DAWSON

El desfile de Issandrian comenzó en las afueras de la ciudad, serpenteó a través del mercado, se dirigió hacia el norte bordeando el camino real, más allá de las puertas de la Torre del Rey, y luego giró hacia el este hasta el estadio. Los súbditos del rey Simeon abarrotaban las amplias calles, leales partidarios del Trono Escindido, todos de pie en estado de alerta y vigilando el flujo de esclavos llegados para convertir Antea en un títere de Asterilhold. El rugido de las voces reunidas era como el del fuerte oleaje, y el olor de los cuerpos amenazaba con tapar los suaves aromas de la primavera. Algunos seguidores de la camarilla de Issandrian habían pagado a la chusma para que llevaran pancartas y carteles que celebraban los juegos y al príncipe Aster. Desde donde estaba sentado, Dawson vio una hermosa tela teñida de azul con el nombre del príncipe en letras de plata en lo alto de unos postes, pero boca abajo. Era el resumen de la revuelta de Issandrian: las palabras de la nobleza levantadas por hombres que no sabían leerlas.

Las casas nobles tenían sus tarimas establecidas en el orden y la posición de acuerdo con el estatus de la sangre de cada familia. El lugar de cada hombre decía dónde había puesto su lealtad. El estado de la Corte en su conjunto se podía interpretar de un vistazo, y no era un espectáculo agradable. Banderas de colores de una docena de casas ondeaban para regocijo del rey y del príncipe, y la mayoría pertenecían la camarilla de Issandrian. Incluso la verde y gris de Feldin Maas. El rey Simeon estaba sentado con todo aquello a sus pies, vestido de terciopelo negro y visón, y lograba sonreír a pesar de lo que tenía delante.

Una columna de arqueros jasuru marchaba por las calles, las oleosas escamas de bronce de su piel brillaban como metal bajo el sol. Llevaban los estandartes de Borja. Dawson realizó un cálculo aproximado. Dos docenas. Se fijó en que los arqueros aminoraban la marcha frente a la tribuna real y saludaban al rey Simeon y a su hijo. El príncipe Aster les devolvió el gesto con la misma sonrisa amplia que tenía ante cada compañía que pasaba y que tendría ante todas y cada una de las que estaban por venir.

—Issandrian es un cruel cabronazo —dijo Dawson—. Si has ido a robar a casa de un niño, al menos ten la dignidad de no celebrarlo con tanto fasto.

—Por el amor de Dios, Kalliam, no digas esas cosas, que la gente podría oírte —exclamó Odderd Faskellan. Detrás de ellos, Canl Daskellin reía entre dientes.

Por el camino pasaban cinco yemmu pesadamente. Los colmillos de las mandíbulas estaban teñidos de colores improbables, verde y azul, y se alzaban sobre la muchedumbre de primera sangre que los miraba. No parecían llevar armadura ni armas, tan solo el tamaño monstruoso propio de su raza. Los cinco se detuvieron ante el rey e hicieron su saludo. El príncipe Aster se lo devolvió, y uno de los hombres yemmu elevó la voz en un grito bárbaro. Los otros se le unieron, voces sobre voces hasta que los sonidos parecieron trenzarse. Una brisa suave tiró de la capa de Dawson, y los árboles que bordeaban la calle se balancearon y se estremecieron. El aire transmitió el grito en todas las direcciones. Las voces se hicieron más profundas, y el yemmu de en medio del grupo levantó un puño grande y carnoso. Un diminuto torbellino de aire hizo volutas alrededor de todos ellos.

Así pues, eran curanderos. Dawson tomó nota.

—¿Crees que se levantará tormenta antes de que comiencen los juegos? —comentó Daskellin como si se preguntase en voz alta sobre las probabilidades de lluvia.

—De momento, no parece —respondió Odderd.

—Lo más probable es que llueva durante los juegos —terció Dawson—. Pero puede pasar cualquier cosa.

—¿Vas a reconsiderar la oferta de Paerin Clark? —preguntó Daskellin.

—No, no lo haré —contestó Dawson.

—Tenemos que hacerlo. ¿Acaso no estás viendo el mismo despliegue que yo? Si nos levantamos contra esto, necesitamos aliados. Y, para serte sincero, también oro. ¿Tienes alguna manera de conseguirlo? Porque da la casualidad de que yo sí.

Desfiló un grupo de espadachines. Cincuenta de ellos, todos vestidos con las relucientes armaduras pulidas de Elassae, y entre ellos filas de oscuros timzinae y de southling con sus ojos tan abiertos. Cucarachas y gatos nocturnos. Razas creadas para servir de esclavos a las órdenes de sus amos dragones, marchando en el medio de los poderosos primera sangre.

—Si no podemos ganar como anteanos, nos merecemos perder —dijo Dawson.

El profundo silencio que cayó tras aquellas palabras quería decir que había ido demasiado lejos. Señaló a los espadachines.

—Me metí en esto porque creí que tenías razón, viejo amigo —dijo Daskellin—. No dije que fuera a arrastrarme hasta tu tumba.

—Algo… —comenzó Odderd, pero Dawson no le hizo caso.

—Si ganamos bajándonos los pantalones ante esta declaración, no somos mejores que Maas o Issandrian o Klin. De modo que sí, Canl, acabaré en la tumba por Antea. Y bajo una sola lealtad. No ante una centésima parte del Trono, ni frente a una mesa verde en la Costa Norte.

La cara de Daskellin se quedó inmóvil como un tronco de madera.

—Estamos hablando de miedo, y por eso me voy a disculpar…

—¡Vosotros dos, callaos! —espetó Odderd—. Está pasando algo.

Dawson miró en la misma dirección que él. En el estrado real, una mujer mayor con los colores de la Torre del Rey se arrodillaba ante el rey Simeon. A su lado había un joven, vestido de cuero y con armadura, y todavía cubierto con el polvo del camino. El príncipe miraba a su padre, ajeno por completo al desfile. La boca del rey Simeon se movía. Incluso a distancia, Dawson reconoció la sorpresa en su expresión.

—¿Quién es ese muchacho? —preguntó Canl Daskellin, casi para sí mismo—. ¿Quién le lleva noticias?

Unos pasos resonaron en la escalera de madera detrás de ellos, y apareció Vincen Coe. El cazador les hizo una reverencia a los otros dos hombres, pero tenía la mirada puesta en Dawson.

—Me envía tu señora esposa, señor. Te necesitan en casa.

—¿Qué ha pasado? —dijo Dawson.

—Tu hijo ha regresado —dijo Coe—. Hay noticias de Vanai.

—¿Que ha hecho qué? —preguntó Dawson.

—La ha quemado —respondió Jorey, inclinándose hacia delante en el banco y rascando a un perro entre las orejas—. Vertió aceite de lámpara en las calles, cerró las puertas y la quemó.

El muchacho, su hijo menor, había cambiado durante el año en que Dawson no lo había visto. Sentado en la terraza acristalada, Jorey parecía mayor que el año más que tenía. Mostraba las mejillas demacradas propias del tiempo transcurrido en campaña, y la sonrisa que siempre había escondido detrás de cualquier expresión había desaparecido. El agotamiento le había hundido los hombros al chico, quien olía a sudor de caballo y a soldado sucio. Aquello supuso un fuerte impacto para Dawson, como el detalle de un sueño en el que Jorey y Coe pudieran pasar por primos. Dawson se puso de pie sobre el suelo extrañamente inclinado debajo de él. Se acercó a la ventana y miró hacia los jardines. La nieve seguía persiguiendo a las sombras, y los primeros brotes verdes suavizaban la corteza de los árboles. Al fondo, los cerezos habían florecido en blanco y rosa.

Geder Palliako había quemado Vanai.

—Ni siquiera nos dejó saquearla —explicó Jorey—. No hubo tiempo, de verdad. Envió un mensajero el día anterior. He matado a los caballos tratando de que me trajeran hasta aquí.

—¡Sí, casi lo has hecho! —se oyó decir Dawson.

—¿Sabe que fuiste tú quien puso a Geder en su lugar?

Dawson tardó un instante en entender la pregunta, y para entonces su mente estaba preparando sus propias preguntas.

—¿Por qué haría eso Palliako? —dijo Dawson—. ¿Trataba de socavar mi autoridad?

Jorey guardó silencio durante un buen rato, mirando los estúpidos ojos brillantes del perro que tenía frente a sí, como si mantuviesen una conversación privada. Cuando por fin habló, sus palabras sonaron dubitativas.

—No lo creo —aventuró Jorey—. Las cosas iban mal. Tomó algunas decisiones equivocadas, y fueron dando sus frutos. Sabía que nadie se lo tomaba en serio.

—¿Hizo arder una de las Ciudades Libres porque sentía vergüenza?

—Porque se sentía humillado —respondió Jorey—. Porque lo humillaron. Y porque es diferente cuando no está delante de ti.

Uno de los perros emitió un gemido largo y suave. Un pájaro revoloteó sobre una rama, miró a los dos hombres y voló de nuevo. Dawson puso los dedos en el panel de cristal frío del solárium, y el calor de su carne empañó el cristal. Su mente se lanzó en una dirección y luego en otra. El río de combatientes y mercenarios que llegaban a Camnipol, pagados por Issandrian con dinero prestado por Asterilhold. La expresión suave e implacable de Paerin Clark, el banquero de la Costa Norte. La ira de Canl Daskellin. Y ahora, la ciudad quemada.

Se movían demasiadas cosas, y todas en diferentes direcciones.

—Esto lo cambia todo —dijo.

—Después le cambió el ánimo —prosiguió Jorey como si su padre no hubiera hablado—. Siempre se mantenía alejado de nosotros, pero antes era un bufón. Todo el mundo se reía de él. Se burlaban de él en su cara, y la mayoría de las veces ni siquiera se daba cuenta. Pero después, nadie volvió a reírse. Ni siquiera él.

La mirada del muchacho se volvió hacia la ventana, a otra cosa. Se trataba de algo distante, pero más real que la habitación, el cristal y los árboles de primavera en el jardín. Había dolor en ese vacío, y fue algo que reconoció. Dawson dejó a un lado el caos. Su hijo lo necesitaba, y por mucho que clamara por su atención, el mundo esperaría.

Dawson se sentó. Jorey lo miró y luego volvió a mirar hacia fuera.

—Cuéntame —le rogó Dawson.

Jorey esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos, y negó con la cabeza.

—He estado en la guerra —dijo Dawson—. He visto a hombres morir. Lo que ahora cargas a tus espaldas lo cargué yo antes que tú, y te perseguirá mientras sostengas su peso. Así que cuéntamelo.

—Tú no hiciste lo que he hecho yo, padre.

—He matado algunos hombres.

—Nosotros matamos niños —rebatió Jorey—. Matamos mujeres. Ancianos que no tenían nada que ver con la campaña, que solo vivían en Vanai. Y los matamos. Les quitamos el agua y les prendimos fuego. Y cuando trataron de salir por las murallas, los abatimos.

Le temblaba la voz y tenía los ojos abiertos por el terror, pero no derramó ni una sola lágrima.

—Cometimos maldades, padre.

—¿Y qué te creías que era la guerra? —le preguntó Dawson—. Somos hombres, Jorey. No chiquillos que se tiran palos unos a otros y pronuncian los hechizos de un mago malvado. Hacemos lo que el deber y el honor nos obligan a hacer, y muchas veces hacemos cosas terribles. Apenas era mayor de lo que eres ahora cuando participé en el asedio de Anninfort. Les hicimos pasar hambre. No les prendimos fuego, pero miles de personas sufrieron una muerte lenta y dolorosa. Y los débiles mueren primero. Los niños. Los ancianos. ¿La peste que asoló la ciudad? Nosotros la llevamos allí. Lord Ergillian envió jinetes a buscar a todos los enfermos que pudiéramos encontrar. Los llamábamos «emisarios», y los enviamos a la ciudad. Murieron, no sin antes propagar la enfermedad. Todos los días llamaban mujeres a las puertas con bebés en los brazos, rogando que nos los lleváramos. Por lo general, no les hacíamos caso. A veces cogíamos a los niños y los matábamos allí mismo, justo fuera del alcance de sus madres.

Jorey se había puesto pálido. Dawson se inclinó hacia delante, y apoyó la mano en la rodilla del joven como lo había hecho desde que el chico tuvo edad suficiente para sentarse. Dawson sintió un momento de tristeza al ver que aquel muchacho delgado desaparecía, y que era ese momento preciso —en esa conversación tan parecida a la que él mismo había tenido con su propio padre en cierta ocasión— cuando el chico descubría el mundo real. El niño tenía que irse y dejarle paso al hombre. Todo eso le daría sentido a la pérdida y la haría soportable. Eso era lo único que Dawson podía ofrecerle.

—Anninfort se rebeló contra el Trono, y tenía que caer. Y para que cayera, debía conocer la desesperación. Debían llevarlos al borde de la inanición. Y no sobrevivieron. Si los niños a quienes matamos (los niños a quienes maté) encontraron el final una semana antes de lo que lo habrían hecho de cualquier otra manera, entonces hice lo correcto. Y entonces sufrí como tú sufres ahora.

—No lo sabía —dijo Jorey.

—No te lo había contado. Los hombres no cargan su peso en los hombros de sus hijos. No se lo conté ni a tu madre. No lo habría soportado. ¿Entiendes lo que digo?

—Vanai era diferente. No había ninguna necesidad de hacerlo.

Dawson abrió la boca para decir algo, con suerte algo sabio y reconfortante, pero sintió que otros pensamientos se agolpaban en su mente con un chasquido casi físico. Vanai. Issandrian. Los mercenarios armados que cabalgaban hacia Camnipol bajo la dudosa excusa de honrar al príncipe Aster. Las fuerzas de ocupación regresando del sur, con Geder Palliako a la cabeza.

—Ah —dijo Dawson.

—¿Padre?

—¿Dónde está Palliako? ¿Está aquí?

—No. Con los hombres. A una semana de camino detrás de mí, tal vez.

—Demasiado lejos. Necesitamos que regrese antes que eso.

Dawson se puso de pie otra vez. Abrió la puerta y llamó a Coe a gritos. El cazador lo estaba esperando. Las primeras instrucciones fueron muy simples: tenía que encontrar a los otros. No solo a Canl Daskellin, sino a los seis que habían unido sus fuerzas a él. Contaban con poco tiempo, y la victoria era incierta. Coe no hizo preguntas, tan solo saludó y desapareció. Cuando se dio la vuelta, miró desconcertado a Jorey.

Dawson levantó la mano, deteniendo las preguntas antes de que salieran de la boca del chico.

—Necesito que me hagas un último favor antes de retirarte a descansar, hijo mío. Siento mucho pedírtelo, pero creo que el destino del Trono descansa en ello.

—Lo que sea.

—Tráeme a Geder Palliako. Lo más rápido que puedas.

—Lo haré.

—Jorey, la muerte de Vanai puede habernos salvado.

Apenas pasó una hora antes de que llegaran los invitados de Dawson. Además de Odderd y Daskellin, acudieron el conde de Rivermarch y Barron Nurring. Los otros no estaban en casa, y Coe salió de nuevo a buscarlos. Sin embargo, con los que había ya era suficiente. Cinco hombres, todos ellos leales a las grandes familias y al mando de territorios estratégicos. Unos estaban sentados, otros de pie, y Canl Daskellin se paseaba inquieto a lo largo de la pared del fondo. Todavía llevaba el sombrero de brocado y bordados que había lucido en el desfile de Issandrian. Clara les había ordenado a dos criadas que llevasen sendas bandejas de agua con sabor a pepino y de quesos al horno, pero estas seguían intactas en la mesa.

Los rumores no habían hecho sino extenderse desde la llegada de un correo con noticias para Simeon. Dawson veía la incertidumbre en todos los rostros, y la sentía en el ambiente. Su propia sensación de urgencia parecía un ser vivo que se arrastrara por su espalda. Si se hacía, había que hacerlo rápido, antes de que se comprendiera el verdadero significado de la noticia. Antes de que Simeon lo comprendiera.

Como un sacerdote ante su congregación, Dawson levantó las manos.

—La matanza de… —empezó, pero se detuvo—. El sacrificio de Vanai ha llegado como una antorcha en nuestra hora más oscura. Y la salvación del Trono Escindido se acerca.

El silencio era profundo.

—Has perdido la cabeza —dijo Daskellin.

—Dejémosle hablar —lo animó el conde de Rivermarch. Dawson asintió con gratitud.

—Pensad en esto. A Geder Palliako se lo conoce por haber estado en desacuerdo con sir Alan Klin, uno de los aliados más cercanos de Issandrian, casi desde el principio. Se las arregló para sustituir a Klin como protector de Vanai…

—¿Se las arregló? —preguntó Daskellin.

—… y en lugar de valerse de su posición para obtener riquezas o jugar a la alta política, tomó una decisión. Una decisión valiente y llena de principios.

—Geder Palliako —le cortó Daskellin mientras se pasaba una mano por el pelo— es un bufón a quien encumbramos con el fin de avergonzar a Issandrian haciendo que la ocupación de Vanai avanzara de la manera más lenta posible. Es un joven inexperto que en toda su carrera militar solo ha recibido una lanza en la pierna y se ha caído de su caballo. Ahora también parece ser un tirano sediento de sangre. Esta noche Issandrian tendrá una docena de hombres que jurarán que su nombramiento fue obra nuestra, y es casi seguro que uno de ellos será lord Ternigan. No vamos a ser capaces de negarlo.

Dawson pudo ver la inquietud reflejada en los ojos de los otros hombres, que tenían los hombros caídos y las cabezas gachas. Si respondía a la rabia con rabia, los dos hombres se atacarían el uno al otro como perros de pelea y la confianza de la camarilla se rompería. Dawson sonrió, y Daskellin escupió sobre las cenizas de la chimenea.

—¿Negarlo? —preguntó Dawson—. Voy a sentarme al lado de Palliako y a mostrarme orgulloso de él. ¿O es que todos vosotros habéis visto hoy un desfile distinto del que he visto yo? ¿A ninguno de vosotros se le ha ocurrido pensar que varios cientos de anteanos leales al mando de Palliako marchan hacia Camnipol en estos momentos?

—No lo entiendo —dijo Odderd.

—Esto es lo que dijimos —explicó Dawson—. Cuando Palliako descubrió que Issandrian traía una fuerza armada a Camnipol, optó por llevar a sus tropas a la defensa del Trono. En lugar de abandonar Vanai a nuestros enemigos, realizó una acción que mostrara el acero de su intención. No le arrebató a la ciudad la última bolsa de plata. No trapicheó para conseguir concesiones para sus aranceles. La quemó como un guerrero de la Antigüedad. Como habrían hecho los dragones. ¿Qué otro hombre en toda Antea es tan fuerte y puro de intenciones? ¿Quién más podría haber hecho lo que hizo él?

—Pero el rey dio su permiso para celebrar estos juegos. ¿Y este ejército que viene a salvarnos? La mitad de los hombres son de Issandrian, y los demás, en el mejor de los casos, desprecian a Palliako —se defendió Daskellin—. Esto es un cuento de hadas.

—No lo desprecian. Lo temen. Y si todos lo decimos con la suficiente fuerza un número suficiente de veces, Issandrian también lo temerá —argumentó Dawson—. Y puesto que nuestras vidas pueden depender de ello, me gustaría sugeriros que lo digamos todos a coro.

—Así que la desesperación se parece a esto… —comentó Daskellin. Dawson le hizo caso omiso.

—Si Issandrian se mueve contra nosotros, se verá que lo de Palliako estaba justificado. Si no lo hace, será porque Palliako le da miedo. De cualquier manera, Issandrian pierde una parte de su control sobre el rey. Y lo hacemos sin tener que vendernos a la Costa Norte ni al Banco Medeano. Esto es un golpe de suerte, mis señores. Seríamos idiotas si miráramos hacia otro lado. Pero tenemos que dar nuestra versión de los hechos ahora mismo. Hoy. Cuando la Corte se vaya a dormir esta noche, es nuestra historia la que tienen que susurrarles a sus almohadas. Esperemos hasta que la opinión se haya asentado, y será cien veces más difícil de cambiar.

—¿Y si Issandrian vuelve su conspiración contra ese muchacho, contra Palliako? —preguntó Barron Nurring.

—Entonces es posible que la espada que está destinada a tu vientre desgarre el suyo —respondió Dawson—. Ahora dime que prefieres que pase otra cosa.