Cithrin yacía en la oscuridad. Qahuar estaba tumbado junto a ella, y el lento ritmo de su respiración era apenas audible bajo el coro de grillos que cantaban del otro lado de la ventana. Las sábanas, debajo de ella y a su alrededor, eran más suaves que la piel, y aún estaban húmedas de sudor.
Tenía entendido que la primera vez dolía, pero no era cierto. Se preguntó qué más cosas relativas al sexo le habrían contado mal. Si la hubiera criado su madre, podría habérselo preguntado a ella. Con todo, para tratarse de alguien sin ninguna idea clara de lo que estaba haciendo, el experimento parecía haber sido un éxito. Qahuar había estado lo bastante ebrio como para abandonar su discreción, y ella lo había seguido. Unos pocos besos, unas cuantas caricias, y después él le levantó el vestido, la tumbó en la cama, y a partir de ese momento ella tuvo muy poca cosa que hacer. Los empujones y gruñidos habían sido íntimos y absurdos, pero después de eso se descubrió pensando en él en términos más cariñosos. Tal vez el vínculo que el sexo desarrollaba estaba hecho de esa combinación de indulgencia compartida e indignidad.
Con todo, le gustaba que él estuviera dormido. Ahora ella estaba sobria y, entre la excitación de la tarde y su sobriedad actual, no se creía capaz de descansar. Si él hubiera estado despierto, intentando mantener alguna conversación o de actuar como anfitrión, habría sido algo incómodo. Era mejor que roncara, abrazara su almohada y la dejara pensar.
Si el envío de primavera se había hecho con rapidez, si el comercio marítimo había salido un poco antes, si habían sucedido cientos de cosas que ni ella ni nadie en la ciudad tenía forma alguna de saber, los barcos procedentes de Narinisle podían llegar al día siguiente. O podían pasar semanas, o incluso un mes, antes de que los comerciantes supieran a cuánto ascendían sus fortunas. Los informes de los capitanes llevarían la última información que necesitaba: la actividad de los piratas, el estado de los puertos del norte y las probabilidades de que se desatara una guerra en la Costa Norte o se produjeran nuevas acciones militares en Antea. En tal caso, el gobernador estaría esperando su propuesta sin demora.
Se imaginó la llegada del auditor. Tal vez se tratara del propio Komme Medean. Lo recibiría con una sonrisa y lo conduciría a sus habitaciones. O puede que fuera en la cafetería. Eso sería todavía mejor. El maestro Asanpur, con su ojo lechoso, lo conduciría hacia la habitación privada del fondo y ella se levantaría de la mesa para saludarlo. Tendría los libros preparados, y la contabilidad ya hecha. Se lo imaginaba como un hombre mayor, con ojos fieros y grandes manos.
Él revisaría sus asientos contables y sus contratos, y su expresión se suavizaría. La confusión y la ira desaparecerían, y dejarían paso a la admiración. ¿Realmente le había ido tan bien con el dinero del banco? ¿Realmente había salvado todo el dinero, y no solo eso, sino que también lo había acrecentado? En la oscuridad, ella practicaba cómo alzaría las cejas.
—No ha sido nada —dijo con voz suave pero audible.
Extraería de debajo de su silla la caja con el informe anual y su contribución a la compañía controladora. Él lo revisaría, y asentiría. Y después, cuando todo hubiera cuadrado, solo entonces extraería el acuerdo con el gobernador de Porte Oliva y le entregaría las llaves del comercio meridional. Se había imaginado cómo le temblarían las manos a él al ver cuán brillante era lo que ella había hecho. Una muchacha mestiza, sin padre ni madre, había puesto en marcha todo aquello. «Pero solo —diría ella— si admitís mi sucursal».
—El Banco de Porte Oliva es mío —dijo, y después, con la voz grave y áspera de su auditor imaginario—: Desde luego, magistra.
Cithrin sonrió. Le gustaba aquella ensoñación. Y de verdad, ¿por qué no? Ella había impedido que el príncipe y los anteanos requisaran las riquezas de Vanai. Había sido ella quien las había protegido. Una vez que demostrara que podía administrar el banco, ¿por qué no iba a dejarla en su puesto la compañía controladora? Se había ganado su banco y la vida que conllevaba. El auditor lo vería. Komme Medean lo vería. Ella podía hacerlo.
Algún insecto diminuto e invisible le hizo cosquillas en una mano, y ella se lo quitó con la otra. Su rival y amante murmuró algo y cambió de posición. El hecho de que durmiera la hizo sonreír, y también la áspera textura de su piel. Casi le daría pena vencerlo. Pero solo casi.
Como llegada de una vida anterior, la voz atronadora de Yardem Hane le habló desde el recuerdo. «No existe ninguna arma natural femenina». Ahora sabía que eso no era cierto.
Cuando bajó de la cama, él no se movió. Sus ropas estaban perdidas en algún lugar, en un embrollo sobre el suelo, en la oscuridad. No quería arriesgarse a despertarlo, así que cuando encontró la túnica que él se había quitado se la colocó por la cabeza. Le llegaba hasta los muslos. Era suficiente. Fue de un trotecito hasta la esquina de la habitación y barrió el suelo con los dedos hasta dar con él: unos calzoncillos de cuero y una llave de metal que Qahuar Em siempre llevaba contra la piel.
Bueno, casi siempre.
Sentía el frío contacto de los ladrillos contra la planta de los pies, y el sonido de sus pasos era casi indistinguible del silencio. El recinto estaba cerca del puerto. Tenía habitaciones pequeñas y apiñadas, pero estaban distribuidas alrededor de un pequeño jardín. Los cuatro sirvientes eran jasuru puros, y solo el esclavo de la puerta permanecía en su puesto durante la noche. Puede que Qahuar Em fuera el portavoz de un gran clan lyoneiano, pero en Porte Oliva el espacio era caro, y tener un hogar más lujoso que los de los nobles locales era un gesto jactancioso que no le traería ningún beneficio. Cithrin giró una esquina en la oscuridad y contó tres puertas a su derecha. La tercera era de roble con flejes y herrajes de hierro. Buscó la cerradura e introdujo con cuidado la llave robada. Cuando la hizo girar, el chasquido del mecanismo sonó como un grito. Se le aceleró el corazón, pero nadie dio la voz de alarma. Abrió la puerta y se escurrió dentro de la oficina privada de Qahuar.
Los postigos estaban cerrados y trabados, pero cuando los descorrió le bastó con la luz de la media luna para distinguir formas. Había un escritorio. Una caja fuerte atornillada al suelo. Una estantería con forma de entramado repleta de rollos y cartas plegadas. Un farol con tapa, con sus anillos de pedernal tallado y acero labrado colgados en una cuerda. Cithrin golpeó los anillos y encendió la mecha, después cerró rápidamente los postigos y los trabó. Lo que habían sido sombras y siluetas surgió a la vida en matices de penumbra anaranjada y gris. La caja fuerte estaba cerrada, y la llave de la oficina no entraba en la cerradura. El escritorio estaba vacío, salvo por una botella de tinta verde del tamaño de un pulgar y un estilete de metal. Se dirigió hacia los rollos y las cartas, y los evaluó con rapidez, asegurándose de mantener el orden de cada montón para poder colocarlos en su sitio, tal como estaban a su llegada.
Notaba la ansiedad que le atenazaba el vientre, y el rápido latido de su corazón, pero evitó pensar en ello. Ya se permitiría experimentar aquellos sentimientos cuando fuera el momento oportuno. Una carta del gobernador le agradecía un regalo a Qahuar. El chocolate estaba exquisito y la esposa del gobernador se lo agradecía especialmente. Cithrin dejó la carta en su sitio. Un pergamino sin enrollar contenía un listado con los nombres y rangos de varias docenas de personas, ninguna de las cuales significaba nada para ella. La dejó donde estaba.
Un zorzal cantó del otro lado de la ventana cerrada. Cithrin se pasó los dedos por el pelo. Alguna de aquellas cosas tenía que servir para algo. En algún lugar, entre todos aquellos papeles, Qahuar debía de haber dicho algo acerca de cómo sería su oferta al gobernador. Extendió el brazo para coger otra carta y rozó el farol. El objeto de vidrio y metal se tambaleó, vaciló y ella lo cogió justo a tiempo. Un segundo más y se habría caído. Se habría hecho añicos. Habría incendiado la habitación. Cithrin lo colocó cuidadosamente en medio del escritorio y reemprendió su búsqueda con manos temblorosas.
Parecían haber pasado horas cuando lo encontró. Un largo pergamino de fino algodón. Las líneas de signos estaban lo suficientemente espaciadas como para que Qahuar hubiese podido escribir el mensaje debajo de ellas. Cithrin recorrió las palabras con las puntas de los dedos. Las había escrito un anciano del clan, y eran todo lo que Cithrin esperaba descubrir. Podían comprometer quince naves en el esfuerzo, cada una de ellas tripulada por dos docenas de marineros. Cithrin continuó leyendo mientras sus dedos hacían un suave rumor al rozar la tela. En compensación, pedirían un dieciséis por ciento de cada operación en cada puerto, en concepto de compañía y protección de los barcos, o el diecinueve por ciento si solicitaban la garantía del clan. El anciano estimaba el desembolso inicial en dos mil monedas de plata, con un beneficio para el clan de quinientas por temporada. El acuerdo los vincularía por una década completa.
El magíster Imaniel se había referido a menudo a las herramientas de la memoria. La tinta era mejor, pero escribir los números y llevarlos consigo al salir de la casa era un riesgo que no tenía por qué correr. Quince barcos con dos docenas de hombres.
—A la edad de quince, había tenido dos docenas de hombres —dijo para sí Cithrin.
Dieciséis por ciento, sin garantía, diecinueve por ciento con garantía. Por lo cual, la garantía valía tres.
—Dieciséis por compañía, y tres más por amor.
Dos mil para comenzar, con un beneficio estimado de quinientos por año en un acuerdo de diez años.
—Dio dos mil besos y recibió quinientos, y murió sola diez años después.
En el pergamino había más detalles —las especificaciones de las naves, los nombres de los capitanes de cada una de ellas, las rutas que se alentaría a tomar al comercio—, y leyó todo lo que pudo, pero en el fondo ya tenía lo que necesitaba.
Volvió a colocar el pergamino, puso el farol en su sitio y apagó la mecha. Acostumbrada a la luz, la oscuridad le pareció absoluta. El olor del pábilo quemado era acre e intenso. Cerró los ojos y, haciendo figuras con los dedos a lo largo del muro, encontró el camino hasta la puerta. Se escabulló por el corredor, hizo girar la cerradura y regresó casi brincando a la habitación de Qahuar. Colocó la llave en el rincón donde la había encontrado, se quitó la túnica y se deslizó rápidamente otra vez en la cama.
Qahuar murmuró algo y le puso un brazo en el vientre.
—¡Qué fría! —exclamó él con voz pastosa.
—Me calentaré enseguida —dijo ella, y sintió la sonrisa de Qahuar tanto como la vio. Él la acarició con la nariz y ella intentó relajarse. Cerró los ojos y repitió su rima en la intimidad de sus pensamientos.
«A la edad de quince, había tenido dos docenas de hombres, dieciséis por compañía y tres más por amor. Dio dos mil besos y recibió quinientos y murió sola diez años después».
—Bueno, pareces agotada —observó el capitán Wester apoyado contra la pared junto al tiesto de tulipanes donde solía detenerse el viejo pregonero de los apostadores—. Ya estaba empezando a pensar que tendríamos que montar una partida y traerte por la fuerza.
—Te dije que no regresaría —le advirtió Cithrin, mientras pasaba junto a él hacia su entrada privada. Él la siguió como si ella lo hubiera invitado.
—Se supone que a mediodía tienes una reunión con esa mujer del gremio de fabricantes de agujas. Es probable que ahora mismo esté de camino hacia la cafetería. A menos que tengas pensado usar ese mismo vestido…
—No puedo reunirme con ella —se excusó Cithrin mientras subía la escalera. Ella sintió que los pasos de capitán titubeaban y después se apresuraban para alcanzarla. Cuando habló, su voz era cuidadosa y cortés. Le sonó como si él le hablara desde un kilómetro de distancia.
—¿Quieres darle algún motivo?
—Envía a alguien. Dile que estoy enferma.
—Bien.
Cithrin se sentó en su diván y miró a Wester con el ceño fruncido. El capitán tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los labios apretados. En realidad, no era mucho mayor que Qahuar Em. Cithrin se quitó uno de sus zapatos y se masajeó el pie. Tenía la planta muy sucia. Su vestido colgaba de ella como si la tela misma estuviera agotada y sudorosa.
—No he dormido. De todos modos no la puedo ayudar.
—Si tú lo dices —asintió Wester, y se dispuso a salir. Una repentina ola de inquietud abrumó a Cithrin. No había caído en la cuenta de cuánto deseaba no quedarse sola.
—¿Todo ha ido bien durante mi ausencia? —preguntó, y la voz le salió a borbotones.
Wester se detuvo al pie de la escalera.
—Todo bien —aseguró él.
—¿Estás enfadado conmigo, capitán?
—No. Voy a decirle a la mujer de los fabricantes de agujas que estás demasiado enferma como para reunirte con ella. Supongo que le enviaremos una notificación cuando estés mejor, ¿no es así?
Cithrin se quitó el otro zapato y asintió. Wester bajó la escalera. La puerta se cerró con un chasquido. Cithrin se tumbó. La noche había ido tal como ella esperaba, pero la primera luz azul del amanecer la había dejado agotada. Sentía el cuerpo débil y tembloroso, como en aquellas noches de la caravana, cuando el sueño se le escapaba. Se había convencido a sí misma de que aquellos días habían llegado a su fin, pero estaba equivocada. Y ahora, lo dijera o no, Wester estaba enfadado, y a ella le sorprendía cuánto le dolía su desaprobación.
Pensó en llamarlo, explicarle que se había dejado seducir por una razón. Que irse a la cama con Qahuar Em solo había sido una estratagema. Cuanto más ensayaba las palabras, peor le sonaban. Se elevaron voces del piso de abajo. Los guardias a quienes Wester había contratado. A juzgar por el ruido, estaban jugando a los dados. Le dolía la espalda. Alguien, allá abajo, gritó de pena y otros rumiaron expresiones de compasión. Cithrin cerró los ojos con la esperanza de que la vuelta a su habitación la relajara lo suficiente como para descansar. En lugar de ello, su mente se movía y brincaba cada vez más rápido, como una pelota que bajara por una colina infinita.
Quince barcos podían dividirse en tres grupos iguales de cinco, o en cinco de tres, por lo que tal vez el clan de Qahuar esperaba que los barcos mercantes se dividieran en los tres puertos principales, probablemente Carse, Lasport y Asinport. Pero ¿y si preveían que el comercio llegara más allá de Asterilhold, a Antea, Sarakal o Hallskar? Dos docenas de hombres en una sola nave no eran moco de pavo, pero ¿trabajarían bien los marineros lyoneianos en las aguas frías del norte? ¿Podía ella argumentar que, dados sus vínculos con Carse, estaría en condiciones de proporcionar barcos más experimentados en esas aguas? Y si ofreciera ese argumento, ¿sería verdad?
¿Y por qué la había traicionado Opal? ¿Y por qué había dejado Dios que el magíster Imaniel muriera? ¿Y Cam? ¿Y sus padres? ¿Y Sandr todavía la deseaba? ¿Sería Cary su amiga aún? ¿Todavía aprobaba maese Kit quién y lo que era Cithrin? ¿Qué hacían los demás cuando no tenían amigos y sus amantes eran sus enemigos? Debía de haber algún modo mejor de hacer las cosas.
Las lágrimas le llenaron los ojos y resbalaron por sus mejillas. No se sentía triste. Apenas sentía nada que no fuera el cansancio y el enfado consigo misma. Estaba sufriendo una especie de ataque. Esperaría hasta que hubiera pasado. El juego de dados cambió y dos voces masculinas empezaron a cantar, uniéndose y separándose.
Cithrin se obligó a sentarse. Luego, a ponerse de pie. Después se quitó las ropas de la noche anterior y se puso una simple falda y una blusa. Se ató el cabello hasta que vio las pequeñas marcas de los mordiscos que le había dejado Qahuar en el cuello, y dejó que el pelo las cubriera otra vez. Llenó la pequeña jofaina que había junto a su cama y se lavó la cara. Las pinturas que había dejado Cary estaban ahí, y Cithrin sopesó la posibilidad de reconstruir a la magistra Cithrin del Banco Medeano. Decidió que no lo haría —bastante pocas energías tenía ya—, y bajó la escalera.
Cuando abrió la puerta, la compañía enmudeció. Los dos primera sangre se miraron y después miraron hacia otro lado. El más pálido estaba visiblemente ruborizado. El kurtadam inclinó la cabeza.
—Perdónanos, magistra —se disculpó—. No sabíamos que estuvieras aquí.
Cithrin hizo un gesto con la mano como para despejar toda preocupación.
—¿Y Yardem? —preguntó.
—En la habitación trasera, magistra —le indicó el kurtadam.
Cithrin pasó junto a los guardias en dirección al fondo, y se adentró en la oscuridad. Yardem Hane estaba tumbado en un catre largo y bajo, con los dedos entrelazados sobre la barriga.
—¿Te ayudo, señora?
—Humm. Sí. Yardem. Tú conoces al capitán mejor que nadie.
—Es cierto —reconoció el tralgu, con los ojos aún cerrados y la voz calmada.
—Creo que es posible que lo haya molestado —dijo ella.
—No serías la primera, señora. Si eso se transforma en un problema, el capitán te lo dirá.
—Está bien.
—¿Algo más, señora?
El tralgu no se movió, aparte del subir y bajar de su pecho.
—Me he acostado con un hombre y ahora voy a traicionarlo —añadió ella, y su voz sonó tan gris y tan dura como una laja—. Tengo que hacerlo para conservar mi banco, pero creo que me siento culpable al respecto.
Yardem abrió un blando ojo negro.
—Yo te perdono —dijo el tralgu.
Cithrin asintió. Cerró la puerta al salir, después se abrió paso hasta la calle y subió su escalera privada. En el piso inferior reinaba ahora silencio; sabían que la propietaria de la casa podría oírlos. Cithrin se sentó ante su escritorio, sacó los libros y comenzó a bosquejar la propuesta con la que vencería a Qahuar Em.