MARCUS

—Preferiría dárselo directamente a la magistra Bel Sarcour —dijo el hombre—. Sin ánimo de faltarte el respeto, mis contratos no tienen la marca de tu pulgar en ellos.

Era un hombre menudo. No le llegaba ni al hombro a Marcus, y sus ropas olían como su tienda: madera de sándalo, pimienta, comino e hinojo. Su rostro era estrecho como el de un zorro, y su sonrisa, experimentada. En las habitaciones inferiores del Banco Medeano de Porte Oliva estaban Marcus, Yardem, Ahariel el fornido kurtadam y el omnipresente Roach. El solo peso de las espadas muy bien podría igualar al del comerciante de especias. Con todo, el desdén del hombre por ellos irradiaba como el calor del fuego.

—Pero como ella no está aquí —dijo Marcus—, me tienes a mí para hacer lo que haya que hacer.

El comerciante de especias alzó las cejas, y sus minúsculos labios se tensaron. Yardem tosió y Marcus sintió una punzada de irritación. El tralgu tenía razón.

—Sin embargo —continuó Marcus—, si aceptas nuestra hospitalidad durante unos minutos, señor, haré lo que pueda para encontrarla.

—Eso está mejor. ¿Qué te parece si me sirves una taza de té mientras espero?

«Podría matarte con mis propias manos», pensó Marcus, y eso bastó para evocar la sonrisa que la etiqueta requería.

—Roach —dispuso Marcus—, ¿podrías encargarte de que nuestro invitado se sienta a gusto?

—Sí, capitán —respondió el pequeño timzinae poniéndose de pie de un salto. Y después, al comerciante—: ¿Me acompañas, señor?

Marcus salió a la calle. Yardem lo seguía de tan cerca como una sombra. El sol de la tarde todavía estaba alto. El tiesto con tulipanes que había frente al banco estaba en total y brillante floración, y sus flores tenían pétalos rojos con venas blancas.

—Búscala en el Gran Mercado —ordenó Yardem—. Yo revisaré la taberna.

Marcus sacudió la cabeza y escupió sobre el empedrado.

—Si prefieres encontrarla tú, yo puedo ir al Gran Mercado —se ofreció Yardem.

—Quédate aquí —dispuso Marcus—. Vuelvo enseguida.

Marcus se alejó por la calle. El sudor se le acumulaba entre los omóplatos y en la base de la columna. Un perro de morro amarillo lo miró desde la sombra de un callejón, jadeando y con demasiado calor como para ladrar. Las calles estaban más vacías que al anochecer: la luz hacía que la gente prefiriera buscar refugio antes que la oscuridad. Hasta las voces de los mendigos y los vendedores callejeros parecían recocidas y débiles.

En comparación, la taberna estaba fresca. Las velas estaban apaga das para evitar sumar siquiera ese poco de calor adicional a la oscuridad, por lo que pese a la luminosidad de la calle, las mesas de la sala común estaban en penumbras. Marcus entornó los ojos y deseó que su vista fuera más aguda. Había una docena de personas de diferentes razas, pero ninguna era ella. La risa de Cithrin le llegó desde el fondo. Marcus se abrió paso por la estancia común, tras los familiares sonidos de su voz, hasta la tela bordada que separaba las mesas privadas.

—… tendría el efecto de recompensar a los deudores más Hables.

—Solo hasta que dejaran de ser fiables —añadió con suavidad una voz masculina—. Tu sistema alienta a los deudores a crecer y, si eso continúa durante el tiempo suficiente, transformarás los riesgos buenos en riesgos malos.

—Magistra —la interpeló Marcus—. ¿Tendrías un momento?

Cithrin apartó la cortina. Tal como Marcus había previsto, el medio jasuru estaba con ella. Qahuar Em. El competidor. Sobre la mesa, entre ellos, había un plato con queso y zanahorias encurtidas, junto a una botella de vino de la que ya quedaba poco para beber. El vestido de lino bordado favorecía a Cithrin, y su cabello, que antes llevaba hacia atrás, le caía sobre los hombros en casual desorden.

—¿Capitán?

Marcus le indicó la puerta del callejón con un gesto. Un profundo fastidio cruzó como un relámpago el rostro de Cithrin.

—Puedo dejaros solos —ofreció Qahuar Em.

—No. Vuelvo enseguida —lo tranquilizó Cithrin. Marcus la siguió hasta la salida. El callejón apestaba a comida podrida y meadas. Cithrin se cruzó de brazos.

—Ha venido el comerciante de especias con los encargos de la semana —dijo Marcus—. No quiere dárselos a nadie, excepto a ti.

La expresión de enfado de Cithrin se dibujaba en las comisuras de los labios y entre las cejas. Los dedos de una mano tamborileaban suavemente sobre el otro brazo.

—Quiere hablar de otra cosa —añadió ella.

—Y no con tus espadas a sueldo —dijo Marcus—, supongo.

La muchacha asintió, y desplazó la atención hacia dentro.

En momentos como aquellos, cuando ella se olvidaba de sí misma, se transformaba. La falsa madurez que maese Kit y los actores habían entrenado en ella era convincente, pero no era Cithrin. Ni lo era la atolondrada joven que oscilaba entre la excesiva confianza y la inseguridad. Con el rostro relajado y su mente moviéndose en su propio silencio, Cithrin daba una pista de la mujer que había en ella. La mujer en la que se estaba convirtiendo. Marcus dejó de mirarla, se puso a contemplar el extremo del callejón y se dijo que de ese modo le daba a ella más privacidad.

—Debo hablar con él —dijo Cithrin—. ¿Está en la casa?

—Con Roach y Yardem.

—Entonces debo darme prisa —continuó ella, y el humor dio calidez a sus palabras.

—Puedo disculparte con Qahuar…

—No, dile que volveré enseguida.

Cithrin se alejó por el callejón, mirando por donde pisaba, hasta que torció la esquina y desapareció. Marcus se quedó de pie entre las sombras hediondas durante un buen rato, y volvió a entrar. El medio jasuru seguía sentado en la mesa, masticando pensativo una zanahoria encurtida. A juzgar por su aspecto, el hombre era unos pocos años más joven que Marcus, aunque la sangre jasuru hacía difícil estar seguro.

Las escamas vestigiales de la piel y los brillantes ojos verdes le recordaban a Marcus un lagarto.

—La magistra ha tenido que ausentarse unos minutos. Un asunto sin importancia —le aclaró Marcus—. Dice que volverá enseguida.

—Por supuesto —respondió Qahuar Em, y le indicó con un gesto el asiento de Cithrin—. ¿Te importaría esperar conmigo, capitán Wester?

Lo prudente habría sido marcharse. Marcus se lo agradeció con una inclinación de cabeza y se sentó.

—¿Eres el auténtico Marcus Wester? —preguntó el hombre mientras le hacía al joven camarero un gesto para pedirle un jarro de cerveza.

—Alguien tenía que serlo —dijo Marcus.

—Es un honor para mí. Espero que no te importe que te diga que me sorprende ver a un hombre de tu fama trabajando como guardia, aun cuando sea para el Banco Medeano.

—Ya me conocen bastante bien en ciertos círculos —dijo Marcus—. Andando por la calle, sin más, puedo ser cualquiera.

—Así y todo, tras Wodford y Gradis, habría pensado que podías pedir el precio que quisieras como jefe de una compañía de mercenarios.

—No trabajo para reyes —dijo Marcus, mientras el chico colocaba una jarra sobre la mesa, delante de él—. Reduce mis opciones. Y ya que tú y yo nos llevamos bien…

Qahuar asintió.

—No sabía que fuera posible mezclar primera sangre y jasuru —observó Marcus—. Eres el primero que veo.

El hombre abrió un poco los brazos, con las palmas hacia arriba. «Sin embargo, aquí estoy».

—Somos más comunes en Lyoneia. Además, hay algunos trabajos que la gente prefiere encargarle a un hombre sin familia.

—Ah —dijo Marcus—. Entonces, ¿no puedes engendrar hijos?

—Es una bendición, pero también una maldición.

—Conocí a gente así en el norte. Lo mismo sucede con las mezclas entre cinnae y dartinae. También conocí a algunos hombres que solo decían serlo. Mestizos. Los hacía populares con las mujeres. Seguros.

—Cada uno se consuela como puede —sonrió Qahuar.

Marcus se imaginó saltando por encima de la mesa y partiéndole el cuello. Sería difícil. Los jasuru eran unos cabrones muy fuertes, y encima eran rápidos. Se bebió un buen trago de la cerveza. Tenía el sabor de la destilería en la que Cithrin había invertido. Obviamente, ella había hecho un convenio con la taberna. Qahuar ladeó la cabeza, y sonrió con cortesía a través de sus puntiagudos dientes.

«Le doblas la edad —pensó Marcus—. Todavía es una niña». No podía decirlo en voz alta. En vez de eso, Marcus preguntó:

—¿Qué te parece la vida en Porte Oliva?

—Me gusta. Echo de menos mi clan, pero si puedo llevarles trabajo… Bueno, merece la pena.

—Debe de ser un clan impresionante, si compite contra el Banco Medeano. Poca gente haría eso.

—Bajo mi punto de vista es el Banco Medeano el que compite contra nosotros. La contienda estará muy bien. La magistra Cithrin es una mujer impresionante.

—Siempre lo he pensado —dijo Marcus.

—¿Llevas mucho tiempo trabajando para ella?

—Nos conocimos en Vanai. Vine con ella.

—¿Es una buena empleadora?

—No tengo quejas.

—Diste que hablar, ¿sabes? ¿Una simple sucursal, aunque sea de una compañía controladora como el Banco Medeano, y Marcus Wester le está custodiando la casa? La gente lo interpretó como una señal de que la magistra Cithrin es partidaria de una estrategia más amplia, más militar.

—¿Y tú qué piensas? —le preguntó Marcus, manteniendo un tono de voz neutro.

—¿Que qué pienso yo? —respondió Qahuar, recostándose contra la pared. Su entrecejo estaba arrugado como si fuera la primera vez que pensara en ello. Levantó un dedo—. Creo que has escogido este trabajo porque no te interesa montar un ejército privado. Por tanto, creo que la magistra tampoco lo está.

—Qué idea más interesante.

—Eres un hombre valioso, capitán Wester. Eres muy conocido.

Marcus se rio.

—¿Estás intentando sobornarme? —preguntó—. Claro que sí, ¿verdad? Me estás preguntando si me puedes comprar.

—¿Puedo? —contraatacó Qahuar Em sin el menor atisbo de vergüenza en su voz.

—No hay oro suficiente en todo el mundo —respondió Marcus.

—Lo comprendo y lo respeto. Pero espero que comprendas que mi deber hacia mi clan me exigía preguntártelo.

Marcus se bebió de un trago todo lo que le quedaba de cerveza y se puso de pie.

—¿Tenemos algún otro asunto, señor?

Qahuar negó con la cabeza.

—De verdad que me siento muy honrado de haberte conocido, capitán Wester. Siento gran respeto por ti y por tu empleadora.

—Es bueno saberlo —dijo Marcus, y cruzó la estancia común para esperar a Cithrin en la calle. Maldito calor infernal. Cuando ella volvió, apresurándose como la niña que era en realidad, Marcus se adelantó. El sudor le perlaba la piel y emborronaba las pinturas que se había puesto en los párpados y los labios.

—Asunto resuelto —aclaró Cithrin—. Menos mal que viniste a buscarme. Ese hombre es un idiota presuntuoso, pero nos será muy útil.

—Pues ahí donde lo ves, tu pretendiente acaba de intentar sobornarme —dijo Marcus.

Cithrin se detuvo. Él pudo ver el fastidio reflejado en sus ojos durante menos de un latido, antes de que ella recuperara la compostura. Se transformó en alguien que no era ni la muchacha ni la mujer que algún día sería, sino en esa mujer falsamente sofisticada que había moldeado maese Kit. Era la Cithrin que menos le gustaba.

—Por supuesto —contestó ella—. No esperaba menos de él. Capitán, puede que no vuelva a casa esta noche. Si no estoy aquí por la mañana, no te alarmes. Te enviaré un mensaje.

Aquello le sentó a Marcus como si le hubiera lanzado un ladrillo a la cabeza. Se debatía entre decirle «Es tu enemigo y te prohíbo que te acuestes con ese hombre» y «Por favor, no lo hagas», pero se limitó a asentir. Cithrin debió de haber visto algo en sus ojos, porque puso una mano sobre el brazo de Marcus y lo presionó con suavidad antes de volver a entrar.

El capitán se marchó por la calle en dirección a la casa, pero tras unos pasos se detuvo, se volvió y se alejó en dirección al puerto. El sol, que demoraba su desganada marcha hacia el horizonte, le apretaba la mejilla derecha como si fuera una mano. Cerca del puerto, el tránsito callejero se hizo más denso. Alguien había empezado a colocar gallardetes de hilo en las ventanas y los árboles; sus extremos flameaban con la brisa y se movían como los tentáculos de una medusa. Los titiriteros callejeros vigilaban las esquinas y las plazas públicas, y permanecían ahí sentados aun cuando no estuvieran representando sus obras. Los barcos procedentes de Narinisle podían tardar semanas en llegar, pero la celebración ya se estaba preparando.

El puerto olía a salmuera y a tripas de pescado. Marcus dejó atrás a marineros y estibadores, mendigos y hombres de la reina, y se dirigió hacia la amplia plaza que estaba justo al final del muelle. Sobre los bordes de la plaza, dos tabernas y un baño público competían por la atención de potenciales clientes con sus brillantes estandartes de tela y mujeres de mirada aburrida y ropas escasas. En el extremo más lejano, una multitud embelesada se agolpaba alrededor de un carro. Maese Kit vestía una holgada bata escarlata y dorada, y una corona hecha con alambre. En sus brazos sostenía el cuerpo inmóvil de Sandr, de cuyo costado goteaba un delgado hilillo de agua teñida de rojo.

—¿Cómo? ¿Cómo he dejado que sucediera esto? ¡Oh, Errison, Errison, hijo mío! ¡Mi único hijo! —gritaba maese Kit, con una voz cuidadosamente quebrada, de modo que las palabras fueran comprensibles. Acto seguido entonó con gracia un poema—: ¡Por la sangre del dragón y por los huesos de Dios, te juro, hijo mío, escucha mi clamor! ¡No quedarán ni las piedras de la Casa Alysor!

Kit se quedó como congelado y, un instante después, estalló el aplauso. Marcus se acercó por entre la muchedumbre mientras Cary y Smit subían al escenario. Él iba enfundado en una armadura de utilería hecha con fieltro y latón, y ella, ataviada con un ajustado vestido negro que, a todas luces, había sido cortado para Opal. Marcus contempló el largo acto final en el que las viejas rivalidades entre casas nobles acababan con las vidas de los culpables primero y de los inocentes después, y las madres asesinaban a sus hijas, los padres morían a causa del veneno preparado para sus hijos, y el mundo, en general, se derrumbaba hasta que maese Kit quedaba solo, con todos los demás actores inmóviles a sus pies, y lloraba. Cuando los actores se levantaron sonrientes para saludar al público y recoger las monedas que les lanzaban, la mente de Marcus ya casi estaba recompuesta.

Mientras la compañía desmontaba el escenario, Marcus fue hasta la parte trasera. Maese Kit, quien ya se había cambiado y vestía sus ropas de calle, estaba recostado contra el rompeolas, limpiándose la cara con un paño. Sonrió al ver a Marcus.

—¡Capitán! ¡Qué alegría verte por aquí! ¿Qué te ha parecido el espectáculo?

—Me ha convencido —dijo Marcus.

—Me alegra oír eso. ¡Hornet! Cuidado con esa línea. ¡No! ¡Esa sobre la que estás parado!

Hornet saltó hacia un lado, y maese Kit sacudió la cabeza.

—Hay días en que me asombra que ese chico no se haya roto una pierna al levantarse de la cama —observó Kit.

—Cary está mejorando.

—Creo que ahora está más cómoda. Espero que hacia el final de la temporada pueda interpretar todos los papeles de Opal. Pero no renuncio a encontrar a alguna muchacha que sustituya a Cary. Puedo embutir a Smit en un vestido elegante y hacerle poner voz atiplada, pero me temo que eso le da un tono algo ligero a las escenas trágicas.

—¿Y has tenido suerte?

—Una poca —reconoció Kit—. He hablado con un par de chicas que podrían servirme. Una tiene más talento, pero es mentirosa. He descubierto que ser un buen compañero en el camino es más importante que ser un buen actor sobre el escenario. Le puedes enseñar técnica teatral a la gente, pero ¿enseñarles a ser gente decente? Eso ya es otra cosa.

Marcus se sentó con la espalda contra el muro. Al oeste, el sol se había ocultado detrás de los tejados, pero las nubes aún resplandecían con colores dorados y naranjas. Kit se enjugó una vez más la frente con el paño y se lo guardó en el cinturón.

—Hay una taberna, justo al otro lado del muro —indicó maese Kit—. Nos dejan quedarnos gratis en la habitación trasera cada vez que interpretamos una de las comedias. Ahora vamos para allá. Puedes venir con nosotros, si te apetece.

—Me lo pensaré.

Maese Kit se cruzó de brazos. Su mirada traslucía preocupación.

—¿Capitán? ¿Va todo bien en el banco? Todo lo que he oído al respecto indica que nuestra chica lo está haciendo muy bien.

—La gente no deja de llevarle dinero —reconoció Marcus.

—Eso era lo que esperábamos, ¿no?

—Sí.

—¿Pero…?

Marcus entornó los ojos mirando hacia la casa de baños. Dos kurtadam se gritaban, gesticulando hacia la casa. Las palabras de uno se superponían a las del otro. Una desgarbada muchacha tralgu pasó mirándolos.

—Necesito un favor —le rogó Marcus.

—¿En qué estás pensando?

—Me gustaría que me explicaras otra vez que esto se trata de un error por el que ella tiene que pasar. Y que yo no debería intentar correr para amortiguar cada una de sus caídas.

—Ah —dijo maese Kit.

—Está apostando en un juego que entraña más riesgos de lo que ella se cree, contra gente muchísimo más experta que ella. Y…

—¿Y?

Marcus se pasó la mano por el pelo.

—Se ha implicado hasta el fondo. No tiene ni la menor idea de cuánto se está dejando en esta estratagema. Cuando todo se venga abajo… Quiero detenerla ahora mismo. Antes de que se haga daño.

—Todo lo que te oigo decir es que quieres protegerla.

—No —dijo Marcus. Y un instante después—: Sí. Y proteger mujeres es algo que se me da excepcionalmente mal. Así que quiero que me digas que no debería intentarlo.

—¿Por qué no le consultas a Yardem? Supongo que él te conoce mejor que yo.

—Ya sé lo que me va a decir. Sé hasta el tono de la voz con el que me lo va a decir. ¿Para qué molestarme?

—Pero ¿de verdad esperas creerme?

—Eres persuasivo.

Maese Kit se rio entre dientes y se acuclilló junto a él. Cary gritó, y el actor levantó el escenario, de modo que las tablas de madera que habían conformado el suelo del escenario se transformaron en una de las paredes del carro. Sandr se fue a enganchar las mulas. La brisa salada se detuvo un instante, y luego volvió a soplar, fría, contra la mejilla de Marcus. Las nubes adquirieron un tono gris no bien se hubo ido la luz del sol. No pasaría mucho tiempo antes de que las tabernas, los burdeles y los baños públicos colgaran sus farolillos de colores en un intento de atraer dinero y clientes del mismo modo que atraían las polillas. Saldrían los hombres de la reina. Y Cithrin. Marcus trató de no pensar en lo que podría estar haciendo Cithrin.

Se lo contó todo al actor, con calma. Los planes de negocios de Cithrin, sus ambiciones con respecto al banco y la flota escolta, y cómo coqueteaba con su rival medio jasuru. Maese Kit escuchó con atención y, cuando Marcus se sumió en el silencio, frunció los labios y miró hacia arriba, al cielo que se oscurecía.

—Capitán, escucha lo que te voy a decir, porque es la verdad. Creo que Cithrin dispone de todas las herramientas y todos los talentos que necesita para conseguir que esto funcione. Si presta atención, usa bien su criterio y tiene solo un poco de suerte, puede hacerlo.

—Poder hacerlo está bien, pero ¿la crees capaz de hacerlo?

Maese Kit guardó silencio durante cuatro largas respiraciones. Cuando habló, su tono era pesaroso.

—Lo más probable es que no.