Las cafeterías siempre habían tenido un sitio en el negocio de los negocios. En los fríos puertos de Stollbourne y Rukkyupal, los comerciantes y los capitanes, inclinados sobre mesas de mosaico, se calentaban las manos enguantadas con tazas humeantes, mientras observaban el sol invernal ponerse a mediodía. Junto a las aguas del Miwaji, iluminadas por la luna, los rebaños nómadas de los southling bebían tazas de una cosa poco menos espesa que el limo y recitaban poesía mientras discutían sobre las fortunas en plata y especias. En todo el mundo legado por los dragones, el comercio y el café iban de la mano.
O, al menos, eso era lo que el magíster Imaniel le había contado. Cithrin nunca había estado fuera de Vanai, y ahí el banco tenía su propio edificio. Con todo, cuando llegó el momento, Cithrin escogió un pequeño café con una habitación trasera privada y bastas mesas de madera en la calle. Estaba frente al Gran Mercado, cruzando la plaza, por lo que estaría cerca del caótico comercio de la ciudad sin tener que hacer sus negocios en uno de los cambiantes puestos públicos. El dueño del café, el maestro Asanpur, era un anciano cinnae con un ojo lechoso y una mano para el café recién hecho que lindaba con lo mágico. Le había encantado aceptar una pequeña parte de la renta que le daba a Cithrin derecho a la intimidad en su habitación trasera. Si el día estaba nublado, ella podía sentarse en la estancia común, beberse el café y escuchar los cotilleos. Si salía el sol, Cithrin podía sentarse en una de las mesas blancas de la calle y observar a la gente que cruzaba el Gran Mercado.
Lo ideal sería que al café del maestro Asanpur lo conocieran por ser el centro de la banca y los negocios de la ciudad. Cuanto más reconocimiento obtuviera, más gente acudiría a él y, con ellos, más cotilleo y especulación. Cithrin sabía que su propia presencia era un buen comienzo, pero era probable que no dispusiera de tiempo suficiente para dejar que las cosas siguieran su curso. Antes o después, el legítimo Banco Medeano acudiría para investigar su nueva sucursal, y Cithrin quería que cuando llegara ese momento el negocio fuera extremadamente próspero.
Y eso, a corto plazo, suponía un poquito de inofensiva deshonestidad.
Cithrin vio la reacción a la llegada de Cary antes de ver a la mujer. Las miradas la siguieron por toda la plaza como el viento que atraviesa una pradera, luego se alejaron y, después, de manera menos visible, volvieron a ella. Cithrin se bebió el café y fingió no percatarse de que la misteriosa mujer cruzaba la plaza hacia los grandes tenderetes desde donde los hombres de la reina administraban el Gran Mercado. Cary había elegido el acercamiento más largo posible y le había dado tiempo a Cithrin para admirar su disfraz. El corte era elasseano, pero la faja de seda y el velo decorado con cuentas tenían aires de Lyoineia. Las joyas que la adornaban provenían de las existencias de Cithrin, y podrían haberse vendido por una suma suficiente como para comprar dos veces la cafetería. Visto como una unidad, el diseño representaba todo el comercio del mar Interior con una autenticidad que procedía de los viajes de maese Kit. No eran vestimentas habituales en Birancour, y la combinación de exotismo y riqueza llamaba la atención más que si se hubiera puesto a cantar. Hornet y Smit iban detrás de ella, ataviados con ropajes de cuero cocido y pavoneándose tal como habían aprendido durante el viaje en caravana, con un contoneo indistinguible del de un auténtico guerrero.
Cary llegó al tenderete y habló con uno de los hombres de la reina. Estaban demasiado lejos para que Cithrin los oyera, pero la postura del guardia era lo suficientemente obvia. El hombre señaló hacia el otro lado de la plaza, hacia Cithrin y la cafetería. Cary agradeció con una reverencia y se volvió para alejarse lentamente en la dirección indicada. Cuando llegó a una distancia que les permitía hablar, Cithrin se puso de pie.
—¿Suficiente? —preguntó Cary.
—Perfecto —respondió Cithrin—. Por aquí.
Cithrin condujo a los actores a través de la estancia común mientras los suelos de madera crujían bajo sus pisadas. El interior de la cafetería estaba compuesto por una serie de pequeñas habitaciones enmarcadas por arcadas bajas. Las ventanas tenían postigos de madera tallada que impregnaban la brisa con el aroma del cedro. Una joven kurtadam estaba sentada en el fondo de la sala. Tocaba un arpa con languidez, y las suaves notas murmuraban en el aire. En una de las habitaciones, un anciano primera sangre que hablaba animado con un southling de grandes ojos se detuvo para mirar fijo a Cary y sus guardias. Cithrin captó la mirada del maestro Asanpur y levantó dos dedos. El anciano asintió con la cabeza y comenzó a moler el grano para preparar dos tacitas. Cithrin quería que todo aquel que le estuviera prestando atención supiera que esa mujer de exóticas vestimentas era alguien a quien el Banco Medeano deseaba honrar. Pasaron a la intimidad de su habitación alquilada.
—¿Y eso es todo? —preguntó Smit, cuando la puerta se cerró detrás de ellos con un gruñido de su bisagra de cuero—. Creí que iba a haber más actuación.
Cithrin estaba sentada frente a una mesa pequeña. Había suficiente espacio para que se sentaran todos. En vez de eso, Hornet se dirigió al ventanuco y espió el callejón a través del cristal azul y dorado. Mientras Cary comenzaba a quitarse las joyas prestadas, Cithrin extrajo la caja fuerte de hierro de debajo de la silla, utilizando una pequeña alfombrilla roja como patín para evitar que rayara el suelo.
—Aquí no necesito gran cosa —dijo Cithrin—. Un libro de registros y un poco de dinero para gastos menores. No es que entregue grandes sumas de dinero todos los días.
—Sin embargo, ¿no era esa la finalidad? —preguntó Cary, mientras le pasaba un brazalete cubierto de esmeraldas y granates—. Sacarse todo esto de encima.
—Pero no entregándolas como si fueran golosinas —dijo Cithrin—. En una ciudad solo hay un número determinado de buenas inversiones. Exige cierto esfuerzo encontrar las que merecen la pena. Y en ese punto es donde yo hablo con la gente. Negocio acuerdos y firmo contratos. Todo se resuelve aquí, pero no quiero tener a todos los guardias por aquí, intimidando a la gente.
—¿Por qué no? —preguntó Hornet—. Yo lo haría.
—Es mejor que estén a gusto, supongo —dijo Cary, y en ese momento alguien llamó a la puerta con suavidad. Smit abrió y entró el maestro Asanpur con dos tacitas de color hueso en una bandeja. Cithrin abrió el seguro de la caja de hierro. Mientras el maestro Asanpur le ofrecía el café a Cary, Cithrin colocaba las joyas en el paño, lo plegaba y lo guardaba en la cama, junto a un libro de registros encuadernado en cuero rojo y la bolsa que contenía el dinero de caja. La cerradura era basta pero sólida, y tenía una llave tranquilizadoramente pesada que colgaba de un cordón de cuero. Cithrin sacó la llave. Cary le dio un sorbo al café y emitió un breve sonido de placer.
—Otra de las ventajas del lugar —comentó Cithrin.
—No podemos quedarnos —se lamentó Hornet—. Maese Kit está empeñado en tener lista la Tragedia de los cuatro vientos antes de que lleguen las naves de Narinisle.
—¿Vas a intentar patrocinar alguna? —preguntó Cary.
—¿Alguna nave o alguna tragedia? —replicó Cithrin con sequedad.
—Cualquiera.
—Ninguna de ellas.
A decir verdad, Cithrin había estado pensando mucho en los barcos mercantes procedentes de Narinisle.
La gran riqueza del mundo estaba en las pautas del comercio. El Keshet y Pût podían tener suficientes olivos y vino como para abastecer a todas las ciudades del mundo, pero carecían de minas de oro, y el hierro se encontraba en tierras salvajes y carentes de caminos, por lo cual era difícil de extraer. En Lyoneia había fabulosos bosques y especias, pero no conseguían cultivar suficiente grano como para alimentar a todo su pueblo. Far Syramys, con sus sedas y tinturas, su magia y su tabaco podía prometer las mercancías más raras del mundo, pero el comercio marítimo que podía transportarlas era tan inseguro que se perdían más fortunas que las que se hacían yendo hasta allá. En todas partes había un desequilibrio, y el camino más seguro para el beneficio era colocarse entre algo valioso y alguien que lo deseara.
En tierra, esto significaba controlar las sendas del dragón. Ningún simple aglomerado de piedras y argamasa podía igualar la permanencia del jade de dragón. Todas las grandes ciudades estaban donde estaban a causa de la organización de esos caminos construidos cuando la humanidad era una única raza y los amos del mundo volaban gracias a sus grandes alas escamosas. Los propios dragones no se rebajaban nunca, o casi nunca, a viajar por los caminos. Eran las sendas de los sirvientes del imperio caído y determinaban el flujo de dinero de todo el comercio terrestre.
El mar, que carecía de caminos, pudo reorganizarse.
Cada otoño, a los barcos que estaban en el sur los cargaban con trigo, aceite, vino, pimienta y azúcar y, después de un desembolso de oro aventurero o lo bastante desesperado, emprendían el viaje hacia el norte. La Costa Norte, Hallskar, Asterilhold y hasta la costa septentrional de Antea compraban las mercancías, a menudo por menos de lo que esos mismos objetos habrían costado de haber llegado por tierra. Los barcos mercantes podían recoger parte del cargamento en esos puertos —bacalao salado de Hallskar, o hierro y acero de Asterilhold y la Costa Norte—, pero la mayoría cogía su dinero y se apresuraba hacia los puertos abiertos de Narinisle para esperar el comercio marítimo procedente de Far Syramys. Esa era una jugada maestra.
Los accidentes de los vientos y las corrientes convertían la isla nación de Narinisle en el puerto más cómodo para los barcos procedentes de Far Syramys. Además, si una nave conseguía intercambiar su mercancía y su dinero por un cargamento recién llegado de esas tierras distantes, un inversor era capaz de triplicar su dinero. Si no, se arriesgaba a ver su barco de regreso de Narinisle solo con lo que podía comprarse en los mercados locales, y a obtener unas ganancias mucho menores, siempre que los precios le fuesen favorables. O la nave podía caer en manos de piratas, o hundirse, y la totalidad del cargamento perderse por completo, o ser rescatada, por una suma exorbitante y con glacial lentitud, de manos de los drowned.
Y cuando los barcos regresaban a sus puertos meridionales y las fortunas de los mecenas se habían multiplicado o caído, el patrocinio de esos cargamentos de oro y especias, que navegaban sin alianza y bajo ningún pabellón en concreto, se reorganizaba. Una casa que hubiera apostado por un único barco y tuviese suerte podría ganar lo suficiente como para contratar media docena al año siguiente.
Alguien cuyo barco se hubiera perdido se apresuraría a encontrar maneras de sobrevivir en las nuevas y mermadas circunstancias. Si habían sido prudentes y habían asegurado su inversión, podían ganar lo suficiente como para intentarlo una vez más acudiendo a alguien como Cithrin.
Los barcos ya habían salido de Narinisle. Pronto regresarían los siete que habían zarpado el año anterior de Porte Oliva y, no mucho después, alguien acudiría a Cithrin y le pediría que el banco lo asegurara para patrocinar una nave para el año siguiente. Sin saber cuáles eran los mejores capitanes ni cuáles eran las familias en mejores condiciones para comprar un buen cargamento de exportación, le quedaría poco más que confiar en el instinto. Estaba segura de que si hacía tratos con todos los que acudían a ella, asumiría demasiados riesgos de los malos. Si no hacía tratos con ninguno, su banco no tendría ninguna posibilidad de prosperar y, en consecuencia, nada que mostrarle a la compañía controladora cuando llegara el momento. Esa era la clase de riesgos con los que estaba cimentada su nueva vida.
Apostar a los perros parecía menos incierto.
—Unas pocas pólizas de seguro, tal vez —dijo Cithrin, tanto para sí misma como para Cary y los demás—. Patrocinio parcial en unos años, si las cosas salen bien.
—Seguros. Patrocinios. ¿Cuál es la diferencia? —preguntó Smit.
Cithrin sacudió la cabeza. Era como si le hubieran preguntado por la diferencia entre una manzana y un pez. Ella no sabía siquiera por dónde empezar.
—Cithrin se olvida de que no todos hemos crecido en una contaduría —dijo Cary, y se bebió el último sorbo del café—. Pero debemos marcharnos.
—Avisadme cuando esté lista la nueva obra —rogó Cithrin—. Me gustaría ir a verla.
—¿Verla? —exclamó Smit—. Te dije que tendríamos un mecenas.
Se marcharon por el callejón. Ya eran una misteriosa mujer de negocios y sus guardias, sino actores del rompeolas. Cithrin los miró mientras se alejaban. Un mecenas. Cierto, ya no podría asistir y conducir a la multitud como solía hacer con Cary y Mikel. Ni tal vez pudiera ir a la taberna con Sandr. Cithrin bel Sarcour, directora del Banco Medeano de Porte Oliva, ¿beber con un actor común y corriente? Resultaría horroroso para la reputación del banco, y para la suya propia.
La soledad que acompañaba la idea tenía poco que ver con Sandr.
Cuando llegó el capitán Wester, una hora después, la joven estaba fuera, en la calle, sentada en la misma mesa donde Cary se había encontrado con ella. La saludó con una inclinación de la cabeza y se sentó frente a la muchacha. La luz del sol destacó el gris entre sus cabellos, pero también hizo relucir sus ojos. Él le tendió una hoja de pergamino. Ella examinó las letras y los números, y asintió para sí misma, como solía hacer. El recibo parecía en orden.
—¿Qué tal ha ido todo?
—Ningún problema —dijo él—. El tabaco lo tiene el vendedor en su puesto. Discutió por unas cuantas hojas, pero le dije que o bien se lo quedaba todo o bien me lo llevaba todo.
—No debería haberlo hecho —se lamentó Cithrin—. Debería haber negociado conmigo.
—Puede que yo haya mencionado algo de eso. Aceptó la entrega. La pimienta y el cardamomo saldrán mañana. Yardem y dos de los nuevos llevarán la mercancía.
—Por algo se empieza —filosofó Cithrin.
—¿Hay alguna noticia de Carse? —preguntó Marcus. La pregunta sonó casi casual.
—He enviado un despacho —aclaró Cithrin—. He utilizado el antiguo código del magíster Imaniel y un mensajero lento, pero supongo que ya lo han recibido.
—¿Y qué les decías?
—Que la sucursal había presentado sus actas fundacionales y que daba comienzo a sus negocios, tal como habíamos planeado el magíster Imaniel y yo —le explicó Cithrin.
—Entonces no les estás diciendo la verdad.
—Las cartas se pierden. Los mensajeros cobran un dinero extra por descoserlas y copiarlas. No tengo previsto que nadie intercepte la mía, pero si alguien lo hace, parecerá justo lo que se supone que es.
Marcus asintió lentamente, entrecerrando los ojos y mirando hacia el sol.
—¿Hay alguna razón especial por la que hayas escogido un mensajero lento?
—Quiero tener tiempo suficiente para poner las cosas en orden antes de que lleguen.
—Ya veo. Hay algo que deberíamos…
Una sombra más densa que la de una nube cayó sobre la mesa. Perdida en la conversación, Cithrin no lo había visto acercarse, y ahora parecía que el hombre hubiera brotado del empedrado. Era más alto que el capitán Wester, pero no tanto como Yardem Hane, y ves tía una túnica de lana y mallas, una capa azul de varias láminas de espesor para defenderse del frío y una cadena de bronce de funcionario. A juzgar por la mayor parte de sus rasgos, era un primera sangre, pero era lo bastante delgado y rubio como para haber tenido un abuelo cinnae.
—Perdóname —dijo, con una voz escrupulosamente cortés—. ¿Estoy hablando con Cithrin bel Sarcour?
—En efecto —asintió Cithrin.
—Me envía el gobernador Siden.
A Cithrin el miedo le quitó el aire de los pulmones como un puñetazo. Habían descubierto el fraude. Enviaban a la guardia. Se aclaró la garganta y sonrió.
—¿Hay algún problema?
—En absoluto —dijo el mensajero, y extrajo una pequeña carta cuyo papel estaba elegantemente plegado, y cosido y sellado en sus bordes—. Pero sí me indicó que esperara en caso de que desearas enviar una respuesta.
Cithrin sostenía el papel sin saber muy bien adónde mirar, si al papel, al hombre o al capitán. Después de lo que pareció una eternidad, sacudió la cabeza.
—Si le dices al maestro Asanpur que has venido a hacer negocios conmigo, se encargará de que estés a gusto.
—Eres muy amable, magistra.
Cithrin esperó que el hombre desapareciera dentro de la cafetería antes de tirar del cordel. El hilo cortó el papel con un cascabeleo. El documento estaba bellamente escrito; era el trabajo de un profesional.
«A la magistra Cithrin bel Sarcour, portavoz y agente del Banco Medeano de Porte Oliva. Yo, Iderrigo Bellind Siden, gobernador principal de Porte Oliva por designación especial de su majestad real», etcétera, etcétera, etcétera. Deslizó los dedos hacia la parte inferior de la página. «Solicito tu atención en privado como portavoz del comercio y ciudadana de Porte Oliva en relación con ciertos asuntos fundamentales para la salud y el vigor de la ciudad», etcétera, etcétera, etcétera. Y entonces, cerca del final de la primera página, se detuvo.
«El requerimiento y la organización de la seguridad cívica conjunta según interesa a la realización del comercio marítimo en condiciones de seguridad durante el año próximo…».
—Dios mío —exclamó ella.
—¿Qué pasa? —se sobresaltó el capitán Wester, con voz grave y firme. Sonaba como si estuviera preparado para oír que debían matar al mensajero y huir de la ciudad. Cithrin tragó para relajar la garganta.
—Si lo he entendido bien —comentó ella—, el gobernador nos pide que propongamos una empresa conjunta con la ciudad para escoltar los barcos mercantes provenientes de Narinisle.
—Ah —dijo Wester. Y añadió—: Sabes que no entiendo lo que me estás diciendo, ¿verdad?
—Está organizando una flota. Barcos de guerra para custodiar las naves mercantes durante sus viajes de ida y vuelta. Y está buscando a alguien que tenga el dinero suficiente para hacerse cargo.
—¿O sea, nosotros?
—No —dijo ella, mientras analizaba las consecuencias con una precisión fría e inquietante—. Quiere que varias entidades le hagan sus propuestas, pero nos invita a la competición. Le está solicitando al Banco Medeano que presente una propuesta de un seguro que cubra una flota propia de esta ciudad.
El capitán refunfuñó como si hubiera comprendido. Cithrin estaba ya varios kilómetros por delante de él, y corría a toda velocidad. Si Porte Oliva conseguía transformarse en un puerto más atractivo que las Ciudades Libres, habría más barcos haciendo negocios en la ciudad. Las pólizas de seguro bajarían a medida que el comercio pareciera menos arriesgado. Eso perjudicaría a cualquiera que se limitara a comerciar con seguros. A Maccia no le haría ninguna gracia la noticia, y Cabrai se tomaría a mal el que la escolta fuera tan lejos. Cithrin se preguntaba qué posibilidades había de represalias directas contra los barcos escolta.
—¿Es la clase de cosas en las que podríamos meternos? —preguntó Wester desde algún otro lugar del mundo.
—Si aceptáramos la comisión y lo hiciéramos bien, tendríamos contactos por todo el sur y un pie en el mar Interior. Tendríamos algo mucho más valioso que un carro lleno de oro para darle a la compañía controladora —dijo Cithrin—. No podrían objetar nuestros logros.
—Así pues, es algo que podríamos aceptar.
El nudo de la boca del estómago de Cithrin todavía estaba ahí, pero algo en él había cambiado. Se descubrió sonriendo. Con una sonrisa ancha.
—Si ganamos esto —dijo, sosteniendo en alto las páginas—, lo ganaremos todo.
La reunión en el palacio del Gobernador aparentaba no ser nada extraordinario. Media docena de hombres y mujeres sentados en un jardín. Los hombres de la reina servían agua perfumada y vino especiado. El gobernador era un hombre menudo, con una gran barriga y una calvicie incipiente. Trataba a todos sus invitados con gracia y amabilidad y, por ello, era prácticamente inútil como orientación para saber quiénes eran importantes en el conjunto. Cithrin había albergado la esperanza de poder seguir esas pistas si prestaba atención a las personas con las cuales el gobernador pasaba más tiempo. Sin embargo, ante la ausencia de esas pistas, solo le quedó rendirse a las conjeturas.
Había un kurtadam de cierta edad, con la piel de la cara, la garganta y la espalda encanecidas, que representaba a una colaboración colegiada del gremio de estibadores y dos casas de comercio locales. Un cinnae con un ligero exceso de colorete en las mejillas resultó ser el dueño de una compañía de mercenarios de suficiente envergadura como para contar entre sus clientes a varios reyes. Sentada sola bajo las frondas de una palmera, una tralgu bebía agua y comía langostinos, y escuchaba cuanto se decía con una concentración tal que puso nerviosa a Cithrin. Todos ellos tenían planes e historias, intereses y debilidades. El magíster Imaniel habría sido capaz extraer conclusiones echándole un vistazo al grupo. A Cithrin, en cambio, todavía le faltaba un año para cumplir la edad necesaria para reclamar su herencia. El vino era excelente. La conversación era amistosa y amable. Ella se sentía como si nadara en un cálido océano, a la espera de que surgiera algo del fondo, la agarrara de una pierna y la arrastrara a las frías profundidades.
No le ayudaba a tranquilizarse el hecho de que todos parecían mirarla con curiosidad. La portavoz y agente del Banco Medeano. Acababa de llegar a la ciudad y ya le complicaba los planes a todo el mundo. Ninguno de ellos, se dijo Cithrin, había previsto verla en este juego. Estaba en franca desventaja en cuanto a su comprensión de la política que había en juego en el jardín, con sus pinzones de brillantes colores y sus losas templadas por el sol, pero ella tenía sus propios misterios. Cuanto más tiempo fuese ella un enigma para ellos, de más tiempo dispondría para comprender cuál era el sentido del juego. Le entregó el vaso vacío a uno de los hombres de la reina y cogió otro lleno. El vino mantenía el miedo a raya.
—Magistra bel Sarcour —la interpeló el gobernador, y apareció junto a ella—. Estuviste en Vanai, ¿no es así? Antes de la agresión anteana.
—Justo antes —respondió Cithrin.
—Eres afortunada por haber salido de ahí —dijo la tralgu. Su voz era tan grave como la de Yardem Hane, pero no tenía la misma calidez.
—Lo soy —reconoció Cithrin, y mantuvo el tono de voz neutro y cortés.
—¿Qué piensas del destino de la ciudad? —le preguntó el gobernador. Cithrin había previsto esa pregunta y llevaba la respuesta preparada.
—Antea arrastra un largo historial de injerencias militares en las Ciudades Libres —comenzó Cithrin—. El magíster Imaniel y yo esperábamos que la ocupación se produjera una estación antes de que se llevara a cabo. Que los anteanos no tenían la menor intención de conservar la ciudad solo se hizo evidente en las últimas semanas antes de su llegada.
—¿Crees que tenían la intención de destruir Vanai desde el principio? —preguntó un hombre que estaba detrás del gobernador. Tenía los rasgos de un primera sangre, pero la piel dorada y algo áspera, que a Cithrin le recordaba a los jasuru. Tenía los ojos sorprendentemente verdes. Se llamaba Qahuar Em, y era portavoz de un grupo que tenía tanto de asociación comercial como de tribu nómada de los territorios septentrionales de Lyoneia. A juzgar por su apariencia, Cithrin supuso que era medio jasuru, aunque no sabía que eso fuera posible.
—Tenía sospechas fundadas —respondió ella.
—Pero ¿por qué haría algo así el Trono Escindido? —preguntó el gobernador.
—Porque son una caterva de salvajes norteños inalterados —dijo la tralgu—. No son mejores que los monos.
—Lo que yo oí es que el incendio no había sido previsto, ni siquiera por el rey Simeon —dijo el cinnae mercenario—. El comandante local se tomó el asunto como una suerte de obra de teatro política.
—Lo cual no contradice mi tesis de que son monos con espadas —le rebatió la tralgu, y el gobernador soltó una risilla.
—No me sorprende que haya más de una interpretación —comentó Cithrin—. Con todo, me disculparán si me complazco en haber prestado atención a la información que teníamos.
—He oído que Komme Medean estaba trasladando sus intereses al norte, en particular a Antea —dijo el kurtadam canoso—. Es muy extraño verlo asumir una actitud tan agresiva en el sur.
Cithrin sintió una sombra de preocupación. Si el banco se estuviera concentrando en los países nórdicos —Antea, Asterilhold, la Costa Norte, Hallskar y Sarakal—, ella podría haber pisado algunos callos al fundar una sucursal en el otro extremo del continente. No estaba preparada para mantener una conversación como aquella, por lo que debían distraer la atención de ese asunto lo antes posible. Sonrió del modo en que imaginaba que podría haberlo hecho el magíster Imaniel.
—Pero ¿acaso existen los intereses puramente nórdicos? —preguntó—. Narinisle está en el norte, y parece ser del interés de todos nosotros.
El aire del jardín pareció detenerse. Cithrin había extraído el significado oculto de toda esa cháchara y lo había puesto sobre la mesa. Se preguntó si no habría pecado de descortesía, por lo que sonrió y bebió un sorbo del vino, como si lo hubiera hecho de manera intencionada. Qahuar, el medio jasuru, le sonrió y asintió como si ella acabara de anotar un punto en algún juego.
—Puede que Narinisle esté al norte —dijo el kurtadam canoso—, pero los problemas están todos en el sur, ¿verdad? El rey Sephan y su flota pirata extraoficial.
—Estoy de acuerdo —accedió el capitán mercenario cinnae—. La única manera de hacer que el comercio sea seguro es que Cabrai esté de acuerdo con que lo sea. Y eso no se puede hacer solo en el agua.
La tralgu gruñó y dejó el langostino que se estaba comiendo.
—¿No irás a empezar con eso de organizar una fuerza terrestre para proteger los barcos, no? Si Porte Oliva inicia una guerra terrestre con Cabrai, la reina nos quemará hasta los cimientos a modo de disculpa ante el rey Sephan más rápido de lo que los anteanos incendiaron Vanai. Somos una ciudad, no un reino.
—Si se hace bien, no es necesario utilizarla —replicó el cinnae, irritado—. Y no se trata de una fuerza invasora. Pero la escolta que protege los barcos mercantes necesita poder poner espadas en tierra. El problema de la piratería no puede resolverse si los piratas pueden huir a una cueva, en algún lugar, y proclamarse a salvo.
Cithrin estaba sentada en un taburete alto, con la cabeza inclinada hacia un lado, y escuchaba mientras la máscara de la cortesía comenzaba a resquebrajarse. Como un artista que compusiera un mosaico colocando un azulejo por vez, Cithrin comenzó a distinguir la forma de las divisiones y los argumentos del grupo que la rodeaba.
La colaboración colegiada entre armadores y casas comerciales presionaba a favor de una escolta de alcance moderado, limitada a unos cuantos días de navegación desde Porte Oliva. Su punto de vista era el siguiente: protejamos el vecindario, y los barcos mercantes vendrán solos. Tendría un coste menor y, en consecuencia, las compensaciones por el servicio podrían ser pequeñas. Al prestar atención a las presiones que ejercían el cinnae y la tralgu, Cithrin adquirió la certeza de que las casas comerciales en cuestión vendían seguros. La escolta moderada aún dejaba una gran extensión de aguas inseguras y elevadas posibilidades de actos de piratería y pérdidas, por lo que los beneficios de los seguros no menguarían.
El cinnae, en cambio, era militarista, porque estaba hablando de una fuerza militar. Si conseguía que los demás estuvieran de acuerdo en que solo una gran fuerza armada —y, sobre todo, las espadas y los arcos de una compañía de mercenarios— garantizaría el fin de la piratería, él estaría en las mejores condiciones para suministrarla. Por supuesto, ninguno de los otros estaba de acuerdo.
El argumento de la tralgu giraba en torno a un tratado entre Birancour y Herez que Cithrin no reconoció. Necesitaría encontrar alguna copia para comprender su pertinencia, pero el mero hecho de saber qué era lo que no sabía le infundía una sensación de victoria.
A medida que la disputa avanzaba, las sonrisas de Cithrin eran cada vez menos forzadas. Sus pensamientos danzaban a través de cada una de las frases que usaban sus adversarios, establecía relaciones e hipótesis que podría investigar más tarde. El gobernador impedía con amabilidad y suavidad que la discusión degenerara en violencia, pero no intentaba establecer la paz. Los había llevado para esto. Así funcionaba. Cithrin se guardó también esa información.
Después del tercer vaso de vino, Cithrin se sintió lo bastante segura como para ofrecer su propio argumento.
—Disculpad, pero parecería que estamos algo obsesionados con la piratería, como si ese fuera el único problema. A un barco mercante pueden sucederle otras cosas. Si lo he entendido bien, hace cinco años se perdieron tres barcos en una tormenta.
—No —le espetó la tralgu.
—Esos barcos se hundieron frente a la Costa Norte —le explicó el kurtadam—. Lo más lejos que llegaron fue a Narinisle.
—Pero la inversión realizada se perdió igualmente —dijo Cithrin—. ¿Acaso no estamos discutiendo acerca de cómo proteger el comercio? ¿O de cómo convertir la piratería en un riesgo menor que las tormentas? Me parece que un barco escolta debería ser capaz de resolver diferentes tipos de crisis.
—No es posible tener una escolta que siga a los barcos a todas partes y resuelva todos sus problemas —dijo el cinnae.
—El coste inicial sería elevado —rebatió Cithrin, como si ese hubiera sido el reparo opuesto por el cinnae—. Se necesitaría un compromiso de parte de Porte Oliva por un período lo suficientemente largo como para garantizar una previsión de beneficios razonable. Y, tal vez, cierto entendimiento con los puertos del norte.
Lo dijo como si fuera una mera especulación ociosa, una charla entre amigos. Todos sabían lo que acababa de decir.
El Banco Medeano protegería las naves mercantes durante todo el camino, desde que levaran anclas en Porte Oliva hasta donde los capitanes quisieran llegar, y de regreso a casa. Ella disponía de dinero suficiente como para invertirlo en el proyecto y no preocuparse por los beneficios durante años. Y el banco, con su compañía controladora en Carse, tenía conexiones por todos los países nórdicos. Si ese era un punto de vista más ambicioso de lo que había pretendido exponer, mejor para ella. Los otros podían comparar los tamaños de sus respectivos regimientos, de cuántos medios disponían, y cómo se aplicaban los tratados y los convenios. Cithrin podía decir: «Soy el perro más grande de la perrera. Puedo hacer cosas de las que vosotros sois incapaces».
Le gustaba esa sensación.
El jardín se quedó en silencio durante un instante. A continuación, el kurtadam resopló con enfado, y el medio jasuru de los ojos verdes habló.
—Tiene razón.
Qahuar Em estaba sentado junto al gobernador. Bajo la luz que se derramaba del azul saturado del cielo, su piel tenía un tono casi broncíneo, como si fuera una estatua a la que le hubieran insuflado vida.
—Bromeas —dijo el kurtadam, con tono deprimido.
—Se podría hacer por mitades —dijo el medio jasuru, mirando ora al kurtadam ora a Cithrin—. Pero ¿qué le impediría a Daun hacer lo mismo? ¿O a Upurt Marion? ¿Newport y Maccia? Se podría convertir Porte Oliva en un puerto un poco más seguro y una plaza más popular para los negocios durante unos cuantos años, hasta que las otras ciudades siguieran el ejemplo. O se podría actuar con decisión, dominar el comercio de la región y hacerse con la ruta comercial durante toda una generación. Supongo que depende de cuáles sean tus objetivos.
Cithrin se descubrió sonriéndole mientras le venía a la mente que él había hablado incluso menos que ella. Pensó que debía vigilarlo. Y, como si él le hubiera leído la mente, sonrió.
La conversación continuó durante otra hora, pero los vientos habían cambiado. El kurtadam se limitaba a hacer comentarios petulantes, el mercenario reformuló el aspecto militar como parte de una estrategia de mayor envergadura y la tralgu se enrocó en un profundo silencio. El trasfondo de ira y sospechas era palpable, y el gobernador parecía estar muy complacido con todo el proceso. Cuando Cithrin se marchó, con el chal lleno de abalorios sobre los hombros, le fue difícil recordar que debía caminar como una mujer del doble de su edad. Le apetecía salir dando brincos.
Esperó en los escalones, mirando hacia el otro lado de la plaza, hacia el gran templo de mármol, simulando una piedad que no sentía. El sol se hundió un poco más en el oeste, brillando sobre la fachada del templo y haciendo relucir la piedra. La luna, que ya había salido, colgaba de un cielo color índigo en el que no había ni una sola nube; mitad círculo blanco, mitad oscuridad. Entre la belleza de la ciudad y la del cielo, y puede que también a causa del ligero exceso de vino que había bebido, estuvo a punto de perder su presa cuando pasó junto a ella.
—Perdona —se disculpó Cithrin.
El medio jasuru se volvió, y miró hacia atrás como si no la conociera.
—¿Te llamas Qahuar?
Él le corrigió la pronunciación con amabilidad. De pie en el peldaño inferior al de ella, sus cabezas quedaban al mismo nivel.
—Quería agradecerte por haberme apoyado ahí dentro —dijo ella.
Él sonrió. Su rostro era más ancho de lo que le había parecido en el jardín; su piel, menos áspera, y sus ojos, más suaves. Se le ocurrió que tenía más o menos la edad que ella fingía tener.
—Iba a decirte lo mismo —reconoció él—. Entre nosotros, creo que nos quitaremos de encima a los jugadores más pequeños. Admito que no había previsto competir contra el Banco Medeano.
—Yo no esperaba competir en absoluto —se sinceró ella—. Sin embargo, resulta halagador que el gobernador haya pensado en mí.
—Te está utilizando para arrancarme unas condiciones más ventajosas —dijo Qahuar. Al ver su reacción, añadió—: Pero no te preocupes. Si no le sale bien, me utilizará a mí para arrancarte unas condiciones más ventajosas. No se obtiene su puesto siendo un sentimental.
—Aun así —dijo ella.
—Aun así —corroboró él, como si estuviera de acuerdo.
Permanecieron en silencio durante un instante. La expresión de Qahuar se alteró, como si la viera por primera vez. Como si ella lo confundiera. No. No como si lo confundiera. Como si lo intrigara. El ángulo de su sonrisa cambió, y Cithrin sintió una ola de calidez en su propia expresión. Se descubrió especialmente complacida de que ese hombre fuera su rival.
—Has hecho que el juego sea más interesante, magistra. Espero verte pronto.
—Creo que deberías —respondió Cithrin.