En las onduladas colinas de pedernal donde Sarakal se transformaba paulatinamente en el Keshet, el término «príncipe» tenía un sentido diferente del que Geder estaba acostumbrado a darle. Un hombre podía llamarse a sí mismo príncipe si controlaba cierta extensión de tierras, si comandaba una fuerza de soldados, o si había sido hijo o sobrino de un príncipe. Hasta el impacto de la raza era mínimo. Los príncipes del Keshet podían ser yemmu, tralgu o jasuru. En apariencia no había ninguna barrera formal para las otras razas, aunque en la práctica no había ninguna otra raza.
Los primera sangre estaban especialmente ausentes de las grandes y áridas planicies, y Geder descubrió que su pequeño grupo —él mismo, su escudero y cuatro hombres al servicio de su padre— no tardó en transformarse en un objeto de curiosidad en los poblados y aldeas. Traducir su categoría a los términos del Keshet carecía de sentido, y tal vez fuera una tarea imposible, por lo que cuando la Corte itinerante del príncipe Kupe rol Behu le ofreció a Geder su hospitalidad, le resultó más fácil fingir que su categoría era más o menos la misma que el príncipe jasuru de escamas doradas.
—No lo entiendo, príncipe Geder. Has abandonado tu tierra y tu gente en busca de algo, pero no sabes ni qué es ni dónde está. No tienes derechos sobre ello, ni tampoco idea de si es posible tener esos derechos. ¿Qué beneficios esperas obtener?
—Bueno, no se trata de esa clase de proyecto —respondió Geder, sirviéndose otra salchicha pequeña y oscura del plato comunitario.
Antes, cuando Geder vio la columna de polvo de la Corte itinerante sobre el horizonte, como si fuera el humo de un gran incendio, aventuró que sería como estar de campaña. Se había imaginado que las tiendas serían más o menos como la que él había usado para dormir en los trayectos hacia y desde Vanai. Como aquella en la que dormía ahora en su silencioso exilio. Había entendido mal. No había llegado a un campamento, ni siquiera a uno lujoso. Era una ciudad de edificios con estructura de madera, con un templo dedicado a un dios gemelar del que Geder no había oído hablar jamás, y una plaza dispuesta para un banquete principesco. Las hierbas y el matorral que había en las calles eran la prueba de que la ciudad no había estado ahí el día anterior. Geder supuso que tampoco estaría ahí al día siguiente. Como si de un objeto de leyenda se tratase, la ciudad existía durante una única noche y luego desaparecía con el rocío. Las antorchas humeaban y se agitaban en la brisa. Las estrellas resplandecían. El calor del estío se elevaba desde el suelo y se irradiaba hacia el cielo.
Geder le dio un bocado a la salchicha. Tenía un sabor salado y sabroso, con un regusto casi oculto de azúcar y humo. Nunca había comido nada parecido. Si hubiera estado hecha de ojos de lagarto y patas de pájaros se la habría comido igualmente. Estaba muy buena. De los dieciséis platos que los esclavos paseaban alrededor de la mesa, aquel era su preferido, seguido muy de cerca por las hojas verdes con manchas rojas y aceite.
Geder hablaba con la boca llena.
—No busco nada que me vaya a hacer ganar oro.
—Honor, entonces.
Geder sonrió con pesar.
—No se puede decir que el ensayo especulativo le granjee grandes honores a nadie. No, al menos, entre mi gente. No, viajo porque he oído hablar de algo que existió hace mucho tiempo, y quería saber qué podía averiguar al respecto. Escribir lo que aprendiera y lo que conjeturara, de manera que alguien pudiera leerlo algún día y añadirlo a su acervo de conocimientos.
«Y además —pensó— mantenerme alejado del desasosiego de Camnipol y encontrar un rincón en el extremo más lejano del mundo donde sea más difícil encontrarme con problemas».
—¿Y después?
Geder se encogió de hombros.
—Eso es todo. ¿Qué otra cosa hay?
El príncipe jasuru frunció el ceño, bebió de un jarro que o bien tenía la forma de un enorme cráneo o bien estaba hecho con un enorme cráneo, y sonrió apuntándole con una garra labrada en plata.
—Eres un hombre santo —observó el príncipe.
—No. Dios, no. Yo no.
—Entonces, un curandero. Un filósofo.
Geder estaba a punto de oponerle reparos a esa apreciación, pero se contuvo.
—Tal vez un filósofo.
—Un hombre, su cabalgadura y el horizonte. Debí haberme dado cuenta. Este proyecto es un asunto espiritual.
El príncipe levantó un brazo inmenso y ladró algo que sonó como una orden. Los cientos de hombres y mujeres que se sentaban en las largas mesas —o bien caballeros o bien meros espadachines y arqueros, Geder no podía estar seguro— lanzaron un grito. Se reían, se mofaban y se empujaban unos a otros. Un momento más tarde apareció un par de guardias en el extremo de la plaza. Cada uno llevaba una cadena de hierro en la mano. Las cadenas se perdían en la oscuridad, y estaban flojas, de una manera que a Geder le sugirió un uso principalmente ceremonial.
La mujer que avanzó hacia la luz al final de las cadenas parecía antigua. La amplitud de su frente y los arremolinados trazos negros de su piel la identificaron como una haavirkin aun antes de que levantara su larga mano con tres dedos en un saludo. Geder ya había visto a algún haavirkin, cuando el rey electo de Hallskar envió embajadores a la Corte, pero nunca había visto uno tan viejo, ni dotado del mismo sentido de absoluta dignidad.
Los guardias caminaban delante de la mujer, y se acercaban al príncipe. Geder no podía distinguir si el ruido de la multitud significaba que se estaban burlando de ella o que se alegraban de su presencia. Los ojos de la mujer recorrieron el cuerpo de Geder, evaluándolo.
—Esta es mi vidente —le dijo el príncipe a Geder. Y después, a la mujer—: Este hombre es mi invitado. Viaja por el Keshet por asuntos espirituales.
—Así es —convino la mujer.
El príncipe sonrió como si ella le hubiera hecho un regalo. Puso la mano sobre el brazo de Geder en un gesto extrañamente íntimo.
—Por esta noche, es tuya —dijo el príncipe. Geder frunció el ceño. Esperaba que no se refiriesen a la cama, aunque había oído cuentos acerca de ese tipo de cosas en viejas historias sobre el Keshet. Tosió e intentó pensar cómo evadirse, pero la vidente levantó una mano. Otro sirviente se apresuró a llevar un taburete de madera y la haavirkin se sentó en él, mirando fijamente a Geder.
—Hola —le dijo este, con voz insegura.
—Te conozco —le replicó ella, y después se giró y escupió al suelo—. Cuando era niña, soñé contigo.
—Humm —se sorprendió Geder—. ¿En serio?
—Es muy buena —apreció el príncipe—. Muy sabia.
—Mi tío estaba enfermo —explicó la vidente—, solo que no presentaba ningún síntoma. Ni fiebre, ni debilidad: nada; así que no podíamos curarlo —Entonces, ¿cómo sabes que estaba enfermo?
—Era un sueño —aclaró la adivina haciendo acopio de paciencia—. Ingirió hierbas amargas para curarse. Después de eso, el agua le supo dulce. Pero allí no había nada, solo agua. Lo dulce estaba en él, y no era realmente dulce. Solo que no era amargo. No tenía poder para curar nada.
La vidente le cogió una mano, y sus largos dedos le exploraron las articulaciones de los dedos como si estuviera buscando algo. Se llevó la palma de Geder a la nariz y la olfateó. Geder sintió un hormigueo en la piel y trató de apartarse.
—La verás tres veces —afirmó ella—, y cada vez serás una persona diferente. Y cada una de esas veces ella te dará lo que deseas. Ya la has visto una vez.
La vidente alzó una ceja como si le preguntara: «¿Lo entiendes?».
Geder pensó: «¿Se supone que todo esto tiene que ver conmigo?».
—Gracias —dijo Geder, y ella asintió, tanto para ella misma como para los demás. La luz danzante de las antorchas hacía que las marcas negras de su piel se agitaran con un movimiento propio.
—¿Eso es todo? —preguntó el príncipe jasuru.
—Eso es todo lo que tengo para él —respondió la vidente con suavidad. Se puso de pie y las cadenas que le colgaban del cuello tintinearon—. Ya hablaremos tú y yo, pero más tarde.
Hizo una reverencia, se dio la vuelta y se alejó otra vez, a través del matorral, el polvo, las mesas de madera de los guerreros keshet y las sombras. Los portadores de la cadena la seguían como si fuera ella quien los guiaba. Lo único que quebraba el silencio era el sonido de la cadena y el rumor de las antorchas. Geder creyó haber visto sorpresa e incluso consternación en los rostros de los caballeros, pero no la entendió. Acababa de ocurrir algo, pero no sabía de qué se trataba.
El príncipe se rascó las escamas de la mandíbula y el cuello del mismo modo que un primera sangre se habría acariciado la barba. Sonrió, con sus dientes oscuros y puntiagudos que parecían un muro.
—¡Comed! ¡Cantad! —gritó, y las voces y el clamor de los caballeros se elevaron una vez más, como había sucedido antes. Geder cogió otra salchicha y se preguntó qué acababa de perderse.
El festín dejó a Geder con mal cuerpo. Estaba en su tienda, tumbado, oyendo el blando viento del verano moverse a través del desierto, sin poder dormirse pese a sus deseos. Oyó los suaves ronquidos de su escudero, olió el fino polvo del Keshet que parecía meterse en todas partes, y saboreó las carnes especiadas del banquete, aunque el placer que aquello le causaba había desaparecido hacía bastante tiempo. La luz de la luna se escurría por los bordes de la tienda pintando de plata la oscuridad. Se sentía inquieto y aletargado a la vez.
Lo dulce estaba en él y no era realmente dulce. Solo que no era amargo. No tenía poder para curar nada.
De todas las incoherencias de la vidente, esas eran las palabras que lo carcomían, tan fastidiosas como las especias. Ahora le parecía que la haavirkin había estado hablando acerca de Vanai y de Camnipol. Si prestaba atención, todavía podía sentir la cicatriz de la herida que se curaba en la pierna, ahí donde lo había alcanzado el lanzazo. Exactamente del mismo modo en que el menor cambio en su atención podía recordarle el nudo negro que tenía en el pecho y que lo había mantenido doblado durante la larga cabalgata desde Vanai. No podía recordar la forma de la cara de su madre muerta, pero la silueta de la mujer contra las llamas que se alzaban sobre Vanai estaba tan clara para él como la tienda en la que se encontraba. Más clara aún, de hecho.
Las celebraciones y las fiestas que lo habían recibido en Camnipol deberían haberse llevado esa imagen, y por un tiempo así fue. Pero no para siempre. Había sido dulce —en su momento, pensó que lo era—, pero tal vez no lo había sido. Sin duda, había experimentado una sensación gloriosa en el momento. Se había elevado en la Corte. Había salvado la ciudad de la insurrección mercenaria. Y, con todo, allí estaba, otra vez en el exilio, huyendo de unos juegos políticos que no comprendía. Y por desagradable que pudiera resultarle el mal cuerpo que sentía, seguía siendo mejor que las pesadillas de fuego.
En realidad, él no tenía la culpa de lo que había sucedido en Vanai. Lo habían utilizado. La falta de sueño, el miedo constante y hasta la sospecha de que Alan Klin y sus amigos se habían partido de risa a su costa en el transcurso de todas las fiestas y celebraciones. Esas eran sus cicatrices.
No dejaba de darle vueltas a la idea. Él no había elegido sumergirse en los juegos cortesanos que atestaban la Torre del Rey y Camnipol. El alivio que sintió al regresar de Vanai y encontrarse con la adulación y la aprobación le parecía algo carente de sentido pero, al mismo tiempo, deseaba experimentarlo de nuevo. Le había permitido olvidarse de la voz de las llamas por un tiempo. Pero como el agua que había soñado la vidente haavirkin, lo dulce no había sido dulce, sino solo el alivio de lo amargo. Y no había curado nada.
Si tan solo fuera capaz de comprender lo que había ocurrido, si pudiera ver a través de los juegos y los jugadores, sabría quién era el verdadero culpable, y quiénes eran sus verdaderos amigos.
Se puso de lado, arrastrando las sábanas consigo. Olían a sudor y polvo. La noche era demasiado cálida como para llevarlas, pero la tela lo reconfortaba. Suspiró, y su vientre gruñó. A su modo, la vidente haavirkin tenía razón. Tal vez fuera tan sabia como había dicho el príncipe. Geder sopesó la posibilidad de buscarla por la mañana y hacerle más preguntas. Aun suponiendo que todo fuera simple superstición y palabrería, le daría algo en que pensar durante las largas y solitarias noches del desierto.
No se dio cuenta de que se estaba quedando dormido hasta que se despertó. La luz del sol brillaba sobre el amarillo nuevo de las flores silvestres, y el breve rocío hacía que el mundo oliera más fresco de lo que estaba. Se puso las medias y una túnica. Era una vestimenta más basta que la de la noche anterior, pero ahora no iba a ningún banquete principesco. Y, al fin y al cabo, aquello era el Keshet. Tal vez allí los criterios fueran diferentes. Los edificios de madera seguían en pie, y Geder se dirigió hacia ellos buscando a los centinelas con la mirada. No los encontró.
No encontró a nadie.
Cuando llegó a las estructuras y a la gran plaza abierta en la que había cenado tan solo unas horas antes, las encontró desiertas. Nadie le respondió cuando llamó. Habría sido como en una canción infantil en la que todos eran fantasmas, salvo que él podía seguir las huellas y el olor del estiércol de los caballos, y ver las brasas que todavía brillaban, rojas, en el foso de la hoguera. Los caballos habían desaparecido, y los hombres y las mujeres, pero los carros seguían ahí. Los pesados cabrestantes que los sirvientes del príncipe usaban para construir sus repentinos poblados todavía estaban allí. Hasta encontró las largas cadenas que había llevado la vidente, enrolladas en un carrete de bronce tirado en el polvo.
Geder regresó a su campamento, donde su escudero estaba preparando un desayuno de gachas de avena y sidra aguada. Geder se sentó ante su mesa de campaña, mirando el cazo de latón y, después, el campamento abandonado.
—Se fueron en mitad de la noche —dijo Geder—. Cogieron lo que pudieron llevarse sin hacer ruido, y se escabulleron en la oscuridad.
—Tal vez los hombres del príncipe lo hayan asaltado y asesinado —aventuró el escudero—. Esas cosas pasan en el Keshet.
—Tuvimos suerte de no quedarnos atrapados en medio —añadió Geder. Sus gachas estaban dulces como la miel. La sidra picaba un poco, a pesar del agua. El escudero esperó en silencio mientras Geder comía y los demás sirvientes desmontaban el campamento. El sol no se había elevado dos palmos sobre el horizonte cuando Geder acabó. Deseaba estar lejos, otra vez en marcha, y dejar atrás el inquietante silencio del campamento.
Sin embargo, se preguntó qué más habría visto la haavirkin y qué le habría dicho al príncipe cuando el invitado extranjero se hubo marchado.