GEDER

—¿Una revuelta? —preguntó Geder, mientras se le encogía el corazón—. ¿Por qué hay una revuelta?

—El pueblo está hambriento, lord protector —dijo sir Gospey Allintot—. Los granjeros han estado llevando todo su grano a Newport.

Geder se puso la mano en la barbilla, decidido a evitar que sir Allintot notara que estaba temblando. Por supuesto, algo le habían dicho acerca de los granjeros y los cargamentos de grano, pero entre los cientos de cosas diferentes que exigía la administración de la ciudad, eso no se le había grabado. Ahora había voces airadas que rugían unas contra otras, hasta que el ruido pareció el de una hoguera en la plaza, al otro lado de sus ventanas. Alguien conspiraba contra Vanai, un enemigo en las sombras que debilitaba el tejido de la ciudad. Maccia, tal vez, se preparaba para retomar la ciudad antes de que Antea pudiera materializar sus derechos. O tal vez fuera el príncipe exiliado, que reunía aliados en los campos. A Geder las ideas le daban vueltas como hojas en el viento.

—¿Quién está detrás de esto? —preguntó, obligándose a sonar calmo.

Sir Allintot carraspeó.

—Creo que es una reacción a tu subida de los impuestos sobre la importación de granos, mi señor —respondió Allintot—. Los granjeros obtienen más dinero por su grano, aun cuando eso signifique que tengan que viajar más lejos, porque los impuestos son menores en Newport.

—¿Y para ganar más dinero dejarán que Vanai se muera de hambre? —preguntó Geder—. Eso no durará indefinidamente. Podemos enviar hombres. Interceptar el grano y traerlo a la ciudad.

Sir Allintot carraspeó otra vez. O bien estaba enfermando o bien se esforzaba por ocultar la risa.

—Con todo respeto, mi señor —dijo Allintot—. Aunque todo lo demás fuera igual, las revueltas rara vez se resuelven sacando las tropas de la ciudad. Tal vez mi señor quisiera considerar la posibilidad de reducir los impuestos a su nivel anterior. O, dada la gravedad de la escasez de provisiones, dejarlos ligeramente más bajos.

—¿Y reducir la cantidad de dinero que tenemos para la Corona? —preguntó Geder.

—Con todo respeto, mi señor, si no entra grano en Vanai, tampoco lo harán los impuestos sobre el grano. Los pagos ya están por debajo de los montos previstos.

Los gritos provenientes de la calle arreciaron. Geder se puso de pie de un salto y se acercó a grandes pasos a la ventana.

—Maldita sea. ¿Por qué no pueden estarse callados?

La turbamulta se lanzó hacia los peldaños que conducían al palacio. Había doscientas o trescientas personas levantando puños, piedras y palos. Dos docenas de hombres vestidos con la armadura de Antea se mantenían firmes, las espadas delante, los arcos detrás. Geder vio a Jorey Kalliam caminando entre los soldados. La turba subió unos cuantos peldaños a la carrera y después retrocedió.

—Voy a hablar con ellos —dijo Geder.

—¿Mi señor?

—Diles que saldré —prosiguió Geder—. Les explicaré el problema y les diré que lo resolveré.

—Como desees, mi señor —asintió sir Allintot, e hizo una reverencia antes de abandonar la habitación.

Geder hizo que los sirvientes le llevaran la capa negra que había recibido en lugar de los impuestos. El crujir y el olor de la piel le dieron confianza, y el corte de la prenda era realmente bueno. Mientras descendía la escalera de madera pulida y caminaba por la gran sala, se le ocurrió que se ponía la capa como si se pusiera una máscara. Como estaba bien hecha y era impactante, él se parapetaba detrás de ella, y esperaba que la gente viera la capa, pero no a él.

A su señal, dos nerviosas criadas timzinae abrieron las puertas. Y Geder salió. Los soldados que custodiaban el palacio le parecían más expuestos ahora que él se encontraba de pie detrás de ellos, en lugar de mirarlos desde arriba. La turba le parecía mayor. La muchedumbre lo vio, contuvo el aliento y lanzó un grito. Los palos y los puños se agitaron en el aire. Cientos de rostros lo miraron con las bocas tensas, y mostraron los dientes. Geder tragó y avanzó.

—¿Qué haces? —preguntó Jorey Kalliam.

—Está bien —dijo Geder, y levantó las manos ordenando silencio—. ¡Escuchad! ¡Escuchadme!

La primera piedra pareció el truco de un curandero. Un punto oscuro contra el cielo, más pequeño que un pájaro, se elevó desde la turbamulta y pareció colgar en el aire, inmóvil. La ilusión solo se quebró en los últimos metros, cuando la piedra aceleró hacia la cara de Geder. El impacto lo hizo retroceder mientras el mundo se quedaba en silencio, distante por un momento, y la luz del día se oscurecía en su visión periférica. Después, el aire mismo rugía y la turba se lanzaba hacia delante. La voz que se elevó por sobre el caos fue la de Jorey Kalliam.

—¡Soltad flechas! ¡Mantened la posición!

Una flecha proveniente de la plaza pasó zumbando sobre Geder, se estrelló contra la pared del palacio y se hizo añicos. Alguien lo cogió del brazo y lo arrastró escaleras arriba. Notó un hormigueo en el costado izquierdo de su cara y sintió el sabor de la sangre.

—Entra y quédate ahí —gritó Jorey—. No te acerques a las ventanas.

—No lo haré —dijo Geder, y otra piedra pasó silbando junto a él. Se encorvó hacia delante, corriendo hacia la seguridad de las paredes que había cerca. En cuanto cruzó las puertas, los esclavos las cerraron y colocaron la gran barra de madera sobre los soportes de hierro para trabarlas. Geder se sentó en la escalera con los brazos alrededor de las rodillas mientras los gritos de la plaza se transformaban en alaridos. Sucedió algo ruidoso y la voz de una mujer se elevó en un chillido. Geder se descubrió balanceándose adelante y atrás y se obligó a parar. Su escudero apareció junto a él con un trapo húmedo en la mano para restañar la sangre de su cara.

Después de lo que parecieron horas pero tal vez fueron solo unos minutos, los sonidos de la violencia se desvanecieron. Cuando el silencio hubo durado lo suficiente, Geder hizo un gesto a los esclavos. Se destrabaron las puertas y él se asomó. Ahora, en la plaza solo quedaban de pie los soldados anteanos. Cinco cuerpos yacían junto a los peldaños de la escalera de palacio, su sangre obscenamente brillante bajo el sol de mediodía. Los arqueros todavía mantenían sus posiciones, con las flechas preparadas, pero sin tensar las cuerdas. Jorey Kalliam estaba de pie en el centro de la plaza, rodeado por media docena de espadachines. Geder podía oír el chasquido y el ritmo de las sílabas, sin distinguir las palabras. Se volvió y se dirigió a sus habitaciones privadas. Alguien había conseguido lanzar una piedra lo bastante alto como para romper una de las ventanas. Los trozos de vidrio brillaban con la luz del sol.

No era así como se suponía que tenían que ir las cosas. Le habían dado la oportunidad de hacerse un nombre, y estaba fracasando. Ni siquiera comprendía cómo estaba fracasando, solo que las decisiones que había tomado habían engendrado dos problemas más, cada uno el doble de malo que el anterior. Sabía que los soldados no lo respetaban. Que los ciudadanos lo despreciaban. Sabía demasiado poco como para dirigir él solo una ciudad tan compleja como Vanai, y no tenía suficientes aliados que lo hicieran por él. Deseó que Ternigan lo llamara de regreso a casa del mismo modo que lo había hecho con Klin. Una llamada para rendir cuentas —aun para que lo condenasen— sería mejor que quedarse aquí.

Salvo, por supuesto, que ya podía ver la decepción en la expresión de su padre. Ya podía oír las palabras de consuelo. «Hiciste cuanto estuvo en tu mano, muchacho. Sigo estando orgulloso de ti». Se imaginaba a su padre intentando proteger a Geder de la vergüenza del fracaso. Cualquier cosa sería mejor que eso. Sería mejor morir a manos de una chusma furiosa. Sus propias humillaciones le dolían, pero podía soportarlas. Ver a su padre también humillado sería demasiado. Tenía que haber un modo. Tenía que haberlo.

Acudió una criada con un cepillo y una pala, y recogió los trozos de vidrio. Geder apenas la miró. El aire que entraba por la ventana rota era frío, pero no ordenó que lo repararan. Él estaba lo bastante templado. Y si no lo estaba, daba igual.

La luz se desplazó a lo largo de la pared. Se hacía más roja a medida que el sol completaba su arco. Entró un primera sangre, dudó y después rehízo el fuego del hogar. A Geder le dolían las piernas, pero no se movió. El mismo hombre regresó poco después con una lámina de cuero y la colocó sobre la ventana rota. La habitación quedó a oscuras.

Era injusto que Ternigan no pagara por aquello. Había sido él quien puso a Geder al mando sin proporcionarle instrucciones ni hombres leales que lo respaldaran. Si alguien merecía que lo sometieran a escarnio público por el estado de las cosas en Vanai era el lord mariscal. Pero, desde luego, tal cosa no ocurriría. Porque si Ternigan era culpable por haber depositado su fe en Geder, entonces también habría que culpar al rey Simeon por haberle otorgado el mando a Ternigan. No, la culpa se la tendría que tragar Geder. Geder y nadie más.

Con todo, no podía ni imaginarse en qué pensaba Ternigan cuando lo nombró. Todo el mundo había quedado estupefacto por la designación. Aun el propio Geder había necesitado de la perspicacia de Jorey Kalliam para encontrar una razón verosímil que explicase su encumbramiento. Nadie había pensado que fuera una elección juiciosa. Las únicas dos personas que habían tenido algo de fe en ella habían sido Geder y lord Ternigan. Ellos eran las únicas dos personas que la habían creído posible, e incluso así…

O quizá no. ¿Y si nadie la hubiese creído posible? Ni siquiera desde el principio.

—Oh —le dijo Geder a la habitación vacía.

Cuando se volvió, sus rodillas cedieron. Había permanecido inmóvil durante demasiado tiempo. Cojeó hasta el sofá más cercano al fuego mientras no dejaba de darle vueltas y más vueltas al problema. ¿Cuántas veces había oído decir que Vanai era una pieza pequeña en un juego mucho más grande? Y no lo había comprendido hasta este momento.

Primero: por más daño que le hiriera el admitirlo, Geder no estaba en condiciones de gobernar la ciudad.

Segundo: Ternigan lo había puesto al mando de la ciudad.

Tercero: Ternigan no era tonto.

En consecuencia —por las razones que fueran, y a causa de los conflictos de lealtades que hubiera—, Ternigan deseaba que Vanai quedara sumida en el caos. Geder era un peón sacrificable.

Cuando sonrió, el labio lastimado se le abrió otra vez. Sangró al reír.

La carta comenzaba en los siguientes términos:

Su majestad, en mi papel de protector de Vanai me he visto obligado a llegar a la conclusión de que el ambiente político que se respira dentro de la Corte hace imposible controlar la ciudad de manera permanente.

Geder volvió a recorrer la página con la mirada. Había escrito media docena de versiones a lo largo de la noche. Algunas eran airadas diatribas, y otras, abyectas disculpas. La forma que finalmente adoptó reflejaba el modelo de una carta que Marras Toca le había enviado al rey de Hallskar varios siglos antes. El texto completo aparecía reproducido en uno de sus libros, y la retórica era tan conmovedora como sencilla. Geder la había modificado lo suficiente como para limpiar de su conciencia cualquier mancha de plagio y, pese a ello, la estructura del modelo era inconfundible. Geder cosió la carta, marcó la página exterior y presionó su sello oficial sobre el lacre rojo. El ensayo que contenía la carta de Marras Toca descansaba sobre la mesa, y Geder lo hojeó una vez más, con el corazón más iluminado que en las semanas anteriores. Encontró el pasaje que estaba buscando y se detuvo para subrayar la frase más importante.

… la destrucción de Aastapal fue perpetrada por Inys como maniobra táctica para mantenerla fuera del control de Morade…

Una anotación al margen, con su propia letra manuscrita, le llamó la atención. «Mirar las ondas para saber dónde ha caído la piedra».

Oh, sí. Ya habría tiempo para eso cuando regresara a Camnipol. Alan Klin podría no haberse percatado de que había perdido su protectorado por una traición. Geder, en cambio, estaba perfectamente al tanto, y forjaba su rencor al rojo. Acabaría por comprender la decisión de Ternigan y todas sus implicaciones. Pero eso vendría después.

Aquella noche había sido una prueba. Había llenado las largas y oscuras horas con el constante redoblar de su mente acerca de cómo lo habían utilizado. Cómo lo habían nombrado para fracasar desde el principio y cuál sería el precio que tendría que pagar. Había llorado y se había enfurecido. Había leído sus libros y los informes de sus hombres y la historia de Vanai. En resumen, hasta había dormido.

—Mi señor —dijo su escudero—. ¿Me has llamado?

—Sí —le respondió Geder, poniéndose de pie—. Tres cosas. Primero, toma esta carta y busca al jinete más veloz que tengamos. Quiero que llegue a Camnipol tan pronto como sea posible.

—Sí, mi señor.

—Segundo, coge esa bolsa. ¿Conoces al erudito con quien he estado trabajando? Cómprale todos los libros que tenga. Después, tráelos aquí y empaquétalos con mis pertenencias. Nos marcharemos de Vanai y me los llevaré conmigo.

—¿Te marchas, mi señor?

—Tercero, convoca a mis secretarios. Me reuniré con ellos dentro de una hora. Haré que azoten a todo aquel que llegue tarde. Díselo. Que lo azoten y que viertan sal sobre sus heridas.

—S-sí, mi señor.

Geder sonrió, y esta vez le dolió menos. Su escudero se inclinó en una rápida reverencia y se escabulló de la habitación. Bostezando y estirándose, Geder abandonó sus habitaciones del palacio del príncipe de Vanai para no volver. Su paso era ligero, y su humor indemne pese a la noche en vela. El aire olía a la sutil promesa de la primavera, y la suave luz de la mañana se derramaba sobre las piedras donde los alborotadores habían estado el día anterior. En el extremo más lejano de la plaza, algún osado lugareño había colgado una efigie de Geder. El muñeco tenía una barriga inmensa, una capa negra que imitaba la suya y una expresión tallada en la calabaza seca que llevaba por cabeza que era una obra maestra de idiotez. Un cartel le colgaba del cuello: «ALIMÉNTANOS O LIBÉRANOS». Geder le dirigió a su otro yo un saludo breve y poco caritativo con la cabeza.

Sus hombres estaban sentados en los mismos asientos que cuando se había dirigido a ellos la primera vez. Muchos no se habían peinado. Jorey Kalliam estaba entre ellos. Tenía el ceño fruncido. Gospey Allintot estaba de pie en el fondo, con los brazos cruzados y la barbilla en alto. Acaso pensara que lo habían convocado para rendir cuentas por la revuelta del día anterior. Geder avanzó hacia el frente de la antigua capilla. No se sentó.

—Mis señores —dijo con aspereza—. Me disculpo por la hora, pero os agradezco que hayáis venido. Como lord protector, es mi deber y privilegio comandaros en este nuestro último día en la ciudad de Vanai.

Esperó un momento para que asimilaran sus palabras. Los ojos se iluminaron. La confusión suavizó los ceños y relajó los cuellos. Geder asintió.

—Para cuando anochezca, vuestros hombres deberán haber salido de las puertas de la ciudad y estar preparados para marchar hacia Camnipol —prosiguió Geder.

»Entiendo que las provisiones escasean, así que aseguraos de cargar primero la comida antes de amontonar el resto del producto del pillaje. Esto no es un saqueo.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó Alberith Maas.

—No vuelvas a interrumpirme, Maas. Todavía estoy al mando. Sir Allintot, ¿serías tan amable de hacer que cierren todos los canales? Dejaremos esos cauces secos, creo. Y habrá que cerrar las puertas de las calles.

—¿Qué puertas de las calles?

—Las de hierro que están en las embocaduras de las calles —aclaró Geder.

—Sí, señor. Las conozco. Lo que quería decir es cuáles de ellas quieres que cerremos.

—Todas. Lord Kalliam, quiero que custodies las puertas de la ciudad. Nadie entrará a la ciudad, y nadie, salvo nosotros, saldrá de ella. Es muy importante que no escape nadie.

—¿Nos marchamos?

—Me he visto obligado a llegar a la conclusión de que el ambiente político que se respira dentro de la Corte hace imposible controlar la ciudad de manera permanente. Ya habéis visto los esfuerzos que realizó sir Klin, y qué resultados obtuvo. He leído acerca de la historia de Vanai. ¿Sabéis cuántas veces ha pertenecido a Antea? Siete. El período más largo duró diez años, durante el reinado de la reina Esteya III. El período más corto tuvo lugar durante el Interregno. En cada caso, la ciudad fue entregada en un tratado o sacrificada en favor de la persecución de otro objetivo. Esto significa que Vanai está perdida para la política. Dada la situación que reina en Camnipol, estamos en camino de hacerlo una vez más.

—¿Qué sabe él de la situación en Camnipol? —murmuró alguien lo bastante alto como para que Geder lo oyera, pero no tanto como para que le impidiera simular lo contrario.

—Mi deber como protector de Vanai no es con la propia ciudad, sino con Antea. Si creyera que nuestra presencia permanente aquí beneficiaría a la Corona, me quedaría, y también lo haríais vosotros. Pero si los libros de historia enseñan algo es que esta ciudad les ha costado su sangre a hombres buenos y nobles, y no le ha supuesto ninguna ventaja duradera al Trono Escindido, con independencia de quién se sentara en él en ese momento. En el papel que me ha asignado lord Ternigan en nombre del rey Simeon, he decidido que no es posible conservar Vanai con provecho. Eso mismo le he escrito al rey Simeon. El correo con la justificación de mis órdenes ya está en las sendas del dragón, viajando hacia Camnipol.

—¿Así que nos marchamos a casa, así como así? —dijo Maas. Había indignación en su voz—. ¿Se la entregamos a cualquiera de nuestros enemigos que pase por aquí?

—Desde luego que no —dijo Geder—. La incendiaremos.

Vanai murió en el ocaso.

Si la gente lo hubiera sabido, si hubieran comprendido la amenaza que se cernía sobre ellos, la pequeña revuelta de la plaza no habría tenido lugar. Pero pese a que se habían vaciado los canales, pese a la leña, el carbón y el aceite que se habían desparramado por sus calles y plazas, y pese a la presencia de los soldados en las puertas, no podían ni imaginarse que estuvieran frente a algo más que una represalia por haberle lanzado una piedra a la cabeza de Geder. Tal vez detuvieran y quemaran a algunos alborotadores. No serían las primeras ejecuciones públicas que se veían en Vanai. Solo cuando los anteanos cruzaron las puertas de la ciudad comprendieron sus habitantes lo que estaba pasando, y para entonces ya era demasiado tarde.

La historia se había vuelto contra Vanai. Era una ciudad de calles estrechas, de madera impermeabilizada con aceite, y de puertas situadas en las embocaduras de las calles. Era petulante, y tenía la certeza de que no podía sobrevenirle ningún daño permanente porque nunca le había sucedido antes. Era la pieza pequeña de un juego mucho mayor.

Geder estaba sentado sobre un pequeño estrado que sir Alan Klin había abandonado. El asiento de correas de cuero le resultaba un poco estrecho, pero era más cómodo que su propia silla de campaña. Lo rodeaban sus hombres de mayor rango.

Había repasado aquel momento en su imaginación. Una vez se hubiera consumado, se pondría de pie y proclamaría que consideraba que Vanai ya no necesitaba protección, y daría la orden de retirarse. Sería como en las viejas epopeyas. A su alrededor, los oficiales se movían inquietos, lanzándole miradas como si no estuvieran convencidos de que realmente pretendía seguir adelante con todo aquello.

Unos cien metros detrás de él, las cerradas puertas de Vanai refulgían, doradas, bajo el sol poniente. Geder se puso de pie.

—Trabad las puertas —ordenó.

La orden se propagó, y parecía crecer como un eco al pasar de un hombre a otro. Los ingenieros habían estado esperando aquel momento, y entraron en acción. Tardaron apenas un minuto en inutilizar las grandes puertas. No habría costado mucho tiempo abrirlas por la fuerza, pero a Vanai no le quedaba tanto.

—Soltad las flechas incendiarias —ordenó Geder, de un modo casi familiar.

La orden se propagó. Veinte arqueros encendieron sus flechas y alzaron los arcos. Los trazos de las llamas en el aire eran poco más que luciérnagas. Luego, otra vez, y dos veces más. Por toda la ciudad, arqueros vestidos con sus colores harían lo mismo cuando les llegara la orden. Geder se sentó. En su imaginación todo había sucedido en un instante, pero el sol se ocultó detrás del horizonte, el mundo dorado se deshizo en otro gris, y no llegaba ninguna señal del fuego. Geder se estaba preguntando si debía ordenarles a los arqueros que lo intentaran de nuevo cuando vio elevarse la primera señal de humo. Mientras él observaba, el humo se extendió, pero con lentitud. Tal vez llevara más tiempo del que había imaginado.

El humo creció y, cuando la brisa giró hacia él, estaba cerca y era grasiento. Desde el sur se elevó otra columna de humo, y su negrura se elevaba a tanta altura que la última luz del sol la iluminó, encendiéndola de rojo por un instante, y después se oscureció otra vez. Geder se retrepó en su asiento. Comenzaba a refrescar, pero no quería pedir su chaqueta. Llevaba dos noches sin dormir, y podía sentir cómo la fatiga le pasaba cuentas. Se obligó a sentarse erguido.

Durante un lapso interminable pareció que no sucedía nada. Un poco de humo. El sonido de voces distantes. Geder no creyó que, una vez iniciado, el fuego fuese tan fácil de apagar, pero tal vez… El humo se extendió, y amplió su cepo sobre la ciudad nocturna. Y después, como si despertara de repente, el fuego se adueñó de la ciudad.

Comenzaron los gritos, las voces que aullaban y gemían. Había previsto oír algo, desde luego, pero creyó que sería como la revuelta que lo había molestado… Dios, ¿aquello había sido solo el día anterior? Eso era algo completamente diferente. En ese ruido no había furia, tan solo cientos de voces impregnadas de puro pánico animal. Geder vio movimiento en sus propias tropas. Alguien se había escurrido de la ciudad, y los soldados de Antea, fieles a sus órdenes, daban caza a los fugitivos. Geder se tocó los labios, preocupándose por el corte. Se recordó la efigie colgada en la plaza. Ellos habían comenzado. Él no tenía la culpa de que ahora murieran.

Ahora el humo brotaba de las calles, iluminado desde abajo, y bloqueaba la luna. Las llamas reptaban por los edificios más cercanos al muro y saltaban hacia arriba dejando debajo la ciudad que ardía. Llegó otro ruido, bajo y continuo como el de un ejército en marcha. Geder sintió que el suelo se estremecía y miró a su alrededor en busca de un aluvión o de un ataque. Por un instante imaginó que se trataba del último dragón que, oculto bajo Vanai, había sido despertado. Pero solo era la voz del fuego.

Las puertas se estremecieron y se doblaron con el calor. Un grupo de figuras apareció sobre el muro: hombres y mujeres que intentaban huir. En un instante tan claro y repentino como el golpe de un rayo, las llamas mostraron una silueta en particular. Geder pudo notar que era una mujer, pero no vio de qué raza. Agitaba los brazos en un intento de comunicar algo. Tuvo el repentino y poderoso impulso de enviar a alguien a por ella, a salvarla, pero ya había desaparecido. Un rizo de llamas alcanzó los graneros casi vacíos, y el polvo del grano que flotaba en el aire explotó como un trueno. El humo se elevó en remolino, un vórtice de oscuridad que empequeñeció a la ciudad. El viento que le llegaba era el empuje de las llamas. El rugido era demasiado fuerte como para hablar.

Geder se sentó, con los ojos muy abiertos, mientras a su alrededor caía una lluvia de ceniza. El calor de la ciudad agonizante quemaba tanto como el sol del desierto. Se había imaginado sentado ahí, limitándose a observar hasta que todo hubiera pasado. No había sido consciente de que Vanai ardería durante días.

No había sido consciente de nada.

—Vámonos —ordenó. Nadie lo oyó—. ¡Ya es suficiente! ¡Vámonos!

La orden se propagó, y el ejército de Antea se retiró de aquel horno. Geder abandonó la idea de su gran gesto retórico. Nada de lo que pudiera decir estaría a la altura de aquel enorme incendio. Regresó a su tienda preguntándose si acaso no estaban acampados demasiado cerca. ¿Qué sucedería si el fuego superaba los muros? ¿Y si iba a por él?

Despidió a su escudero con un gesto y se hizo un ovillo sobre el catre. Estaba demasiado cansado como para moverse, y los aullidos de pesadilla de las llamas no se detenían. Se quedó mirando fijamente el vértice superior de la tienda, viendo a la pequeña figura que agitaba los brazos y moría. Geder se llevó la mano a la boca y se mordió la piel hasta que sangró, intentando que el ruido desapareciera.

El humo de diez mil personas se elevó hacia el cielo.