Simeon paseaba delante de todos. El rostro del rey era una mezcla de la indecisión y la determinación que Dawson había visto en los perros de caza que no están seguros de cómo bajar una pendiente, conscientes de que una vez que han empezado no hay marcha atrás. Fuera cual fuese la decisión que había tomado su viejo amigo durante la larga noche, no había contado con él. Por otro lado, estaba seguro de que tampoco había pensado en Curtin Issandrian.
La sala de audiencias en la que estaban sentados no era la habitual. No había tapices en ella, ni suaves y mullidos cojines de terciopelo, y las paredes eran de ladrillo desnudo. No había mantas ni almohadillas para que los súbditos de Simeon apoyaran las rodillas. La guardia del rey estaba dispuesta a lo largo de las paredes con espadas y armaduras imposibles de confundir con trajes de gala. El príncipe Aster estaba sentado en un trono de plata detrás de su padre. Saltaba a la vista que el chico había estado llorando.
Curtin Issandrian se arrodilló en el pasillo junto a Dawson. Tenía el rostro pálido y demacrado. Alan Klin estaba a su lado. Canl Daskellin y Feldin Maas se las habían arreglado para evitar que los convocaran. A Odderd Faskellin lo había matado una flecha en la garganta, y su asesino ya había sido ahorcado. Geder Palliako, convertido en el héroe del momento después de haber liberado la puerta sur, ya había abandonado la ciudad. Dawson estaba solo.
Detrás y por encima de los tres, las galerías estaban llenas. Todos los miembros de la nobleza estaban sentados en taburetes bajos e incómodos detrás de la larga cuerda que pretendía separarlos de la audiencia formal. Las mujeres estaban de pie en la galería superior, y en algún lugar en medio del gentío también debía de estar Clara. La galería más grande solía estar reservada a los súbditos de buena cuna predilectos del rey, y para los embajadores de las Cortes extranjeras. Ahora estaba vacía.
El rey dejó de pasearse y Dawson no levantó la cabeza.
—Esto termina hoy mismo —dijo Simeon, y su voz resonó hasta en el último rincón de la sala—. Se termina ahora.
—Sí, su majestad —acató Dawson, con voz cuidadosamente humilde. Un momento después, Issandrian y Klin le hicieron eco.
—Antea no seguirá la senda del dragón mientras yo esté sentado en el Trono Escindido —continuó Simeon, y añadió—: Estas pequeñas intrigas y juegos políticos no traerán confusión y conflictos con el imperio que hay en el corazón del mundo. Lo juro por mi vida y, como señor vuestro que soy, espero y exijo lo mismo de cada uno de vosotros.
Y ahora, cuando Dawson dijo: «Sí, su majestad», la camarilla de Issandrian habló con él.
—Se ha derramado sangre noble en las calles de Camnipol. Las espadas extranjeras han recorrido nuestras calles —continuó el rey—. Ya no importa que los motivos subyacentes fueran puros. Hay que ajustar cuentas.
Por el rabillo del ojo, Dawson vio que Alan Klin palidecía aun más.
—¿Tenéis que hacer alguna declaración antes de emitir el juicio? —preguntó el rey—. ¿Lord Kalliam?
—No, su majestad —respondió Dawson—. Permanezco leal a vos y al Trono Escindido.
—¿Lord Issandrian?
—Su majestad —comenzó Curtin Issandrian con voz temblorosa—. Solo deseo llamar vuestra atención con respecto a dos cosas. En primer lugar, ruego que considere que los sucesos violentos de ayer no nacieron ni de la intención ni de los planes de los aquí presentes. Pero si su majestad está convencido de que hay que imponer una pena, le pido que perdone a mi compatriota. Yo y solo yo era el responsable de los juegos del príncipe Aster. Ningún hombre inocente debería sufrir por el mero hecho de conocerme.
A Dawson le pareció un discurso bonito pero poco aconsejable.
—Mi lord Issandrian, olvidas que este no es el primer acto de violencia que han generado tus desacuerdos con la Casa Kalliam. Si te ofreces para servir de ejemplo, pensaré en ello, pero no creo que nadie encuentre seguridad detrás de tus faldas.
—Majestad —dijo Issandrian.
En el silencio que siguió, Dawson cerró los ojos. Le dolían los huesos y la piel de las rodillas allí donde apoyaba su peso en el suelo de piedra, pero no iba a moverse. La molestia estaba por debajo de la dignidad que requería la ocasión.
—Dawson Kalliam, barón de Osterling Fells —lo llamó el rey Simeon—, doblo las obligaciones contraídas por tus empresas durante los próximos cinco años. Te ausentarás de la Corte y de Camnipol durante un período no menor a medio año, y no se te permitirá disponer de soldados ni contratar mercenarios sin el permiso expreso del Trono.
Dawson no dijo nada, pero se inclinó aún más. El corazón le latía más rápido, y se cuidó de no mostrar ansiedad.
—Curtin Issandrian, barón de Corsa —continuó el rey—, reclamo todas las tierras que previamente se te concedieron al sur del río Andriann, y te destituyo de tus cargos como custodio de Estinport y protector del Este. Doblo las obligaciones contraídas por tus empresas durante los próximos cinco años, te ausentarás de la Corte y de Camnipol durante un período no menor a medio año, y no se te permitirá disponer de soldados ni contratar mercenarios sin el permiso expreso del Trono.
Dawson cerró los ojos. Tuvo que obligarse a no sacudir la cabeza. La decepción se hundió en su vientre como si se hubiera tragado una piedra. El juicio contra Klin sería muy parecido. Y, en efecto, el rey Simeon también lo envió al exilio, le aumentó los impuestos y lo despojó de los títulos de menor importancia. Feldin Maas, allí donde se hubiera escondido, se libró incluso de eso.
Cuando les ordenó que se pusieran de pie, Dawson miró a su viejo amigo. El rostro de su rey estaba enrojecido, su respiración era rápida, y tenía el ceño fruncido en un gesto de furia. Detrás de él, el príncipe Aster levantaba la barbilla desafiante. Por un momento, Simeon miró a los ojos de Dawson. Si había un destello de aparente indignación en la mirada del rey, solo Dawson podría reconocerlo. La guardia del rey se hizo a un lado; Simeon salió, seguido por Aster, y las galerías estallaron en un clamor ensordecedor de voces. Dawson miró al otro lado del pasillo, donde Issandrian y Klin murmuraban. Klin parecía atónito, e Issandrian, triste, y Dawson se preguntó si los tres compartían motivos.
—¿Lord Kalliam, señor?
El capitán de la guardia del rey era un hombre alto, ancho de espaldas, con un rostro de niño y ojos tristes y llorosos. Dawson asintió.
—Tengo que pedirle que salga de la ciudad antes de la puesta del sol, mi señor.
—¿Mi familia está obligada a marcharse?
—No, mi señor. Pueden quedarse si lo desean.
Dawson se rascó la rodilla dolorida. El capitán se quedó un momento en silencio, y luego se dirigió hacia la camarilla de Issandrian para hacerles, supuso Dawson, la misma advertencia. Dawson se dio la vuelta y se marchó.
La sala exterior era de mármol negro y de plata repujada. El sol del mediodía entraba por los altos ventanales. Clara ya estaba allí, esperándolo, con Vincen Coe tras ella como su sombra. Jorey apareció al final del pasillo, y caminó hacia ellos con rapidez. Sus botas resonaban en el suelo de piedra.
—Creo que ha ido bastante bien —dijo Clara.
Dawson sacudió la cabeza.
—Ha sido una farsa, querida. Ha sido el fin del imperio.
El carruaje los esperaba en la calle. El tiro de caballos bufaba impaciente, como si los animales notaran los cambios que se habían producido en la ciudad. Otro centenar llenaba las calles estrechas, esperando a que la nobleza de Antea fuera saliendo de la Torre del Rey. Todos ellos se abrieron camino hacia la Casa Kalliam. El rápido retorno al hogar era la última señal de respeto tradicional que se les daba a los exiliados.
Las piedras ásperas sacudían las ruedas del carruaje. Nadie hizo ademán de hablar. Dawson miraba por la ventanilla como la Torre del Rey desaparecía tras una esquina. Cruzaron la plaza y las calles de la ciudad. Las palomas se levantaban en grandes bandadas, volaban en círculo, y regresaban al suelo. Cruzaron la División por el puente de Plata. El humo se elevaba de las forjas y los hornos.
El día antes, la sangre de los nobles se había derramado en aquellas calles. Aquel día, la ciudad parecía igual que siempre a simple vista. Solo unos pocos como él, que la conocían mejor, veían las diferencias.
Una vez en su mansión privada, los criados siguieron el protocolo, como siempre. Dawson los despidió con un gesto. El viejo criado tralgu que custodiaba la puerta lo recibió con solemnidad. Dentro, los sirvientes estaban preparando la casa. Descolgaban los tapices de las paredes, y cubrían los muebles con telas para protegerlos del polvo. Su ayudante de cacerías ya tenía a los perros metidos en las jaulas de viaje. Los animales gemían de confusión y angustia. Dawson se arrodilló junto a ellos, presionando su mano contra los barrotes para que los perros lo olieran y le lamieran los dedos.
—Puedo quedarme —se ofreció Jorey.
—Hazlo —le ordenó Dawson—. No tengo tiempo de arreglarlo todo antes de irme.
—Algunos de los siervos tienen que quedarse, querido —dijo Clara—. Los jardines no sobrevivirán sin los jardineros que cuidan de ellos. Y todavía hay que reparar la fuente del patio.
En la jaula, uno de los perros miró a Dawson. Sus enormes ojos castaños mostraban tristeza y miedo. Introdujo la mano entre los barrotes y le acarició el hocico. Una mandíbula lo suficientemente fuerte como para romper de un mordisco la columna vertebral de un zorro se apoyó en ella con suavidad.
—Haz lo que sea mejor, Clara. Confío en ti.
—¿Lord Kalliam?
Vincen Coe hizo un saludo de cazador. Dawson se obligó a asentir.
—Lord Daskellin ha venido, mi señor —dijo Coe—. Está en el salón occidental.
Dawson se irguió sobre sus pies. El perro gimió mientras se alejaba de él. No podía hacer nada más. No tenía más consuelo que ofrecerle. En el salón, Canl Daskellin esperaba junto a la ventana, con las manos cruzadas a la espalda como un general que supervisara el campo de batalla. El humo de su pipa era tan dulce que empalagaba.
—Canl —dijo Dawson—. Si quieres algo de mí, mejor que te des prisa. No tengo tiempo para una partida de cartas.
—He venido a ofrecerte mis condolencias y mis felicitaciones.
—¿Felicitaciones? ¿Por qué?
—Hemos ganado —se jactó Daskellin, apartándose de la ventana y dando unas cuantas zancadas hacia el centro de la sala—. Has jugado tu mano con brillantez. Has hecho que Issandrian mordiera el anzuelo, y luego has derrotado la conspiración. Ahora ha caído en desgracia. Su círculo íntimo ha sido exiliado. Despojado de sus tierras y títulos. Eso no dice quién tendrá al príncipe Aster como pupilo, pero está claro que no va a ser ninguno de ellos. Ya no habrá un consejo de granjeros mientras vivamos. Siento mucho que hayas tenido que pagar este precio, pero te juro que tu nombre será alabado como el de un héroe durante tu ausencia.
—¿De qué sirve ganar batallas cuando la guerra está perdida? —se lamentó Dawson—. ¿De verdad has venido aquí a celebrarlo, Daskellin? ¿O tan solo te estás regodeando?
—¿Regodeando?
—Odderd Faskellin era un conejo cobarde, pero tenía sangre noble. Murió ayer. En Camnipol, y por manos extranjeras. Hacía siglos que no sucedía nada similar. ¿Y cómo responde Simeon? Aumentando los impuestos. Exiliando. Arrebatando tierras de poca importancia y títulos menores.
Daskellin se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados. El humo gris de su pipa se emergió de sus labios y de su nariz.
—¿Qué habrías hecho tú en el lugar de Simeon?
—Masacrarlos a todos. Atarlos, sacar la espada y cortarles las cabezas con mis propias manos —dijo Dawson.
—Parece que ya te hayas olvidado de Palliako —dijo Canl secamente. Dawson no le prestó atención.
—¿Una compañía armada en las calles? Eso es delito de traición contra el Trono, y responder a ella con menos que la muerte no hace sino darle alas a la rebelión. Su rostro era una máscara de furia, y lo único que ha hecho es señalar lo asustado que está. Tendrías que haberlo visto. Simeon pavoneándose furioso y exigiendo un final. Era como ver a un joven pastor tratando de callar a los lobos.
—¿Asustado? ¿De quién?
—Del poder que respalda a Issandrian. Tiene miedo de Asterilhold —dijo Dawson, y luego señaló con un dedo acusador al propio Daskellin—. Y tiene miedo del poder de la Costa Norte.
Una sonrisa falsa convirtió los labios de Daskellin en una mueca mientras se quitaba la pipa de la boca.
—Yo no tengo nada que ver con la Costa Norte, viejo amigo. Y si la reflexión sobre las reacciones de los demás tribunales y reinos ha llevado al rey Simeon a mostrar mayor misericordia, creo que es un acto sabio por su parte.
—Lo que ha hecho es dar permiso para que cada terrateniente del reino disemine su lealtad tanto como le sea posible —dijo Dawson—. Mientras responder ante una duquesa de Asterilhold o un banco de la Costa Norte nos dé más seguridad que quedarnos en Antea, Simeon no tendrá una Corte fiel. Está tan desesperado por quedarse con el reino de la senda del dragón que se está hundiendo en él.
Daskellin se arrodilló junto a la chimenea y golpeó el cuenco de la pipa contra el ladrillo manchado de hollín. Una lluvia de cenizas cayó de ella.
—No estamos de acuerdo, pero no puede haber espacio para pequeñas diferencias entre aliados. Tienes razón en una cosa: incluso con la camarilla de Issandrian cojeando, el peligro para el reino no ha pasado del todo. Tanto si me crees como si no, y espero que esto te reconforte, he pensado que seguiré trabajando durante tu exilio.
—¿Para vendernos al Banco Medeano?
—Para que el rey Simeon vea que cuenta con el apoyo y la lealtad que necesita.
—Hablas como un diplomático —le reprochó Dawson.
Daskellin se indignó, y luego, mientras Dawson lo observaba, reprimió su temperamento. Se metió la pipa en el cinturón y se levantó. El olor a humo todavía flotaba en el ambiente.
—Hoy es un día negro para ti —le dijo Canl—, así que pensaré que eso es lo que se esconde detrás de tus palabras, y haré caso omiso de lo que significan. Aunque no lo creas, no he venido a regodearme.
Durante un momento, ambos permanecieron en un silencio tenso. En los labios de Daskellin se dibujó media sonrisa triste. Luego salió, y mientras lo hacía puso una mano sobre el hombro de Dawson. Este escuchó las pisadas alejarse, ahogándose en el ruido de las tareas de desmantelamiento de su casa. Se quedó allí un rato más, con la mirada perdida a través de la ventana, sin ver los árboles del comienzo del verano que florecían más allá, sin escuchar los pájaros ni a los sirvientes, ni los gemidos de los perros.
Se dio la vuelta.
Dawson salió en un carruaje descubierto. Se sentaba en el asiento delantero, mirando hacia la ciudad. Clara estaba a su lado, y Vincen Coe en el banco de al lado del conductor. Los carros con sus pertenencias llegarían poco a poco, pero llegarían. El trayecto a Osterling Fells los llevaría por la senda del dragón durante medio día. El jade de dragón bajo las ruedas era más suave que las calles de Camnipol.
—No hay ninguna posibilidad de llegar a ellos, ¿verdad? —preguntó Clara.
—¿A quiénes?
—A alguno de ellos —insistió Clara—. A lord Issandrian o lord Klin. O lord Maas. Sería demasiado incómodo, creo. Me refiero a que… ¿qué decir? No puedo invitarlos a comer, pero sería descortés no hacerlo. ¿Crees que deberíamos decirle al conductor que se mantenga a distancia si ve otro carro? Si podemos fingir que no nos hemos dado cuenta de quienes son, todos podemos mantener las formas. A menos que sea Maas. Phelia debe de estar destrozada por todo esto.
A pesar de todo, Dawson sonrió. Tomó la mano de su esposa entre las suyas. Sus dedos eran más gruesos que el día en que se conocieron. Los de Dawson, más ásperos. El tiempo los había cambiado de alguna manera, y de alguna manera los había dejado intactos. Desde el primer día de su matrimonio, e incluso antes, él había sabido que ella veía un mundo diferente del que veía él. Era parte de lo que amaba en ella.
—Estoy seguro de que no tendremos que hacerlo. Klin e Issandrian no seguirán este camino, y no hay razón alguna para que Maas deje la Corte. No ahora.
Clara suspiró y apoyó la cabeza en el hombro de él.
—Pobrecito mío.
Él estiró el cuello un poco, le besó el pelo justo por encima de la oreja y luego le pasó el brazo por los hombros.
—No va a ser tan malo —dijo, tratando de sonar como si se lo creyera de verdad—. Me he perdido el invierno en Osterling Fells. Esto puede compensarlo. Pasaremos el verano en casa, volveremos corriendo a Camnipol para el cierre de la Corte, y luego volveremos para pasar el invierno.
—¿Podemos? —preguntó Clara—. Podríamos estar todo el invierno si lo prefieres. No tenemos por qué hacer dos viajes.
—No, lo prefiero así. No es solo para ver el desfile de otoño. Quiero ver cómo han discurrido las cosas en la Corte antes del invierno. Solo parece que estoy complaciéndote. Soy un patán egoísta.
Clara se echó a reír. Unos kilómetros más tarde, ella comenzó a roncar con suavidad. Cuando Coe se dio cuenta, le tendió a Dawson una manta de lana en silencio, y este cubrió a Clara sin despertarla. El sol rojo se hundió detrás de ellos. Las sombras se derramaron en el paisaje y los pájaros graznaron anunciando el ocaso.
Dawson se iba del campo de batalla, pero la lucha continuaría sin él. Issandrian, Maas y Klin. No estaban muertos, ni habían actuado solos. Maas y sus aliados de la Corte harían todo lo posible por recuperar la respetabilidad y sus buenos nombres. Daskellin, sin duda, tomaría el timón del propio grupo de Dawson, o al menos la parte que pudiera soportar el banquero anodino de la Costa Norte. Simeon bailaba entre espadas y se decía a sí mismo que había un punto medio donde podía mantenerlo todo en equilibrio, que podía mantener la paz si no renunciaba a su postura.
Un rey débil podría sobrevivir si tenía una Corte leal, pero tras la expulsión de Dawson, Simeon había desterrado al único hombre que lo había defendido de verdad. Ahora no podía suceder nada bueno. La Corte sería conducida por la danza de un idiota, compuesta por hombres con sus propios planes secretos. Idiotas miopes y egoístas.
Ahora haría falta un milagro para redimir al rey Simeon. La mayor esperanza del reino era que el príncipe Aster fuera enviado como pupilo a una familia que pudiera mostrarle que la monarquía era mejor que el propio rey. Dawson se permitió por un momento la fantasía de que tomaba al príncipe bajo su propia custodia y le enseñaba lo que Simeon no había podido. En su sueño, Clara murmuró y tiró de la manta con fuerza.
El sol se hundía en el horizonte. Las paredes y las torres de Camnipol se oscurecían por el poder de su fuego. Por un momento, Dawson imaginó que la luz provenía de una gran conflagración. No de la puesta de sol, sino de la quema de Camnipol. Tenía el peso de la profecía.
Idiotas miopes y egoístas. Una ciudad en llamas.
Dawson se preguntó, casi con pereza, dónde estaría Geder Palliako.