—Ten cuidado —dijo Marcus.
—Tengo cuidado, señor.
—Bueno, pues entonces ten más cuidado.
Siete intentos previos yacían en el suelo entre ellos: contratos y acuerdos entre gente ya muerta sobre riquezas que habían sido pasto de las llamas, ahora sin propósito alguno. Pero, como Cithrin había dicho, cada uno de ellos llevaba la firma y la huella dactilar ensangrentada del magíster Imaniel de Vanai. El truco consistía en sumergir el pergamino en la cera para que cubriera el nombre y el pulgar, pero nada más. Una vez hecho eso, podría sumergirse la página en un baño de agua con sal, y frotarla con aceite para diluir la tinta. Después de dejarlo un día en el baño, podrían utilizar la piedra de un escribano para raspar la tinta, y luego un lavado de orina para blanquear cualquier resto de marcas. Al final, tendrían una página en blanco, lista para que Cithrin plasmara en ella las palabras cuidadosamente practicadas, una página ya firmada y refrendada por el exdirector del banco. Un hombre, como dirían los papeles, que predijo la muerte inminente de su ciudad a manos de Antea y que había urdido un plan para refundar su sucursal en Porte Oliva, con Cithrin convertida en su agente.
Siempre que pudiera poner la cera en el lugar correcto. Marcus se inclinó hacia delante, los dedos extendidos hacia un lado del documento.
—Si tú solo…
—¿Señor?
—¿Yardem?
El tralgu inclinó las orejas hacia atrás, tan pegadas a la cabeza que los pendientes le tocaban el cuero cabelludo.
—Ve allí, señor.
—Pero yo…
—Que vayas.
Marcus tamborileó en el aire justo por encima del pergamino, gruñó y se alejó. Habían desplazado y reorganizado las cajas que había en la pequeña vivienda ubicada encima del local de apuestas, de modo que lo que antes era una pequeña habitación se había convertido en dos aún más pequeñas. En el exterior siseaba un viento cálido de primavera, que sacudía las persianas y hacía que todo el mundo pareciera incómodo y agitado. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Marcus descansara en un puerto del sur, y el rico olor a la sal de la bahía le recordó al pescado del día anterior. Cithrin estaba sentada en un taburete. Vestía sus ropas de carretero, y tenía a Cary apretada a su lado. Maese Kit estaba a unos pasos de distancia, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Eso está mejor —le indicó maese Kit—, pero creo que te has pasado un poco de largo. No quiero que parezcas agobiada. En lugar de pensar en el peso, imagínate cómo te moverías con una capa de lana pesada.
Cary llevó la mano a la espalda de Cithrin.
—Aquí estás demasiado tensa —dijo Cary—. Relaja esa zona y pon la tensión más hacia aquí.
Cithrin frunció el ceño, y dos medias lunas diminutas aparecieron en las comisuras de los labios.
—Como si los pechos te pesaran mucho —comentó Cary.
—Ah —le respondió Cithrin, animándose—. Vale.
Se levantó de su taburete, avanzó un paso hacia maese Kit, dio media vuelta y volvió a sentarse. Marcus no sabría decir qué había cambiado en la forma en que se movía la niña, solo que era diferente. Parecía más mayor. Maese Kit y Cary se sonrieron el uno al otro.
—Un progreso —dijo maese Kit—. Un progreso indiscutible.
—Creo que estamos listas para bajar a la plaza —comentó Cary.
—Contáis con mi bendición —replicó maese Kit, quien dio un paso atrás y estuvo a punto de chocar con Marcus. Las dos mujeres, cogidas de la mano, se abrieron paso a través del estrecho pasillo hasta la escalera.
—Baja las caderas —le aconsejó maese Kit—. Descansa el peso en ellas. No camines con los tobillos.
El crujido de las tablas se alejó hasta que la pareja estuvo en la calle y se fue. Una corriente de aire sopló por la escalera, y la puerta de la planta baja se cerró de golpe. Marcus dejó escapar el aliento y se sentó en el taburete.
—Creo que es muy buena —reconoció maese Kit—. No es muy consciente de su propio cuerpo, pero tampoco muestra ningún miedo en particular, y con eso creo que ya está hecha la mitad del trabajo.
—Eso es bueno —dijo Marcus.
—Parece que los cortes de los dedos pulgares están cicatrizando muy bien. Espero que le salgan unos buenos callos. Como si llevara unos cuantos años firmando contratos. ¿Le has puesto lejía en las heridas?
—Cenizas y miel —dijo Marcus—. Es igual de bueno, y no tiende a infectarse.
—Muy acertado. Pensé que sería buena idea aprovechar sus tres cuartas partes de cinnae. Si tuviera más de pura sangre, el otro cuarto de primera sangre podría interpretarse más como años que como un linaje.
—De todos modos, siempre he pensado que los cinnae son muy fuertes —dijo Marcus—. Son rivales terribles en una pelea. No les afectan los golpes.
Maese Kit apoyó un hombro contra la pared. Sus oscuros ojos se clavaron en Marcus como si el actor estuviera leyendo un libro.
—¿Y cómo estás tú, capitán?
—Esto no me gusta nada —le respondió Marcus—. No me gusta este plan. Me parece terrible que estemos falsificando documentos. Me parece terrible que Cithrin os empujara a ti y a los tuyos a hacer esto. No hay nada de esto que no me parezca terrible.
—Y sin embargo, parece que has elegido venir.
—No se me ocurría nada mejor —se excusó Marcus—. A excepción de llenar nuestros bolsillos y marcharnos. Esa idea todavía me seduce.
—Entonces, ¿por qué no lo haces? Las cajas están aquí. Yo diría que te has ganado tu salario con creces.
Marcus dejó escapar una risa amarga y se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas. Desde el otro lado de la habitación, Yardem soltó un gruñido de satisfacción. Había acertado con la cera y le estaba saliendo bien.
—Esto no puede acabar bien —advirtió Marcus—. Ella no puede limitarse a decir que ahora todo es suyo, y que sea cierto por el mero hecho de decirlo. Es como entrar en Cabrai y anunciar como de pasada que eres el nuevo alcalde de Upurt Marion, y que ahora cobrarás todas las tasas portuarias. ¿Y qué problemas provocará todo esto? No lo sabemos. Al final de la estación, todas las empresas comerciales y la Corte real tendrán una teoría sobre qué intenta exactamente Komme Medean al invertir en Porte Oliva. Dirán algo sobre la relación de Birancour y Cabrai, y si el cargamento de Qarthadath está llegando aquí o allá. ¿Por qué no hay una sucursal aquí ya? ¿Es porque la reina advirtió de que no la implantaran? En este momento podríamos estar violando media docena de tratados y acuerdos, y no lo sabemos.
—Estoy de acuerdo con todo lo que dices —asintió maese Kit—. El riesgo parece real.
—Estamos a punto de hacer que un banco con una gran cantidad de dinero e influencia haga un movimiento demasiado audaz e inesperado, y ni se te ocurra que la gente vaya a apreciar el hecho de que nosotros llevemos el timón.
—¿Y por eso no te gusta el plan?
—Exacto —respondió Marcus.
Maese Kit miró hacia abajo. El viento se calmó, y luego sopló de nuevo. Presionaba contra las paredes de la pequeña habitación y agitaba el aire.
—¿Por qué no te gusta este plan, capitán? —le preguntó el actor.
Sintió una punzada de fastidio, y entonces la sensación fría, casi enfermiza de la respuesta correcta que nadaba en su mente. Se rascó la pierna, y sintió la rugosidad de la tela contra los dedos. Sus manos parecían más viejas de lo que deberían. Cuando pensaba en ellas, aún le parecía que estaban como durante su primera campaña. Fuertes, suaves y poderosas. Ahora había en ellas tantas cicatrices como piel. Le habían rebanado de un tajo la uña del pulgar derecho, y no había vuelto a crecer del todo bien. Tenía los nudillos más grandes y los callos más amarillos. Se miró las palmas. Si se fijaba bien, aún podía distinguir las marcas blancas donde un perro le había mordido en cierta ocasión, hacía una eternidad.
—Ella conoce los riesgos, pero no los entiende —continuó Marcus—. Aunque le diga todo lo que te acabo de decir, me lo rebatirá argumento tras argumento. Dirá que el capital recuperado justifica la decisión. Que la sociedad de cambio no se hace responsable de ella, ni tampoco las demás filiales, así que todo lo que ella haga será un avance con respecto a la situación preexistente, en la que el dinero tan solo se había perdido.
—Y entonces… —dijo maese Kit.
—Yo sé cómo protegerla de los matones y los saqueadores. Sé cómo luchar contra los piratas. Pero no sé cómo protegerla de sí misma, y por Dios que esa chica es el mayor peligro para sí misma.
—Puede ser difícil, ¿no? Perder el control —preguntó maese Kit.
—Como si yo pudiera controlarla… —se lamentó Marcus.
—Yo creo que sí, pero estoy abierto a que me demuestres lo contrario.
—¿Cuáles son las tres decisiones que ha tomado antes? Desde que la conozco, quiero decir.
Yardem Hane se alzaba detrás del actor. Se estaba limpiando el aceite de los dedos con un trozo de tela gris. Por un momento, Marcus pensó que la conversación podría distraer al tralgu, pero a juzgar por la expresión pasiva del tralgu daba la impresión de que quería escuchar lo que decían.
—Se puso aquel vestido —le indicó Marcus—. Y decidió ir a tus actuaciones.
—¿Dos, entonces? —preguntó maese Kit.
—Y cenó pescado —añadió Marcus.
—¿Y cómo puedes comparar con los otros contratos que has cumplido? —preguntó maese Kit—. No creo que hayas pensado en Cithrin como alguien que te ha contratado, sino como en una niña que nada a contracorriente. ¿Te ha pagado?
—No tenía dinero —tronó el tralgu.
—Tú quédate al margen de esto —le ordenó Marcus—. Ella no podía. No tenía dinero propio. Todo eso le pertenece a alguien.
—Y ahora —dijo maese Kit—, parece que podría ofreceros oro. Y tomar decisiones más importantes que si hoy va a comer pescado o pollo, o comprarse algún vestido. Si las cosas le van bien, ella misma decidirá dónde vivir, cómo protegerse y si quiere hacerlo, y el millón de cosas que apareja su oficio. Y sospecho que estarás aquí, así, a su lado, protegiéndola. Pero solo en calidad de capitán contratado.
—¿Y no es eso lo que he estado haciendo todo este tiempo? —preguntó Marcus.
—Más bien es lo que no has estado haciendo —observó maese Kit—. Si lo hubieras hecho, antes de matar a Opal habrías consultado con Cithrin.
—Me habría dicho que no.
—Y creo que por eso no se lo preguntaste. Y porque te da miedo el momento en que tengas que hacerlo, y quieres aplazarlo, incluso aunque crees que está equivocada.
—Es una niña —dijo Marcus.
—Todas las mujeres han sido niñas antes —le rebatió maese Kit—. Cithrin. Cary. La reina de Birancour. Incluso Opal.
Marcus profirió una obscenidad en voz baja. Los apostadores del local pregonaban sus ofertas en la calle. Una gran fortuna podría ser suya. Había muchas probabilidades de que les saliera una buena apuesta.
—Siento lo de Opal —se disculpó Marcus.
—Lo sé —dijo maese Kit—. Yo también. La conocía desde hacía muchos años, y disfruté de su compañía al menos más de la mitad de ese tiempo. Pero ella era quien era, y tomó sus decisiones.
—Y además eras su amante, ¿no? —preguntó Marcus.
—No de un tiempo a esta parte.
—Y ella formaba parte de tu compañía. Viajaba contigo. Era uno de los tuyos.
—Lo era.
—Y me dejaste matarla —añadió Marcus.
—Lo hice —reconoció maese Kit—. Creo que las consecuencias pueden ser dignas, capitán. Creo que implican la existencia de una especie de verdad, y trato de cultivar un profundo respeto por la verdad.
—Lo que significa que se trata de un error de Cithrin.
—Si eso es lo que me has oído decir…
Yardem levantó una oreja, y sus pendientes tintinearon. Marcus sabía lo que estaba pensando el tralgu. «Ella no es tu hija». Marcus apoyó un pie contra el muro de cajas. Las riquezas de una ciudad que ya no existía. Las gemas y las joyas, la seda y las especias transportadas para escapar de las llamas. Ninguna de esas cosas les devolvería a ninguno de los muertos. Ni siquiera por un día.
Entonces, ¿cuál era el propósito?
—Su plan no es malo —dijo Marcus—. Pero tengo derecho a que no me guste.
—Y respeto tu derecho —le aseguró maese Kit con una sonrisa—. ¿Vamos a preparar el baño de aceite para los futuros documentos fundacionales del Banco Medeano en Porte Oliva antes de que las mujeres estén de vuelta?
Marcus suspiró y se levantó.
Cuando llegó el alba, Marcus caminaba al lado de ella. Las mañanas aún eran frías, pero no tanto como para ver el aliento saliendo de las bocas. Los hombres y las mujeres de las tres razas predominantes de la ciudad pasaban unos junto a otros como si las diferencias en sus ojos, en sus constituciones y en su piel no les preocuparan de manera especial. La niebla de la mañana cubría la plaza mayor, convirtiendo en gris el verde del pavimento de jade de dragón. Los condenados de la ciudad se estremecían de frío. Habían ahorcado a dos hombres primera sangre por asesinos. Una mujer cinnae se sentaba en un corral, encadenada por los tobillos; la habían condenado por ser una deudora recalcitrante. Un hombre kurtadam estaba colgado de las rodillas y casi no podía respirar. Contrabando. Marcus se dio cuenta de que Cithrin aminoraba la marcha. Se preguntó a qué condena se exponían por lo que iban a hacer. Parecía poco probable que los jueces conocieran precedentes.
Las anchas puertas de cobre y roble del palacio del Gobernador ya estaban abiertas, una corriente de humanidad se vertía dentro y fuera de la sede de la autoridad. Cithrin levantó la barbilla. Smit le había pintado la cara antes de salir. Líneas tenues y grisáceas alrededor de sus ojos. Un rubor rosa y grisáceo en sus mejillas. Llevaba un vestido negro que halagaba sus caderas, pero de la forma en que una matrona puede verse halagada. No era la chica fresca de su hogar paterno. Podría tener treinta años. Podría tener quince años. Podría tener cualquier edad.
—Ven conmigo —lo invitó ella.
—No des saltitos —dijo él, y ella aminoró la marcha de nuevo, un paso detrás de otro, en calma.
Dentro del palacio, la luz solar se filtraba a través de los grandes ventanales de cristales de colores. El rojo, el verde y el dorado se derramaban por el suelo, por la doble escalinata. Se reflejaba en las pieles de las personas que caminaban por el interior, dejando a Marcus con la sensación de estar en alguna gruta encantada de una canción infantil, donde los peces de colores habían sido cambiados por políticos y cortesanos. Cithrin dio un suspiro largo y tembloroso. Por un momento, Marcus pensó que ella estaba a punto de echarse atrás. Girar sobre sus talones, huir y abandonar aquella locura. En cambio, se adelantó y puso una mano en el brazo de una mujer kurtadam que pasaba.
—Perdóname —la interpeló Cithrin—. ¿Dónde puedo encontrar al prefecto de oficios?
—Sube la escalera, señora —contestó la kurtadam con su suave ceceo del sur—. Es un cinnae como tú. Ve a la mesa de fieltro verde, señora.
—Muchas gracias —le agradeció Cithrin, y se volvió hacia la escalera. La mujer kurtadam fijó la mirada en Marcus, y él asintió al pasar. Como guardaespaldas, se sentía fuera de lugar. Había unos pocos hombres de la reina, dispersos entre la multitud, pero por lo que pudo ver no había más guardias privados que él. Se preguntó si en el verdadero Banco Medeano lo habrían dejado entrar, o si lo habrían echado.
Cithrin se detuvo en lo alto de la escalera, y él también. Las prefecturas estaban dispuestas al azar alrededor de la sala, como si un niño enorme hubiera estado jugando con ellas y las hubiera esparcido por el suelo. No había pasillos, ni filas. Todas las mesas estaban rodeadas de gente, y si había un sistema que ordenaba aquel caos, Marcus no pudo verlo. Cithrin asintió para sus adentros, le hizo a Marcus un gesto para que se quedara cerca, y se metió en el lío. Avanzó hasta llegar a una mesa cubierta con fieltro verde donde un hombre cinnae con una túnica marrón consultaba documentos de una pila de pergaminos. Una pequeña escala de pesos descansaba junto a él, como soldados en posición de firmes.
—¿Puedo ayudarte? —se ofreció.
—He venido a presentar unas cartas fundacionales —dijo Cithrin. Marcus sintió que su corazón se aceleraba, como en los instantes previos a una batalla. Cruzó los brazos y frunció el ceño.
—¿De qué clase de empresa se trata, señora?
—Un banco —respondió Cithrin, como si fuera algo perfectamente normal. El prefecto de oficios la miró como si la viera por primera vez.
—Si te refieres a un local de apuestas…
—No —dijo Cithrin—. A una sucursal de la casa madre, que está en Carse. Tengo los papeles, por si deseas verlos.
Se los ofreció. Marcus estuvo seguro de haber olido a orina vieja, y de que la parte de la página que la cera había protegido mostraba tres tonos más oscuros que el resto. El prefecto se reiría, llamaría a los hombres de la reina, y el juego terminaría allí mismo, antes siquiera de haber empezado.
El hombre cinnae tomó el pergamino como si fuera de cristal delicado. Frunció el ceño, y su mirada pasó por alto las palabras. Se detuvo y miró a Cithrin. Su pálido rostro se sonrojó.
—¿El… el Banco Medeano? —preguntó. Marcus percibió que las demás conversaciones se iban aplacando hasta el silencio. Todas las miradas se volvieron hacia ellos. El prefecto tragó—. ¿Será esto una licencia restringida o libre?
—Creo que la carta pide que sea libre —dijo Cithrin.
—Así es. Así es. Una sucursal completa y libre de cargas del Banco Medeano.
—¿Supone eso un problema?
—No —respondió el hombre, y titubeó al leer el nombre de ella en los papeles—. No, señora Bel Sarcour, solo que nadie nos había dicho nada. Si el gobernador lo hubiera sabido, habría estado aquí.
—No pedimos que estuviera —dijo Cithrin—. ¿Puedo pagarte las tasas a ti?
—Sí —respondió el prefecto—. Sí, eso estaría bien. Deja que te…
Durante lo que pareció un día entero, y probablemente duró menos de media hora, Cithrin trató con el burócrata. El pago fue entregado por el banco, evaluado, aceptado y escrito el recibo. El hombre escribió una nota en una hoja de papel cebolla de color rosa, estampó un sello con tinta en la página, lo firmó, e hizo que Cithrin escribiera su nombre encima de su firma. Luego le ofreció una pequeña cuchilla de plata. Como si lo hubiera hecho mil veces antes, Cithrin se hizo un corte en el pulgar y lo apretó sobre la página. El prefecto hizo lo mismo.
Y así se hizo. Cithrin cogió el papel cebolla, lo dobló y se lo guardó en la bolsa que colgaba de su cinturón. Marcus la siguió por la escalera y salieron a la plaza. El sol ardía contra la niebla, y los sonidos del tráfico humano eran el mismo rugido bajo al que estaban acostumbrados.
—Somos un banco —dijo Cithrin.
Marcus asintió. Se habría sentido mejor si hubiera habido alguien con quien pelear. O, por lo menos, a quien amenazar. La ansiedad de lo que acababa de hacer requería un poco de libertad. Cithrin cogió un puñado de monedas de su bolsa y se las tendió.
—Ten —dijo—. Esto es para contratar a más guardias. Ahora que es mi dinero, puedo gastarlo. Estoy pensando en una docena de hombres, pero que lo decida tu buen juicio. Necesitaremos guardias diurnos y nocturnos, y luego unos pocos para acompañar los bienes cuando los traslademos. No transporté todas esas sedas hasta llegar a las Ciudades Libres para que ahora me las arrebate cualquier ladrón callejero. Les he echado el ojo a un par de lugares desde donde podría operar el banco y causar mucha mejor impresión que encima de un tenderete de juegos de azar.
Marcus miró las monedas. Eran las primeras que recibía de ella, así que aquella había sido su auténtica primera orden.
El calor que sintió en el pecho fue tan sorprendente como poderoso. Fueran cuales fuesen las consecuencias de sus actos, la chica había hecho algo que muy poca gente habría tenido el valor de hacer. Vaya con el chico medio idiota, el carretero a quien había conocido en Vanai el otoño anterior.
Estaba orgulloso de ella.
—¿Hay algún problema? —preguntó Cithrin con verdadera preocupación en la voz.
—No, señora —dijo Marcus.