Las noticias de la destrucción de Vanai llegaron a Porte Oliva. En el Gran Mercado y en el puerto, en las tabernas y en las posadas, y en los peldaños que conducían al laberinto de ladrillo y vidrio que era el palacio del Gobernador, los detalles se amontonaban unos sobre otros con cada informe que llegaba por barco o a caballo, y con la pura especulación. La ciudad había ardido durante tres días. Las fuerzas anteanas habían trabado las puertas y asesinado a todo aquel que intentaba escapar. Los canales habían sido drenados para que no hubiera agua con la cual apagar el fuego. Los anteanos habían vertido barriles de aceite de lámpara en las calles antes de marcharse. El calor había hecho añicos las piedras. El humo había llevado el olor a quemado incluso hasta Maccia y había hecho que los atardeceres fueran rojos. Los cuerpos chamuscados aún obstruían los diques de Newport.
Cithrin cogió cada rumor como si fuera uno de los omnipresentes mendigos que buscaban monedas caídas. Al principio no se lo había creído. Las ciudades no mueren de la noche a la mañana. Las calles y los canales que ella había conocido de toda la vida no podían haberse convertido en ruinas solo porque alguien afirmara que así era, aun cuando quien hablara fuera un general anteano. Era absurdo. Pero cada vez que oía la noticia, con cada nueva voz que repetía las mismas cosas, su incredulidad se iba desvaneciendo. Aun cuando todas fueran ecos unas de otras, el peso de su creencia combinada la arrastró.
Vanai estaba muerta.
—¿Estás bien? —le preguntó Sandr.
Cithrin se inclinó hacia delante con las piernas colgando del costado del carro del actor como un niño sentado en un taburete demasiado alto. A su alrededor se arrastraba la muchedumbre de mediodía. Observó a un muchacho cinnae delgado como un junco enhebrarse a través de la multitud de cuerpos, y siguió su incoloro pelo pajizo. El olor a salmuera del mar hacía que el aire pareciera más frío de lo que estaba. Ella no sabía cómo responder, pero lo intentó.
—No lo sé. Creo. Es difícil vivir en medio de todo esto —dijo ella, señalando la muchedumbre humana que los rodeaba— y sentir de verdad las muertes. Quiero decir… Sé que el magíster Imaniel ha muerto. Y Cam también debe de estar muerta. Todos los niños que jugaban en las calles están muertos, y eso a veces me entristece. Pero cuando empiezo a pensar en que todo ha desaparecido (el mercado, los palacios, las barcazas y todo lo demás), me parece… no sé. ¿Abstracto?
—Es una buena manera de definirlo —dijo Sandr, quien asintió como si supiera a qué se refería ella.
—Ahora no me conoce nadie. He vivido toda mi vida en Vanai. Era como si todo el mundo supiera quién era yo. Qué era yo. Y ahora que todos han desaparecido, ya nada me ata a ello. El capitán Wester, Yardem Hane, la compañía de maese Kit y tú. Ahora mismo sois las personas que mejor me conocéis en el mundo.
—Es duro —dijo Sandr, tomándole la mano.
«No, esa es la única parte buena —pensó ella—. Cuando nadie sabe lo que eres, puedes ser cualquier cosa».
—¡Sandr! —gritó maese Kit—. Ya es hora.
—Sí, señor —dijo Sandr, y se puso en pie de un salto. Miró a Cithrin, que estaba debajo de él, y esbozó una leve sonrisa, de un modo muy parecido a como lo hacía cuando estaba sobre el escenario—. ¿Estarás aquí cuando acabe?
Cithrin asintió. Tampoco tenía muchos más sitios adonde ir. Además, el repentino cambio de actitud de Sandr le pareció interesante. Suponía que alguna chica más atractiva que ella lo había rechazado y que había vuelto a cortejarla mientras recuperaba la confianza en sí mismo. Él creía que, después de lo que había pasado junto a la balsa del molino, ella era una conquista fácil. Cithrin se preguntaba si lo era. Más que eso, se preguntaba si le gustaría serlo. Se deslizó fuera del carro y entre la multitud.
Mikel ya estaba ahí, simulando sin mucho entusiasmo ser un lugareño. Él captó su atención y le sonrió. Ella asintió con un gesto, y luego se volvió a mirar como Smit y Hornet bajaban el escenario. Cuando las cadenas engranaron, maese Kit apareció sobre las tablas. Ya no vestía sus ropas de Orcus, el Rey Demonio. Tras la desaparición de Opal, habían eliminado del repertorio la historia de Aleren Matahombres y la Espada de los Dragones. En su lugar, vestía una corta capa azul que llameaba desde los hombros de una túnica a juego. Una cinta de color amarillo brillante hacía las veces de liga a unas medias verdes. De sus pies brotaban, como si de setas gigantes se tratara, los zapatos más ridículos que jamás hubiera visto el ojo humano.
—¡Ho-la! —gritó maese Kit en un cómico falsete—. ¡He dicho hola! Sí, tú, el que lleva ese magnífico sombrero. Dios sabe que no tienes nada mejor que hacer. Y tú, allá, en el fondo. Acercaos, podríais ver algo que os gustara. ¿Qué? Podríais. Y…
Maese Kit se detuvo con su rostro convertido en una máscara por alguna visión impactante. Cithrin se estremeció de miedo y se volvió a medias para seguir su mirada.
—Oh, tú no, querida —siguió maese Kit con el mismo falsete, agitando la mano como si fuera un gorrión—. Tú a lo tuyo.
La multitud se rio. La tarea de Cithrin y Mikel consistía en guiarlos, pero ya había otra media docena de personas detenidas a mirar. La maldición de la novia era una comedia erótica con media docena de cambios de ropa que una única mujer podía realizar. Maese Kit había modificado los diálogos originales para adaptarlos a las características de Porte Oliva: las rimas que mentaban al rey en el original se referían ahora a una reina, y en lugar de un malvado terrateniente disfrazado de yemmu, con hombros y colmillos falsos, Smit saltó al escenario vestido con una piel de oveja cubierta de abalorios, que representaba al kurtadam menos convincente del mundo. Cithrin se rio y aplaudió, no tanto para conducir a la muchedumbre como por sumarse a su propio flujo.
Cuando llegó el final de la obra y los actores saludaron al público en medio de una modesta lluvia de monedas, Cithrin casi estaba sorprendida por tener que regresar a su propia vida. Escondida en Porte Oliva, a la espera de que los siguientes ladrones la atacaran en medio de la noche.
Y Vanai, muerta.
Sandr salió del carro limpiándose la pintura de la cara con un trapo húmedo. Los restos que había en sus ojos y en la boca lo hacían parecer más joven de lo que era. O tal vez ahora aparentase su verdadera edad, cuando lo habitual era que se hiciera pasar por un perro viejo.
—Ha salido bien —dijo con una sonrisa.
—Sí —coincidió Cithrin.
—Te invito a esa comida ahora, si quieres —añadió. Cithrin miró hacia atrás y entrevió a Cary frunciendo el ceño desde el carro. Se imaginó lo que ella estaría viendo. Sandr, el actor principal. Cithrin, la inocente segunda opción. O puede que a Sandr, un miembro de la compañía, y a Cithrin, el motivo por el cual Opal ya no estaba con ellos. Podía tener los labios apretados y el ceño fruncido por culpa de ella, o por Sandr. Cithrin no lo sabía.
«Averígualo», le dijo el magíster Imaniel desde su memoria o desde su tumba.
Cithrin levantó una mano a la altura de su cintura, apenas un saludo. Cary se lo devolvió, y después señaló a Sandr y ladeó la cabeza. «¿En serio?». Si hubiera estado enfadada por lo de Opal, a lo sumo le habría sonreído y le habría devuelto el saludo. Sorprendida por sentirse aliviada, Cithrin se encogió de hombros. Cary puso los ojos en blanco y se metió otra vez en el carro.
—¿Qué? —preguntó Sandr mirando hacia atrás—. ¿Me he perdido algo?
—Solo a Cary —dijo Cithrin—. ¿Decías algo sobre una comida?
La taberna más cercana a sus habitaciones servía platos de pollo y zanahorias encurtidas que, según afirmaban, iban bien con la cerveza negra. Sandr pagó cinco monedas más por el privilegio de una mesa privada, con un único banco, que estaba separada de la estancia común por una tela bordada demasiado humilde como para poder llamarla cortina. Se deslizó sobre el banco que tenía al lado, con una jarra de peltre llena de cerveza negra para él y un gran jarro de vino generoso para ella. Apoyó con tranquilidad su pierna contra la de Cithrin, como si el contacto fuera algo completamente normal. Cithrin pensó en moverse para dejar un poco de aire entre ellos. En lugar de eso, se bebió un generoso trago de vino, y disfrutó del escozor que le producía en la boca. Sandr sonrió y le dio un sorbo a su cerveza.
Cithrin se dio cuenta de que se trataba de una negociación. Él quería hacer algunas de las cosas que acababa de simular en la comedia erótica, y a cambio estaba dispuesto a ofrecerle comida y alcohol, atención y compasión. Y, lo supiera él o no, experiencia. El intercambio implícito era algo de lo que el magíster Imaniel había hablado varias veces, siempre con desdén. A él le agradaba la precisión que da medir el dinero. Allí, en la calidez de la taberna, con los sabores de la carne salada y el vino generoso calentándole la sangre, Cithrin no sabía si estar de acuerdo con él. Sin duda, siempre había margen para la imprecisión.
—Siento lo de Vanai —dijo Sandr, utilizando la misma táctica de antes de la obra.
Ahora bien, ¿qué efecto iba a producir eso en Cithrin? Suponía que recordarle a ella cuánto necesitaba ese consuelo y esa sensación de estar conectada. Hacer que las cosas que él le ofrecía parecieran valiosas. Con todo, eso ya lo había hecho. Sería un error decirlo una vez más. Tal vez, si la intercalara con otras maniobras… Él podría menospreciar el punto de vista de Cithrin en aquel intercambio. Si, por ejemplo, hubiera criticado su vestido o su corte de pelo, dejando claro que acostarse con ella no era, a fin de cuentas, algo tan importante. En ese caso, corría el riesgo de que ella se ofendiera y la negociación acabara. O que fingiera ofenderse como una forma de obligarlo a elevar su oferta.
—¿Cithrin? —preguntó, y ella sacudió la cabeza.
—Lo siento —respondió Cithrin—. Tenía la cabeza en otro lugar.
—La cerveza es buena. ¿Has estado aquí antes?
—Me apetecía mucho —dijo ella—. Pero siempre acaba pasando algo.
—¿Quieres un poco?
—Bueno —dijo ella.
Cithrin había previsto que él le pasara su jarra, pero en lugar de eso Sandr levantó el brazo llamando a la camarera y compró una jarra para ella sola. La cerveza era compleja y espesa. El alcohol acechaba oculto en un rico juego de sabores. No tenía la limpieza punzante del vino generoso. ¿Qué había dicho el capitán Wester? «La emborrachas hasta dejarla estúpida para que abra las piernas». Algo así.
Se le ocurrió que Sandr no era un hombre que tuviera una gran variedad de estrategias.
—No recuerdo a mis padres —dijo Cithrin—. El banco me crió, pagó mi ropa y mis tutores.
—Debes de haberlos querido mucho —dijo Sandr, interpretando el papel de paño de lágrimas, presionando con su voz y con su muslo un poquito más. Con todo, Cithrin sopesó el asunto. ¿Había querido al magíster Imaniel? Suponía que sí. Sin duda había querido a Cam y deseado a Besel. Había llorado por ellos cuando llegaron las primeras noticias. Pero ahora no lloraba. La pena todavía estaba ahí, con ella, pero había algo más. Una terrible sensación de que todo era posible.
—Supongo que sí —respondió ella.
Él le tomó la mano, como por compasión. Arrugó las cejas y se inclinó hacia ella.
—Lo siento, Cithrin —dijo él y, para el asombro de Cithrin, sus propios ojos se llenaron de lágrimas. Eso no podía estar bien.
Sandr se inclinó hacia delante y le dio un suave toquecito en los ojos con el puño de la manga, enjugándole las lágrimas que él había provocado. La punzada de resentimiento ante ese pequeño gesto hipócrita le abrió los ojos.
—¡El capitán Wester! —gritó con voz ahogada, y Sandr le soltó la mano como si lo hubiera mordido. Espió desde detrás del amago de cortina.
—¿Dónde?
—Acaba de entrar en la otra habitación —dijo Cithrin—. Vete, Sandr. ¡Antes de que te vea!
Sandr tragó, asintió y se escurrió del banco hacia la puerta del callejón. Cithrin lo observó mientras se iba, después extendió la mano y cogió también la jarra de Sandr para sí. Al fin y al cabo, sí que iba bien con el pollo. Mientras bebía, su mente vagaba. No estaba enfadada con Sandr, pero no podía respetarlo. Cualquier otra noche podría haberle seguido la corriente, siquiera para descubrir adónde conducía todo aquello. Pero estaba cada vez más claro que maese Kit tenía la intención de permanecer algún tiempo en Porte Oliva. Puesto que ella no estaba segura de cuándo o cómo se marcharía de la ciudad, establecer ese tipo de relación sin duda complicaría las cosas. Además, ¿y si se quedaba embarazada? Entonces todo se vendría abajo. Era más fácil quedarse fuera que intentar salir después. Y, con todo, se preguntaba cómo habría sido. Su mente volvió a la balsa del molino, la nieve contra su piel, el peso del chico sobre su cuerpo.
Se acabó la segunda cerveza, y volvió al vino generoso. Se suponía que el alcohol ablandaba los sesos, pero ella no se sentía blanda en absoluto. O, por lo menos, no de una manera que la dejara inconsciente. Cierto, estaba más relajada. El omnipresente nudo en la boca del estómago se había aflojado un poco, y se sentía cómoda con su cuerpo. Pero tenía las ideas tan claras como siempre. Puede que más claras. Tenía la sensación de que justo debajo de su conciencia se movían grandes ideas, y su mente las comparaba y hacía planes con una velocidad y una elegancia que ni siquiera ella misma era capaz de seguir. Se comió las zanahorias encurtidas, se acabó el vino y pidió otra jarra de cerveza.
Cuando salió por la puerta, el sol ya se había puesto. Porte Oliva se arrellanaba bajo la luz del crepúsculo. Los faroles vacilaban y brillaban. Hombres y mujeres se escurrían por las calles, ansiosos por llegar a sus casas antes de que el ocaso tocara a su fin. El aire estaba frío, pero no helado. No se trataba tanto de un moderado atardecer de invierno como de una fresca primavera. Se dejó llevar por la calle, mientras su mente cogía sus pensamientos, los examinaba y los dejaba libres otra vez. Cuán viejo parecía Sandr cuando estaba sobre el escenario, y cuán joven cuando estaba fuera de él. El vacío de su corazón por las muertes del magíster Imaniel y Cam, la necesidad casi vertiginosa de llenarlo, y su distanciamiento casi clínico de su propio dolor. El viaje pendiente a Carse, llevando a escondidas las riquezas que había robado. Los libros de registro del banco, sumas y cifras que trazaban su historia desde el documento fundacional hasta la última estampida de aristócratas que huían. La traición de Opal y la lealtad del capitán Wester. Recordó algo que maese Kit había dicho sobre la forma del alma de Wester, y se preguntaba qué forma podría tener su propia alma.
Una mujer cinnae pasó deprisa, con las ropas envueltas en gasa de color rosado y anaranjado, y el rostro pálido como la luna. Un perro ladró desde la sombría boca de un callejón. Junto a ella pasaron tres kurtadam, con los abalorios de sus pieles entrechocándose y tintineando. Dijeron algo que ella no comprendió y después se rieron al unísono. Cithrin no les prestó atención. El brillo de sus propias ventanas brillaba justo delante. Si alguien la atacara ahora, le bastaría con gritar y el capitán Wester y Yardem Hane acudirían en su ayuda. Era un pensamiento agradable, y la hizo sentir segura, lo estuviera o no.
Subió la escalera y oyó el constante traqueteo de los pasos del capitán Wester. Abrió la puerta y se encontró con su ceño fruncido.
—Has estado fuera un buen rato —observó él.
Cithrin se encogió de hombros.
—¿Cuánto has bebido?
Cithrin caminó hasta el catre y sentó junto al tralgu. Yardem olía a campo abierto y perro mojado. Reprimió el impulso de rascarle las anchas espaldas. El capitán Wester todavía la miraba, esperando una respuesta.
—No lo recuerdo con exactitud —dijo ella—. La mayor parte no la pagué yo.
Wester arqueó una ceja.
—El deshielo casi está aquí. Debemos tomar alguna decisión —dijo ella, con palabras precisas y bien articuladas.
—Eso es verdad —reconoció el capitán mientras se cruzaba de brazos.
La débil luz del día que entraba por la ventana suavizaba las líneas de su ceño arrugado y el color gris de sus sienes. Parecía joven. Cithrin recordó que Opal había encontrado atractivo a aquel hombre, y se preguntó si ella también lo encontraba atractivo. Había vivido varias semanas con él. Meses, si tenía en cuenta el viaje por la senda. Se preguntó por primera vez si su boca tendría el mismo sabor que la de Sandr, y entonces apartó la idea de su mente y la concentró en el momento presente, bastante asqueada por sus cavilaciones.
—Con independencia de cómo intentemos llegar a Carse —dijo ella—, el mayor peligro es que alguien nos mate y se lleve el dinero.
—Vaya con la novedad —dijo el capitán Wester.
—Por tanto, tendremos que llevar el dinero nosotros mismos —continuó ella, y en ese momento comprendió el sentido de todas sus reflexiones de aquella noche—. Tenemos que utilizarlo.
—Tal vez sea lo más prudente que podemos hacer —dijo el capitán—. Coger lo que podamos transportar y esfumarnos.
—No —dijo ella—. Me refiero a llevárnoslo todo.
El tralgu, sentado a su lado, movió una oreja con un tintineo. El capitán Wester se pasó la lengua por los labios y miró hacia abajo.
—Si lo cogiéramos todo, estaríamos en la misma situación que ahora. Todavía habría que esconder el dinero o protegerlo. Solo que, además, tendríamos a tus amigos de Carse detrás. Eso no mejora las cosas. Podríamos hablar de esto cuando estés sobria.
—No, escúchame. Hemos estado actuando como contrabandistas. No lo somos. Siempre has dicho que no podemos mantener oculto todo este dinero, ni podemos mantenerlo a salvo. Opal nos lo demostró. Por tanto, no deberíamos mantenerlo oculto.
Wester y Yardem intercambiaron una mirada en silencio, y el capitán suspiró. Cithrin se puso de pie y se encaminó hasta los libros que ya no estaban envueltos. Su paso era perfectamente firme. Sus manos no temblaron cuando quitó la encuadernación negra. Abrió en las primeras páginas y se las tendió al capitán.
—Actas fundacionales —dijo ella—. Escribiremos nuestra propia copia, pero para Porte Oliva, en lugar de Vanai. Tenemos cien documentos con la firma y el pulgar del magíster Imaniel. Podemos coger algún contrato de poca monta y valernos de él para fraguar nuestras actas fundacionales. Le presentaremos los documentos al gobernador, pagaremos las tasas y los sobornos, y después podremos invertir todo esto.
—Invertirlo —dijo el capitán como si ella hubiera dicho «comerlo».
—Puedo dar en consignación la seda, el tabaco y las especias. Incluso si se las robaran a los comerciantes, el banco recibiría su dinero. Podemos hacer lo mismo con las joyas, o venderlas directamente y utilizar el dinero para ofrecer préstamos. O invertir en negocios locales. Tendremos que conservar una parte. ¿Un cinco por ciento, tal vez? Pero en el nombre del Banco Medeano yo podría convertir más de nueve décimos de lo que tenemos en esta habitación en papeles sin ningún valor para nadie que no sea yo, antes de que los barcos comerciales lleguen de Narinisle. Lo que quedara no sería muy tentador.
—Estás muy, pero que muy borracha —dijo Wester—. La mejor manera de robar es llevarse algo y, después, desaparecer.
—No lo estoy robando. Lo estoy protegiendo —dijo Cithrin—. Así es como trabajan los bancos. Nunca conservas todo el dinero para que lo robe cualquiera que encuentre un modo de forzar tu caja fuerte. Lo lanzas al mundo exterior. Si tienes pérdidas o alguien roba tus fondos, todavía tienes todos tus ingresos y acuerdos. Puedes recuperarte. ¿Y qué más da si todo sale mal? ¿Iremos a la cárcel?
—La prisión es algo malo —tronó Yardem.
—No tan malo como que te asesinen y luego te arrojen por la borda —dijo Cithrin—. Si hacéis lo que os digo, las probabilidades de conservar el dinero aumentarán, y las consecuencias del fracaso disminuirán.
—¿Quieres coger un montón de dinero que no es tuyo y abrir tu propia sucursal del banco al que le estás robando el dinero? —preguntó el capitán Wester con la voz tensa—. Vendrán a por ti.
—Por supuesto que lo harán —contestó Cithrin—. Y cuando lo hagan, tendré lo de ellos y algo más. Si hacemos las cosas bien.
Cithrin vio el escepticismo en la cara del capitán oscilar entre la diversión y la indignación. Pateó el suelo.
—Escúchame —dijo—. Escucha mi voz, capitán. «Puedo hacerlo».