Las semanas que siguieron al retorno de Geder a Camnipol fluían a su alrededor como el agua de un río alrededor de una piedra. Las reuniones en las casas de las familias de Antea colmaban los días, las celebraciones por su victoria en Vanai y por el inminente aniversario del nombramiento del príncipe de Aster colmaban las noches. Casi desde el día siguiente de su inesperado homenaje, comenzó a ver que los cortesanos vestían de cuero negro, remedos de la imagen de su propia figura, que se había puesto de moda en la Corte. Hombres que nunca se habían tomado la molestia de relacionarse con la Casa Palliako habían empezado a recurrir a él. Le parecía comprensible que aquello le diera mala espina a su padre. Los cambios que surgían de manera tan repentina podían parecer catastróficos incluso aunque fueran cambios para mejor.
Lo único que había hecho que aquella maloliente primavera fuera mejor para él eran las habitaciones dentro de la propia ciudad, en lugar de salir noche tras noche antes de que cerraran las puertas de la muralla y tener que dormir en su tienda de campaña soportando las pesadillas.
—No entiendo por qué no debería ordenar la disolución de la compañía —dijo Geder, extendiendo una cucharada de compota de manzana sobre el pan del desayuno—. Si no lo hago yo, y pronto, seguro que lo hará lord Ternigan.
—No se atreverá —dijo Canl Daskellin, barón de Watermarch—. No hasta que todas las espadas y los arcos estén a salvo fuera de Camnipol.
—Es una vergüenza —asintió Marrisin Oesteroth, conde de Magrifell—. Esa chusma armada por las calles de Camnipol… Y prácticamente sin un solo primera sangre entre ellos. No sé en qué estaba pensando Curtin Issandrian sobre eso de las razas de esclavos. Lo próximo será honrar al príncipe Aster con cerdos y monos.
Alrededor de ellos, los jardines menores de la Casa Daskellin brillaban bajo el sol de la mañana. Los narcisos dorados se mecían con la brisa. Hacia el este se alzaba el estadio reconstruido, sus altas plantas pintadas de blanco y rojo. Los juegos en honor del príncipe comenzarían al día siguiente, pero los espectáculos preliminares se desarrollaban desde hacía unos días: luchas de osos, peleas de exhibición y competiciones de tiro con arco. Y con ellas, una creciente tensión que a Geder le recordaba el intenso calor de un día claro de verano antes de una noche de tormenta.
—¿Hueles a esos curanderos yemmu? —preguntó resoplando Odderd Faskellan, vizconde de Escheric y guardián de la Torre Blanca—. El olor que emana de ellos hace que me lloren los ojos. Y esos southling…
El hombre de cara plana que estaba al lado de Geder —llamado Paerin Clark, y sin ningún título por el que ser nombrado— bebía de su vaso, como para ocultar su expresión, pero los demás asintieron y gruñeron en señal de aprobación.
—Se folian a sus propias hermanas —comentó Marrisin Oesteroth, y tomó un trago de sidra—. Pero ellos no tienen la culpa. Los dragones los hicieron así. Mantienen su linaje de sangre real, igual que los perros de caza.
—¿En serio? —preguntó Geder—. Leí un ensayo que decía que era un mito propagado por la Hermandad Idikki después de la segunda expulsión. Como que los tralgu comen bebés, o que los dartinae envenenan los pozos.
—Das por hecho que los tralgu no comen bebés —dijo Marrisin Oesteroth con una sonrisa, y los demás se le unieron. También Geder.
La conversación derivó hacia otros temas de la Corte: la escalada de los disturbios en Sarakal, el movimiento para crear un consejo de granjeros y los rumores de una segunda guerra de sucesión en la Costa Norte. Geder escuchaba más que hablaba, pero cuando lo hacía, los hombres parecían escucharlo. Eso, por sí solo, era tan embriagador como la sidra. Geder se despidió cuando los criados hubieron retirado los últimos restos de comida. Al día siguiente habría otra reunión como aquella, y otra más el día después. Y un baile informal por la noche, programado a la misma hora que una fiesta para el rey Simeon organizada por sir Maas Feldin. Geder lo sabía porque Alberith Maas había pedido permiso a regañadientes para asistir a la fiesta. Geder se lo había concedido. La Corte podía estar dividida, pero suponía que siempre lo había estado. Dado el número y el tipo de la gente que había en las reuniones a las que había asistido, estaba bastante seguro de que los que lo habían apoyado eran tan numerosos como los que no lo habían hecho, y aún más poderosos. Podía darse el lujo de ser magnánimo.
El sol brillaba en el cielo del mediodía, calentaba la capa de Geder y le hacía sentirse ligero y cómodo. Se paseó por las calles empedradas de adoquines negros, casi tan seguro de sí mismo como lo había estado durante sus primeros días en Vanai. Un hombre de baja cuna, sucio y con una barba larga, lo vio venir y se apartó de su camino. Una joven mujer hermosa y de esbelta figura le sonrió desde su carruaje. Geder le devolvió la sonrisa, y vio cómo ella se volvía a mirarlo de nuevo en la distancia. Le dolió gratamente la mandíbula de tanto sonreír.
La puerta este de la ciudad era más ancha que la sur, construida bajo un gran arco de piedra labrada que era casi tan alto como la propia Torre del Rey. El ruido de los cascos de los caballos y el de las ruedas de los carros se mezclaban con las voces de los pequeños comerciantes. El aire apestaba a estiércol, los animales ensuciaban las calles tan pronto como los prisioneros del juzgado las limpiaban. Los pregoneros caminaban portando carteles de madera basta, anunciando cualquier noticia que hubieran cobrado por repetir: un carnicero había estado empapando su carne en agua para que pesara más al venderla, se había investigado un brote de viruela hasta encontrar su origen en un burdel, y un niño se había perdido y se ofrecía una recompensa a quien lo encontrara. Eran los chismes propios de cualquier gran ciudad, y Geder disfrutó de su sonido sin prestar atención al significado de las palabras. Cada sílaba había sido pagada, y estaba seguro de que la mayoría eran mentiras. Geder se detuvo en un puesto donde un tralgu con el rostro tan grande como una roca y una pierna de menos vendía golosinas de lavanda confitada y piedras de miel.
Cuando Geder le arrojó una moneda, el tralgu la atrapó al vuelo por encima de su cabeza, frunciendo el ceño.
Extramuros, las llanuras del norte se extendían hasta el horizonte, verdes de hierba y maleza, pero sin árboles. Todo lo que fuera lo suficientemente grande como para arder como leña había sido arrancado de la tierra durante generaciones. Las colinas se levantaban en suaves olas como en un mar en calma. El campamento se encontraba justo al este, a la sombra de la ciudad. Por sugerencia de Jorey Kalliam, Geder había dado órdenes para mantenerlo en orden con un grupo de militares, en lugar de permitir el trastorno ocasional que significaba mandar a todo el mundo de vuelta a casa. Pese a que estaban al lado de Camnipol, el campamento mantenía su perímetro, sus guardias, sus cocinas y su comandante en funciones. Fallon Broot, barón de Suderling Heights, acudió a su encuentro cuando Geder entró en el campamento.
—¿Hay noticias? —preguntó Broot—. ¿Ternigan ha dicho algo?
—Todavía no —respondió Geder.
—Con todo respeto hacia ese hombre, no encontrará ningún asiento bueno en el estadio si espera mucho más tiempo.
—Podríamos apelar al rey Simeon —sugirió Geder.
—O podrías dar la orden tú mismo —dijo Broot, y sus enormes bigotes caídos temblaron.
—¿No sería presumir demasiado? —replicó Geder. Broot soltó una carcajada, casi un ladrido—. El campamento es tuyo, entonces. Me retiraré y descansaré un poco. Maas organiza una fiesta esta noche, y ahora es mi turno de ocio.
»También hay un baile informal —añadió Geder con tanta indiferencia como pudo.
—Nadie quiere verme bailar —aseguró Broot. Mientras se alejaba, Geder se preguntó si la muchacha de figura esbelta también asistiría.
En su tienda, su escudero había hecho la cama y lo había limpiado todo, pero había dejado los libros y las herramientas de traducción donde estaban. Geder se sentó ante su escritorio de campaña, cogió el cuero agrietado del ensayo multiforme con el que había estado luchando, y buscó en las antiguas y delicadas páginas hasta que encontró el punto donde lo había dejado.
Fue el descubrimiento de aquellas armas en las montañas de Sinir lo que permitió a las fuerzas aliadas de Hallskar y Sarakal poner límites a las interferencias de Borja y, finalmente, recuperar las tierras cedidas en virtud de los acuerdos llevados a cabo cinco generaciones atrás. A pesar de ello, no ha habido un esfuerzo concertado, ya sea entre los reyes elegidos de Hallskar o entre las familias tradicionales de Sarakal, para buscar nuevos alijos. La explicación generalizada de este descuido inimaginable era un temor supersticioso sobre algo que había en el valle. El escriba anónimo de la abadía de Atia sugiere que podría ser una vaina de hibernación de dragones colocada por Drakis Stormcrow o por algún siervo del dragón Morade, pero parece más probable que fuera en cambio la peste que siguió al final de la expansión de Borja lo que hizo imposible la exploración, y las mismas montañas, que limitan el tránsito y cualquier expedición hasta los meses de verano. Esto por sí solo debería justificar un examen más largo y más sistemático del calzado de la antigua Hallskar, que llevaré a cabo en el próximo apartado.
Las montañas de Sinir. «Sinir». La palabra le pareció muy familiar, pero no podía recordar dónde la había visto antes. Había sido hacía poco, sin embargo. Era algo que tenía que ver con el Sirviente Honesto. Estaba seguro de ello.
La historia que había comenzado como un proyecto personal se había convertido en algo más interesante. En las horas oscuras de la mañana después de que sus sueños lo despertaran, Geder se sentaba con sus libros, marcando cada referencia y analizando al detalle sus traducciones hasta que las voces en el fuego se desvanecían de su mente y podía dormir de nuevo.
Su comprensión sobre el arma estaba lejos de ser clara, excepto que había jugado un papel en la guerra final de los dragones y que consistía en una magia que separaba la verdad y la mentira definitivamente. Había dos comentarios acerca de la corrupción o de la infección de la sangre, pero no había podido deducir cuál era su significado exacto. Podrían ser referencias a los ritos y conjuros que Morade había usado para invocar al Sirviente Honesto, o una descripción de su función, o una historia difundida por los que se oponían a Morade y que habían sobrevivido a su enemigo.
La ubicación asociada con el uso del arma era, sin duda, las montañas orientales y los terrenos baldíos que rodeaban Hallskar, Borja, Keshet, y Pût. Por supuesto, eso era una enorme franja de tierra, la mayoría casi impenetrable. Pero al datar las referencias y tras consultar como habían cambiado las fronteras nacionales y tribales a través de los siglos, Geder pensó que podría ser capaz de plantear una supuesta acotación de la zona. Así, por ejemplo, un libro ubicaba al Sirviente Honesto al este del Keshet, pero usaba un nombre anticuado. Otro lo hacía al este de Borja, y utilizaba un término algo más reciente. Al comparar los cambios de las fronteras entre ambos lugares durante los siglos transcurridos, Geder especuló con una acotación no mayor de cuatro días de viaje de norte a sur. Y entonces, si en medio había una cordillera a la que llamaban Indische, podría ser capaz de dar con ella.
Por primera vez en su vida, había comenzado el esbozo de su propio ensayo especulativo sobre el tema. Parecía poco probable que el apartado sobre el antiguo calzado de Hallskar le fuera útil, pero no lo sabría hasta que lo leyera, así que, con un profundo suspiro, Geder se apoyó en los codos y comenzó a leer. El texto no estaba particularmente bien escrito, pero de repente se encontró absorbido por el asunto. Le fascinó el cambio en los puentes de los dedos del pie como indicador de los adornos raciales de la Corte real, ya que se habían eliminado de manera sistemática al menos seis siglos de registros históricos durante el reinado de Thiriskiiadan. La sugerencia de que había habido un período en que los dartinae de ojos grandes habían dominado Hallskar en vez de los haavirkin bastó para que Geder levantara las cejas. Se encontró tan atrapado por el texto que no fue consciente del griterío hasta que su escudero irrumpió en la tienda.
—Mi señor —gritó el viejo dartinae—. En la ciudad. Ha pasado algo.
Geder levantó la vista, y por un momento su mente se mantuvo en lo que acababa de leer, valorando qué pinta habría tenido su escudero vestido con los cueros reales y el oro de Hallskar. El estruendo de voces y del metal entrechocando se abrió camino en su conciencia, y el miedo le golpeó la sangre como el invierno. Geder se levantó de su escritorio y salió corriendo de la tienda. Su imaginación ya veía humo saliendo de las murallas de Camnipol, el fuego de Vanai rugiendo ya su nombre. Daved Broot, hijo de Fallon, corría por la llanura. La sangre empapaba su túnica escarlata.
—¡Que alguien ayude a ese hombre! —gritó Geder, con voz alta y firme—. ¡Está herido! ¡Que alguien lo ayude!
Pero los hombres ya corrían hacia el muchacho herido. Geder miró a su alrededor, tratando de encontrar la batalla. No había humo. No había fuego. Pero había hombres gritando, y estaban cerca. Seis hombres transportaban a Daved Broot, lo llevaban de vuelta al campamento cargado en los brazos. Geder corrió a su encuentro. Cuando el herido lo vio, lo llamó.
—¡Lord Palliako!
—Estoy aquí.
Los portadores se detuvieron.
—Los gladiadores. Han tomado la puerta.
—¿Qué?
—Los gladiadores del estadio. Están en la puerta. Están tratando de cerrarla.
«Se trata de una revuelta —pensó Geder—. Una revuelta en las calles de Camnipol».
Y entonces, un segundo después: «No. Un golpe de estado».
—Llevadlo al curandero —les ordenó Geder a los portadores—. Y después coged vuestras espadas. ¡Llamad a formación! ¡Formación!
Primero con algo de confusión, y después con incredulidad y miedo, el campo acató las órdenes. El escudero de Geder corrió con la espada y la armadura en la mano. Geder cogió la hoja, se la puso a la cintura y agarró la armadura.
—No hay tiempo para eso —dijo Fallon Broot, apareciendo a su lado. El rostro del hombre era una nube de tormenta—. Si cierran las puertas, seremos inútiles. Corramos ahora, y así estaremos seguros en el infierno.
Geder tragó. Le temblaban las rodillas. Se oyó a sí mismo llamar al ataque como si fuera otro el que gritaba, y luego, con la espada en la mano, Broot y una docena de los veteranos de Vanai corrían por el campo de hierba hacia la puerta oriental. La capa de cuero negro de Geder se agitaba a su alrededor como las alas de un murciélago. La espada le pesaba, y se notaba torpe, y cuando llegó a las puertas jadeaba dolorosamente. Bajo el gran arco oriental de la ciudad, las puertas comenzaron a cerrarse.
—¡Conmigo! —gritó Geder, y se impulsó hacia delante—. ¡Vanai, conmigo!
Sus hombres y él irrumpieron a través del estrecho espacio entre las puertas, como un puñado de guisantes secos arrojados contra una ventana, primero el más rápido, después uno o dos juntos, y al final todos ellos en grupo. La plaza por la que Geder había paseado no hacía ni dos horas había cambiado tanto que apenas la reconoció. Donde antes había carros y carruajes, ahora yacían cuerpos en la calle. Desde detrás de la mesa que antes ofrecía a los paseantes lavanda confitada y piedras de miel, y que ahora habían volcado para que les hiciera de parapeto, una línea de arqueros jasuru se alzó de pie, sus doradas escamas relucientes, y lanzaron sus flechas. El hombre que estaba a la izquierda de Geder cayó al suelo gritando.
—¡Al ataque! —gritó Geder—. ¡Detenedlos! ¡Atacad!
Los hombres de Geder cargaron, con las cabezas hacia abajo y profiriendo gritos de guerra. Los arqueros se cayeron hacia atrás, y desde la derecha, un grupo de yemmu con corazas de acero atadas con bandas de cuero y blandiendo grandes espadas en cada mano avanzó pesadamente hacia ellos. Con los colmillos de la mandíbula pintada del color de la sangre, parecían salidos de una pesadilla. Uno levantó la enorme cabeza y aulló algo que debía de tener algún significado. Geder hizo retroceder a los arqueros, y mandó a los espadachines, y luego estos retrocedieron y los arqueros los relevaron de nuevo.
Una espada de un metro de largo zumbó hacia él, y él la evitó dando un paso atrás. El yemmu era casi una vez y media la altura de un hombre primera sangre, con la espalda tan ancha como un carro. Geder levantó su propia espada con las dos manos y sonrió al yemmu. Con un gruñido, este lanzó una estocada, lo que obligó a Geder a retroceder. A la izquierda, una espada enorme abrió una brecha en la coraza de uno de los hombres de Vanai, y roció de sangre caliente el pecho y la cara de Geder. Alguien gritó en algún lugar situado detrás de él.
El oponente de Geder levantó su espada, dispuesto a bajarla como un hacha. Geder alzó su propia espada, consciente de que ni siquiera podría desviar el golpe. Alguien corrió hacia él, embistió al soldado yemmu y le hizo tropezar.
—¡Ahora, Geder! —gritó Jorey—. ¡Ataca!
Geder se lanzó adelante, balanceando su espada. El corte no fue profundo, pero consiguió atravesar la armadura de cuero. El yemmu gritó, y Jorey saltó hacia atrás. Geder giró de nuevo. Trataba de alcanzar la zona del vientre del yemmu donde la armadura era más fina, pero el golpe fue bajo, y alcanzó el muslo de su oponente. El yemmu empujó a Geder con su mano enorme y gris, pero la hoja de Jorey Kalliam voló, dibujando una línea de sangre en su muñeca. El yemmu aulló, dejó caer su espada y se agarró la herida para detener la hemorragia. Geder embistió a la carrera, golpeando con la espada dos, tres y cuatro veces en la rodilla del combatiente yemmu, como si tratara de cortar un árbol joven.
El yemmu trastabilló y cayó, levantando sus brazos en señal de rendición. Geder se dio la vuelta.
Las puertas se habían detenido, ni completamente abiertas ni cerradas, y varios de los soldados de Vanai entraron a través de la brecha. Los arqueros jasuru no estaban por ningún lado, y cuatro yemmu habían caído, con media docena más enzarzada en una batalla contra una creciente ola de espadas de Antea. Jorey Kalliam se inclinó. Respiraba con dificultad. La sangre brotaba de su boca y le teñía los dientes, pero sonreía.
—No sabían dónde se metían cuando se han cruzado con nosotros —dijo Jorey con la boca llena de una espuma formada por su propia sangre y su saliva. Geder sonrió.
—Bueno —dijo Lerer Palliako, apoyado en el parapeto de su balcón—. Bueno, bueno, bueno.
—En realidad tomaron la puerta sur —explicó Geder—. La cerraron y atascaron el mecanismo. Todavía no se puede abrir.
Geder se encogió de hombros. El crepúsculo se desvanecía y las estrellas apuntaban en el cielo. El Trono había ordenado cancelar fiestas y bailes. Las espadas y la sangre de las calles de Camnipol hicieron que la guardia del rey patrullara por la ciudad. El propio rey Simeon había reunido a un selecto grupo de nobles en la Torre del Rey, y había establecido el toque de queda desde el crepúsculo al amanecer, cosa que significaba que se mataría a cualquiera a quien encontraran deambulando por las calles oscuras, sin mediar preguntas ni advertencias. Las casas estaban cerradas, y una guardia contra incendios se había situado en las murallas de la ciudad. En el estadio recién reconstruido para los juegos conmemorativos del príncipe Aster colgaban ahora una docena de gladiadores de horcas improvisadas. A más de veinte los habían colgado de los puentes, y había cuerpos sin enterrar en el fondo de la División. Parecía que el miedo, la lucha, había cambiado el propio aire de la ciudad. Todo parecía frágil, a punto de una gran catástrofe. Geder sabía que también debería tener miedo, pero estaba eufórico. Una revuelta armada en la capital, y él la había neutralizado. Si lo habían homenajeado por haberle prendido fuego a Vanai, no podía ni imaginarse la gloria que llovería sobre él ahora. La idea lo embriagaba.
—También he oído que lord Ternigan ha ordenado la disolución —comentó su padre.
—Los hombres estaban desesperados por defender sus casas y sus familias. Si lord Ternigan no lo hacía, probablemente lo habría hecho yo.
Su padre sacudió la cabeza y suspiró. Desde la ventana se veía la Torre del Rey en el límite de la ciudad, que se elevaba por encima de Camnipol, y por lo tanto del mundo. Las luces brillaban en sus ventanas como las estrellas, o como las hogueras de un ejército. Lerer Palliako hizo crujir los nudillos.
—Malos tiempos. Muy malos tiempos.
—No pasará nada —lo tranquilizó Geder—. Esto se acaba. Ya no hay gladiadores, y si quedara alguno, lo perseguirán. La ciudad está a salvo.
—Alguien los ha sobornado —dijo su padre—. El que organizó el ataque. Y los nombres que pueden formar esa lista son demasiado poderosos como para morir en la horca. Nunca perdí el tiempo en la Corte cuando era joven. Nunca cultivé relaciones ni alianzas. Ahora me pregunto si debería haberlo hecho. Pero es demasiado tarde, supongo.
—Padre —dijo Geder, pero Lerer tosió y levantó una mano.
—Han llamado a disolver la tropa, hijo. Puedes ir adondequiera que desees. Hacer cualquier cosa. Podría ser conveniente que te marcharas de Camnipol durante un tiempo. Hasta que todo esto se haya resuelto.
La inquietud superó a la euforia de Geder por primera vez desde que cesaron los combates. Miró a su alrededor los edificios y las empapadas calles nocturnas. Seguramente su padre estaba dando palos de ciego. No había nada que temer. Habían ganado. El golpe de estado había sido derrotado.
Ese golpe de estado. Y solo ese.
—Supongo que no habrá nada malo en que me vaya a casa ahora —dijo Geder—. Estoy trabajando en un ensayo que creo que te resultaría interesante. Estoy rastreando las referencias geográficas en el tiempo y comparándolas con los mapas contemporáneos.
—No vayas a Rivenhalm —le aconsejó Lerer.
Las palabras de Geder se fueron apagando.
—Deberías dejar Antea —prosiguió su padre—. Formas parte de una política que no acabamos de entender. Primero Vanai, ¿y ahora esto? Debes irte a un lugar donde no puedan encontrarte, al menos durante una estación. Llévate unos pocos sirvientes. Te daré dinero. Puedes encontrar un lugar tranquilo y alejado de las rutas. En otoño, tal vez, sabremos mejor cómo están las cosas.
—Está bien —asintió Geder. Se sentía muy pequeño.
—Y escucha, hijo. No le digas a nadie adónde vas.