Geder sabía, por supuesto, que los favoritos de Klin habían recibido los mejores alojamientos, y que a los hombres como él les habían reservado los restos. Sin embargo, la escalada de insultos no había sido obvia. Estaba sentado en un diván bajo, tapizado de seda. Las elevadas ventanas vertían la luz sobre los suelos como si Dios vaciara una jarra de leche. El incienso perfumaba el aire con vainilla y pachulí. La orfebrería y las gemas que refulgían sobre el hogar no habían sido arrancadas durante el saqueo. Aun antes de que los soldados de Antea hubieran tomado las calles allá abajo, había quedado claro que la casa del príncipe era sacrosanta. No porque fuera del príncipe, sino porque era de Ternigan. Y después, de Klin. Y ahora, de una forma inimaginable, la suya propia.
—¿Mi lord protector?
Geder se puso de pie de un salto como si lo hubieran atrapado tocando algo que no debía. El mayordomo era un esclavo timzinae, con sus escamas oscuras ya grisáceas y resquebrajadas. Ahora vestía el gris y azul de la Casa Palliako, o lo más parecido que se había podido gorronear.
—Tus secretarios te aguardan, señor —dijo el timzinae.
—Sí —dijo Geder, mientras cogía la capa de piel negra que se había llevado de sus antiguas habitaciones—. Sí, por supuesto. Condúceme allí.
Las órdenes habían llegado tres días antes. El lord mariscal había llamado a Alan Klin de regreso a Camnipol para desesperación de algunos, para delicia de otros y para sorpresa de ninguno. La sorpresa era a quién había escogido como sucesor de Klin hasta el momento en que el rey Simeon designara a un gobernador permanente. Geder había leído la orden por lo menos diez veces, comprobó el sello y la firma, y después la leyó otra vez. Sir Geder Palliako, hijo del vizconde de Rivenhalm, Lerer Palliako, era ahora el protector de Vanai. Todavía tenía la orden, plegada en un bolsillo de su cinturón, como si fuese una reliquia religiosa: misteriosa y asombrosa, y totalmente insegura.
Su primera idea, tras la primera oleada de pura incredulidad, fue que Klin había descubierto la traición de Geder, y que aquella era su manera de vengarse. Cuando entró en la sala de audiencias, el hecho de que hombres designados por Klin ocuparan cada asiento con excepción del que estaba reservado para él, sobre la tarima, al frente, hizo que se acrecentaran sus sospechas. Le rugían las tripas y le temblaban las manos. Mientras subía los dos escalones y se sentaba, incómodo, en su silla, sentía la sangre ligera como el agua. La estancia había sido una capilla, y a Geder lo rodeaban las imágenes de dioses en los cuales él no creía. Lo observaban ojos impíos, con rostros inexpresivos en el mejor de los casos, con franco desprecio en el peor de ellos. Un puñado de asientos estaba vacío. Pertenecían a los hombres leales a la Casa Klin, que habían elegido renunciar a la tarea y regresar con él a Antea, antes que someterse al nuevo orden. Geder deseó haber tenido la oportunidad de marcharse con ellos.
—Lores —dijo Geder. Sonaba como si alguien lo estuviera estrangulando. Tosió, se aclaró la garganta y comenzó de nuevo—. Lores míos, ahora ya habréis leído las órdenes del lord mariscal Ternigan. Me siento, desde luego, honrado, y estoy tan sorprendido como, no lo dudo, lo estaréis vosotros.
Chasqueó la legua. Nadie más emitió sonido alguno. Geder tragó.
—Es importante que la ciudad no se suma en la inquietud durante este cambio. Desearía que cada uno de vosotros continuara con las directrices y las órdenes que os dio lord Klin de tal forma que el… eh… cambio que estamos…
—¿Te refieres a las políticas que llevaron a Ternigan a destituirlo? —interrumpió alguien. Quien lo preguntó era Alberith Maas, el mayor de los hijos de Estrian Maas, y sobrino de Feldin, el aliado de Klin.
—¿Perdón?
—Las órdenes —aclaró el joven—. Son las mismas que hicieron que lord Klin cayera en desgracia con la Corona ¿y quieres que nos atengamos a ellas?
—Por ahora, sí —dijo Geder.
—Una decisión atrevida, mi lord protector.
Alguien soltó una risilla. Geder notó un rubor de vergüenza y, después, de furia. Se le tensó la mandíbula.
—Cuando ordene un cambio, lord Maas, me cercioraré de que lo sepas. Todos tendremos que trabajar para sacar Vanai del desorden actual.
«Así que no me hagas enfadar, o te pondré a desmochar los canales», pensó Geder, pero no lo dijo. El joven puso los ojos en blanco, pero no habló. Geder respiró, y dejó que el aire le saliera lentamente por la nariz. Sus enemigos estaban sentados frente a él, mirándolo desde abajo. Hombres con más experiencia, y con más relaciones políticas; hombres que no le habían otorgado el poder que Geder tenía ahora en sus manos. Esos hombres dirían las cosas adecuadas, aunque a menudo lo harían con el tono de voz inadecuado. En privado, sacudirían la cabeza y se reirían de él.
La humillación alimentó su rabia.
—Alan Klin ha fracasado en su tarea. —No le habría gustado decir eso, y soltó las palabras como si fueran una bofetada—. El lord mariscal le entregó Vanai, y Klin echó a perder esa oportunidad. Y cada uno de vosotros ha formado parte de ese fracaso. Yo sé que saldréis de aquí y compartiréis vuestras bromas, pondréis los ojos en blanco y os diréis que se trata de un terrible error.
Se inclinó hacia delante. Sentía que el calor de sus mejillas era valor.
—Sin embargo, mis buenos señores, permitidme dejar esto claro. Yo soy el elegido de lord Ternigan. Yo soy el escogido para transformar Vanai, este bochorno, en una de las joyas de la Corona del rey Simeon. Y pretendo hacerlo. Si preferís no tomarnos en serio ni a mí ni a la tarea que se nos ha encomendado, decidlo ahora, recoged vuestras pertenencias y arrastraos sobre vuestros vientres de regreso a Camnipol. ¡Pero no os crucéis en mi camino!
Estaba gritando. El miedo había desaparecido, y con él la humillación. No recordaba haberse puesto de pie, pero de pie estaba ahora, señalando con un dedo acusador al grupo. Sus ojos estaban muy abiertos, y sus cejas alzadas. Podía ver la inquietud en el ángulo de los hombros y en la posición de las manos de sus oyentes.
«Bien —pensó—. Dejémosles que se pregunten quién y qué es Geder Palliako».
—Si lord Klin ha dejado asuntos urgentes, los atenderé ahora. De lo contrario, por la mañana recibiré informes de cada uno de vosotros acerca del estado general de la ciudad, incluidas vuestras responsabilidades particulares, y cómo os proponéis mejorar vuestras obligaciones.
Sobrevino un silencio que duró cuatro latidos. Geder se permitió sentir un hilillo de satisfacción.
—¿Lord Palliako? —dijo un hombre que se sentaba al fondo—. ¿Y los impuestos sobre el grano?
—¿Qué pasa con ellos?
—Lord Klin estaba valorando una propuesta para modificarlos, señor. Pero no nos comunicó su decisión antes de partir. El asunto queda como sigue. Por el grano que llega desde el campo se paga un impuesto de dos monedas de plata la fanega, pero el almacén de la ciudad lo vende a dos y medio. Los silos locales han apelado.
—Ponedlos todos a dos y medio —dispuso Geder.
—Sí, lord protector —acató el hombre.
—¿Qué más?
No había nada más. Geder se alejó de la estancia con rapidez, antes de que el calor de su humor se enfriara del todo. Cuando la breve certidumbre de la furia hubo pasado, lo abandonó del todo. Para cuando regresó a su sala de estar —su sala de estar—, temblaba de los pies a la cabeza. Se sentó junto a la ventana, miró hacia fuera, hacia la plaza principal de la ciudad, e intentó adivinar si estaba al borde de la risa o del llanto. Allá debajo, las hojas secas cubrían el suelo. El canal estaba desnudo y seco, y un equipo de esclavos de varias razas sacaban en sus brazos montones de malezas y suciedad. Unas cuantas niñas primera sangre corrían por la plaza, gritando mientras jugaban. Se dijo que eran suyos. Esclavos, niñas, hojas. Todo. La idea lo atemorizó.
—Geder Palliako, lord protector de Vanai —dijo hablando al aire vacío, con la esperanza de que, al pronunciarlas, las palabras se tornaran más verosímiles. No funcionó. Intentó imaginarse qué pretendía lord Ternigan al designarlo. Carecía de sentido. Cogió una vez más la carta, la desplegó, y leyó cada palabra, cada frase, a la búsqueda de algo que lo tranquilizara. Ahí no había nada.
—Mi lord protector —dijo el viejo timzinae. Geder saltó menos en esta ocasión—. Ha venido lord Kalliam, tal como solicitaste.
—Hazlo entrar —dijo Geder.
El viejo sirviente dudó, como si estuviera a punto de señalar una falta de etiqueta, pero se volvió tras hacer una sola inclinación. Geder se preguntó si se suponía que reunirse en la sala de estar privada estaba reservado para las ocasiones especiales. Tendría que buscar un libro sobre la etiqueta de la Corte de Vanai. Lo mencionaría la siguiente ocasión en que hablara con los eruditos que tenía a sueldo.
Jorey Kalliam entró en la estancia. Vestía su mejor uniforme, y se inclinó con formalidad ante Geder. O bien Jorey también estaba exhausto y ansioso, o bien Geder veía el mundo como si fuera un espejo. El timzinae dejó detrás de Geder un carro cargado de pequeñas conchas llenas de pistachos y peras confitadas. Después de servirles agua fresca en sendos jarros de cristal, el sirviente se retiró. El discreto clic del pestillo de la puerta los dejó a solas.
—¿Mi lord protector deseaba verme? —dijo Jorey.
Geder ensayó una sonrisa.
—Quién lo habría dicho, ¿no? Yo, lord protector de Vanai.
—Creo que a todos nos habría parecido harto improbable —dijo Jorey.
—Sí. Sí, por eso deseaba hablar contigo en particular —dijo Geder—. Tu padre se muestra muy activo en la Corte, ¿no es así? Y tú le escribes. ¿No dijiste que le escribías?
—Sí, mi señor —dijo Jorey. Su espalda estaba rígida, con la vista clavada al frente.
—Sí, eso es bueno. Me preguntaba si… es decir, eh, tú sabes por qué.
—¿Por qué, qué, mi señor?
—¿Por qué yo? —dijo Geder, y en el fondo de su voz había un agudo gemido de cuerda de violín que le hizo avergonzarse.
Jorey Kalliam, hijo de Dawson Kalliam, abrió la boca, la cerró y frunció el ceño. Las líneas de su boca y su entrecejo lo hacían parecer más viejo. Geder cogió un puñado de pistachos del platillo y comenzó a descascarillarlos y a comerse el interior blando y salado, menos por hambre que por hacer algo con las manos.
—Me pones en una situación incómoda, mi señor.
—Geder. Por favor, llámame Geder. Y yo te llamaré Jorey. Si te parece bien. Creo que eres lo más parecido a un amigo que tengo en esta ciudad.
Jorey respiró hondo y, mientras exhalaba el aire a través de los dientes, la expresión de los ojos se suavizó.
—Dios te ayude —dijo Jorey—. Creo que lo soy.
—Entonces, ¿puedes decirme qué sucede en la Corte para que Ternigan me haya puesto a mí aquí? No tengo ningún valedor allí. Es mi primera campaña. Sencillamente, no lo entiendo. Y tenía la esperanza de que tal vez tú sí.
Jorey señaló una silla, y Geder tardó un momento en darse cuenta de que le estaba pidiendo permiso para sentarse. Geder agitó una mano en señal afirmativa y se sentó frente a Jorey con sus palmas juntas entre las rodillas. Los ojos de Jorey se movían de un lado al otro como si estuviera leyendo algo en el aire. Geder se comió otro pistacho.
—Desde luego, no sé lo que puede pasar por la mente de Ternigan —dijo—. Pero sé que en casa las aguas bajan revueltas. Klin se ha aliado con Curtin Issandrian, y este ha estado defendiendo algunos cambios que no le han salido del todo bien. Ha hecho enemigos.
—¿Y por eso Ternigan le ordenó que regresara?
—En parte sí. Pero si el poder de Issandrian en la Corte está comenzando a tambalearse, Ternigan podría querer a alguien que no estuviera asociado con él. Acabas de decir que no tienes ningún valedor en la Corte. Esa podría ser la razón por la cual te escogió. Porque la Casa Palliako no ha tomado partido.
Geder había leído acerca de montones de situaciones como aquella. Las guerras del Polvo Blanco, cuando Cabrai acogió a los exiliados tanto de Birancour como de Herez. Koort Ncachi, el cuarto regos de Borja, de quien se supone que tenía una corte tan corrupta que designó a un granjero cualquiera como regente. Si lo juzgaba desde ese punto de vista, Geder pensó que su posición podía resultar explicable. Y, con todo…
—Bueno —dijo con una sonrisa incómoda—, entonces supongo que debo estar agradecido por el hecho de que mi padre no asista a la Corte. Lo siento, sin embargo, por tu padre, que sí lo hace. La verdad es que creía que Ternigan podría darte la ciudad a ti.
Jorey Kalliam volvió el rostro hacia la ventana. Tenía el ceño fruncido. En el hogar, el fuego murmuró sus secretos para sí mismo. En la plaza, miles de palomas se elevaron como si formaran parte de un único cuerpo, y volaron en círculos por el blanco cielo invernal.
—No me habría hecho ningún favor —dijo Jorey al fin—. Los juegos de la Corte no son justos, Palliako. En ellos no se juzga a los hombres por su valía, ni se trata de lo que es justo o de lo que no lo es. Los hombres cargados de culpas pueden gozar del poder durante todas sus vidas y, a su muerte, ser llorados. Y a algunos hombres inocentes se los puede sacrificar como si fueran monedas, solo porque resulta conveniente. No es necesario que hayas pecado para que te arruinen. Si tu destrucción les resulta útil, te destruirán. ¿Esto, todo esto? Tú no tienes la culpa.
—Lo entiendo —convino Geder.
—No lo creo.
—Sé que no me lo he ganado. La fortuna me ha concedido esta oportunidad, y mi tarea consiste ahora en hacerme merecedor de ella. No creí que lord Ternigan me hubiera puesto a cargo de la ciudad porque me respetara. Le resulto conveniente. Está bien. Ahora puedo hacer que él me respete. Puedo dirigir Vanai. Puedo realizar la tarea.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó Jorey.
—Puedo intentarlo —respondió Geder—. Estoy seguro de que mi padre ha estado alardeando de esto ante todo el mundo. La Casa Palliako no ostenta ningún título nuevo desde que mi abuelo fue guardián de los Lagos. Sé que es algo que mi padre deseaba, y ahora, conmigo aquí…
—Esto no es justo —dijo Jorey.
—No —lo cortó Geder—. Pero juro que haré lo que pueda para compensarte.
—¿Para compensarme? —preguntó Jorey, como si Geder hubiera llegado de repente de otra conversación.
Geder se levantó, cogió los dos jarros de agua de la bandeja y puso uno en manos de Jorey. Con toda la seriedad que pudo, levantó su jarro.
—Vanai es mía —dijo Geder, y esta vez sonó casi como si fuera verdad—. Y si hay en ella alguna cosa que pueda hacerte el honor que mereces, la encontraré. La ciudad debería haber sido tuya, y ambos lo sabemos. Pero, dado que, en vez de eso, ha caído sobre mi regazo, juro aquí, entre nosotros dos, que no olvidaré que fue la suerte.
La expresión del rostro de Jorey Kalliam podría haber sido de pena, de horror o de pura incredulidad.
—Te necesito a mi lado —imploró Geder—. Necesito aliados. Y en el nombre de Vanai y de la Casa Palliako, me honraría que fueras uno de ellos. Eres un hombre valeroso, Jorey Kalliam, y confío en tu juicio. ¿Puedo contar con tu apoyo?
El silencio dejó a Geder ansioso. Sostuvo su jarro en el aire con determinación, rogando en silencio que Jorey le devolviera el saludo.
—¿Lo habías practicado? —preguntó Jorey al fin.
—Un poco, sí —reconoció Geder.
Jorey se puso de pie y alzó la jarra. El agua salpicó y le mojó los nudillos.
—Geder, haré lo que pueda. Tal vez no sea mucho, y pongo a Dios por testigo que no veo cómo puede esto terminar bien, pero haré lo que esté en mis manos por ayudarte.
—Con eso me basta —dijo Geder, y bebió el agua con una sonrisa.
El resto del día fue tanto una prueba de resistencia como un desfile de honores. La tarde comenzó con un banquete laudatorio que le ofrecieron los representantes de los gremios más importantes de Vanai, dos docenas de hombres y mujeres que se esforzaban por captar su atención y sus favores. Después de eso, mantuvo una audiencia con un representante de Newport que estaba pensando introducir cambios en las tarifas del transporte terrestre, pero después de haberse pasado discutiendo una hora interminable no dejó lo suficientemente claro cuáles eran las tarifas. Después, a petición de Geder, el auditor de cuentas en jefe revisó todos los informes anteriores de Klin a lord Ternigan y a la Corona. Geder había esperado encontrar poco más que un desglose del oro que se había enviado al norte, pero acabó durando el doble de lo previsto, con las discusiones sobre la diferencia entre tarifas de función elevada y de función baja y «presentación sobre cuenta» frente a «presentación en depósito» que lo dejaron con la sensación de que había estado leyendo algo escrito en un idioma que todavía no dominaba.
Al final del día, se retiró al dormitorio que había pertenecido al príncipe de Vanai. Podría haber acomodado el alojamiento anterior de Geder en una esquina y dejar espacio para otros dos más de igual tamaño. Las ventanas miraban a un jardín de robles desnudos y parterres aislados por nieve. En primavera sería como tener un bosque privado. La nueva cama de Geder se calentaba por medio de una ingeniosa red de tuberías que conducía a un gran hogar, la bomba funcionaba con el aire que subía. El invento borboteaba, en ocasiones justo debajo de Geder, como si el colchón de plumas se hubiese comido algo que no estaba de acuerdo con ellos. Geder yació en la penumbra de la habitación iluminada sobre todo por el fuego del hogar casi una hora después de haber despedido al último criado. Aunque estaba agotado, el sueño no llegaba. Cuando se levantó, lo hizo con la deliciosa sensación de estar haciendo algo que no debía, con la total certidumbre de que se saldría con la suya.
Encendió tres velas en el fuego, ennegreciendo la cera un poco con el humo, y las colocó junto a la cama. Luego rebuscó entre el pequeño alijo con sus pertenencias que le había llevado su escudero, y extrajo la crujiente encuadernación del último libro que había comprado. Ya lo había leído, y había señalado la parte que había encontrado más interesante para poder hallarla con facilidad.
Las leyendas sobre el Sirviente Honesto, también llamado Sinir Kushku en la lengua de la antigua Pût, lo consideran el arma definitiva y más grande de Morade, si bien la medida en que esto son simples conversaciones con la red de espías del dragón y la naturaleza curiosamente perceptiva de su demencia final todavía está por dilucidar.
Geder puso el dedo sobre las palabras, esforzándose por recordar lo que sabía de las lenguas del este. Sinir Kushku. El Fin de Todas las Dudas.