MARCUS

Marcus dejó caer los brazos a los lados. La empuñadura de la espada de madera negra le resbalaba en la mano por el sudor. El muchacho primera sangre que estaba al otro lado de la fosa llevaba un par de pantalones de combate y mostraba una expresión seria en el rostro. Marcus esperó. El muchacho se humedeció los labios y levantó la espada.

—No hay prisa —dijo Marcus.

El aire del gimnasio estaba caliente, olía a cerrado y a húmedo. Los gruñidos y los gritos de los demás combatientes tapaban el ruido del agua de las tuberías que alimentaban los baños. Al menos una docena de hombres estaban en pie alrededor de los bordes de la fosa. La mayoría eran kurtadam o primera sangre, aunque había un par de timzinae un poco apartados. Y Yardem Hane, jadeando y empapado de sudor. No había acudido ningún cinnae.

Marcus vio que el muchacho cambiaba el peso de pie y se lanzaba al ataque. El chico sostenía la espada a un lado, al estilo oriental, por lo que tenía algún tipo de formación. Marcus bloqueó el golpe, una nube de polvo de tiza se elevó de la hoja de madera, y el hombre fintó al chico por la izquierda. El muchacho se volvió, y Marcus lanzó una estocada de arriba abajo. El muchacho la bloqueó de una manera tan agresiva que ambas espadas rebotaron hacia atrás. Marcus se pasó la espada a la mano izquierda y golpeó de nuevo, esta vez bajo, observando la postura del niño.

Librarse de los dos golpes de Marcus lo envalentonó. El muchacho agarró la espada con mayor firmeza, hizo una torpe finta hacia la derecha y se lanzó a la izquierda. Marcus bloqueó el ataque sin problemas, haciendo volar su espada por el aire y alcanzando con fuerza al chico en medio del pecho. Marcus miró a su oponente tropezar de nuevo. La espada de prácticas cubierta con tiza dejó una línea a la izquierda de la última costilla del chico hasta su clavícula.

—¿Quién es el siguiente? —gritó.

—Ese era el último, señor —dijo Yardem.

—Gracias, capitán Wester, señor —añadió el muchacho. La zona donde Marcus lo había golpeado mostraba la piel enrojecida e hinchada. Sintió un disgusto pasajero. No quería hacerle daño.

—Gracias, hijo. Lo has hecho bien —le agradeció Marcus al chico, y le sonrió.

Marcus se apoyó en el borde de la fosa con las manos y subió de un salto. Le dolían desde los hombros hasta los pies, y aquel dolor hizo que se sintiera bien. Yardem le lanzó una toalla de tela raída, y Marcus se secó el sudor de la cara y el cuello. Aquel era el tercer grupo de hombres a quienes les había hecho las pruebas de acceso a la compañía. Al igual que había sucedido con los demás, los resultados habían sido muy variados. Algunos habían acudido porque estaban desesperados y no tenían habilidades, aparte de la voluntad de causar dolor. Otros lo habían hecho para alardear de que habían luchado en la fosa contra Marcus Wester. Y unos pocos, apenas un puñado, lo hacían porque sabían en qué consistía el trabajo y estaban en las últimas cuando Marcus había convocado las pruebas.

Uno de estos últimos era un robusto kurtadam con la piel gris dorada y acento de Cabrai. Marcus miró a Yardem a los ojos y señaló con el mentón hacia el candidato. Yardem asintió.

—Tú —dijo Marcus—. ¿Cómo te llamas, amigo?

—Ahariel —dijo el kurtadam—. Ahariel Akkabrian.

—Sabes luchar. ¿Qué te ha traído a Porte Oliva?

—Un contrato con una empresa de Narinisle. Era sobre todo un trabajo en la guarnición, pero el comandante comenzó a soltar patrañas sobre los sirvientes. Algo sobre chismes y sentimientos heridos, y tuve que irme. Pensé en las Ciudades Libres. Me imaginé que estarían nerviosos durante unos cuantos años con lo que le pasó a Vanai y todo eso. Pero he oído que estabas buscando hombres.

—No será un trabajo de guarnición —dijo Marcus.

El kurtadam se encogió de hombros.

—Pensé que tendrías trabajo. Wodford y Gradis y todo eso. Y si es lo suficientemente bueno para ti, será lo suficiente bueno para una espada y un arco como los míos.

—Eres un optimista —replicó Marcus—. Pero estaríamos encantados de tenerte con nosotros si nuestros términos te parecen aceptables.

—No perderías el tiempo si no lo fueran —dijo Ahariel.

—Preséntate por la mañana, entonces. Te pondremos en el registro de servicio.

Ahariel saludó, dio media vuelta y se alejó.

—Me gusta —reflexionó Marcus—. No habla mucho.

—Encaja perfectamente, señor —dijo Yardem.

—Es bueno tener una compañía de verdad otra vez.

—Lo es.

Marcus dejó caer el trozo de tela en el borde de la fosa.

—¿Es la hora? —preguntó.

—Deberíamos irnos pronto —dijo Yardem.

Las calurosas calles de principios del verano de Porte Oliva estaban repletas. Los mendigos poblaban las esquinas, y la presión de los cuerpos en las calles parecía añadir más calor que el propio sol dorado de la costa. El aire olía a mar, a miel, a aceite caliente y a comino. La ropa de la gente también había cambiado. No se veían chalecos ni capas. Hombres y mujeres cinnae caminaban por la calle con ropas diáfanas que hacían que sus cuerpos delgados parecieran cimbrarse como sombras o espíritus. Los kurtadam iban tan afeitados que apenas podían atarse sus abalorios a los cabellos y llevaban taparrabos y cabestrillos del tamaño justo para tapar sus modestias. Fue un primera sangre, sin embargo, el que despertó la atención de Marcus. Hombres y mujeres habían cambiado sus ropajes de invierno por telas de colores brillantes, verdes y amarillas y rosas. Las túnicas tenían cortes a los lados para que el aire y las miradas encubiertas se deslizaran a través de la piel desnuda. Parecía que todos los días fueran una fiesta.

Aquello no le gustaba a Marcus.

Le recordaba demasiado un tiempo, cuando era joven e incapaz de distinguir la lujuria del afecto, y los recuerdos de aquella época siempre lo llevaban a los tiempos que habían llegado después. Conoció a una chica de ojos azules llamada Alys, y la cortejó con cuentos valientes y flores pálidas. Recordaba las noches de anhelos, y luego una noche iluminada por la luna a finales de primavera, una manzana compartida, un beso al lado de una cascada, y el fin de los anhelos. Su mujer perfecta. En un mundo justo, estaría a su lado.

Ahora Meriam habría sido lo suficientemente mayor como para sufrir la misma agitación y confusión de la carne, y él se habría sentido tan impotente para explicarle las cosas como su padre se había sentido con él. Pero no. Ahora ya habría tenido la edad suficiente como para haberse casado joven e imprudentemente. Otra estación, y Marcus podría haber tenido un nieto a quien hacerle cosquillas bajo la barbilla. Recordar todos esos momentos vividos era lo que le gustaba de la ciudad. Pero era también lo que le disgustaba del mundo. Siempre y cuando tuviera un trabajo que hacer, podía dejarlo todo de lado.

La cuestión de dónde instalar la sede permanente del nuevo banco había sido fácil de resolver cuando Cithrin habló con la hija del apostador encima de cuyo negocio dormían. Llevaba años albergando la esperanza de convencer a su padre para que renunciara al negocio, y casi lo había logrado. La planta baja era lo suficientemente amplia como para alojar una pequeña oficina, y el sótano tenía una caja fuerte de hierro empotrada en la piedra y anclada profundamente en el suelo. Y ahora, donde había vivido el apostador en otro tiempo, el Banco Medeano de Porte Oliva se había establecido con elegante modestia. El día en que el viejo apostador había firmado los contratos, Cithrin anunció el cambio repintando las paredes con el blanco más brillante que pudo encontrar. Donde antes se ponía el encargado de cantar la letanía de apuestas y pagos, un recipiente de latón lleno de tierra negra albergaba ahora los finos tallos verdes y las anchas hojas inclinadas de media docena de tulipanes que ya amenazaban con florecer.

—¿Voy a buscarla? —preguntó Yardem, señalando la escalera privada que conducía a las habitaciones que ahora eran exclusivamente de Cithrin. Marcus negó con la cabeza.

—Cuando estemos listos para irnos —dijo.

Antes, la gruesa puerta de madera se abría a una zona común con un mostrador en un extremo. El mostrador ya no estaba, y las marcas de tiza en la pizarra ya no señalaban el estado de las apuestas, sino los nombres de los nuevos guardias de Marcus y sus rotaciones. Ahora los cuatro estaban esperando donde solían ponerse los clientes del local de apuestas, mirando hacia fuera por las estrechas ventanas con barrotes y haciendo chistes sobre la gente que pasaba por la calle. Cuando Marcus entró, las risas se detuvieron, y los nuevos guardias, dos hombres primera sangre, una mujer kurtadam, y un chico timzinae a quien Marcus había contratado por una corazonada, se cuadraron. Necesitaría más guardias. Por encima, las tablas crujían a medida que Cithrin paseaba de un lado a otro.

—¿La bolsa está lista?

—Sí, capitán Wester, señor —dijo la mujer kurtadam.

Marcus asintió con la cabeza, con la mente de repente embarazosamente en blanco. Ella tenía las caderas y los hombros anchos y los brazos tan gruesos como las piernas. Su piel era de un negro brillante, más oscura aún que las escamas del muchacho timzinae. Y se llamaba… ¿Edir? ¿Edem?

—Enen —dijo Yardem—. Tú llevarás las monedas. Barth y Corisen Mout irán delante y detrás. El capitán y yo iremos por los flancos.

—¿Y yo? —preguntó el muchacho timzinae. Las membranas nictitantes de sus ojos se abrieron y cerraron deprisa, en un tic nervioso. De él era más fácil acordarse. Cualquiera que fuera su nombre, todos lo llamaban Roach.

—Te quedarás aquí y despertarás a los demás si ocurre algo interesante —le ordenó Marcus. Roach se desinfló un poco, así que Marcus continuó—: Si alguien quiere hacerle algo a la caja fuerte, lo hará cuando la mayoría de nosotros esté ausente. Mantén la puerta cerrada y los oídos atentos. Tú correrás más peligro que nosotros.

Roach saludó bruscamente. Enen reprimió una sonrisa. Los dos hombres primera sangre avanzaron hasta la vitrina de las armas y empezaron a elegir las más crueles que la guardia de la reina permitía llevar por las calles. Marcus se dio la vuelta y se dirigió hacia la escalera privada, con Yardem a su lado.

—Nunca recordaré todos estos nombres —dijo Marcus.

—Siempre dices eso, señor.

—¿Lo hago?

—Sí.

—Humm… Es bueno saberlo.

Las habitaciones que les habían parecido tan pequeñas y estrechas cuando las ocupaban él, Yardem, Cithrin y la riqueza amontonada de Vanai, se habían convertido en una respetable residencia privada para la nueva directora del Banco Medeano. Era poco más que una habitación en la parte trasera con una cama y un escritorio, y en la parte delantera una sala de reuniones con un pequeño armario privado a un lado, pero Cithrin había reunido un centenar de pequeños detalles que la habían transformado: finas tiras de tela que colgaban sobre las ventanas, un pequeño icono religioso enclavado en una esquina de la mesa lacada, y una pequeña mesa lacada repleta de viejos registros de embarque y de carga. En conjunto, daba la impresión de que aquella era la casa de una mujer que le doblaba la edad. Era como uno de los disfraces de maese Kit y sus actores, y Cithrin lo lucía muy bien.

—Necesito hablar con alguien del registro del puerto —dijo Cithrin en lugar de saludar—. Los barcos comerciales de Narinisle están a punto de llegar, y necesito enterarme bien de cómo funciona todo. Parece que la mitad del comercio de la ciudad se lleva a cabo cuando atracan los barcos.

—Voy a ver qué puedo encontrar —dijo Yardem.

—¿Dónde, hoy? —preguntó Marcus.

—En una cervecería justo extramuros —terció Cithrin—. Conocí a una mujer en la taberna. Su gremio le ha dejado sustituir sus cubas, pero ella no tiene el dinero para pagarlas.

—Así que se lo hemos prestado.

—En realidad no está autorizada para aceptar préstamos con intereses —explicó Cithrin, pasándose un chal bordado con abalorios sobre los hombros de cuentas y recolocándoselo como maese Kit le había enseñado—. Normas del gremio. Pero se le permite retirar dinero de sus socios comerciales. Así que voy a comprarle una parte de su negocio.

—Ah —dijo Marcus.

—Si ella no paga, estamos en condiciones de quedarnos con su negocio. Y si cultivo una buena relación con un tonelero y algunas tabernas, puedo conseguir el tipo de apoyo mutuo que nos hará felices a todos durante mucho tiempo.

—Mucho tiempo —repitió Marcus saboreando las palabras.

—Y de todos modos, las cervecerías siempre son una buena inversión —aclaró Cithrin—. El magíster Imaniel siempre insistía en ello. La cerveza nunca dejará de tener mercado.

Cithrin recorrió la habitación con la mirada, frunció los labios y asintió con la cabeza más para sí misma que para ellos. Bajaron juntos por la escalera, y Cithrin se detuvo para cerrar la puerta detrás de ellos. En la calle, media docena de niños gritaban y jugaban dándole patadas a un odre viejo. Cithrin se volvió hacia la entrada, casi chocando contra un hombre kurtadam. En silencio, Marcus añadió la construcción de una puerta interior a su lista de cosas que deberían hacerse. Tener que salir a la calle para ir de un conjunto de habitaciones al otro había sido bastante agradable cuando se escondían. Ahora era solo un riesgo innecesario.

Los hombres primera sangre, Corisen Mout y Barth, estaban charlando y riendo, pero se pusieron serios cuando entraron los tres. Enen estaba preparada, una pequeña bolsa de cuero atada sobre los hombros, con las manos libres y lista. Llevaba un puñal curvado y un garrote en la cintura. Cuando salieron a la calle, los seis se dispusieron en una formación sencilla. A pesar de que las calles eran estrechas y estaban atestadas, el camino se abrió frente a ellos, los ciudadanos de Porte Oliva se apartaban para dejarlos pasar. Les seguían algunas miradas de curiosidad, pero solo unos pocos mendigos especialmente audaces intentaron acercarse a Cithrin. Nadie se acercó a Enen y su carga de monedas. Se dirigieron al norte, a través de la gran muralla, hacia las casas de la ciudad que se amontonaban al otro lado. La presión de los cuerpos era mayor de lo que a Marcus le habría gustado. Los olores de las alcantarillas y del sudor de la gente eran más intensos allí, y las calles más concurridas y más amplias que al otro lado de la muralla, en el centro de Porte Oliva.

Llegaron a la cervecería. Era un negocio de dos plantas construidas alrededor de un patio estrecho con su propio pozo. Unas amplias puertas se abrían al patio. Los toneles y los barriles, a la sombra, apestaban a levadura. La tabernera, una mujer cinnae con un cuerpo y un rostro tan robustos que casi podría haber pasado por una primera sangre, salió a su encuentro, y les sonrió como si fueran de la familia.

—¡Magistra Cithrin! ¡Entra, entra!

Marcus observó cómo Cithrin y la tabernera se besaban en las mejillas, le lanzó un gesto de asentimiento a Enen, esta se sacó la bolsa de monedas de la espalda y se la ofreció a Cithrin dando por hecho que era lo que tenía que hacer. Ninguno de los nuevos guardias pensaba que el banco fuera algo diferente de lo que debía ser. No había ninguna razón para ello.

Cithrin cogió la bolsa y le hizo señas a Marcus para que él y los demás esperaran en el patio. Él asintió con la cabeza una vez, y Cithrin y la tabernera se cogieron de la mano y se dirigieron a los rincones más oscuros de la bodega, hablando como si fueran viejas amigas. Un niño cinnae no mucho mayor que Roach salió vestido con un delantal de cuero fino y llevando jarras de cerveza fresca. Era más dulce de lo que a Marcus le gustaba, pero con un regusto parecido al pan que podría acabar agradándole. Marcus dejó que los tres nuevos guardias se sentaran en la pared de piedra del pozo antes de cruzar una mirada con Yardem y echarle un vistazo al patio. El tralgu se bebió la cerveza, eructó y se colocó al lado de Marcus.

—Una cerveza muy decente —observó Marcus.

—Sí, lo es.

—¿Qué piensas de los planes de ella?

Las orejas de Yardem se movieron hacia atrás, y luego hacia delante, pensando en la pregunta. Marcus sabía que, por el mero hecho de habérselo preguntado, el tralgu había cambiado la respuesta. El que Yardem pensara en un plan que Marcus no había puesto en duda era toda una novedad.

—Parece que funcionan —comentó Yardem—. Tenemos más joyas en el sótano de las que quisiera, pero tenemos espadas suficientes como para espantar a los cuchillos callejeros. No sé mucho al respecto, pero parece probable que recupere el dinero que ella se ha gastado, o casi.

—Así que cuando los grandes hombres de Carse hagan una redada, lo van a encontrar todo más o menos intacto —dijo Marcus—. Ella puede entregárselo, lavarse las manos, y aquí no ha pasado nada.

—Ese es el plan —expuso Yardem cuidadosamente.

—¿Crees que lo devolverá?

Yardem estiró sus brazos largos y robustos, volviéndose para mirar la bodega abierta como si estuviera aburrido, y, de hecho, casi lo estaba. Marcus aguardó en silencio, esperando que el tralgu no lo creyera, y que creyera que él sí.

—Tratará de mantenerlo —dijo Yardem.

—No sabe que está pensando en ello, pero sí —dijo Marcus—. Esto se le da bien. Tal vez incluso muy bien. Y no es el tipo de chica que se dé por vencida cuando alguna cosa le gusta demasiado.

Yardem asintió lentamente.

—¿Cómo lo va a hacer? —se preguntó.

Marcus tomó un sorbo de cerveza, se enjuagó la boca con ella y luego la escupió sobre las piedras del patio. Una docena de palomas despegó de la azotea, volando en círculos por el cielo azul.

—No entiendo ni la mitad de lo que está haciendo ahora. ¿Y tú?

—Tampoco.

—No sé lo que intenta. Probablemente ella tampoco. Pero cuando ella lo vea, irá a por ello. Sea o no sea una buena idea.