Había curvas suaves y casi elegantes, y también lugares donde las piedras parecían encajar como si fueran huesos articulados. Pasaron por un prado repleto de terrazas curvas cuyos bordes eran de una piedra pálida y porosa que no se correspondía con las rocas del árido desierto a las que Geder se había acostumbrado, ni a aquella nueva y desigual geografía. Parecía como si allí hubiera muerto un gigante y hubiera caído a tierra en un cataclismo, dejando sus costillas expuestas. Geder levantó la vista y descubrió el cráneo.
La enorme frente era tan larga como un caballo. Geder podría haberse metido por las órbitas vacías. El morro desaparecía bajo la tierra, como si el dragón caído estuviera bebiendo de la tierra misma, y a la mandíbula todavía se aferraban cinco grandes dientes tan largos como espadas. Los siglos de feroz exposición a la luz solar habían blanqueado el hueso, pero ni el viento ni la arena ni la lluvia lo habían desgastado. Geder detuvo su montura, boquiabierto. Los aldeanos todavía arrastraban su carro, hablaban entre ellos o se pasaban odres llenos de agua. Geder desmontó y caminó hasta el cráneo. Titubeó, extendió una mano y tocó el hueso del dragón, caliente bajo la luz del sol. El cadáver llevaba miles de años allí. Desde antes del comienzo de la historia de la humanidad.
—¡Príncipe! —lo llamó el joven de la aldea—. ¡Ven! ¡Ven!
Temblando, Geder montó de nuevo y se acercó al trote.
El sol no se había movido más de un palmo cuando la compañía dio un último rodeo alrededor de un grupo de enormes bloques dispersos, cada uno de los cuales era del tamaño de un barco. Y apareció el templo, excavado en la roca de la montaña. Los oscuros agujeros de las entradas y las ventanas miraban hacia el paisaje. Geder tuvo la breve sensación de que lo observaba un único e inmenso ojo insectil. Un muro tan alto como las defensas de Camnipol señalaba el final del sendero. De la roca surgían, como centinelas, enormes estatuas de lo que en tiempos habían sido figuras humanas, y cuyos rasgos habían sido erosionados hasta no ser más que protuberancias y muñones. Sobre ellas destacaba, aún más inmenso, un dragón con las alas abiertas.
Grandes estandartes flameaban con la brisa, uno en cada una de las trece estatuas. Cada estandarte tenía el campo de un color diferente —azul, verde, amarillo, anaranjado, rojo, marrón y negro en trece tonos distintos— con un círculo claro en el centro, dividido en ocho secciones por cuatro líneas.
«Su sello mostraba los puntos cardinales e intercardinales, las ocho direcciones del mundo en las cuales no podía ocultarse falsedad alguna». El signo del Sirviente Honesto. A Geder le brotaron lágrimas de los ojos, y lo inundó algo semejante al alivio. Tal vez el triunfo. Había llegado. Había encontrado en lugar que estaba buscando.
Se acercó más. A cada paso que daba, Geder comprendía un poco más la abrumadora escala del lugar. En el muro había una inmensa puerta de hierro, imponente y amenazadora, sobre la cual estaban escritas, en brutales caracteres, las palabras «Khinir Kicgnam Bat». Cada letra era del tamaño de un hombre. Geder entornó los ojos mientras las observaba, esforzándose por traducirlas, medio ebrio aún de asombro.
Atado no es roto.
Los aldeanos detuvieron el carro cuando aún faltaban cincuenta metros para llegar a las grandes puertas de hierro. Geder veía, ahora, que una sección de la puerta tenía un complejo mecanismo de engranajes giratorios. Los dientes trabados entre sí chasquearon y se desplazaron, y la sección de hierro se abrió como una cortina. Seis hombres salieron por la abertura y se dirigieron hacia ellos. Tenían los mismos rasgos que los aldeanos, aunque con las mejillas menos redondeadas y el pelo lustroso de aceite. Vestían túnicas negras, ajustadas con cadenas a la cintura, y sandalias atadas a los tobillos. Los hombres de la aldea se arrodillaron. Geder se inclinó ante ellos, pero no llegó a desmontar. Su caballo se movió inquieto.
Los sacerdotes se miraron entre ellos, y luego se volvieron al joven que había conducido el grupo.
—¿Quién es este? —preguntó el más anciano de ellos.
—Un forastero —explicó el joven—. Ha venido en busca del Sinir. Te lo hemos traído, tal como nos dijo el kleron.
Geder espoleó su caballo para que se acercara. La magnificencia del lugar había inquietado al animal, pero Geder mantuvo las riendas firmes. El sacerdote más anciano avanzó hacia él.
—¿Quién eres? —le preguntó el monje.
—Geder Palliako, hijo del vizconde Palliako de Rivenhalm.
—No conozco ese lugar.
—Soy súbdito del rey Simeon de Antea —prosiguió Geder. Y como el sacerdote siguiera sin responder—: Antea es un reino muy importante. Un imperio, en realidad. Es el centro de la cultura y el poder de los primera sangre.
—¿Por qué has venido?
—Bueno —comenzó Geder—, es una larga historia. Estuve en Vanai. Es una de las Ciudades Libres o, en realidad, lo fue. Ya no existe. Pero encontré unos libros, y en ellos se mencionaba este… Eh… Lo llamaban el Sirviente Honesto, o el Sinir Kushku, y se suponía que lo había diseñado el dragón Morade durante la caída del imperio, y pensé que si podía utilizar las diferentes descripciones relativas a su emplazamiento, comparando las épocas en las que se habían realizado, yo podría… encontrarlo.
El sacerdote frunció el ceño.
—¿Por casualidad no habrás oído hablar del Sirviente Honesto? —le preguntó Geder.
Se preguntó qué haría si el hombre le respondía que no. No podría resignarse a regresar sin más. No, después de lo que había visto.
—Nosotros somos los sirvientes del Sirviente —aclaró el hombre. Su voz estaba plena de orgullo y certeza.
—¡Excelente! ¡Eso es lo que yo esperaba! ¿Puedo… —Las palabras de Geder se atropellaban las unas a las otras, y tuvo que detenerse, toser, y tranquilizarse—. Esperaba que… si tenéis archivos… O si pudiera hablar contigo. Averiguar más al respecto.
—Espera aquí —le ordenó el sacerdote.
Geder asintió, pero el hombre ya se había marchado. Los sacerdotes arrastraban el carro a través de la abertura de la puerta de hierro, y los aldeanos regresaban con otro muy parecido. Mientras Geder observaba, los sacerdotes desaparecieron en su templo y los demás hombres se alejaron por el sendero, agitando sus manos a modo de saludo y sonriendo, de vuelta a sus hogares. Geder permaneció donde estaba, atrapado entre el deseo de ver el templo que había detrás del muro y el temor de quedarse solo sin poder hallar el camino de regreso a través de las montañas. Los engranajes de la puerta se movieron otra vez, y la cerraron. El carro de los aldeanos desapareció detrás de los bloques del recodo. Geder permaneció sobre la montura, intentando no mirar a los cinco sirvientes a quienes había arrastrado por todo el mundo conocido hasta aquella futilidad. Un halcón chilló a lo lejos.
—¿Montamos el campamento, mi señor? —le preguntó su escudero.
Cayó la noche. Geder estaba sentado dentro de su tienda. Los muros murmuraban en la brisa. En su pequeño escritorio, a la luz de su única vela, leyó los libros que ya había leído una decena de veces. Sus ojos se bebían las palabras sin darles ningún sentido.
La sensación de desengaño, de rechazo y de rabia iba creciendo lentamente en sus vísceras, con la certidumbre cada vez mayor de que los sacerdotes no volverían a salir. Lo habían dejado en la puerta como a un mendigo, hasta que lo comprendiera y se marchara renqueante. De regreso a Camnipol, de regreso a Antea, de regreso a todas las cosas de donde venía.
Había llegado al final de su viaje. Ni siquiera podía fingir motivo alguno para continuar avanzando. Había atravesado dos naciones, montañas y desiertos solo para recibir aquel desaire final. Volvió una página sin saber qué se decía en ella, y sin que eso le importara mucho. Se imaginó de regreso, contando su historia. La vidente jasuru, los huesos del dragón, y el misterioso templo escondido.
«¿Y después? —le preguntarían—. ¿Y después, qué, lord Palliako?»
Mentiría. Les contaría una historia sobre unos sacerdotes degenerados y su culto vacío y lamentable. Escribiría ensayos en los que describiría con todo lujo de detalles todas las perversiones que le vinieran a la cabeza, y se las atribuiría todas al templo. De no haber sido por él, por Geder Palliako, aquel lugar se habría perdido totalmente para la historia. Si consideraban apropiado tratarlo de ese modo, él podía ocuparse de que se lo recordara como él considerara apropiado.
Y los sacerdotes no lo sabrían jamás, ni les importaría. Así pues, ¿qué tendría todo eso de placentero? Llegaría la mañana, haría desmontar la tienda y comenzaría el viaje de regreso. Tal vez en una de las ciudades del Keshet pudiera encontrar a algún comerciante que aceptara una carta de crédito, para comprar algunas provisiones decentes. O podría detenerse en la aldea y decirles que los sacerdotes les ordenaban entregarle a él todas sus cabras. Eso casi merecería la pena.
—¡Mi señor! ¡Mi señor Palliako!
Geder ya había salido de la tienda casi antes de oírlo. Su escudero señalaba la oscura puerta de hierro. La pequeña puerta lateral todavía estaba cerrada, pero entre dos gigantescos paneles se había formado una sombra mayor, una línea de oscuridad.
Salió un hombre, y se dirigió hacia ellos. Luego salieron dos más. Llevaban unas espadas sujetas a las espaldas mediante correas. Geder hizo un gesto con la mano, y sus sirvientes se apresuraron a encender las antorchas. El primer hombre era enorme, y ancho de caderas y de hombros. Ya no tenía cabello, y su calva relucía bajo la luz de la luna. A la luz de las antorchas, su túnica parecía negra, aunque en realidad podría ser de cualquier color. Los guardias que lo seguían llevaban túnicas parecidas a las de los sacerdotes con quienes había coincidido antes, pero de una tela más fina, y las espadas enfundadas tenían empuñaduras y vainas de un verde iridiscente.
—¿Eres tú el príncipe Palliako que ha venido a aprender sobre el Sinir Kushku? —preguntó el gigante. Luego habló con suavidad; su voz tenía el peso del trueno. Al oírlo, Geder sintió que la sangre se le movía en las venas.
—Lo soy.
—¿Qué ofreces a cambio?
«No tengo nada —pensó Geder—. Un carro y algunos sirvientes. Me he gastado casi todo mi dinero en llegar hasta aquí y, en todo caso, ¿qué podríais comprar con él? No parece que fuerais a ir al mercado y…».
—¿Noticias? —preguntó Geder—. Puedo daros informes sobre el mundo. Dado que estáis tan… alejados.
—¿Tienes intención de hacer daño a la diosa?
—En absoluto —aclaró Geder, sorprendido por la pregunta. Ninguno de los libros que había leído mencionaba ninguna diosa.
El gigante hizo una pausa, sumido en sus pensamientos durante un instante. Asintió.
—Ven conmigo, entonces, príncipe, y hablemos de tu mundo.