DAWSON

A ambos lados de la División se alineaban escaleras de tablones bastos y escalas improvisadas, aferrándose a las ruinas antiguas como líquenes a la piedra. Muy arriba, los grandes puentes cubrían la brecha con piedra, acero y jade de dragón: el Puente de Plata, el Puente de Otoño, el Puente de Piedra y, casi perdida en la neblina, la Arcada del Prisionero, de la cual colgaban jaulas y correas. Más abajo, donde las márgenes se acercaban lo suficiente, unas cuerdas se balanceaban y se pudrían en el aire. Entre ellas, la historia de la ciudad estaba expuesta, cada estrato mostraba una época y un imperio sobre el que se había fundado el siguiente.

Dawson, envuelto en una simple capa marrón, podría haber pasado por un trapero del muladar situado en la base de la División, o por un contrabandista en dirección hacia los oscuros pasillos subterráneos que tejían los cimientos de Camnipol. Vincen Coe podría haber sido su cómplice, o su hijo. La escarcha de la mañana acolchaba el sonido de sus pasos. El olor del aire era nauseabundo: las aguas residuales, el estiércol de caballo, la comida en descomposición, y los cuerpos de animales y de hombres apenas mejores que animales.

Dawson encontró la arcada. Pedernal antiguo moldeado a la manera clásica, una inscripción erosionada hasta resultar ilegible, pero aún no borrada del todo. Dentro, la oscuridad era total.

—Esto no me gusta, mi señor —dijo el cazador.

—No hace falta que te guste —le replicó Dawson, y se adentró orgullosamente en la penumbra.

La mano del invierno aún atenazaba Camnipol, pero su poder menguaba. Los subterráneos estaban llenos de diminutos sonidos: el cotilleo de los primeros insectos de la primavera que se acercaba, el agudo goteo de las corrientes de deshielo y el blando aliento de la propia tierra, que se preparaban para despertar una vez más a una verde primavera. Todavía faltaban semanas, y después parecería llegar de un día para otro. Mientras se detenía bajo el gran techo abovedado con azulejos de unos baños abandonados, a Dawson se le ocurrió que muchas cosas seguían la misma secuencia. La inmovilidad, aparentemente sin fin, seguida de unas pocas señales sutiles y, después, un cambio súbito. Extrajo la carta de su bolsillo y se inclinó hacia atrás, hacia Coe, para leerla una vez más a la luz de la antorcha. Canl Daskellin había escrito que una de las entradas estaría señalada con un cuadrado. La mirada de Dawson se perdía en la oscuridad. Tal vez Daskellin tenía la mirada de alguien más joven…

—Aquí, mi señor —dijo Coe, y Dawson refunfuñó. Ahora que se la señalaban, la marca resultaba bastante obvia. Dawson avanzó por la pendiente del breve corredor que se transformó en una escalera.

—Todavía no se ven guardias —observó Dawson.

—Sí que los hay, señor —respondió Coe—. Hemos pasado tres. Dos arqueros, y otro que manejaba una trampa de caída.

—Pues estaban bien ocultos.

—Sí, mi señor.

—No pareces tranquilo.

El cazador no respondió. El corredor topaba con una enorme roca, con la superficie tan pulida como el vidrio, y la luz de la antorcha parecía haberse duplicado. Dawson siguió su propia sombra alrededor de una suave curva hasta que apareció otra luz. Jade de dragón tallado en forma de los indestructibles pilares que sostenían un techo bajo.

Una docena de velas llenaban el aire polvoriento con una luz suave. Y ahí, sentado en una concavidad, estaba Canl Daskellin con el viejo conocido de Dawson, Odderd Faskellan, a su izquierda y un pálido primera sangre a quien Dawson no reconoció, a su derecha.

—¡Dawson! —exclamó Canl—. Estaba comenzando a preocuparme.

—No tenías por qué —dijo Dawson, despidiendo con un gesto de la mano a Vincen Coe, quien se retiró hacia las sombras—. Me alegro de estar en la ciudad. Albergaba la esperanza de pasar parte del año en Osterling Fells.

—El año que viene —dijo Odderd—. Si Dios quiere, las cosas volverán a la normalidad el año que viene. Aunque con las últimas noticias…

—Entonces, ¿hay noticias? —preguntó Dawson.

Canl Daskellin indicó el asiento que tenía enfrente, y Dawson se sentó en él. El hombre pálido le lanzó una sonrisa cortés.

—Creo que no nos conocemos —le dijo Dawson a la sonrisa.

—Dawson Kalliam, barón de Osterling Fells —dijo Daskellin, con una sonrisa a su vez—. Permíteme presentarte a la solución a nuestros problemas. Este es Perin Clark.

—El gusto es mío, barón Osterling —respondió el hombre pálido. Su voz tenía el acento emotivo de la Costa Norte. Dawson notó que se le erizaban los pelillos de los brazos. El hombre no ostentaba título alguno. No era anteano. Y, a pesar de ello, estaba ahí.

—¿Cuáles son las noticias? —preguntó Dawson—. Y ¿cómo encaja nuestro nuevo amigo en todo esto?

—Este hombre está casado con la hija menor de Komme Medean —dijo Odderd—. Vive en la Costa Norte. En Carse.

—No estaba al tanto de que tuviéramos asuntos pendientes con el Banco Medeano —se extrañó Dawson.

—Issandrian sabe en qué andamos —le advirtió Daskellin—. No solo en Vanai. Los hombres a quienes pagamos para agitar a los granjeros, la maniobra de quitarle sus propiedades meridionales a Feldin Maas… Todo.

Dawson alejó las palabras con la mano como si fueran mosquitos. Le preocupaba más el hecho de que aquel banquero también parecía saberlo. Issandrian, al final, habría descubierto sus trampas y estratagemas.

—Le han solicitado al rey Simeon patrocinar unos juegos —resumió Odderd—. Issandrian, Klin, Maas, y otra media docena. Están reuniendo el dinero a tal efecto. Limpiando el estadio. Contratando luchadores y jinetes. Arqueros de Borja. Curanderos. Se supone que será una celebración para el príncipe Aster.

—Es una fuerza de batalla dentro de los muros de Camnipol —observó Canl Daskellin.

—Es un ardid que hasta un niño podría ver —dijo Dawson—. Si se convirtiera en una insurrección, Issandrian perdería. No dispone ni de los hombres ni del dinero necesarios para financiar una guerra.

—Ah —dijo el banquero.

Dawson alzó la barbilla como un animal del bosque que oliera el humo. Canl Daskellin cogió un puñado de papeles plegados de un asiento y se los tendió a Dawson. El papel era basto, y la letra manuscrita sencilla y sin adornos. Se trataba, pues, de copias de una correspondencia de mayor importancia. Dawson bizqueó. La luz tenue hacía que las letras bailaran, pero con un poco de concentración podía distinguirlas lo suficiente. «Os envío mis mejores deseos a ti y a tu familia. Nuestra tía abuela común, Ekarina Sakiallin, baronesa de las nobles tierras de Sirinae…».

—Sirinae —observó Dawson—. Eso está en Asterilhold.

—Nuestro amigo Feldin Maas tiene familia en la Corte —explicó Odderd—. Como parte del esfuerzo por construir la paz, después del Tratado de Astersan, se estableció la moda de concertar alianzas matrimoniales. De esto hace ya tres generaciones, pero los lazos siguen existiendo. Sabemos que Maas les ha enviado docenas de cartas a sus primos. Puede haber otras que no hemos interceptado.

—Se han vuelto locos —exclamó Dawson—. Si creen que pueden volver Asterilhold contra el rey Simeon…

—No se trata de eso —dijo el banquero. Su voz era fría y seca, como el papel, y le causó a Dawson una instintiva repugnancia—. Maas habla de una conspiración retrógrada puesta en marcha por viejos rancios que están dispuestos a aliarse con los enemigos de Antea con tal de obtener beneficios políticos.

—Eso es una idiotez.

El banquero se lo rebatió:

—Maas sugiere la posibilidad de que un opositor de Alan Klin haya convocado Maccia a defender Vanai, y ofrece un argumento verosímil. Así pues, ante la evidencia de que otros buscan apoyo extranjero para influir en el Trono, a Maas no le queda otra opción que recurrir a la ayuda de Asterilhold en defensa del honor y el legítimo gobierno del rey Simeon, y de la salvaguarda de la persona y la salud del príncipe Aster.

—¡Pero si somos nosotros quienes estamos defendiendo a Simeon! —gritó Dawson.

—Como digas —dijo el banquero.

Canl Daskellin se inclinó hacia delante. Le brillaban los ojos.

—Está comenzando, Dawson. Si la camarilla de Issandrian ha conseguido que Asterilhold apoye su pretensión de poner una fuerza armada en Camnipol (y por Dios que creo que así es), entonces es que no vienen a por Simeon. Vienen a por nosotros.

—Ya intentaron matarte una vez —dijo Odderd—. Estos hombres no tienen ningún sentido de los vínculos ni del honor. No podemos darnos el lujo de tratarlos como si fueran caballeros. Debemos acabar con ellos.

Dawson levantó sus manos ordenando silencio. La ira y la desconfianza le llenaban la cabeza como abejas. Señaló al banquero.

—¿Qué interés tiene la Costa Norte en esto? —preguntó, pero quería decir: «¿Y tú qué pintas aquí?». Daskellin frunció el ceño al oír el tono de su voz, pero el banquero no pareció ofenderse.

—No sabría decirte. Lord Daskellin es el embajador especial en la Costa Norte. No dudo que él estuviera en una posición mejor para tantear las opiniones más influyentes.

—Pero vuestro banco está en Carse —dijo Dawson. Era casi una acusación.

—La compañía controladora está en Carse, y tenemos una sucursal allí —se explicó el banquero—. Pero nuestras sucursales responden de forma independiente.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Dawson.

—Nuestra compañía no está atada exclusivamente a los intereses de la Costa Norte —le respondió el banquero—. Mantenemos estrechas relaciones con gentes de muchas cortes (incluso de Antea, ahora que Vanai está bajo vuestra protección), y la paz de todos los reinos septentrionales nos interesa de manera especial. Por desgracia, seguimos políticas muy estrictas sobre la concesión de préstamos en situaciones como esta…

—Yo no tocaría vuestro dinero ni aunque lo dejarais en un calcetín junto a la puerta de la calle…

—¡Kalliam! —exclamó Canl Daskellin, pero el banquero continuó como si nadie hubiera dicho nada.

—… pero en aras de la paz y la estabilidad, nos complacería actuar como intermediarios, si resultáramos de utilidad. Como terceros desinteresados, podríamos acercarnos a gente que vosotros, nobles caballeros, encontraríais incómoda.

—No necesitamos ninguna ayuda.

—Lo comprendo —respondió el banquero.

—No seas idiota —le reprochó Daskellin—. El Banco Medeano tiene sucursales en Narinisle y en Herez. En Elassae. Si llegamos a las espadas en la calle, necesitaremos…

—No deberíamos estar hablando de esto —comentó Dawson—. Tenemos invitados.

El banquero sonrió e inclinó brevemente la cabeza. Dawson deseó que la etiqueta le permitiera desafiar a duelo a un hombre sin categoría. El banquero no era más que un comerciante disfrazado. Dawson ni siquiera debería haberle prestado atención, pero había algo en la estudiada placidez del hombre que pedía a gritos un derramamiento de sangre. Las cejas de Canl Daskellin eran casi un único nudo, y Odderd miraba a uno y a otro como un ratón en una pelea de gatos.

—Conozco a Paerin Clark y a su familia desde hace años —dijo Daskellin con la voz tensa y controlada—. Tengo una confianza total en su discreción.

—Muy amable de tu parte —observó Dawson—. Yo lo he conocido hoy.

—Por favor, señores míos —terció el banquero—. He venido a dejar clara mi posición. Ya lo he hecho. La oferta del Banco Medeano seguirá en pie si lord Kalliam cambia de opinión. Si no lo hace, no habrá pasado nada.

—Seguiremos esta conversación en otro momento —zanjó Dawson, y se puso en pie.

—Oh, sí. Lo haremos —dijo Daskellin. Odderd no dijo nada, pero el banquero se levantó y se inclinó ante Dawson mientas este se marchaba. Vincen Coe lo siguió sin mediar palabra. Dawson avanzó a grandes pasos, siguiendo las retorcidas sendas que atravesaban las raíces de Camnipol.

Cuando salieron a la calle poco después, le dolían las piernas y su rabia había desaparecido. Coe apagó la antorcha en un banco de nieve, y dejó una sucia mancha de alquitrán en la superficie blanca. Dawson había preferido caminar en lugar de coger su carruaje, en parte para mostrarles a los posibles sicarios de Issandrian que no les temía, pero también en aras de la discreción. Dejar su tiro al filo de la División, a la espera de que él volviera a emerger del mundo subterráneo, equivalía a colgar un estandarte. Y la discreción no parecía la prioridad de sus compañeros. ¿En qué estaba pensando Daskellin?

Con todo, cuando llegó a su mansión, con la cara entumecida por el viento frío, estaba tan preocupado que no se percató de que un carruaje, que no era el suyo, esperaba junto a los establos. Al acercarse Dawson, el viejo esclavo tralgu que se ocupaba de la puerta movió sus orejas con nerviosismo.

—Bienvenido, mi señor —dijo el esclavo, y su cadena de plata tintineó con la reverencia—. Ha llegado un visitante, mi señor, hace una hora.

—¿Quién? —preguntó Dawson.

—Curtin Issandrian, mi señor.

A Dawson se le encogió el corazón. De repente sintió el torbellino de sangre en sus venas. El frío del día y la frustración de la reunión se diluyeron. Miró a Vincen Coe, y la expresión del cazador reflejó la suya propia.

—¿Lo has dejado entrar?

El esclavo tralgu inclinó la cabeza, con gesto de miedo y aflicción.

—La señora insistió, mi señor.

Dawson sacó la espada y subió los escalones de tres en tres. Si Issandrian le había puesto las manos encima a Clara, aquella sería la revolución más breve y sangrienta de la historia universal. Dawson quemaría los huesos de Issandrian en la plaza y se mearía sobre el fuego. Cuando llegó al atrio de la casa, Coe estaba a su lado.

—Busca a Clara —dijo Dawson—. Llévala a sus habitaciones y mata a todo aquel que veas, si no es de la casa.

Coe asintió con la cabeza y desapareció por los pasillos, veloz y silencioso como una brisa. Dawson se adentró sigilosamente en su propia casa, con la espada en la mano. Giró una esquina y de repente se le apareció una criada que abrió los ojos como platos al ver el arma y a su amo. Cuando entró en el solárium, sus perros le salieron al encuentro y lo siguieron, gimiendo y gruñendo.

Encontró a Issandrian en la sala de estar del ala oeste, con la mirada fija en el hogar de la chimenea. El cabello largo, pasado de moda, se desparramaba sobre sus hombros como la melena de un león, y su dorado rojizo reflejaba la luz de las llamas. Issandrian advirtió la espada y levantó las cejas, pero no hizo ningún otro movimiento.

—¿Dónde está mi esposa? —preguntó Dawson, y sus perros gruñeron a sus espaldas.

—No sabría decírtelo —dijo Issandrian—. No la he visto desde que me trajo aquí para esperar tu regreso.

Dawson entornó los ojos mientras sus sentidos se esforzaban por encontrar algún signo de doblez. Issandrian les lanzó una mirada a los perros, que mostraban los dientes, y después a Dawson. No había temor en su expresión.

—Puedo esperar un rato más aquí si prefieres hablar primero con ella.

—¿Qué es lo que quieres?

—El bien del reino —dijo Issandrian—. Somos hombres de mundo, lord Kalliam. Ambos sabemos adónde conduce la senda en la que nos encontramos.

—No sé de qué hablas.

—Lo dice todo el mundo. La conspiración de Issandrian contra la de Kalliam, y el rey Simeon mirando ora hacia unos, ora hacia otros, según la dirección en que sople el viento.

—Nadie me habla de su majestad de esa manera.

—¿Puedo ponerme de pie, lord Kalliam? ¿O tu honor exige que azuces a tus perros contra un hombre indefenso?

El cansancio de la voz de Issandrian le dio a Dawson motivo para reflexionar. Envainó la espada e hizo un único gesto a los perros, que se retiraron en silencio. Issandrian se puso de pie. Era más alto de lo que Dawson recordaba. Seguro, cómodo y más real que el rey Simeon. Que Dios los ayudase.

—¿Podemos, siquiera, hablar de una tregua? —preguntó.

—Si tienes algo que decir, dilo —lo urgió Dawson.

—Muy bien. El mundo está cambiando, lord Kalliam. No solo aquí. Hallskar está a punto de derrocar a su rey y elegir a uno nuevo. Tanto Sarakal como Elassae les han otorgado concesiones a comerciantes y granjeros. El poder de la nobleza se está acabando y, para que Antea sea parte de la época que se aproxima, nosotros también debemos cambiar.

—Ya he oído esa canción, y no me gusta la melodía.

—No importa si nos gusta o no. Está sucediendo. Y podemos actuar sobre ella o bien intentar detener la marea con nuestras espadas.

—Así que tu consejo de granjeros ha sido todo un acto desinteresado en beneficio de la Corona, ¿no es así? ¿Tu propio engrandecimiento no tiene nada que ver con eso? ¡Seguro! ¡Quién podría dudarlo!

—Puedo entregártelo —le ofreció Issandrian—. Si te cedo el patrocinio del consejo de granjeros, ¿lo aceptarás?

Dawson negó con la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó Issandrian.

Dawson se giró y señaló los perros que se sentaban, nerviosos, a sus espaldas.

—Míralos, Issandrian. Son buenos animales, ¿no? Excelentes, a su modo. He cuidado de cada uno de ellos desde que eran cachorros. Me aseguro de que se los alimente. Les doy cobijo. En ocasiones los dejo descansar en mi cama para que me mantengan calientes los pies. ¿Y ahora debería vestirlos con mis ropas y darles asientos en mi mesa?

—Los hombres no son perros —dijo Issandrian cruzándose de brazos.

—Por supuesto que sí. Hace tres años, un hombre que trabajaba en mis tierras entró en la casa de su vecino durante la noche, lo mató, violó a su esposa y les dio una paliza a sus hijos. ¿Ahora querrías que le diera a ese cabrón un sitio en el estrado, junto al juez? ¿Participación en su propio castigo? ¿O debería clavar sus manos y su verga a un tronco y tirarlo al río?

—No es lo mismo.

—Sí lo es. Hombres, mujeres, perros y reyes. Todos tenemos lugares. Mi lugar es la Corte, siguiendo la voz y la ley del Trono. El lugar de un granjero es la granja. Si le dices a un porquerizo que merece un asiento en la Corte, pones en cuestión el orden mismo de la sociedad, incluido mi derecho a juzgar sus acciones. Y una vez que hayamos perdido eso, lord Issandrian, lo habremos perdido todo.

—Creo que te equivocas —dijo Issandrian.

—Intentaste hacerme matar en la calle —dijo Dawson—. No me preocupa en lo más mínimo lo que creas o no.

Issandrian puso una palma sobre sus ojos y asintió. Se lo veía apenado.

—Ese fue Maas. Puede que a ti no te importe, pero yo no me enteré hasta después de que ocurriera.

—No me importa.

Los dos hombres quedaron en silencio. En el hogar, el fuego murmuraba. Los perros se movían, intranquilos pero inseguros de qué esperaba su amo que hicieran.

—¿No hay ninguna manera de resolver esto? —preguntó Issandrian, pero la dureza de su voz decía que ya conocía la respuesta.

—Renuncia a tus planes e intenciones. Dispersa a tu camarilla. Dame la cabeza de Feldin Maas clavada en una lanza, y sus tierras para mis hijos.

—Entonces, no —dijo Issandrian con una sonrisa.

—No.

—¿Permitirá tu honor que me marche sano y salvo de tu casa?

—Mi honor lo exige —dijo Dawson—. A menos que hayas tocado a mi esposa.

—He venido a hablar —dijo Issandrian—. Nunca he albergado la menor intención de hacerle daño.

Dawson fue hasta el extremo lejano de la habitación y chasqueó los dedos llamando a los perros para que le franquearan el paso a su enemigo. Issandrian se detuvo en la puerta.

—Creas lo que creas, soy leal a la Corona.

—Y, sin embargo, estás haciendo amigos en Asterilhold.

—Y tú mantienes conversaciones con la Costa Norte —dijo él, y se marchó.

Dawson se sentó. La perra que lideraba la jauría acudió gimiendo y presionando la cabeza contra su mano. Le rascó las orejas con gesto distraído.

—¿Dónde está Coe? Lo envié a…

Clara levantó un brazo señalando detrás de él. Coe estaba en la sombra, detrás de la puerta abierta. El cazador tenía una espada desnuda en una mano y una feroz daga curvada en la otra. Si Dawson hubiera sido un atacante, jamás habría sabido qué lo había matado.

—Bien hecho —dijo él. En la penumbra era difícil notar si Coe se había ruborizado. Dawson indicó la entrada con la cabeza y cerró la puerta detrás del cazador cuando este salió.

—Lo siento, cariño —dijo Clara—. El lacayo me informó de que lord Issandrian estaba aquí, y ni siquiera pensé en ello. Me limité a ordenarles que lo pusieran cómodo. Ni se me pasó por la cabeza dejarlo sentado en la puerta como si fuera el chico de los recados, y pensé que si él necesitaba hablar contigo, quizá sería mejor que lo hiciera. Nunca pensé que podría tener la intención de…

—No la tenía —aclaró Dawson—. No esta vez. Pero si regresa, no lo dejes entrar. Ni a ningún hombre de Maas.

—Tengo que ver a Phelia, si viene. No puedo hacer como si no existiera.

—Ni siquiera a ella, amor. Cuando todo haya acabado. Ahora, no.

Clara se enjugó los ojos con el dorso de la mano. El gesto no era propio de una dama, no estaba planeado y le partió un poco el corazón a Dawson. Apretó la rodilla de Clara en un intento de darle algo de consuelo.

—Entonces, ¿ha empeorado?

—Issandrian está reuniendo soldados. Curanderos. Puede que llegue a haber sangre.

Clara respiró hondo. El aire se arremolinaba lentamente al salir de su nariz.

—Pues muy bien.

—Todos afirman actuar en beneficio de Simeon, pero Dios nos ayude si llega alguno que tenga la audacia de ponerse al frente de verdad. Asterilhold y la Costa Norte están haciendo fila para comprar ambos bandos, y cualquiera de ellos se alegraría de ver a su títere en el Trono Escindido —dijo Dawson. Tosió—. Tenemos que ganar esta guerra mientras todavía sea nuestra.