GEDER

El muslo de Geder se había abierto y supuraba. Le dolía la espalda. La brisa de primavera que soplaba desde las alturas olía a nieve y a hielo. A su alrededor, los hombres que quedaban de la campaña de Vanai cabalgaban o marchaban. No cantaban ninguna canción, ni nadie hablaba con Geder acerca de nada que no fueran los asuntos prácticos relacionados con la marcha del escaso centenar de hombres, carros y caballos. Ni siquiera en su pequeña habitación de Vanai, cuando estaba solo frente a los enormes ojos del escudero que era su única compañía, y las órdenes más aberrantes de Alan Klin llenaban por completo sus días, ni siquiera entonces se había sentido Geder tan aislado entre la multitud.

Podía sentir la atención de los hombres puesta en él. Su reprobación. Nadie decía una palabra, por supuesto. Nadie se levantó para decirle a Geder a la cara que era un monstruo. Que lo que había hecho era peor que un crimen. No había ninguna necesidad porque, por supuesto, Geder ya lo sabía. El rugido de las llamas no había desaparecido de su memoria ni siquiera durante los interminables días y las frías noches transcurridos desde que tomaran la ruta del norte hacia casa. Sus sueños estaban poblados por siluetas de hombres y mujeres recortadas contra el fuego. Había recibido la orden de proteger Vanai, y en su lugar había hecho aquello. Si el rey Simeon ordenaba que lo degollaran frente a él en la sala del Trono, solo sería un acto de justicia.

Había tratado de distraerse con sus libros, pero ni siquiera las leyendas del Sirviente Honesto podían hacerle olvidar la pregunta que no dejaba de corroerlo por dentro: ¿cuál sería el juicio del rey? En sus mejores días, Geder se imaginaba al rey Simeon bajando del Trono Escindido para poner una mano sobre el hombro de un lloroso Geder y absolverlo. En sus peores momentos, el rey lo enviaba de vuelta a Vanai para que lo clavaran a una estaca junto a los muertos esparcidos por el suelo, para que lo devoraran los mismos cuervos que se habían atiborrado con aquellos cadáveres.

Entre ambos extremos, la mente de Geder encontró espacio para una variedad casi infinita de tristes ensoñaciones. Y a medida que las montañas y los valles se hacían más familiares, cuando la senda del dragón lo llevó por entre las colinas que había visto un centenar de veces antes, Geder se dio cuenta de que cada nueva imagen que vislumbraba de su muerte y humillación le dejaba una esperanza sombría. ¿Lo quemarían en una hoguera? Eso sería justo. ¿Lo recluirían en una cárcel pública y lo cubrirían con una lluvia de mierda y animales muertos? Se lo merecía. Cualquier cosa —cualquier cosa— sería mejor que aquel silencioso y demoledor lamento.

El gran promontorio sobre el que se elevaba Camnipol apareció en el horizonte. La roca se veía oscura y azulada por el aire y la distancia. La propia Torre del Rey era poco más que una astilla de luz. Un jinete solitario podría hacer el viaje en un par de días. La compañía completa podría tardar hasta cinco. Los curanderos del rey tal vez pudieran verla ya. Geder dejó vagar la mirada hacia la gran ciudad, atrapado por el anhelo y el temor. A cada kilómetro que recorría, mientras el tráfico del camino se hacía más intenso, el miedo aumentaba en su interior.

Las tierras de cultivo que rodeaban la capital se encontraban entre las más fértiles del mundo, el suelo oscuro regado por el río, las ubérrimas tierras que habían visto librar incontables batallas durante los últimos mil años. Incluso en las temporadas de hambruna justo después del deshielo, la tierra olía a crecimiento y a la promesa de alimentos. Los pastores guiaban sus rebaños por la senda del dragón hacia los pastos de invierno, situados en las montañas al oeste. Los agricultores conducían los bueyes a los campos listos para la labranza y la siembra. Los recaudadores de impuestos iban con su pequeño séquito de espadas y arcos, arañando lo que podían en las pequeñas aldeas antes de que vencieran sus contratos de arrendamiento. Resultaba extraño ver a un hombre solo montado en un buen caballo, así que Geder supuso que el jinete gris que venía del sur lo buscaba a él. Solo cuando el caballo se irguió y vio que el jinete era Jorey Kalliam su ansiedad le dio un descanso y su respiración se hizo más pausada.

Geder hizo girar su montura en el camino de jade de dragón y se adentró en el lodo del arcén, dejando que la columna siguiera adelante sin él. Jorey detuvo su caballo tan cerca que los animales podrían haberse tocado las caras con sus respectivas colas, y la rodilla de Geder casi tocaba la silla de Jorey. El rostro gris de Jorey estaba agotado, pero sus ojos se mostraban brillantes y nítidos como los de un ave rapaz.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Geder.

—Tienes que adelantarte —lo apremió Jorey—. Rápido.

—¿El rey? —preguntó Geder, y Jorey negó con la cabeza.

—Mi padre —dijo—. Quiere que estés allí tan pronto como puedas.

Geder se pasó la lengua por los labios y miró los carros que pasaban lentamente por el camino. Algunos de los carreteros y espadachines fingieron que no los veían, pero la mayoría lo hacía sin disimulo. Desde que dejaran la agonizante Vanai, Camnipol era la meta que ansiaba alcanzar, el fin de su lucha. Ahora que había llegado el momento, quería retrasarlo un poco más.

—No creo que sea prudente —se excusó Geder—. No tengo a nadie a quien dejar al mando, y si yo…

—Deja a Broot —le aconsejó Jorey—. No es especialmente brillante, pero es lo suficientemente competente como para poder guiar una columna por un camino. Dile que acampe fuera de la puerta del este, y que espere órdenes. No dejes que sea él quien ordene disolver las tropas.

—Es que… hay que pensar en la moral —adujo Geder—. No quiero que los hombres piensen que los he abandonado.

La expresión de Jorey era elocuente. Geder bajó la cabeza, y el rubor de sus mejillas brilló contra el blanco de su piel.

—Voy a buscar a Broot —dijo.

—Y ponte tus mejores galas —añadió Jorey.

Mientras le daba a Broot las mismas instrucciones que Jorey le había dado a él, Geder cambió su caballo por uno fresco que había ido al trote durante la mañana. Cuando Geder dejó a sus tropas atrás, lo hizo en una montura joven y rápida, y con Jorey Kalliam a su lado. La ciudad estaba demasiado lejos como para hacer todo el trayecto a galope, pero Geder no pudo evitar forzarlo. Durante unos minutos dejó que el animal avanzara contra el viento, haciendo gala de su ilusión de libertad, si no del hecho.

Se detuvieron para acampar en una choza de techo negro en una senda lodosa que se abría desde la senda del dragón. Ambos estaban demasiado cansados como para hacer otra cosa que contemplar a sus caballos. Geder se derrumbó en un sueño sin sueños y se despertó por la mañana para encontrarse a Jorey apretando ya las cinchas de su caballo. Estaban de nuevo en camino casi antes de que Geder hubiera despejado la aturdida cabeza.

Ante ellos se elevaba Camnipol.

La aproximación desde el sur era la más pronunciada, la línea verde de jade de dragón trazaba su camino hasta la piedra del promontorio como la cinta de un niño caída al suelo. El tiempo y el clima habían erosionado la piedra, dejando tramos de cien metros o más donde el camino se curvaba en el aire vacío haciendo que los viajeros debieran extremar la precaución para mantener el rumbo. El punzante viento de primavera no parecía proceder de ninguno de los cuatro puntos cardinales, solo directamente de la ciudad y de la llanura que tenían a sus pies. Las cuevas y chozas que se aferraban a la falda de la roca necesitaban gruesos puentes de madera para llegar al camino. El dolor constante en las piernas distraía a Geder, y el tamaño de la roca y la vegetación le nublaban la vista, por lo que Geder solo pudo ver la Torre del Rey elevarse frente a ellos cuando estaban llegando a la última curva. Las murallas de la ciudad sobresalían desde la colina. Los enormes y brillante arcos y torres parecían surgir de la nada, como una ciudad construida a base de sueños.

La entrada sur era estrecha, poco más que una hendidura en la alta piedra gris, con puertas de bronce trabajado y de jade de dragón que se deslizaban a un lado para franquear el paso. Intramuros, una docena de hombres con armaduras esmaltadas montaban caballos de guerra con bardas cuyos colores hacían juego con los de sus jinetes.

Cuando Geder y Jorey se acercaron, los hombres sacaron las espadas. Las hojas brillaron al sol de la tarde, y a Geder le dio un vuelco el corazón, como a un zorro atrapado en una trampa. Era el momento que había estado esperando y temiendo. Jorey asintió con una sonrisa que Geder no fue capaz de interpretar. No importaba. Geder se tragó su miedo y avanzó, temblando, deseando haber recordado ponerse su capa buena de cuero.

Una sola figura salió de entre las sombras por donde el camino entraba en la muralla. A pesar de que no iba a caballo, el hombre puso firmes a todos los presentes. Era un primera sangre, y era más viejo que lodos ellos. Sienes plateadas, rostro afilado e inteligente. Su porte le hacía parecer más alto que los que montaban a caballo. Geder espoleó a su caballo hacia delante. De cerca no cabía ninguna duda de que era el padre de Jorey. Sus ojos y sus mandíbulas tenían la misma forma. Geder bajó la mirada y la clavó en la de Dawson Kalliam.

—Sir Palliako —dijo el anciano Kalliam.

Geder asintió.

—Es para mí un honor darte la bienvenida a la Ciudad Eterna —continuó Dawson Kalliam. Y entonces, bruscamente—: ¡Hagan los honores!

Los jinetes alzaron las espadas en señal de saludo. Geder entrecerró los ojos mientras los miraba. Nunca había visto que llamaran ante la justicia del rey a nadie de sangre noble, pero aquello no se lo esperaba. Surgieron voces de la nada y se elevaron juntas en un grito largo y festivo. Y lo más extraño de todo, los copos de nieve comenzaron a caer del vasto cielo azul.

No. No eran copos de nieve. Eran pétalos de flores. Geder alzó la vista. Cientos de personas lo miraban desde la parte superior de las murallas. Geder levantó una mano con gesto indeciso, y la multitud rugió por encima de él.

—Coe se encargará de tu montura —dijo Dawson—. Te espera una litera de transporte.

Geder tardó un momento en comprender lo que sucedía, pero luego se deslizó hasta el suelo, y dejó que el padre de Jorey lo condujera hacia la penumbra entre las murallas de la ciudad. Ni se le ocurrió preguntar quién era Coe.

La litera estaba adornada con el escudo y los colores de la Casa de Kalliam, pero además llevaba los resplandecientes estandartes grises y azules de los Palliako a cada lado. Había dos sillas tapizadas en terciopelo, una frente a la otra, y ocho tralgu acuclillados sostenían las varillas. Dawson tomó asiento en la silla que daba hacia atrás. Geder se apartó un mechón de pelo grasiento de los ojos. Le temblaban las piernas por el viaje. Las saeteras y las lanceras a lo largo de toda la muralla de la ciudad estaban llenas de rostros sonrientes.

—No lo entiendo —dijo Geder.

—Algunos de mis amigos y yo nos hemos ocupado de esta celebración. Según dicta la tradición, hay que aclamar al caudillo que regresa de una victoria militar.

Geder se dio la vuelta lentamente. Algo pesado parecía haber echado raíces en su vientre, y la roca alta que se elevaba por encima de él se inclinó un poco, como un árbol joven contra un fuerte viento. Tenía la boca seca.

—¿La victoria? —preguntó.

—El sacrificio de Vanai —le explicó Dawson—. Audaz y orgulloso. Fue la decisión más valiente que se ha visto en este reino en toda una generación, y muchos veríamos bien que esa ferocidad volviera a Antea.

Geder pensó en la mujer que se había arrastrado a lo largo de los muros de la ciudad muerta; las llamas se alzaban detrás de la silueta oscura de su cuerpo. Recordó cómo había caído al suelo. El rugido de las llamas le llenó la cabeza de nuevo, como si lo hubiera perseguido, y se le nubló la vista. ¿Aquello había sido una victoria? La enorme mano de un tralgu lo tomó del hombro y lo condujo a su asiento. Geder miró en silencio y aturdido a Dawson mientras la litera se levantaba debajo de ellos.

La puerta sur se abría a una plaza grande. Geder había estado allí antes, y conocía aquel caos de mendigos, comerciantes, guardias, bueyes, carretas y perros asilvestrados. Era como entrar en el Camnipol soñado por un niño que solo había oído hablar de sus glorias. Al menos trescientas personas más se agolpaban detrás de otra guardia de honor, ondeando banderas de la Casa Palliako. Una tarima situada a la derecha reunía a un grupo de hombres vestidos con capas de brocado y túnicas bordadas con hilo de oro. Allí estaba el barón de Watermarch. A su lado, un hombre joven con los colores de la Casa de Skestinin. No era el propio lord, sino tal vez su hijo mayor. Geder quizá reconoció a media docena más mientras la litera se tambaleaba hacia delante. Y luego, al final, con la cabeza bien alta y las lágrimas corriéndole por las mejillas, Geder vio el rostro de su padre y el orgullo que traslucía su expresión.

La multitud siguió gritando y arrojando puñados de flores y dulces envueltos en papel. El ruido atronador descartaba toda esperanza de conversación, por lo que solo podía mirar a lord Kalliam con asombro.

En una pequeña plaza de la que salían media docena de calles, la litera vaciló. Cerca de la Torre del Rey, los edificios se elevaban tres y cuatro plantas de altura, y la gente colgaba de las ventanas para verlos pasar. Una chica alta situada a su izquierda lanzó un puñado de cintas de colores brillantes, y los hilos bailaron en el aire mientras caían. Geder saludó con la mano, y una sensación dulce y vertiginosa atravesó su interior.

A pesar de lo que había hecho, era un héroe. A causa de lo que había hecho. Era más que un alivio, era un indulto, el perdón, la absolución. Levantó los brazos, bebiendo de la adulación como un hombre sediento. Si se trataba de un sueño, prefería morir antes que despertar.

—Fue una decisión difícil —relató Geder mientras se inclinaba sobre la mesa y hablaba en voz alta—. Arrasar una ciudad es algo terrible. No fue una elección tomada a la ligera.

—Por supuesto que no —dijo el segundo hijo del barón de Nurring, casi arrastrando las palabras—. Pero ahí estriba el mérito, ¿no? ¿Dónde está el valor en hacer lo fácil? No hay valor alguno en ello. Pero para hacer frente a este dilema, hay que actuar.

—Hay que llevar a cabo la acción definitiva —puntualizó Geder.

—Exacto —respondió el muchacho—. La acción definitiva.

Las dependencias donde se celebraba la recepción conectaban con la mansión de Dawson Kalliam. No eran tan grandes como los salones y jardines de un palacio real, pero se acercaban. El hecho de disponer de tanto espacio intramuros de la Ciudad Eterna significaba que tenía más del triple de ese espacio en el campo. Las velas brillaban por todas las paredes de la gran cúpula, y las lámparas de cristal soplado colgaban de hilos demasiado finos para poder verse en la oscuridad. Unas puertas que iban de pared a pared se abrían a los jardines frescos que aún olían a tierra removida y a flores tempranas. La fiesta y el baile habían seguido su curso. Media docena de hombres de alta cuna habían subido al estrado para proclamar las virtudes de las acciones de Geder en las Ciudades Libres.

Según le dijeron, no se había visto ni un ápice de la debilidad, la timidez y la corrupción que habían envenenado a los generales de Antea durante mucho tiempo. Geder Palliako había demostrado su valía no solo frente a las Ciudades Libres, no solo frente al mundo entero, sino también frente a sus propios compatriotas. A través de sus acciones, les había recordado a todos lo que podía lograr la pureza. Incluso el rey había enviado un mensajero con una nota escrita que celebraba el retorno de Geder a Camnipol.

El aplauso fue embriagador. El respeto y la admiración de los hombres que ni siquiera lo habrían saludado en sus tiempos en la Corte. Entonces empezó el baile. Geder solía evitar ese particular pasatiempo cortesano, pero la esposa de Dawson Kalliam, Clara, había insistido en que la acompañara por el patio al menos una vez, y durante el tiempo que habían tardado en hacer el recorrido sintió que su paso era firme. Había cumplido otro par de rondas con unas cuantas jóvenes solteras antes de que los muslos y los tobillos empezaran a protestar lo suficientemente fuerte como para detenerlo. Jorey le había llevado su capa de cuero, y mientras el atardecer se enfriaba y el vino y la cerveza corrían con un poco más de libertad, Geder disfrutó de todo ello.

—La marca de un verdadero líder —dijo Geder, y luego perdió el hilo—. La marca de un líder…

—Espero que me disculpes —dijo su padre—. ¿Geder, hijo mío?

Geder se puso en pie y su compañero de copas asintió con respeto y se dio la vuelta con pasos medianamente estables.

—Se está haciendo tarde para un anciano —dijo Lerer Palliako—, pero no podía irme sin verte. Se ha superado todo lo que podíamos esperar. No había visto a la gente hablando de nuestra familia en términos como estos desde… Bueno, nunca, supongo.

—Deja que me vaya contigo —le suplicó Geder.

—No, no, no. Es tu noche. Debes disfrutarla.

—Me gustaría hablar contigo —dijo Geder, y la mirada de su padre se suavizó.

—Entonces vamos.

Geder y su padre buscaron a lady Kalliam y le ofrecieron su más profundo agradecimiento. De alguna manera, la conversación dio vueltas hasta que ellos aceptaron sus amables palabras, y se fueron con la sensación de que la noche había sido un asunto íntimo con viejos amigos que rara vez veían. Insistió en que se llevaran la litera que antes había transportado a Geder por las calles. No era seguro caminar por las calles oscuras y, aunque lo hubiera sido, no debían hacerlo. Jorey apareció cuando estaban a punto de despedirse y le ofreció la mano a Geder, quien estuvo a punto de echarse a llorar al estrechársela.

Mientras los esclavos tralgu los transportaban por las oscuras calles nocturnas, Geder miraba las estrellas esparcidas por el cielo. Lejos de la muchedumbre jubilosa, la euforia aliviada se aplacó. Se sorprendió al darse cuenta de que una parte del miedo seguía allí, no tan punzante, no muy fuerte, pero aún presente. No era miedo, sino el hábito de sentir miedo hasta ahora ininterrumpido.

Su padre se aclaró la garganta.

—Estás ascendiendo, muchacho. Estás ascendiendo mucho.

—No sé nada de eso —se zafó Geder.

—Oh, no. No, he oído a la gente esta noche. Has llegado a la Corte en un momento delicado. Corres el verdadero peligro de convertirte en un símbolo.

La entonación de su padre era alegre, pero había algo en la postura de sus hombros que hizo que Geder pensara en un hombre preparándose para recibir un golpe.

—No estoy hecho para la Corte —dijo Geder—. Estaré contento de volver a casa y trabajar en algunos de los libros que encontré allí. Alguno de ellos te gustaría. He empezado una traducción de un ensayo sobre los últimos dragones que afirma que datan de unos pocos cientos de años después de que cayera Morade. Ese te gustaría.

—Estoy seguro de ello.

El tralgu que dirigía el transporte lanzó un elocuente gruñido. La litera giró con elegancia en una curva cerrada, y se inclinó lo justo para contrarrestar el movimiento.

—No he visto a sir Klin esta noche —dijo Lerer.

—No esperaba encontrármelo —le confió Geder. Por un momento, se sintió de nuevo al borde del lago helado al lado del molino, descubriendo la fortuna que se ahorraría el protectorado de Klin—. Me imagino que se siente un poco enfadado, al fin y al cabo. Vanai era suya, y lo llamaron de vuelta a la Corte. Ha debido de parecerle embarazoso venir a mi recepción.

—Es eso. En efecto, es eso. Tampoco ha venido lord Ternigan.

—Puede que hayan requerido su presencia en otro lugar —lo justificó Geder.

—Claro. Estoy seguro de que ha sido así.

En las calles oscuras, un perro ladró y gimoteó. La brisa fresca que habían sentido en los salones de baile y en los jardines llenos de gente se había convertido ahora en frío.

—Por lo general, no todo el mundo asiste a los acontecimientos de la Corte —dijo Geder. Tampoco lo esperaba.

—Por supuesto que no. Y eso está bien, ¿no?

—Sí.

Se quedaron en silencio. A Geder le dolía la espalda. Entre el caballo y el baile, temía estar medio paralizado a la mañana siguiente.

—¿Geder?

Este gruñó.

—Ten cuidado con esos hombres. No siempre son lo que parecen. Incluso cuando se ponen de tu lado, es mejor tenerlos bien vigilados.

—Lo haré —se comprometió Geder.

—Y no te olvides de quién eres. Aunque ellos quieran que seas otro, no te olvides de quién eres en realidad.

—No lo haré.

—Bien —dijo Lerer Palliako. Excepto por el hecho de que la luz de las estrellas iluminaba sus ojos, Lerer era poco más que una sombra entre las sombras—. Ese es mi chico.