—Lo que digo es que hay maldad en este mundo —comentó maese Kit, y levantó la caja que llevaba en la cadera—, y la duda es el arma que nos protege de ella.
Yardem cogió la caja de las manos del actor y la subió hasta la cima de la pila.
—Pero si dudas de todo —dijo el tralgu—, ¿cómo se puede justificar algo?
—Mediante una aproximación que sea sometida a un examen posterior. Me parece que la pregunta más apropiada es si existe alguna virtud en el hecho de asumir una certidumbre permanente y sin que sea sometida a examen. No creo que podamos decirlo.
El capitán Wester emitió un ruido con la parte de atrás de la garganta, como un perro que se preparase para atacar. Cithrin notó que su propio cuerpo comenzaba a encogerse hacia atrás, pero no lo dejó seguir el impulso.
—Podemos decir —comentó el capitán— que desperdiciar aire haciendo esa pregunta no hará que la tarea se realice con mayor rapidez.
—Lo siento, señor —se disculpó el tralgu.
Maese Kit asintió y bajó hacia la calle por la delgada escalera de madera. Sandr y Hornet, que llegaban portando una caja de gemas entre ellos, se arrinconaron contra la pared para dejarle sitio. Cithrin les dejó espacio suficiente para pasarle la caja nueva a Yardem, quien a su vez pudo encontrarle un sitio en las nuevas habitaciones. Una brisa fría y húmeda, y el olor a excrementos frescos de caballo entraban por las ventanas abiertas junto con la luz del día. Cithrin pensó que parecía primavera.
—¿Fue sacerdote en su niñez? —preguntó Marcus mientras señalaba la escalera con la barbilla—. Cuando se pone a hablar sobre la duda, la fe y la naturaleza de la verdad es como si estuviéramos otra vez en la caravana escuchando el sermón de cada comida.
—Lo que dice tiene sentido —dijo Yardem.
—Será para ti —respondió Marcus.
—Supongo que podría haber sido sacerdote. Es maese Kit. —Hornet se encogió de hombros—. Si nos dijera que ha subido caminando la montaña y bebido cerveza con la luna, seguro que me lo creería. Nos quedan dos cajas más del tamaño de esa, y después todos esos bloques de lacre.
—¿Lacre? —preguntó Marcus.
—Los libros —respondió Cithrin, pero las palabras le salieron como un graznido. Tosió y comenzó de nuevo—. Los libros de contabilidad. El lacre los protege contra la humedad.
«Lo cual está muy bien —pensó—, dado que los sumergimos en la balsa de un molino». De inmediato se imaginó una fisura en el lacre. Páginas y más páginas de manchas de tinta y papel pudriéndose ocultas por los envoltorios protectores. ¿Qué sucedería si los libros se echaban a perder? ¿Qué le diría al magíster Imaniel en ese caso? ¿Qué les diría a los banqueros de Carse?
—Bien, subidlos —dispuso Marcus—. Ya les encontraremos sitio en alguna parte.
Hornet asintió con la cabeza, pero Sandr ya estaba bajando la escalera. Ni siquiera la había mirado. Cithrin se dijo que no le molestaba.
Cithrin era consciente de que el capitán Wester no estaba del todo conforme con las nuevas habitaciones. A diferencia de las del barrio de la sal, estas se encontraban en la segunda planta, y tenían un suelo de madera que informaba de cualquier movimiento a la planta inferior en el idioma de los crujidos y los golpes. El comercio de la primera planta era un local de apuestas, lo que significaba que durante el día podía ir y venir gente de toda condición. Pero el cerrojo de la base de la escalera era robusto, las calles que la rodeaban menos propensas a albergar borrachos y gente extraviada, y las ventanas carecían de balcón o de cualquier otra vía de acceso. Además, había una ventana que daba a un callejón, por la cual se podía vaciar la bacinica, y estaban a cinco puertas de una taberna donde se podía comprar comida y cerveza.
A continuación llegaron Cary y Mikel. Cary sonreía.
—En la calle, un chico nos ha preguntado qué transportábamos —comentó Cary.
Cithrin pudo ver la tensión aflorar en el rostro del capitán Wester cuando se acercó a la ventana y miró hacia fuera.
—¿Qué le habéis dicho?
—Joyas de mazapán para las celebraciones del Primer Deshielo —dijo Cary—. Y además le abrimos una de las cajas. Deberías haberlo visto. Estaba muy desilusionado.
Cary se rio sin ver la furia en el rostro del capitán Wester. O quizá sí la veía y no le importaba. Durante los días que se habían pasado buscando nuevas habitaciones y preparando el traslado de las riquezas ocultas de Vanai a su nuevo escondrijo, solo habían mencionado a Opal en una ocasión, cuando Smit bromeó diciendo que ella había encontrado una manera de no hacer el trabajo duro. Nadie se había reído.
Cithrin todavía tenía que esforzarse para creer que todo eso hubiera sucedido. El que Opal hubiese intentado matarla y llevarse el dinero ya era algo difícil de entender. Y que el capitán Wester la hubiera matado por ello… eso era peor. Desde luego, los demás estaban enfadados. Y desde luego, estaban ofendidos con el capitán. Y Yardem. Y ella. Debían estarlo. Y allí estaban, transportando cajas y bromeando. Cithrin descubrió que confiaba en ellos —en cada uno de ellos— no porque ellos fueran dignos de confianza, sino porque ella deseaba que lo fueran.
Había cometido un error con Opal, y ahora se veía a sí misma cometerlo de nuevo. El mero hecho de saberlo la hacía retorcerse lo suficiente como para no haber dormido ni comido bien desde la noche en que se despertó con cinco hombres muertos a su alrededor.
Maese Kit subió la escalera precedido por el doble cargamento de libros envueltos que traía en los brazos. Tras él, Sandr y Hornet llevaban la última caja. Si se sumaba el contenido del carro, apenas quedaba sitio para todos ellos. Sandr estaba de pie, atrapado detrás de ella.
Cuando la vio mirarlo, se ruborizó y cabeceó como si saludase a alguien en la calle.
—Creo que esto es lo último —comentó maese Kit mientras le pasaba los libros a Yardem.
—Gracias por esto —dijo Cithrin—. A todos.
—Era lo menos que podíamos hacer —reconoció Smit—. Sentimos mucho que haya ocurrido de este modo.
—Sí, bueno —respondió Cithrin. No podía mirarlo a los ojos.
—¿Por qué no seguís sin mí? —preguntó maese Kit—. Ahora os alcanzo, si puedo.
Los actores asintieron, y él se marchó. Cithrin oyó sus voces a través de la ventana mientras el carro se alejaba. El capitán Wester caminaba por la habitación como si su inquietud e impaciencia hicieran más silenciosas y tangibles las tablas del suelo. Yardem se estiró en el catre, acunado por pilas de cajas, y cerró los ojos, para descansar antes de que llegara la noche. Maese Kit se levantó y le tendió una mano.
—Cithrin, esperaba que pudiésemos dar un paseo juntos.
Los ojos de Cithrin fueron de la mano del viejo actor al capitán Wester, y de regreso a aquella.
—¿Adónde? —preguntó ella.
—No había pensado en ningún lugar en particular —contestó maese Kit—. Pensé que con el paseo podía bastar.
—Está bien —accedió Cithrin, y le permitió ayudarla a ponerse de pie.
El bullicio de la calle fluía como el agua; amplio y lento en la plaza situada hacia el este, y más veloz en el estrecho canal de la calle. Un cinnae estaba de pie, fuera del local de apuestas, intentando atraer a los hombres y mujeres que pasaban por allí. Una gran fortuna podía ser suya. La suerte favorecía a los valientes. Podían aplacar las pérdidas de los negocios apostando contra sí mismos. Se ofrecían probabilidades en toda apuesta justa. Sonaba aburrido.
Unos carros tirados por caballos se afanaban a través de la muchedumbre, y un equipo de timzinae caminaba detrás de ellos con palas planas, recogiendo sus excrementos. Media docena de niños gritaban y se perseguían unos a otros, salpicándose en los charcos de lodo, mugre y otras cosas peores. Un carro de lavandería cascabeleó al pasar, tirado por una muchacha primera sangre que no sería mayor que Cithrin, pero que tenía los ángulos de la boca ya marcados por las arrugas de las adversidades. Maese Kit daba largas zancadas, y Cithrin le permitió que la guiara. No tenía claro si caminaba detrás de él o a su lado.
La calle se abrió en una plaza que Cithrin no había visto hasta entonces. Hacia el este se veía una gran iglesia. Las voces de los cánticos se elevaban por el aire frío, alabando a Dios y tejiendo juegos armónicos como si las dos búsquedas fueran una sola. Maese Kit se detuvo cuando ella lo hizo, y escuchó con ella. La sonrisa de su cara se suavizó y adquirió un matiz triste.
—Es agradable, ¿no es así? —reflexionó él.
—¿El qué? —preguntó Cithrin.
Él se recostó contra una pared de piedra y lo abarcó todo con un gesto. La plaza, la canción y el cielo que había sobre sus cabezas.
—Supongo que me refiero al mundo. Pese a toda la tragedia y el dolor, yo, por lo menos, lo encuentro hermoso.
Cithrin sintió que fruncía los labios. Quería disculparse por lo que le había sucedido a Opal, pero eso solo pondría a maese Kit en una situación en la que debería disculparse una vez más, y a ella no le apetecía. Las palabras y las ideas chocaban unas con otras, y ninguna era muy adecuada para el momento.
—Y ahora ¿qué vas a hacer? —preguntó ella.
Kit respiró hondo y dejó salir el aire con lentitud antes de dejar de atender el cántico.
—De momento, nos quedaremos aquí, o eso espero. No creo que Cary esté lo bastante preparada como para cargar con todo el peso de los papeles de Opal, pero si ensaya y se lo toma en serio, espero que lo esté hacia el final del verano. Entre los ejércitos de Vanai y, ahora, lo de Opal, la compañía se ha quedado un poco escasa para mi gusto. Espero poder reclutar a algunas pocas buenas gentes. He descubierto que a menudo las ciudades portuarias son un vivero de actores itinerantes.
Cithrin asintió. Kit esperó a que hablara y, como ella no lo hizo, continuó.
—Y además, tu capitán Wester me tiene fascinado.
—No es mi capitán Wester —replicó Cithrin—. Ha dejado perfectamente claro que él es su propio capitán Wester.
—¿Lo ha hecho? Me corrijo —dijo maese Kit. El cántico de la iglesia creció, lo que podían haber sido cien voces subían y bajaban vibrando unas contra otras, hasta que pareció que otra voz estaba a punto de hablar a través de ellas. Susurros de Dios. El canto parecía atraer la atención de maese Kit, pero cuando habló no había perdido el hilo de la conversación—. Creo que el legado que dejaron los dragones en este mundo es… destructivo. Corrosivo por naturaleza, y condenado a causar dolor. Si no hubiera nada que lo controlara, se tragaría el mundo. Wester es una de las pocas personas a quienes he conocido que creo que podría hacerle frente.
—¿Porque es obstinado? —preguntó Cithrin intentando bromear.
—Sí, por eso —contestó maese Kit—. Y, supongo, por la forma de su alma.
—Fue general en la Costa Norte, hace mucho tiempo —dijo Cithrin—. A su esposa le pasó algo, creo.
—Wester condujo el ejército del príncipe Springmere en la guerra de sucesión. Algunas batallas contra los ejércitos de lady Tracian deberían haberse perdido, pero el capitán Wester las ganó.
—Wodford y Gradis —dijo Cithrin—. Pero la gente también habla de… ¿Ellis?
—Sí. Los campos de Ellis. Dicen que fue la peor batalla de la guerra. Nadie la quería, ni nadie podía echarse atrás. La historia es que él era tan importante que el príncipe tuvo miedo de que otros pretendientes pudieran seducir su lealtad. Convencerlo para que cambiase de bando. Springmere hizo que mataran a su familia e implicaran a su rival. La esposa y la hija del capitán murieron ante sus ojos, y del peor modo posible.
—Oh —dijo Cithrin—. ¿Y qué le pasó a Springmere? Sé que perdió la sucesión, pero…
—Nuestro amigo Marcus descubrió lo que había ocurrido en realidad y se vengó, y después salió de la historia. Creo que la mayoría de la gente supuso que había muerto. Según mi experiencia, lo peor que puede pasarle a un hombre en esa situación es vivir lo suficiente como para ver lo poco que la venganza deja tras de sí. No creo que le queden muchas ilusiones, que es la razón por la cual está… —Maese Kit sacudió la cabeza—. Lo siento. No pretendía divagar así. Haciéndose viejo, creo. Deseaba decir cuánto siento lo ocurrido, y que me comprometo firmemente a cerciorarme de que no vuelva a suceder.
—Gracias —dijo ella.
—También quisiera ofrecerte toda la ayuda que consideres necesaria para llegar sana y salva a Carse. Siento que te debo más que un día de trabajo gratis. Es un poco extraño, lo sé, pero creo que el haber fingido que éramos soldados durante tanto tiempo nos ha dejado un poco de esa camaradería de la espada.
Cithrin asintió, pero notó que se le fruncía el ceño aun antes de saber por qué. El cántico de la iglesia se hundió en una cadencia final y concluyente, y ahora el silencio parecía flotar hacia el mundo como una onda. Las gaviotas giraban en lo alto, con sus picos amarillos y sus alas quietas y firmes.
—¿Por qué te disculpas por cada cosa que dices? —le preguntó.
Maese Kit se volvió hacia ella, arqueando las pobladas cejas.
—No me había dado cuenta de eso —se defendió él.
—Acabas de hacerlo —dijo Cithrin—. Nunca dices nada de manera directa. Todo es «creo» esto o «he descubierto» aquello. Nunca dices: «El sol sale por la mañana». Siempre es: «Creo que el sol sale por la mañana». Es como si intentaras no prometer nada.
Maese Kit se puso serio. La ponderó con sus ojos oscuros. Cithrin sintió que un escalofrío le recorría la espalda, pero no era miedo. Era como estar a punto de encontrar a quien ella solo había aventurado que estaba ahí. Maese Kit se pasó la mano por la barbilla. El sonido era blando e íntimo, y totalmente mundano.
—Me sorprende que lo hayas notado —dijo él, y sonrió a continuación por haberlo hecho una vez más—. Tengo cierto talento para que me crean, y lo he encontrado problemático. Supongo que he adoptado ciertos hábitos para suavizar el efecto y, de este modo, no afirmar nada a menos que esté seguro de ello. Quiero decir, absolutamente seguro. Con frecuencia me sorprende de cuán pocas cosas estoy absolutamente seguro.
—Es una elección extraña —comentó Cithrin.
—Y me anima a tomarme a mí mismo con ligereza —replicó maese Kit—. Veo cierto valor en la ligereza.
—Ojalá pudiera yo —dijo ella. Quedó sorprendida por la desesperación que emanaba su voz. Después rompió a llorar.
El actor parpadeó mientras sus brazos se movían de manera incierta y Cithrin permanecía de pie, en medio de la calle, avergonzada por sus sollozos, pero impotente ante ellos. Maese Kit le pasó un brazo sobre los hombros y la condujo hacia los escalones de la iglesia. Su capa era de lana barata y áspera, y aún olía a lanolina. Él se la colocó sobre los hombros. Ella se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza sobre las rodillas. Sentía el temor y la tristeza, pero solo a la distancia. Sin embargo, el aluvión había comenzado y lo único que podía hacer era dejarlo ir. Maese Kit le puso una mano sobre la espalda, entre los omóplatos, y los sollozos perdieron intensidad. Se le secaron las lágrimas. Al final, Cithrin recuperó la voz.
—No puedo hacerlo —afirmó. ¿Cuántos miles de veces se lo había dicho a sí misma desde el día en que murió Besel? Pero siempre a sí misma. Era la primera vez que pronunciaba esas palabras en voz alta. Tenían un sabor amargo—. No puedo hacerlo.
Maese Kit retiró el brazo, pero aún compartía su capa basta y barata. Unos cuantos transeúntes los miraron con atención, pero la mayoría no les prestó atención. La piel del viejo actor olía a tienda de especias. Cithrin deseaba acurrucarse ahí, en los fríos peldaños de piedra, dormirse y no volver a despertar.
—Sí que puedes —la animó maese Kit.
—No, yo…
—Cithrin, detente. Escucha mi voz —la apremió maese Kit.
Cithrin se volvió. Él parecía más viejo de lo que ella recordaba, y tardó un momento en darse cuenta de que el motivo era que no sonreía, ni siquiera desde el rabillo del ojo. Tenía unas grandes ojeras. Los carrillos le colgaban, y la barba de varios días era más blanca que negra. Cithrin esperó.
—Puedes hacerlo —dijo él—. No, escúchame. Puedes hacerlo.
—Quieres decir que crees que puedo hacerlo —se opuso Cithrin—. O que esperas que pueda hacerlo.
—No. Quiero decir lo que he dicho. «Tú puedes hacerlo».
Algo se movió en el fondo de su mente. Algo cambió en su sangre, como se riza la superficie de un lago cuando ha pasado un pez bajo el agua pero demasiado cerca de aquella. La aplastante tristeza todavía estaba ahí, el temor al fracaso, la sensación de estar a merced de un mundo salvaje y violento. Nada de eso desapareció. Tan solo había algo más. Iluminando apenas lo mismo que una luciérnaga, en las tinieblas de su mente había un pensamiento nuevo: tal vez.
Cithrin se frotó los ojos con las palmas de las manos y sacudió la cabeza. El sol se había movido más y más rápido que lo que ella había previsto. No sabía cuándo habían dejado las habitaciones.
—Gracias —dijo con suavidad.
—Sentía que te lo debía —se explicó maese Kit. Parecía cansado.
—¿Volvemos?
—Si estás lista, creo que deberíamos.
La noche llegó más tarde de lo que Cithrin había esperado, otro signo de que el invierno estaba empezando a aflojar su presa. Yardem Hane estaba sentado en el suelo, con sus inmensas piernas cruzadas, y comiendo arroz y pescado de un plato. El capitán Wester caminaba.
—Si cogemos el barco equivocado —dijo el capitán—, nos matarán, arrojarán nuestros cuerpos a los tiburones y se pasarán el resto de sus vidas dándose la gran vida en algún puerto de Far Syramys o de Lyoneia. Pero solo tendríamos que pasar controles de aduana aquí y en Carse. Por tierra podríamos tener que vérnoslas con media docena de recaudadores de impuestos.
Cithrin miró su propio plato de pescado con el estómago demasiado anudado para comer. Cada palabra de Wester no hacía más que empeorar las cosas.
—Podemos volver sobre nuestros pasos —propuso Yardem—. Ir a las Ciudades Libres, y de allí al norte. O de regreso a Vanai, ya que estamos.
—¿Sin una caravana en la que escondernos? —dijo Marcus.
El tralgu se encogió de hombros, dándole la razón. Detrás del movimiento constante de las piernas del capitán, los libros lacrados del banco de Vanai resplandecían a la luz de las velas. La ansiedad de Cithrin volvió a ellos, imágenes de lacres fracturados y lomos de piel podrida danzando a través de su cabeza como una pesadilla que no se desvanecía.
—Podríamos comprar un barco pesquero —dijo Yardem—. Pilotarlo nosotros mismos. Mantenernos cerca de la costa.
—¿Y repeler a los piratas con nuestras enérgicas personalidades? —preguntó Marcus—. Cabrai está casi corrupta, con barcos libres que roban lo que pueden, y el rey Sephan no los detendrá.
—Ninguna opción es buena —se lamentó Yardem.
—Ninguna. Y faltan semanas para que podamos aprovechar las malas —dijo Marcus.
Cithrin puso su plato sobre el suelo y pasó junto a Wester. Cogió el libro que estaba más alto, buscó a su alrededor en la habitación en penumbras doradas y encontró la hoja corta que Yardem había utilizado para cortar el queso a mediodía. La hoja estaba limpia y brillante.
—¿Qué haces? —preguntó Marcus.
—No puedo escoger el barco adecuado —le explicó Cithrin—, ni el camino correcto, ni la caravana idónea para ocultarnos en ella. Pero puedo ver si estos no están húmedos.
—Tendremos que sellarlos de nuevo —dijo Marcus. Cithrin no le prestó atención. El lacre era tan grueso como su pulgar, y no resultó fácil despegar los pertinaces trozos. Debajo del lacre había una capa de tela y, debajo, una capa más blanda de cera y, después, un envoltorio de pergamino. El libro que apareció al final podría haberlo acabado de coger del escritorio del magíster Imaniel. Cithrin lo abrió y las páginas sisearon unas contra otras. Las familiares marcas de la letra manuscrita del magíster Imaniel eran como un recuerdo de su niñez, y Cithrin estuvo a punto de volver a llorar al verlas. Sus dedos siguieron las sumas, las anotaciones, los balances, las transacciones, los detalles de los contratos y la tasa de retorno. La firma del magíster Imaniel y la sangre marrón y agrietada de su pulgar. Dejó que todo eso la inundara, lo conocido y lo ajeno a la vez. Allí estaba el depósito que el banco había recibido del gremio de panaderos y ahí, en tinta azul, un registro de los pagos dados como recompensa, mes a mes, por los años que ella había tenido el dinero. Volvió la página. Allí estaba el registro de las pérdidas por seguros de transporte del año en que las tormentas habían llegado de Lyoneia más tarde de lo habitual. Las sumas la impactaron. No había imaginado que las pérdidas hubieran sido tan grandes. Cerró el libro, cogió su espada y buscó otro. Marcus y Yardem seguían hablando, pero, si de ella hubiera dependido, podrían haber estado en otra ciudad.
El siguiente libro era más antiguo, y en él Cithrin siguió la historia del banco, desde sus actas fundacionales, a través de años de transacciones, casi hasta el día en que ella había partido. La historia de Vanai escrita mediante números y notas cifradas. Y ahí, en rojo, una pequeña anotación sobre cómo se había admitido a Cithrin bel Sarcour como pupila del Banco Medeano hasta que alcanzara la edad legal y se hiciera cargo de los depósitos de sus padres, menos los costes de su manutención. La misma cantidad de palabras que un envío de granos o una inversión en una cervecería. La muerte de sus padres, el inicio de toda la vida que había conocido, todo en un único renglón.
Cogió otro libro.
Marcus dejó de hablar, cenó y se acurrucó en el catre. La media luna se elevó. Cithrin siguió la historia del banco como si leyera viejas cartas enviadas desde su casa. A su alrededor, el lacre, la tela y el pergamino se iban amontonando como si fueran papel de envolver. Y en el fondo de su mente, casi olvidada en la fascinación de la tinta vieja y el papel polvoriento, crecía una sensación de que era posible. No de confianza —no todavía—, sino de la precursora de esta.
Solo cuando Yardem la despertó al coger el libro encuadernado en piel de entre sus manos cayó en la cuenta de que —por primera vez desde lo de Opal— había dormido durante toda la noche y no había tenido sueños.